martes, 22 de noviembre de 2011

D U R Ó N


            El pueblo de Durón en la Alcarria del Tajo, situado sobre una ladera junto a la encrucijada de caminos que le llegan desde Budia, desde Cifuentes y Sacedón, en tres direcciones, es uno de los lugares de nuestra provincia en donde las piernas, los ojos y la imaginación, no dejan de funcionar de manera constante. Las piernas, porque hay calles en cuesta para dar y tomar; los ojos, porque son infinitos los detalles en los que la vista se ha de fijar a cada paso, al volver de cada esquina; la imaginación, porque se advierte en cada viejo edificio de otros siglos un halo de misterio.
            No sé si es ésta la tercera o la cuarta vez que viajo hasta Durón, siempre por diferentes motivos, y en cada viaje he ido descubriendo cosas nuevas. El más completo y el más ilustrativo de todos ha sido el último, gracias a que un buen amigo del lugar, Julián Larroja, hombre atento y servicial donde los haya, tuvo la gentileza de acompañarme y de ir delante de mí abriendo puertas donde creí necesario. Hoy, como en anteriores y posteriores semanas alternas, recorriendo los monumentos religiosos de los nueve pueblos de la mancomunidad de municipios ribereños, por encargo de la central nuclear de Trillo, como atención al patrimonio de cada uno de ellos.
            La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Cuesta está situada en lo más alto del pueblo. Para llegar hasta ella desde el barrio de abajo es necesario salvar el pino obstáculo de los muchos escalones de la Cuesta del Horno, que al final nos deja en la Plaza Mayor, una placita cómoda, adaptada para las grandes manifestaciones festivas del pueblo, incluida la capea de vaquillas en la fiesta de agosto, y con una fuente sobre el lateral que mana abundante en un leve piloncito redondo. Unos cuantos escalones más y llegamos a la explanada de la iglesia donde espera Julián. Son las doce de la mañana. Desde el atrio de la iglesia se domina todo el pueblo, todo el valle, y al otro lado el reconstruido santuario de la Virgen de la Esperanza, la Patrona de Durón, adonde subiremos más tarde.
            La portada de la iglesia se nos ofrece a primera vista grandiosa y elegante, de corte clásico, como corresponde a la época en la que se debió construir, el siglo XVII, sellando la fecha de su final en 1693, según figura grabado sobre la piedra en un pequeño ventanal en forma de aspillera, que se abre en el primer cuerpo de la torre.
            -Por dentro está muy mal, ya lo verá usted. Arreglarla un poco para que vaya tirando cuesta más millones de los que tenemos. El piso se va levantando por muchos sitios y las paredes están llenas de grietas. La humedad acabará con ella en cuatro días, si no se le da antes alguna solución.
            No es pesimismo infundado, sino realidad en el más estricto significado de la palabra lo que dice Julián. Debió de ser un templo hermoso en siglos pasados esta iglesia de Durón. En su interior la forman tres naves, un coro con escalera, y el presbiterio bastante deteriorado por la humedad como el resto de las paredes. Junto a las baldosas levantadas del presbiterio han colocado un tiesto para que no tropiece la gente. En la sacristía conservan un cuadro -lámina en color de muy baja calidad- en el que está representada la figura de uno de los hijos más ilustres de la villa, el obispo don Antonio Carrasco Hernando, nacido en Durón el 13 de junio de 1783, y fallecido en la isla de Ibiza en 1852, como último obispo que fue de aquella extinta diócesis balear.

            La ermita-santuario de Nuestra Señora de la Esperanza fue nuestro siguiente objetivo. Recogimos las llaves en casa de Julián, que vive en el barrio de abajo, y nos pusimos en marcha hacia el nuevo santuario de la Patrona, que se encuentra como a media hora de camino a pie, aunque subimos en coche por un ramal estrecho, algo abandonado, que al instante nos dejó en la explanada previa al santuario.
            Resultan curiosas e interesantes de saber las vicisitudes que antes debieron de ocurrir hasta verlo aquí, en este mirador sobre el pantano, transportado piedra a piedra desde el primitivo que cubrieron las aguas, y reconstruirlo, tal cual, como lo era antes allá, en el emplazamiento anterior de la ribera, junto a las aguas del Tajo.
            La devoción a la Virgen de la Esperanza tiene en el pueblo una antigüedad de siglos. Ocurrió -cuenta la tradición- que la Virgen se apareció sobre las ramas de una encina a un pintor natural de Palencia y de nombre Fernando de Villafañe, que vivía por aquellos contornos. El pintor, cumpliendo los deseos que le había manifestado la Virgen, y que no eran otros sino que se construyera una ermita en aquel mismo lugar, comunicó enseguida al pueblo y a las autoridades el mensaje; pero el pueblo hizo caso omiso de lo que le decía el vidente. Es el caso que, seguido a la negativa rotunda de los munícipes, se declaró una fuerte epidemia de peste entre el vecindario, hecho que obligó a replantearse en la opinión de la gente si convendría o no obedecer al mensaje que les venía del cielo. Así que, más por temor que por deseo, convinieron en que sí, en comenzar las obras de la ermita con toda celeridad, aunque no en el sitio exacto en que ocurrió el hecho milagroso de la aparición, sino en otro más o menos cercano, a orilla del río. La leyenda añade que lo que construían durante el día, aparecía desmoronado por la noche de forma misteriosa. La ermita se levantó, al fin, en el lugar exacto de la aparición, y allí permaneció, recibiendo el fervor de los hijos del pueblo hasta que, casi trescientos años después, fue sustituida por un santuario (año 1629), dirigido por Juan García Ochaíta, que duró poco, pues hacia el año 1700 fue precisa una nueva reconstrucción, ahora bajo la dirección del maestro Pedro de Villa y Monchalián -el mismo arquitecto que dirigió las obras de la iglesia de Jadraque- y que ha permanecido en aquel lugar de la ribera hasta que la construcción del pantano aconsejó quitarla de allí y ponerla a salvo en un lugar distinto, y aun distante, en la misma forma y el mismo tamaño, aprovechando las mismas piedras en lo que fue posible. Los gastos de construcción y transporte fueron sufragados por la Confederación Hidrográfica del Tajo.
            Impresiona en su interior el tamaño de la nave única, grande, desnuda de toda ornamentación; de líneas severas, sin retablos, con una cúpula en media naranja cubriendo el presbiterio, algún cuadro piadoso pendiente de los muros, y la imagen venerable de la Patrona, la Virgen de la Esperanza, puesta sobre unas andas sencillas por dosel. Me habló Julián, y yo pude comprobar, de los desperfectos y grietas que se aprecian en el interior del edificio, debido, al parecer, a que el terreno ha cedido durante los cuarenta o cincuenta años que la ermita lleva construida.
            - Es sitio es impresionante, Julián. En esos atardeceres del verano, donde parece que se está mal en todas partes, aquí, a la sombra de los árboles se debe de estar divinamente.
            - Sí, todo esto es muy bonito, con el pantano ahí abajo, y esas vistas. En verano se está muy bien. En otro tiempo a lo mejor no tanto, sobre todo si hace frío y corre el aire. El día 15 de agosto, que se sube en romería, se llena de gente la explanada y los alrededores.
            Y abajo, extramuros del pueblo y junto al cruce de carreteras, otra más de las ermitas de Durón: la de Santa Bárbara; restaurada, sólida, con una pequeña imagen de la santa mártir colocada en una hornacina frontal, y un altar en el que los días no festivos se suele celebrar algún acto de culto a lo largo del año.

viernes, 18 de noviembre de 2011

POR LAS FUENTES DEL RÍO SALADO

            Los caminos de Guadalajara nos llevan en esta espléndida tarde de verano por tierras de Sigüenza. Si se tiene en cuenta la gran cantidad de pueblos y de aldeas que en su momento fueron incorporados en lo administrativo al ayuntamiento de la Ciudad Mitrada, cabe pensar que las tierras de Sigüenza ocupan una superficie importante de terreno tanto al norte de la provincia como al mediodía del joven Henares que nace por allí, y de sus pequeños afluentes que durante el invierno se suelen quedar sin agua.
            Nuestro punto de mira se dirige en esta ocasión a dos pueblecitos situados por aquellas tierras: La Barbolla y La Riba de Santiuste son esos pueblos. Los dos tienen alrededor importantes llanuras para el cultivo del cereal, y a más o menos distancia los campos baldíos, pedregosos, de maleza y matorral que bajan de las colinas. Campos de pan llevar y de sudores, tierras frías, lugares superpoblados durante los dos o los tres meses de verano, y prácticamente vacíos durante el resto del año. Desde la carretera en la media distancia, los dos ofrecen al espectador y al viajero sus más importantes enseñas como fondo a los sembrados o a las rastrojeras: la espadaña de su torre sobre el pueblo en los llanos de La Barbolla, y el solemne y desafiador castillo de La Riba alzado sobre las rocas, dando lugar a uno de los paisajes más hermosos de toda la provincia.
       
            La Barbolla tiene como población de hecho durante el invierno dos o tres familias solamente; en verano las cosas cambian, de manera que las veinte o las treinta viviendas que se pueden contar por sus calles se encuentran todas ocupadas. Son viviendas bien acondicionadas éstas de La Barbolla, un pueblecito que pese a su más que escaso vecindario tras el éxodo a la ciudad de los años sesenta, jamás encontré en él ni una sola casa en ruinas, fenómeno que durante el último medio siglo ha sido, y sigue siendo, el pan nuestro de cada día en el panorama rural castellano. En La Barbolla, los pocos que han sido se preocuparon siempre por el bien de su pueblo, y ahí está para el recuerdo y como modelo su buen alcalde al que yo conocí, don Joaquín Barahona, luchador incansable por el bienestar del vecindario encomendado a su responsabilidad, y cuya feliz memoria reza en un sencillo monumento de piedra labrada clavado en el centro mismo de un pequeño jardín junto a la plaza de la iglesia: “A Joaquín Barahona, un buen alcalde. Los vecinos de La Barbolla. 1996” en homenaje póstumo.
            La iglesia de San Pedro es el edificio más importante que hay en La Barbolla. Está levantado sobre piedra oscura, un ocre tostado, extraída de las canteras de la comarca. La puerta de la iglesia está cerrada. Todavía conservo en la memoria el recuerdo de esta iglesia en su interior, cuando un buen día de la década de los ochenta la pude visitar en compañía de don Joaquín Barahona, el buen alcalde, y de su hermano don Marcos. El retablo mayor, de magníficos dorados, lo preside una imagen sedente de la Cátedra de San Pedro, con algunos detalles más que en este momento no procede enumerar.
            El sol poniente tiñe de oro viejo las piedras del campanario. Una señora con porte de ciudad lee “El Quijote” a la sombra de su casa junto a la iglesia. Un perro negro con cara de poca salud me ladra enfurecido en la Calle Mayor.

            El pueblo de La Riba de Santiuste está poco más allá, a cuatro pasos de La Barbolla; se puede ir de uno a otro pueblo dando un paseo a pie sin demasiado esfuerzo. La Riba, antes de haber entrado en él, parece un mínimo pretexto de habitabilidad al pie del cerro del Castillo, que, si no el más grande y el mejor cuidado, sí que es, al menos para mi uso, el más espectacular, el más acorde con el paisaje, situado en la cumbre a lo largo del voluminoso montículo de rocas laminadas que lo sostienen. Al pie del alto del Castillo: los campos rasurados, los huertos, las casas y los chalés.

            - Oiga, y el puente que es muy bonito; no se le olvide ponerlo.

            - Y el puente también, sí señora. Un puente antiguo de sólidos pilares sobre el arroyo que baja exangüe.
       
    El castillo de La Riba es hoy propiedad de particulares, como consecuencia de una de las normativas o leyes no convenientes que de vez en cuando vomitan los gobiernos de turno para sacudirse toda responsabilidad sobre el patrimonio heredado. Los dueños del castillo no suelen acudir siquiera a visitarlo, y si lo hacen es muy de tarde en tarde. Este castillo dicen los estudiosos que en un principio se llamó de San Justo, y que más tarde tomó el nombre del pueblo por encontrarse en la ribera del río. De su pasado se conocen muchos datos, que como es fácil suponer se reducen a un continuo toma y daca entre los reyes de Castilla y los obispos de Sigüenza, desde el siglo XI hasta el XIX en que desapareció en España el privilegio del que gozaban los señoríos. Durante la guerra de la Independencia, tiempo aquel en el que los gavachos consiguieron abundantes redadas, en piezas de arte sobre todo por la comarca entera, las tropas francesas al mando del general Duvenet lo destruyeron en el año 1811.
            Los veraneantes pasean por el campo y las señoras pasan la tarde en amena conversación a la sombra de las plazas. Son mujeres simpáticas, de conversación fácil, pero que saltan despavoridas del asiento cuando digo que les voy a sacar una fotografía. Dos de ellas acceden al final amable y voluntariamente. Sólo una de las mujeres con las que hablé vive en el pueblo de manera continua. Las demás son habitantes de temporada, que por lo general tienen su residencia en Madrid o en Guadalajara.

            - Pues ya ve usted, los pueblos iban a menos, los hijos se marcharon, y al final acabaron tirando de nosotros.

            - Pero vienen con frecuencia, supongo.

            - Hombre, claro que venimos con frecuencia. Tenemos nuestras casas, mejores o peores, y cuando amanece el mes de junio ya empezamos a venir.

            - Hasta octubre, por lo menos.

            - Sí; algunas aguantamos hasta el día de Los Santos, o después. Eso depende de cómo venga el tiempo; ya sabe.

            En la Plaza Mayor de La Riba concurren los edificios de uso común que hay en el pueblo: la iglesia, el ayuntamiento que ha sido restaurado, y la fuente pública en mitad con su clásico pilón redondo.
            Como posible ruta para visitar, y aun para dedicarle un fin de semana, muy cerca de allí tenemos toda una serie de pueblitos entrañables, varios de ellos deshabitados, que seguramente valga la pena conocer y andar por la soledad de sus calles y entre los cascotes de sus casas abandonadas: Querencia, Tobes, Valdealmendras, Villacorza, son algunos de ellos. Pueblecitos con su pasado, con sus recuerdos y con sus nostalgias, que allí están al amparo de nadie.  
  
(En la fotografía: Un aspecto de la plaza de La Riba, con su castillo al fondo)

martes, 15 de noviembre de 2011

UNA VISITA A MANTIEL


            El escaso número de habitantes que en estos momentos tiene Mantiel, contrasta con las muchas realizaciones, comodidades y servicios, que hoy se pueden aprecian al andar por sus calles, y tanto más si echamos la vista atrás en el tiempo y nos situamos en los años de esplendor de su famoso balneario, ahora cubierto por las aguas. No hace mucho que me pude informar por su propio alcalde que quieren retomar el hilo de las aguas medicinales y convertir en realidad un nuevo balneario. Sería bueno para el pueblo y para toda la comarca que ese proyecto se viera convertido lo antes que sea posible en algo real. En principio suena a utopía, a sueño imposible, pero cosas más difíciles se han visto resueltas cuando manda la tenacidad, y aquí está, unido al de su alcalde y el de todo el pueblo, nuestro deseo de ver favorecida a la Alcarria con algo más práctico y positivo que las aguas del embalse, por lo menos ateniéndonos a lo que llevamos visto hasta el día de hoy. Las atenciones y las ayudas de la Central Nuclear de Trillo se notan en casi todos aquellos pueblos, pero conviene abrir nuevos caminos de supervivencia, que en muchos casos, como en éste del posible renacer del balneario de Mantiel, pueden ser tan solo problema de constancia y de imaginación.

            Pero hoy he pasado por Mantiel con una finalidad bien distinta, con la de conocer un poco mejor e interesarme por sus monumentos, que aunque escasos y muy poco reconocidos como ocurre con los de tantos pueblos, también aquí los hay: la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Consuelo, cuya airosa espadaña se alza en las alturas como un referente del aspecto general, tan diverso y tan entrañable, del campo de la Alcarria.

            Me acompaña en este viaje desde la villa de Pareja don Fernando Rojo, el cura encargado de todos aquellos pueblos situados en la margen izquierda del pantano. Vuelvo a insistir en que no se deben abrir las puertas de las iglesias tan guapamente al primero que llega. Son demasiados los casos que continuamente se vienen dando de profanaciones y de robos sacrílegos, ante los que tan solo nos cabe el recurso a la indignación y al lamento inútil.

            Para ver la iglesia de Mantiel, donde nada importante de valor material hay en lo que fijar la mirada, conviene no pasar por alto la vista sobre la Alcarria que se ofrece desde los pies del muro exterior del ábside del edificio en dirección poniente. A más o menos distancia, siempre sobre una completa visión panorámica, quedan delante de los ojos las magníficas asperezas del campo alcarreño, plasmadas en un lienzo de naturaleza inmenso. Aquí las alamedas propias de la ribera, junto a las aguas del pantano que por estos días comienzan a rayar mínimos; allá las sinusidades fragosas de las laderas, revestidas por el verde opaco de la maleza, del encinar, del pino de repoblación, de los olivos chiquitos; y ya en el fondo la mancha clara de los pueblos más cercanos: Chillarón, Durón, y El Olivar coronando el altiplano algo más lejos. Es la imagen espectacular de las alcarrias todas la que se ve desde allí, siempre al descubierto desde los miradores que en tantos de los pueblos han sabido habilitar mirando al campo.

            La iglesia, toda por dentro pintada de blanco, es bastante pobre en su contenido. Un retablo sencillo como principal revestimiento ocupando parte del ábside, desde el que preside la única nave la imagen patronal de Nuestra Señora del Consuelo. En el muro lateral de la Epístola, todavía se conserva la gracia, que es recuerdo, de un púlpito revestido desde donde, durante años y durante siglos quizás, los respectivos párrocos del lugar se dirigieron al pueblo con sus sermones en las misas de los domingos; una pila redonda a manera de copa en un aparte de escasa capacidad, en la que recibieron las aguas bautismales generaciones y generaciones de hijos del lugar, entre los que debemos contar al más ilustre de todos, el profesor y eminente pedagogo don Rufino Blanco, nacido en Mantiel en el año 1861 y bautizado en aquella humilde pila labrada en piedra; y los restos de un órgano en un lateral del coro, sólo las tablas, de un antiguo instrumento de música en pequeño tamaño que, según consta inscrito en el secreto, “fue hecho por José Berdalonga, vecino de Alcalá de Henares, y costeado por la villa de Mantiel siendo alcaldes Manuel Millano y Pedro Millano, en el año 1803, más o menos cuando en el pueblo vivían cerca de cuatrocientas personas, tenían su escuela de niños, y los abuelos de los que ahora lo son se defendían con menos comodidades de las que ahora gozan sus descendientes, pero con un ambiente vivo de trabajos del campo, de fiestas y de costumbres que ahora no existen.

            Emprendiendo ya el viaje de regreso tenemos a la salida del pueblo una ermita en inmejorable estado de conservación que ha sido restaurada por el ayuntamiento. Es ésta la ermita de San Roque, uno de los santos protectores más reconocidos y venerados, no sólo en éste, sino en muchos más de los pueblos y villas de España, y aun de Europa, pues la pequeña imagen que se alcanza a ver en su interior a través de los ventanucos de la puerta, ha sido traída desde Alemania por unos convecinos de temporada procedentes de aquel país, que han hecho de la Alcarria y de Mantiel su segundo lugar de residencia.

            Y aquí debería acabar cuanto con relación al pueblo, y en particular por cuanto a sus escasos monumentos religiosos se me ha ocurrido hoy dejar constancia escrita para nuestros lectores; pero quiero acabar haciendo referencia a un suceso que con relación a dos pueblos de esta provincia -y uno de ellos es Mantiel- llenó de conmoción durante una temporada, hace ahora justo cien años, a un sector importante de la intelectualidad española, a juristas, periodistas, y escritores de renombre sobre todo.

            Ocurrió, según se desprende de lo poco que he podido leer referente al caso, que en el año 1905 un fiscal de Guadalajara pidió, y así fue sentenciado por el juez correspondiente, la pena máxima para dos hombres del campo, Juan García y Eusebio García, padre e hijo, acusados de haber asesinado en Mazarete a su familiar Guillermo García, vecino de Mantiel, y conocido por el apodo de “El Aceitero”.

            La equivocación del juez debió de estar tan clara, y era tan grave la sentencia que se dictó contra los dos campesinos de Mazarete, que la defensa pública para estos desgraciados comenzó el 26 de agosto de 1904 con un artículo titulado “Un error judicial” que publicó “El Liberal” de Murcia, y al que en fechas sucesivas se fueron uniendo, con otros artículos y editoriales en el mismo sentido, “El Imparcial”, “El Heraldo”, “El Correo Español”, “El País”, “El Globo”, y casi toda la prensa madrileña en defensa de los condenados. Importantes personalidades, entre las que se encontraban José de Canalejas, Calixto Rodríguez, J. Ruiz Jiménez y algunos más, se adhirieron a la noble causa con cartas a los periódicos. Todo fue inútil, pues el Tribunal Supremo, con fecha 19 de enero de 1905, dio por irrevocable la sentencia dictada por el juez.

            El defensor de los acusados, don Tomás Maestre, no se dio por vencido. Se organizaron conferencias en el Ateneo de Madrid en torno a este asunto; se publicó la opinión del párroco de Mazarete en el sentido de que “tenía la convicción plena de la inocencia de Juan García y de su hijo; hubo manifestaciones públicas y el asunto llegó hasta los más altos poderes del Estado, en escrito firmado por varios de los nombres más conocidos de la política y de la intelectualidad española, en el que se demostraba que el fiscal se equivocó al pedir la pena de muerte en garrote vil para los dos campesinos, pues “el Aceitero de Mantiel fue un pobre suicida, un desventurado loco que se pegó un tiro”, por lo que consiguió de las Cortes no sólo el perdón, sino también la honra y la libertad que se les había quitado.

            El caso del Aceitero de Mantiel inspiró a Azorín, paisano y amigo de don Tomás Maestre, defensor de los acusados, para su relato titulado “El buen Juez”, que figura en “Los Pueblos”, una de sus obras más conocidas.

viernes, 11 de noviembre de 2011

EN EL BARRANCO DE LA HOZ

            Con el verano de caída en los caminos que le habrán de llevar a los acostumbrados fríos por aquellas latitudes mesetarias, les invito hoy a recordar cuando menos el sitio simpar donde los molineses veneran a Santa María de la Hoz, su patrona y reina. No es otra mi intención sino la de invitarles a dedicar unas horas de su vida a recorrer aquella maravilla natural, tan reconocida y tan amada por cualquier molinés, y tan ajena a las apetencias y a los intereses de tantos guadalajareños más de otras comarcas, que seguramente ni siquiera saben de su existencia.

            Por motivos bien distintos he tenido ocasión de visitar aquel impresionante rincón de nuestra tierra en distintas ocasiones. El gran prodigio de la Creación, donado generosamente a las gentes del Señorío -quizá como compensación a otras dolorosas deficiencias, como pudiera ser la tristeza de su medio rural a la que le tiene sometida la despoblación durante los últimos cuarenta años- es sin duda una razón excelente como para sacudirse de buena mañana la pereza y ponerse en camino con la seguridad garantizada de no regresar descontento.

            Si en la vida de cada cual hay momentos inolvidables, que de vez en cuando intentamos reproducir en la memoria con cierto deleite, debo confesar que las imágenes del agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las choperas, son para mí un tema frecuente de imaginación. Unos minutos de soledad lejos de los devenires y de los problemas machacones del siglo, sentado plácidamente sobre la hierba junto al santuario en el más absoluto silencio, es uno de los paréntesis que jamás dejarán de tener su significado en la vida de quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.

              El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si leal o desleal de los peñascos con el cielo molinés- que se da en el Barranco, es algo que parece grabado en el ánimo de los que por allí van con la misma fijeza y exactitud de un panorama cinematográfico bien cuidado.

            En la realidad completa de lo que es el Barranco de la Hoz y su santuario mariano, entran toda una serie de factores a los que con la brevedad que el espacio del que disponemos requiere, desearía referirme aquí, hacer mención por lo menos. Serían por una parte el paisaje y la aportación paciente de la madre Naturaleza hasta conseguir aquel rincón tan singular cargado de surrealismo, que sirve de escenario a la ermita y al complejo lugar en donde se encuentra; por otra parte el hecho humano, es decir, la tradición como tal, la historia verdadera, y un poco también esa pinta de leyenda que es como el condimento para hacer más digeribles y de mejor paladar los bocados de la Historia.

            Sucedió por aquellos enrevesados vericuetos de la quebrada, que a mediados del siglo XII un pastor de Ventosa perdía una res en tarde desapacible de pastoreo por aquellos contornos. Como buen pastor, dejó en lugar seguro al resto de la manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res perdida. Vino la noche. El pastor, atemorizado por aquellos volúmenes colosales de piedra fantasmal, comenzó a sentir miedo. De pronto surge una potentísima luz entre las peñas que ilumina todo el barranco y le hace el mirar casi imposible. El oído solo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. La imagen de la Virgen se comienza a distinguir sobre un tosco pedestal de roca. La res perdida se ha quedado inamovible, como adormilada a las plantas de la Señora. Era una súbita aparición con visos claramente sobrenaturales. La noticia se recorrió  por el contorno con rapidez, y el silente escondrijo de la quebrada se convirtió muy pronto en sede principal de veneración molinesa, y que ha volado hasta nosotros por encima de los peñascos, de las distancias y de los siglos.

             El santuario, según hemos oído contar y así lo hemos visto escrito, es tan antiguo como el milagro y tanto como el propio Señorío molinés considerado como unidad de pueblos y de tierras; eso es lo que sacamos como conclusión una vez puestas en su sitio las fechas en las que ocurrieron los acontecimientos a los que nos acabamos de referir. Existiendo ya la primitiva iglesia debajo de las peñas, y la elemental residencia que en sus albores debió de haber en aquel mismo sitio, entraron los Canónigos Seglares de San Agustín, que debieron permanecer como encargados del sagrado lugar durante varios años, no muchos. Don Fernando de Burgos, personaje casi mítico, sería hacia los años primeros del siglo XVI el gran mecenas, primer patrón y padre de algún modo de aquel complejo animador de devociones; pues él fue precisamente quien corrió con las obras y con los costes de la ampliación de la ermita, quien la retocó y restauró, y quien mandó adosarle la hospedería como refugio de peregrinos y la casa del ermitaño. A partir de entonces, el santuario de la Hoz, empleando como gancho eficiente el ya tricentenario milagro de la aparición y el encanto natural del paraje en el que asienta, se convirtió en lugar de peregrinaciones al que debieron de acudir, siglo tras siglo, personajes de nobilísima condición venidos de lejos, en el que es oportuno contar al rey Sancho IV el Bravo, a la emperatriz Isabel esposa de Carlos I, a Felipe II, y ya en tiempos más próximos a los nuestros al rey Alfonso XIII.

            Situados en la explanada de la hospedería, oyendo a nuestra espalda el rumor de las aguas, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya adquiere una nueva dimensión la imagen de los peñascos de la Hoz en contraste con las viejas maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las curiosas serigrafías con las que recubrieron los muros. Se llega hasta la ermita después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada de la ermita es protogótica, obra del siglo XIII; remata con el águila coronada del escudo familiar de don Fernando de Burgos, leyenda incluida que recuerda al peregrino la personalidad de su principal benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga deja escritos sobre la pared los sentimientos del poeta hacia la vieja parra del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.

            La puerta de la ermita está entreabierta. No hay nadie en su interior. Las nervaduras que recorren el techo van recogiendo como en un puñado la penumbra y el silencio del pequeño recinto. La imagen menuda de la Reina del Señorío está colocada en el lugar más visible del presbiterio, ocupando la única hornacina del retablo barroco. Se ve cómo la imagen de la Virgen de la Hoz corresponde a una talla de origen medieval, suponemos que sedente, con la cara oscurecida como casi todas las que conocemos de aquel tiempo. Va vestida con un manto bordado en filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos verla en su forma habitual, sin el devoto aditamento de los ropajes. Los piadosas chapeletas que van encendiendo quienes acuden por allí a diario lucen mortecinos sobre el añal. El sol de la paramera daña a la vista al salir de la ermita.

            Es hay bien entrada la hora del mediodía. La del mediodía es por estas latitudes una hora gratificante al amparo del sol de septiembre. Pienso que es un momento oportuno para gozar de la naturaleza abiertamente. El Barranco de la Hoz nos aguarda como siempre; pero tal vez sea éste el momento mejor para disfrutar del regalo del campo, con el soberbio murallón de piedra que nos acoge a un lado y al otro del río, con los ojos de la cara y los del corazón abiertos.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

MADRIGAL, EN LOS DECLIVES DE SIERRA GORADA


            Conviene aprovechar la circunstancia a favor que ofrece este verano, excesivamente caluroso, para viajar hasta nuestras sierras del norte de la provincia. La diferencia por allá en estas mañanas y en estas tardes de sol inclemente, es mucha en relación con los días de agobio en la capital durante ciertos días del verano.

            Si no conoces Madrigal, amigo lector, cosa que me parece más que probable, deberías acercarte hasta él sin dar lugar a que las condiciones climatológicas te lo pongan más difícil. Este pueblecito queda a muy poca distancia de la villa de Atienza. Desde los pies del castillo roquero se puede llegar en cinco minutos, no más, viajando en coche. El camino te regalará con la sorpresa con la sorpresa de pasar junto a la ermita de origen medieval en la que los atencinos veneran a su Patrona, la Virgen de la Estrella, sitio aquel en el que cuenta la tradición, y la historia lo asegura, que los arrieros de Atienza danzaron en aquella mañana memorable del día de Pentecostés, cuando con toda la astucia que cabe imaginar por su parte, pusieron a salvo de sus enemigos -tan tierno aún- al rey niño Alfonso VIII de Castilla. Tampoco anduvo lejos el Cid Campeador de aquellos cerrucos mondos y pedregosos por entre los que cruzamos para llegar al pueblo. La Sierra Gorda y los límites con las tierras de Soria, resguardan al Madrigal de los vientos del norte.

            La histórica ermita de la Estrella, a nuestra mano izquierda, la fuente de la Canaleja manando junto al camino poco más adelante, los campos de mies rasurados ya en el fondo del valle entre las laderas grises e improductivas, y Madrigal -nombre que es piropo- al cabo de un instante, extendido en la solana tras una escasa arboleda al amparo del silencio y de la más estricta soledad.

            No dejes para muy tarde el viaje a Madrigal, si es que deseas conocerlo; pues corres el riesgo de encontrarlo sin gente, y eso, te lo aseguro, resulta siempre una experiencia ingrata. Sin gente estaba la vez anterior que anduve por allí, y no porque en su censo no cuente todavía con algún vecino, que, aunque pocos, sí que los había, sino porque era una tarde desapacible y los cuatro que aún eran decidieron quedarse junto al fuego del hogar y no salir de casa. En esta última ocasión los residentes y algunos veraneantes se me dejaron ver y hablar con ellos, sentados a la sombra de los árboles o trajinando junto a la puerta de sus casas.

            Las viviendas color tierra, sobre las que destaca la espadaña gris del campanario de la iglesia, se alinean de derecha a izquierda mirando al mediodía y teniendo como fondo a la caída las tierras oscuras del vallejo. Las calles son pinas y estrechas hasta subir a la plaza. Las casas de los que todavía viven allí y las de los que vienen al pueblo con frecuencia se adornan con frondosas parras. Algunas de estas casas tienen balcones de herraje antiguo, desde donde se divisa el variado espectáculo natural de los Huertos, de las Umbrías y de Valderujas.

            En la plaza del pretil hallamos dos arcos de piedra tallados en dovelas. En algunas de las paredes se distinguen esgrafías y dibujos marcados a dedo sobre la argamasa por algún artista inexperto. En una puerta destartalada, muy antigua, pero que en otro tiempo debió de ser una auténtica obra de fina talla, se puede leer con letras en relieve sobre la madera el nombre del dueño. Marcada en la piedra hay una fecha escrita: 1794, tiempo aquel cuando Madrigal contaba con más de cincuenta vecinos y andaba muy cerca de las trescientas almas.

            Un callejón que en el pueblo llaman del Horno nos acerca hasta la Plaza Mayor. La plaza de Madrigal es larga, bien soleada, con una sola fila de vivendas y un pilón de forma rectangular que los dos caños del monolito que tiene en el centro llenan de un agua clara como el cristal, La plaza se prolonga por una calle que procuro seguir hasta el final, hasta el camino que va a perderse al campo. En el espacio de solar de una casa hundida picotea entre los escombros una gallina rodeada de polluelos, la escena es antigua y en extremo tierna y maternal. Dos perros me ladran a la vez escandalosamente.     

            - ¡Chucho! ¿A quién ladras?

            - Debe ser a mí. Se ve que no están acostumbrados a ver gente extraña.

            El hombre se llama Ricardo. Al momento sale de la casa otra señora que se llama Carolina.

            - Serán ustedes -les digo- de los pocos habitantes que hay en el pueblo.

            - Somos pocos, sí señor; y en invierno todavía menos.

            - Por lo que veo ustedes son de los que se van.

            - No señor. Nosotros estamos aquí todo el año.

            Aunque le insinué que me lo dijera, no me explicó el señor Ricardo si son más o menos de diez los habitantes que viven en el pueblo de continuo, aunque sospecho que no llegue a una docena. Un pequeño residuo de lo que fue, sin muchas esperanzas de que la cosa cambie en su favor, sino más bien al contrario.

            - Nada, aquí somos todos gente mayor. La juventud se marchó del pueblo hace mucho tiempo, y aquí quedamos los que no servimos para otra cosa.

            En Madrigal se ha tenido desde siempre una gran devoción al Cristo de los Desamparados, con su capilla propia dentro de la iglesia; si bien, el patrón es San Lorenzo mártir, con fiesta mayor el 17 de septiembre, según se me informó la primera vez que pasé por aquí, hace no menos de veinte años. Recuerdo que entonces, una señora muy amable, doña Candelaria Ortega, y un hombre simpático y servicial, don Lorenzo Mangada, me acompañaron a ver la iglesia. No los he vuelto a ver, y en este último viaje a Madrigal ni siquiera pregunté por ellos, pues son muchos los sinsabores que llevo sobre la espalda por amigos de los pueblos -todos de setenta u ochenta para arriba- que cuando he vuelto después ya no contaban en el mundo de los vivos.

            La entrada de la iglesia está precedida por un pequeño atrio, con una barbacana que permite asomarse hacia los campos y hacia las vertientes de robledal que hay al otro lado de la vega. Una hermosa espadaña románica, portada del mismo estilo bajo soportal sostenido por dos columnas y canecillos aguantando el alero, dan a la solitaria iglesia un marcado aire medieval, tan acorde con el ambiente y con el paisaje.

            Quiero recordar que allá cuando mi primer viaje, pese a su manifiesto estado de abandono se notaba que la de Madrigal era una iglesia sobre la que se había volcado el interés de los fieles cuando los vientos de la historia fueron más favorables para el medio rural. Escribí en aquella ocasión que en su interior “hay varios retablos recubriendo sus muros cargados de imágenes, de exvotos, de años y de desidia”. Confío en que desde entonces a hoy las cosas habrán cambiado en atención al templo. Por cuanto lo que más me llamó la atención en aquel momento, repaso viejos textos y me encuentro con que entonces escribí: “Lo más llamativo, con mucho sobre todo lo demás, es la capilla del Cristo, que ocupa parte de la nave lateral del ala del Evangelio. La talla del Cristo es antiquísima, de traza gótica, grande en tamaño y patética en la expresión de su rostro. Lástima que esté rodeada de tanta pobreza. Una inscripción que bordea por encima de los exvotos, hace saber que se pintó en 1853, a expensas de los vecinos del pueblo.”

            Madrigal se solaza a esas del medio día. Por lo que antes fueron las eras sopla una ligera brisa que la piel agradece. Hacia el poniente, alzado sobre su peana de rocas, se alcanza a ver en la media distancia la silueta inconfundible del castillo de Atienza.