jueves, 26 de mayo de 2011

ROBLEDILLO DE MOHERNANDO



Con palabras de simple observador debo decir que el ocre de las laderas y los sienas suaves que tiñen y dibujan las tierras de la Campiña, se ofrecen a la vista de unos colores imprecisos, quimera para cualquier pintor de paisajes que deseara ser fiel a la primera impresión que ofrece el campo. Las tonalidades verdeoscuras de las encinas en la mañana soleada del mes de febrero tienen por allí no poco de misterio. Y los pueblos, pintados de tierra como el campo, los pequeños núcleos urbanos en los que durante el invierno sólo viven los ancianos y algún que otro labrador, cortan el limpio azul de los cielos a punta de torre campanario o a filo de espadaña en cada lugar, dejando en la llanura la imagen antigua de la Castilla cabal y trabajadora, nido de truhanes o claustro de místicos, fundamento y origen de una manera muy particular de entender la vida, de la que, a pesar de sus reconocidos pecadillos y de sus bien aireadas virtudes, nos cabe la dicha de haber podido libar de su sangre. La Campiña, amigo lector, es una hermosa comarca de tierras fecundas y puertas abiertas, de paisajes desnudos, de deslumbrantes puestas de sol, de gentes con el alma transparente y un corazón inmenso donde todo tiene su lugar.
En Robledillo -al margen de cualquier carretera principal y aun secundaria- uno se encuentra con un pueblo antiguo, levantado en su mayor parte con materiales propios con los que se fueron construyendo siglos atrás casi todos los pueblos de la comarca, el ladrillo y el adobe como más al uso, y la piedra donde hizo falta, lo que les dio un aspecto eminentemente rural. Con el impulso renovador de los últimos veinte años los pueblos han ido tomando un aspecto diferente, más confortable y acogedor, pero con el doloroso aquel de haberse quedado sin gente. Sobre lo más alto, la iglesia de la Asunción de Robledillo sirve de mirador no sólo sobre el pueblo en toda su extensión, sino también sobre los campos serranos y campiñeses que lo limitan a más o menos distancia.

La ermita de la Soledad y el cementerio nos han abierto, al final de una leve costanilla, las puertas del lugar. Luego una calle nos pone al instante en la Plaza Mayor que es el corazón del pueblo, una de las plazas más cómodas y vistosas que conozco en pueblos de igual o similar categoría. Viviendas reconstruidas o restauradas al lado de alguna casita antigua de puro estilo campiñés por aquello de la variedad, y el nuevo ayuntamiento coronado por un carillón de hierro, sirven de cerco a la plaza y a la fuente pública que tiene en mitad rodeando a una farola de brazos múltiples. El pilón redondo de la fuente guarda en su interior una pequeña pista de hielo. Junto a la fuente se levanta el mayo, recto como una vela, que Dios sabe cuándo lo debieron plantar los mozos en un esfuerzo admirable por conservar encendida la llama de la tradición.
Sobre un banco junto a la puerta del ayuntamiento hay sentados al sol dos hombres del pueblo: Aniceto Matey y Pablo Sanz. Durante algunos minutos hemos hablado de asuntos intrascendentes. Les he preguntado por mis amigos del pueblo, doña Demetria, don Lorenzo y don Marcelo.
- De los tres sólo vive uno, y en muy malas condiciones de salud se encuentra el hombre, el Tío Lorenzo. La Demetria y Marcelo hace ya tiempo que murieron los pobres.
La señora Demetria me acompañó en aquella mañana fría de 1982 a visitar el cementerio, donde está enterrado el piloto acróbata Pepe Raya, muerto en accidente de aviación en las afueras del pueblo y enterrado en el cementerio del lugar según sus deseos. Una sencilla lápida hace perpetua su memoria, en cuyo epitafio, precedido por la suave silueta de una golondrina, se puede leer: “El día 28 de julio de 1977, a las 4,30 de la tarde, Pepe Raya voló más alto que nunca. Que su ejemplo nos sirva para querernos más.”

Al señor Lorenzo y al señor Marcelo los conocí sentados al sol en al pórtico de la iglesia. Lo pasamos muy bien, hablamos un poco de todo y nos hicimos amigos. Veintitrés años después de aquel primer viaje a Robledillo las cosas han cambiado bastante, y como recuerdo vivo solo queda el doliente de Lorenzo Romero Cañete, que fue lector asiduo de “Nueva Alcarria”, hombre jovial y amigable cuando estuvo bien, y hoy a sus 88 años, soportando una ceguera casi absoluta, aparte de no sé cuántas privaciones más en su maltrecha salud, se encuentra sin ganas de nada y sin fuerzas siquiera para salir de casa.
- Perdóneme, pero me encuentro muy mal. Ya no salgo de casa. La vista es lo peor, y las piernas y todo.
Subir hasta la solana de la iglesia es algo gratificante que nadie debería perderse en las mañanas de sol del pleno invierno. Por sólo otear entre las arcadas del pórtico y contemplar en la lejanía el espectáculo de la sierra norteña con sus firlachos de nieve, bien vale la pena subir. Hay dos o tres calles que desde la plaza suben paralelas hasta el altiplano en donde está la iglesia.
Es recomendable, así mismo, sobre todo en tiempo mejor del que por esas fechas estábamos atravesando, acercarse hasta el aeroclub que viene a caer a un kilómetro o poco más de las últimas casas del pueblo. Fechas ideales serían las de competición o las de simple exhibición o entrenamiento, como suele haberlas a lo largo del año. No he tenido suerte en este mi último viaje a Robledillo. Era lunes y los lunes no hay allí actividad ninguna, incluso la oficina del aeroclub está cerrada. El campo vacío, la pista de despegue desierta, y tan sólo los hangares, los cobertizos, y el local de la cantina se pueden ver a puerta cerrada. Uno se encuentra con avios por todas partes de “prohibida la entrada”, muy al contrario de lo que encontré por allí en un viaje anterior, -ya hace años-, donde se me atendió gentilmente, y me enseñaron todos los departamentos del aeroclub que quise ver. Era el tiempo oportuno, había actividad en las oficinas y en el campo de vuelo, había avionetas en el aire y otras estacionadas en tierra, como las de una de las fotografías que acompañan a este trabajo, tomadas en aquella ocasión, y que cuando menos hoy nos puede servir de documento gráfico.
Cuando se habla de nuestros pueblos en general, o de la provincia entera en particular como “la gran desconocida”, me suena a tópico inadmisible. Produce cierto dolor pensar que seamos nosotros mismos, los que somos o vivimos aquí, los primeros en desconocer tantas cosas ocultas: lugares, fiestas, paisajes, pueblos, monumentos, y un sinfín de motivos más que tenemos quizás a cuatro pasos de nuestras casas, a una hora o a dos horas de viaje por buenas carreteras. Un reto para quienes estén picados por el insecto traidor de la comodidad, y un nuevo proyecto para que, cuando el tiempo lo aconseje, se nos abran los deseos de viajar.

viernes, 20 de mayo de 2011

TORTUERA, EN LOS TRIGALES MOLINESES



Es una hora avanzada de la mañana, de una mañana fría por estas latitudes rayanas con el páramo molinés allá por donde nuestra provincia acaba a la salida del sol. Tortuera es el pueblo que me ha llevado a rodar por carretera durante casi tres horas de viaje, para caer, al fin, en sus mismas puertas por las que hace varios años que no había vuelto a entrar.
El pueblo de Tortuera muestra al caminante su originalidad desde la misma entrada, donde, alzado sobre un altillo al margen de la carretera, se levanta el más original de todos los pequeños monumentos piadosos que salpican en los pueblos molineses el paisaje rural: el pairón de las Ánimas. Es verdad que son ya unos cuantos los años que hace que no había pasado por allí, y esperaba con cierto deseo el volver de la última curva, tras la que se encuentra, para sacar una fotografía más al pequeño monumento, a manera de ritual que tengo por costumbre siempre que paso a su lado. Pero, ¡oh sorpresa!, aquel pairón que vi tantas veces y que en tantas ocasiones me hizo detener en la carretera para volverlo a ver y volverlo a fotografiar, ya no es el mismo. Era muy viejo, tal vez fuera el más antiguo de los pairones molineses, y desde luego que, como enseña del pueblo que es, necesitaba una reparación si lo querían seguir conservando. La restauración ha sido hecha, pero tan a fondo que el pairón parece otro; para mí que ha perdido todo el encanto de su antigüedad, aunque con la mejor voluntad se le haya preparado de esta manera para seguir tirando años y siglos más. No me atrevo a decir si el arreglo ha sido bueno o malo, los tantos a favor de la restauración y los tantos en contra se anulan en mi criterio, de manera que me limito a verlo, a contar lo que veo, y a seguir adelante por la carretera de Daroca que enseguida se convierte en calle, Calle de San Nicolás, a cuyo costado queda al pasar una placita chica y coquetona, con otro pairón en mitad de estampa tradicional y árboles a cada lado.
Según consta en el último censo de población del que dispongo, Tortuera debe de tener en estos momentos en torno a los 230 habitantes, lo que significa ser casi una ciudad si se tiene en cuenta la situación actual de nuestros pueblos en general y muy en particular los del Señorío, tanto al norte como al sur del propio Molina. En una decena o dos de años el pueblo ha cambiado a mejor de manera visible. Tortuera es un pueblo hermoso, de calles cómodas y bien pavimentadas, con una plaza mayor dedicada a la reina María Cristina que está rodeada de casonas señoriales que son verdaderos palacetes; un pueblo que económicamente se debe desenvolver con cierta holgura, como se deja entrever cuando se anda por sus calles y por sus plazas.
Desde la barbacana que hay junto a la puerta de la iglesia se domina la inmensa extensión de tierras de cultivo que llegan hasta allá lejos, hasta la sierra de Caldereros, cuyos picachos en tono oscuro sirven de límite al paisaje en la distancia. Son tierras de excelente calidad, pero muy frías, las que los agricultores cultivan por aquí, de ahí que la recolección del cereal se lleve a cabo casi un mes más tarde que en otras comarcas, incluso de la misma provincia. Eso sí, salvo mejor opinión y siempre que ello se pueda demostrar con datos que justifiquen lo contrario, este panorama que tengo por delante desde el pretil de la iglesia de Tortuera, es el más importante granero de las tierras de Guadalajara en sus cuatro direcciones. Los campos de Tortuera, de La Yunta, de Campillo de Dueñas, de Cillas, de Rueda y de los dos Cubillejos, suman una gran extensión de campos de trigal; y si nos puede servir como orientación, refiriéndonos tan sólo al término municipal de Tortuera, las cifras que ahora doy son verídicas, me las dieron en el ayuntamiento no éste, sino en el viaje anterior que hice al pueblo y son las siguientes: con las fincas propiedad del vecindario, más las correspondientes a la finca de Guisema, suman 4.800 hectáreas de terreno, dedicándose al cultivo la mayor parte de ellas. Recuerdo que también alguien me dijo que había en el pueblo algunos agricultores que cultivaban más de doscientas hectáreas de terreno; eso sí, valiéndose de buenas y potentes maquinarias para mover tanto volumen. Y si nos hubiéramos de referir a La Yunta, las cifras no variarían mucho de las que acabamos de dar referentes a Tortuera.
En Tortuera se reza por tradición y por patronazgo a San Nicolás de Tolentino, un religioso italiano del siglo XIII, perteneciente a la orden de Agustinos Recoletos, del que en el presente año se celebra el séptimo centenario de su muerte en el convento de Tolentino, cuya fiesta celebran con sobresaliente animación el diez de septiembre y jornadas sucesivas. Además de la calle que es carretera, San Nicolás tiene dedicada en el pueblo del que es patrón una de las ermitas que existen en su término. La ermita de San Nicolás fue en otro tiempo lugar de romerías y de fiestas mayores para las gentes del lugar, tradición que no hace tanto llegó a perderse y que en este momento no estoy en condiciones de asegurar que haya sido recuperada.
Era una mañana fría y las calles estaban casi desiertas. Tortuera multiplica por seis su número de habitantes cuando llega el verano. La soledad del día me ha permitido recorrer el pueblo con la tranquilidad más absoluta. Pocas cosas habrá tan gratificantes como andar a solas por calles y plazuelas y encontrarte a cada paso con un antiguo palacete que luce sobre lo más visible de su fachada el escudo de armas de las familias que en tiempos ya olvidados, en tiempos que ahora no son sino un puro mito para los habitantes del lugar, vivieron allí e incluso construyeron a su costa. Familias con nombres sonoros que ocuparon cargos importantes en la España de su tiempo, y de las que está llena hasta no caber más la pequeña gran historia de casi todos los pueblos del antiguo Señorío, cuya capital ostentó la ciudad de Molina.
Serían las doce de la mañana y el sol llegaba tibio hasta nosotros. Las piedras de las esquinas en los más viejos edificios, presentaban a la vista del caminante tonalidades serias. Son muchos los azotes sufridos por el agua de lluvia, por las ráfagas de viento, por el calor inclemente de tantos veranos en los tres o cuanto siglos de vida que algunas de ellas han cumplido ya.
Apenas la aparición de un gato despavorido, que corre con la velocidad del rayo por la esquina del ayuntamiento, robó mi atención por un momento. La casa solar de los Romero de Anaya, donde habitó don Nicolás, de esos mismos apellidos, que ejerció en vida como abogado de los Consejos Reales; o el palacete dieciochesco de los López de la Vega algo más arriba, donde naciera en 1738 don Fabián, Procurador General de la Compañía de Jesús en la ciudad de Roma; o la vieja mansión de los Moreno, entre algunas más. Por lo que no debiera extrañarnos que cualquiera de estas casas hidalgas hubiera servido, como así parece constar, de estación de paso en algunas noches de viaje desde Barcelona hacia Madrid, de los reyes Carlos III y Carlos IV, éste último con su familia al completo y con casi toda su Corte. Pequeños palacios adaptados al vivir de nuestro tiempo y de los que hoy sólo debe de quedar el mate de las piedras de cantería y algún dato sin par perdido entre los pliegues de cualquier legajo (así nos trata el tiempo a final de cuentas), que enseñan los relieves grises de los blasones en honor y memoria de lo olvidado, de nada ni de nadie en particular, pero que sirven, cuando menos, para realzar la imagen impecable de un pueblo de labradores, digno de ser visitado y conocido, aunque, como los demás de su comarca, no suela figurar en las guías turísticas pese a tanta novedad y a tantos motivos irrepetibles de interés como uno se encuentra al llegar a él, al entrar en ellos.

lunes, 16 de mayo de 2011

L A B R O S




El periodista y destacado escritor molinés Andrés Berlanga, me ha remitido el boletín que publica la Asociación de Amigos de Labros, su pueblo natal, ya en el número 19 y que corresponde al verano del año 2000.
Conozco el pequeño pueblecito de Labros y he seguido, aunque un poco a distancia, la rápida evolución experimentada durante los últimos veinte años, tiempo que debe de hacer desde aquella mañana de primavera que tuve con él mi primer contacto.
Labros es un pueblo de impacto por naturaleza, un pueblo que no nació para vivir -y mucho menos para morir- perdido en el anonimato. El latir de su corazón como pueblo viejo se ha sentido siempre, y se sigue sintiendo, quizá con distinto ritmo, en las construcciones de los veraneantes acabadas de levantar en la ladera, como en la piedra tallada de los capiteles en su iglesia hundida, y que son, con más de ochocientos años en la solanilla, un escaparate del arte románico que pone de manifiesto el exquisito quehacer de los canteros medievales que por entonces pasaron por allí.
En la vertiente un poco a manera de anfiteatro sobre la que asienta, Labros es un pueblo que se hace querer. Hay muy poca gente allí un martes cualquiera del mes de enero, posiblemente no se verá un alma por las calles en cuesta si el día es desapacible. Se quedó semivacío, como todos los de la comarca, cuando entró en moda abandonar el campo, las raíces, el apego del corazón al terruño, y marchar a la capital en busca de aventuras a la buena de Dios. En Labros ocurrió como en todas partes, o tal vez un poco más que en todas partes, que la gente se fue y quedó uno por cada diez como señal para que el pueblo no desapareciese, como pasó con otros. No obstante, muchos de los que se fueron sintieron desde el primer momento la responsabilidad de mantener, cada cuál a su modo, la llama encendida de su lugar de origen, para que el mundo que viaja por aquellos contornos o sobre la letra impresa de libros y periódicos, lo siguiese viendo con sus pairones, con sus fuentes y costumbres, con sus personajes pintorescos, con sus apodos (que son de hecho página principal en la vida de cualquier pueblo); y así salió a la luz hace algunos un libro importante que, aun con otro nombre distinto, se encargará de perpetuar más allá de los que ahora somos y de los que vengan después, el vivir de Labros en una época determinada de la Historia por encima de los hombres y de las cosas: "La Gaznápira", novela valiente y maravillosamente escrita, que Andrés Berlanga tuvo a bien regalar a la cultura española del siglo XX, con claros visos de pasar a la posteridad aunque la gente, las costumbres, incluso los pueblos, desaparezcan.


La revista "LABROS" que dirige el propio Berlanga, es un ejemplo claro del bien hacer en ese tipo de publicaciones. Noticias, comentarios, historia, nombres propios, costumbres desaparecidas, inquietudes, y no sé cuantas cosas más, en el reducido espacio de cuatro páginas, de buen tamaño, eso sí, pero cuatro al fin en las que no faltan para enriquecer su contenido y hacerlas más amenas, una docena entre fotografías y dibujos, algunas retrospectivas de gran valor, como la titulada "Seminaristas paseando", con la que se ilustra el reportaje de Basi Martínez titulado "Julián Ramos, un labreño universal", y que a riesgo de que pierda una buena parte de su calidad, ofrecemos a nuestros lectores por lo que la imagen, tomada al parecer durante los años de la República, tiene de documento.
Por cuanto al interés de los temas expuestos, teniendo en cuenta que van dirigidos de manera especial a los labreños de mayor edad y a los ausentes, es extraordinario. Un hurgar en los entresijos del terruño desde todos los frentes, pero con incidencia especial en aquellos asuntos que llaman a las puertas del recuerdo, y algunos con tanta fuerza como los juegos infantiles y las partidas de mozos, que a cuantos nacimos y vivimos niñez y primera juventud en el medio rural, nos emocionan; pues, con nombres diferentes según las comarcas y los pueblos, millones de muchachos españoles durante los años de posguerra jugamos a las mismas cosas: sombrerete, barrón, estornija, chirle, era el nombre con el que los labreños conocían estos juegos.
Una especie de editorial habla de los nuevos molinos de viento que amenazan con inundar el paisaje en el campo español dentro de muy poco, aprovechando cualquier altiplano o la cima de cualquier otero. Estarían (estaríamos) de acuerdo con que se instalen, si con ello se busca solamente un beneficio para la economía del país, lo que en principio no parece estar demasiado claro, pero no a cambio de nada y sin más control que el de las propias multinacionales encargadas de la explotación, con la consiguiente brecha en el paisaje. Se trata, como habrán podido adivinar nuestros lectores, de esas hélices gigantes que, movidas por el viento, producen la llamada energía eólica.
Julio Navío habla de los otros Labros que hay en el mundo, y de las diferentes acepciones de la palabra "labros" en la lengua castellana de los primeros tiempos; una recopilación de curiosidades que vale la pena leer.
Blas Serrano Yagüe vuelve la vista atrás y habla del pastoreo en los años cincuenta, cuando los padres procuraban reunir un buen hatajo como salida para los hijos que se iban haciendo mayores. Fechas, costumbres locales, lugares escogidos para el pastoreo a lo largo y ancho del término de Labros, completan el simpático texto.
Y como obsequio al lector, ahora cuando los periódicos nunca vienen solos, un simpático pliego de aleluyas acompaña a la revista. Se titula "Labros en el siglo XX", y consta de 24 viñetas con su correspondiente ripio al pie, con versos morrocotudos que sirven de comentario a un año concreto del siglo; por ejemplo, del año 1923 se dice:

"La electricidad se estrena
-¡oh Mesa y su centralilla!-
y hay quien apaga bombillas
soplándolas como velas"

Y con referencia a veinte años después, cuando los carros de tracción animal fueron sustituidos por los auto-móviles, en la correspondiente viñeta se dice:

"Polvareda, carretera,
un gasógeno, ¡chillidos!:
por ahí llega "el Trenillo"
con pinta de cafetera".


Ingenio no falta, como bien se ve, en el periódico anual que la Asociación de Amigos de Labros publica bajo la dirección de un periodista excepcional: Andrés Berlanga. Se nota la mano y la visión acertada del buen profesional. Debieran tomar nota quienes dirigen algunas de las publicaciones de índole parecida que andan por ahí en algunos de nuestros pueblos. La palabra escrita, por más que se utilice como vehículo de información dirigida al medio rural, no tiene por qué saltarse a la torera las normas más elementales del buen gusto, del lenguaje asequible y cuidado. Aunque sólo fuera por eso, esta publicación de "Labros": sencilla, anual, de sólo cuatro páginas, merece nuestra felicitación y nuestro aplauso.

miércoles, 11 de mayo de 2011

ZORITA DE LOS CANES, ALGUNOS AÑOS DESPUÉS

«Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la Orden de Calatrava. Del Castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóve­das. Está estraté­gicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir» (C.J.Cela. "Viaje a la Alcarria")

Don Camilo aplica el género femenino a Zorita porque es villa, aunque para nuestro uso, como a todos los demás, le demos el tratamiento común de pueblo sin ningún otro tipo de añadidu­ras: Pueblo, sí; y pequeño por cierto si a su actual número de habitantes hemos de remitirnos, pues allá se anda con el centenar de ellos considerados un día en el que estén todos. Es también el último pueblo de Guadalajara si tomamos como medida reglamen­taria el orden alfabético; pero también es, y esto sí que cuenta, uno de los pueblos más bellos de toda la Alcarria, de los más afortunados por cuanto al paisaje como estampa irrepetible, y en el que habitó -y aún siguen habitando- gentes que en su día merecieron el elogio colectivo de todo un premio Nóbel: "La gente de Zorita es amable, y lista. Según le dice don Paco al viajero, Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa".
He pasado por Zorita de los Canes en tres ocasiones; en cada una de ellas lo fue por un motivo diferente y en épocas distin­tas. La primera, cuando lo conocí, hace ahora veinte años, supuso un gozo para los ojos del cuerpo y para los del espíritu. La segunda debió de ser como diez años después para darles el pregón oficial de las fiestas de octubre. La terce­ra, hace sólo unas semanas, fui con un puñado de amigos a presentar con otro del Dr. Herrera Casado que tenía por tema un recorrido por los castillos de Guadalajara, mi último libro sobre el condestable de Castilla don Álvaro de Luna, que lo hicimos arriba, en las ruinas del castillo calatravo dando vistas al pueblo, a la inmensa vega, y al río que describe al pie una inmensa curva. Tres momentos, felices los tres, en los que di con un pueblo en transformación, con una villa que bajo el mandato de su celoso alcalde don Dionisio Muñoz, no se resiste a sucumbir como tantas viejas damas moribundas que aún quedan por ahí agónicas a la sombra de su pasado, sino que, muy al contrario, alza con acierto la bandera de lo novedoso sin detrimento de la pátina que le dejó la Historia, a la que en el caso de Zorita habría que añadir como importante nota a su favor la gracia del paisaje, incomparable, a la vera del Tajo.
La Plaza Mayor, junto al río y junto a los patos que nadan sobre las aguas mansas, se ha visto favorecida con un salón de recreo y con un bar modélico que asienta encima de la colosal pilastra de sillería que antes llamaban "el Poste" y que venía a ser como el inicio de un puente sobre el río que nunca se llegó a construir.
Se entra al pueblo atravesando el arco de piedra restau­rada que se abre en la muralla. Con las ruinas del Castillo, que son en Zorita la enseña sobre todo lo demás, el arco de entrada en la muralla y la portada de dovelas de la iglesia de San Juan Bautista, comparten su importancia y su tipismo; luego, la madre naturaleza, siempre tan generosa con tantos pueblos nuestros, se encarga de añadir lo que falta para hacerlo inimitable: las ruinas de Recópolis sobre un altiplano en la distancia, la veguilla del arroyo Badujo al respaldo, la torre albarrana de los calatravos, la visión increíble desde los arcos desmoronados, las tumbas rotas de los comendadores, las piedras, el viento, la nube que pasa, el zumbido de una abeja..., todo nos arranca al entrar en Zorita del vivir monótono de cada día y de cada hora, como el huracán arranca de sus ramas las hojas muertas de los árboles.

Además de lo ya dicho -del encanto de su paisaje y de la augusta paz que regala el pueblo, que ni siquiera interrumpe el tranquilo pasar de las aguas del Tajo-, son novedad en Zorita de los Canes la central nuclear instalada en sus inme­diaciones, que dejamos atrás junto a la carretera de Tarancón, y el peso histórico de su castillo. Dentro del recinto casti­llero crecen los yerbajos en los fosos, por entre las piedras y por entre los restos de columnas y de capitel que todavía andan por allí. Perteneció en su tiempo al rey Alfonso VIII de Castilla, el de las Navas, que cedió a la Orden de Calatrava, y adquirieron en propiedad algunos siglos más tarde Ruy Gómez de Silva y su esposa doña Ana de Mendoza, príncipes de Éboli. En la iglesia del castillo, restaurada en parte, se honró durante la Baja Edad Media a la Virgen del Sorterraño, encon­trada en un sótano o subterráneo, de ahí su nombre, y de la que el decir popular trae hasta nosotros hechos maravillosos, cuya imagen se trasladó después al convento de la Concepción de Pastrana por orden, o capricho, de su famosa Princesa.
Los más viejos del lugar conservan todavía en su memoria la tremenda tragedia que sacudió sobre el pueblo durante la noche del 24 de enero del año 1941. El río fue el culpable «Cuando pierde el respeto hay que temerle», me explicó un anciano en mi primer viaje a Zorita. El agua del Tajo saltó hasta el cemente­rio, casi llegó a cubrir el arco de entrada en la muralla, embalsó toda la Calle Alante, y si no llega a ser por el Poste, que de algún modo actuó como muro de contención, «el pueblo de Zorita hubiera desaparecido en una noche».
Cuando se echa mano a viejos estadillos, a estadísticas de hace casi dos siglos aparentemente fiables, uno descubre que Zorita de los Canes fue uno de los más importantes arci­prestazgos de la diócesis de Toledo. Contaba con 21 parro­quias, entre ellas algunas tan importantes como las de Pastra­na, Albalate, Almona­cid, Illana o Yebra; otros tantos templos con sus correspondien­tes curas párrocos, y hasta 30 santuarios y ermitas en los que se recogía en buena parte el fervor de los fieles, depositado por tradición en el santo o en la santa a los cuales estaba dedicado el pequeño oratorio. Hoy, el pueblo de Zorita es mucho menos que todo eso, hasta cuesta trabajo creer en su pasada importancia, si bien es verdad que jamás -según las noticias que hemos podido manejar- pasó de doscientas almas en total su número de habitan­tes.


(En la imagen, el pueblo junto al río Tajo vistos desde el CAstillo)

miércoles, 4 de mayo de 2011

TEJERA NEGRA, UN REGALO DE LA NATURALEZA



Va para medio siglo que conozco el hayedo de Cantalojas. Fue por aquellos años en los que los hombres del pueblo trabajaban a jornal repoblando de pino silvestre muchos de los espacios de bosque que hoy contemplamos con admiración, por aquellos parajes donde la madre Naturaleza todavía se sigue manifestando en las esencias más puras que cabe imaginar. Era por entonces un sitio desconocido, olvidado, por tanto. El tiempo lo ha ido convirtiendo en un centro de atracción de extraordinaria importancia, simplemente porque la tiene, como antes también la tuvo; si bien, hace casi treinta años, cuando en 1978 la autoridad competente, con el más acertado de los criterios acordó declararlo Parque Natural, dada su importancia, y posteriormente Zona de Especial Protección y Lugar de Interés Comunitario, es cuando a esta singular masa boscosa, con más de 1.600 hectáreas de superficie, se le ha comenzado a prestar la atención que merece, tanto como reserva natural que como por ser muestrario de infinidad de especies vegetales y animales, dispuestas en todo momento no sólo para el goce y la contemplación, sino también para el estudio.
Hace sólo unas horas que he vuelto a casa después de una última visita a los Hayedos. Desde que los conocí, he sido un incondicional de aquellos parajes en los que hay tanto que ver y que aprender, incluso ciertos detalles de interés relacionados con nuestra propia historia; pues no es noticia conocida por todos que por aquellos valles de matorral entre montañas, pusieron a salvo los arrieros de Atienza en el año 1162 al Rey-Niño Alfonso VIII, en aquella arriesgada aventura que habría de variar, y no poco, el porvenir del Reino de Castilla, y por extensión también de España toda. Tampoco es nada nuevo Tejera Negra en la nomenclatura de tierras y paisajes del centro peninsular, pues ya en el siglo XIV el sitio era conocido con ese mismo nombre, con el que lo conocemos hoy, como así queda constancia en el libro de “La Montería” escrito por Alfonso XI, y que en frase escueta, específica y breve, dice así: “Texera Negra es buen monte de osso et de puerco en todo tienpo”; monte de oso y de jabalí, así nos lo dejó escrito el rey castellano, tan experto en esas aventuras cinegéticas del que era su reino.

Curiosidades y otros detalles
Pero desde hace sólo unos años a Tejera Negra, y en general al resto de los hayedos de Cantalojas, hay que considerarlos de manera distinta y desde un punto de vista diferente. Ya no es bosque de caza y de “bozerías” al servicio de los poderosos como lo fue en la Baja Edad Media, sino, muy por el contrario, reserva natural de especies protegidas por cuanto a su fauna autóctona, y escaparate, prácticamente único, de árboles y arbustos impropios de estas latitudes, por lo que a todos nos interesa conocer y, desde luego, cuidar escrupulosamente, como espacio singular que es, enriquecedor de una de las regiones más variadas de España, y como paradoja, también de las menos conocidas y apreciadas. Se han tomado medias para su conocimiento y para su cuidado; confiamos en que no sean insuficientes. El chorreo de visitantes es continuo a lo largo de todo el año, y de manera muy especial durante los meses de otoño (octubre y noviembre) cuando el color de la fronda en el espeso robledal, y más concretamente en los propios hayedos, se convierten en un espectáculo natural único, con el que colaboran de manera eficiente la orografía y los infinitos regatos que brotan del subsuelo y que, reunidos bosque abajo, dan lugar a los dos ríos señeros de la comarca: el Lillas y el río de la Zarza, que tanto tienen que ver con el vigor permanente de aquellos privilegiados rincones serranos.
Entre las diversas especies vegetales que encontramos en este bosque, es el haya (fagus silvática) el principal reclamo para los cientos y miles de visitantes que pasan por allí a lo largo del año. Su particularidad es que se trata -compartiendo la misma masa boscosa con el de Montejo de la Sierra, en la provincia de Madrid- del hayedo más meridional de Europa, pero en el que existen muchas más especies vegetales, todas ellas protegidas, que crecen junto al haya compartiendo el mismo espacio, al amparo de la humedad, de la altura, y de las bajas temperaturas que a lo largo del año se suele mantener en las distintas épocas.
No es el haya, en cambio, la que desde la más remota antigüedad da nombre a aquel rincón de la sierra, sino el tejo (texus baccata), uno más de los tipos de árboles que allí se dan, si bien en una cantidad más exigua de los que pudieron existir siglos atrás, cuando la extensión de estos bosques debió de ser mucho mayor, y apenas frecuentado por el hombre, debido sobre todo a la abundancia de osos y de otros animales dañinos, como acabamos de ver que los hubo hace seis o siete siglos. El roble melojo, el pino silvestre, el acebo, el serbal, junto al haya, propia de climas fríos y de tierras húmedas, y otras clases más entre las que conviene dar a los arbustos y matas la importancia que merecen en tal ecosistema (jara, retama, brezo, arándano, gayuba), entornan un paisaje nada común, en el que el hombre es capaz de sentir, como en ninguna otra parte de nuestro entorno más o menos próximo, el deleite de sentirse no sólo espectador, sino parte de una naturaleza nueva, completa, incontaminada y, por supuesto, diferente.

Cómo llegar
Al Hayedo se va desde Cantalojas; no hay otro camino posible. Es preciso llegar hasta el pueblo, a cuyo término municipal pertenece, para encontrarse con el inicio de la pista que conduce hasta el bosque de hayas. A dos kilómetros de Cantalojas, como final de la pista de asfalto y principio de la de tierra firme, hay que detenerse en la casilla del Centro de Interpretación, donde tomarán la matrícula del vehículo con el que vamos a entrar, y nos proporcionarán información precisa acerca del Parque Natural que pretendemos visitar. La pista, por ser de tierra, se encuentra en un estado medianamente aceptable, de manera que los vehículos pueden pasare por ella sin demasiada dificultad. Son cuatro o cinco los kilómetros de pista que hay que recorrer antes de llegar al espacio previsto para estacionamiento de vehículos. El paisaje, bordeando a tramos desde diferentes alturas el valle del río, es sencillamente espectacular, soberbio. El espeso bosque de robles y de pinos comienza enseguida.
Una vez en el lugar destinado a estacionamiento de coches, junto a las corrientes del río acabado de nacer, existen expositores con el correspondiente dossier que informan sobre el lugar y sobre las especies vegetales y animales que existen en el Parque. La “ruta corta”, que va directamente a conocer el bosque de hayas, tiene una longitud aproximada de seis kilómetros que hay que recorrer a pie. Las primeras hayas comienzan a aparecer al poco de emprender la marcha, mezcladas entre los robles y los pinos; y más adelante en una cantidad mayor, formando una masa espesa de ejemplares de la propia especie, con sus troncos en tonos blanquecinos, y la fronda en verdes, cambiantes a lo largo del verano, y así hasta la llegada del otoño en que se van tiñendo de tonalidades amarillas y rojizas, dando lugar en su conjunto a una visión única, antes de que el mes de noviembre las comience a desnudar siguiendo el ciclo que la naturaleza marca cada año a las especies arbóreas de hoja caduca.
La afluencia de visitantes a los hayedos suele ser continua durante todo el año, pero especialmente durante el verano; y más todavía en otoño, tiempo en el que conviene tomar la precaución de solicitar -así me lo han asegurado- permiso con cierta antelación, para disponer de entrada libre y tener reservada la plaza de estacionamiento correspondiente; pues hay días en los que el número de vehículos sobrepasa el doble centenar.
El comportamiento que se requiere por parte de los visitantes dentro del Hayedo deberá ser el más exquisito. No encender fuego; respetar las especies, tanto vegetales como animales; conservarlo limpio, por tratarse de un lugar único, que el azar ha querido dar como regalo a nuestra tierra, y, por tanto, somos nosotros los principales responsables de su atención y cuidado.