miércoles, 28 de noviembre de 2012

Rutas turísticas: A PASTRANA POR CAMINOS DE MIEL ( I )


         

     La Alcarria, como hemos tenido ocasión de ver a lo largo de  estos trabajos, da para mucho. Hoy volveremos a tierras alcarre­ñas por una ruta con destacado interés. Pudiera ser  Guadalajara, la capital de provincia, el punto de partida. El sitio de destino Pastrana,  la Señora, una de las villas más distinguidas por  su contenido histórico y artístico de toda la región centro, inclu­yendo íntegras, naturalmente y sin excepción, las dos Castillas.
     La ciudad de Guadalajara se nos queda atrás, semianclada como un viejo galeón en el  Valle del Henares. A ella habrá que regresar en día no muy lejano para poner punto final a esta serie de viajes que nos han venido ocu­pando  durante tanto tiempo. Como remate a las cuestas que  dicen del Sotillo, saliendo por la carretera de Cuenca, nos sorprenderá en  las  altas alcarrias el señorial caserío de Miraflores, un extraño capricho  arquitectó­nico que, por ignorar, lo ignoran hasta los propios alcarreños; señorial, desde luego que sí, y sinceramente  novedo­so; casi todos los edificios por  allí  exis­tentes,  y  el redon­do palomar también, son obra de  don  Ricardo Velázquez Bosco, nada menos, el arquitecto de hace ahora un siglo que  revolucionó  a Madrid a través  de su obra, y  que  dejó  en Guadalajara edificios tan sobresalientes como la "Fundación de la Vega del Pozo", con el grandioso panteón incluido, del que en  su día habrá que hablar necesariamente.
     Una  villa principal, la de Horche, nos queda a mano  según descendemos  hacia la vega del Tajuña. Horche tuvo rey  moro,  un hijo  ilustre  que tradujo El Quijote al  latín  macarrónico,  se distingue  por su ardiente afición a la fiesta, y está  colocado, con mucho sentido común, sobre uno de los más afortunados mirado­res  de  la provincia. Durante las últimas décadas se  han  hecho famosos en esta villa los talleres artesanos, principalmente  de talla  en  madera y de restauración de imágenes.  Los  horchanos suelen  jactarse, con razón por cierto, de su bella y  acogedora Plaza Mayor.
     Tendilla,  abajo  ya en el valle del Arroyo  de  las  Vega, requiere cuando menos un poco de atención. Conviene detenerse  en Tendilla. Ahí la tenemos, estirada en soportales evocadores a  lo largo de su Calle Mayor. Bajo los soportales de Tendilla expusie­ron sus mercancías durante más de cuatro siglos los  guarnicion­eros, los cordeleros, los tejedores, los cereros, los  buhoneros y  cambistas  de casi toda España en la feria de San  Matías  que duraba  medio mes. En una plazuela jardín de la Calle Mayor  está su monumental iglesia, inacabada, una iglesia que se fue haciendo a  lo  largo de tres siglos y no se terminó nunca. No  lejos  del pueblo, sobre un escondido altozano de pinos jóvenes, se  conser­van en lamentable estado los restos del primitivo monasterio  de Jerónimos de Santa Ana de la Peña, fundado por don Iñigo López de Mendoza, hijo del Marqués de Santillana y primer conde de  Tendi­lla. Las mejores pinturas de su retablo renacentista,  flamencas del  siglo XVI, se lucen para mal nuestro en el museo  de  Bellas Artes de Cincinati, en los Estados Unidos de América.
     Destacable  en Tendilla, aparte de su estructura  peculiar, al gusto de la Castilla de capa y espada, la repostería tradicio­nal de turrones, mazapanes y bizcochos borrachos, que los amantes de lo auténtico suelen buscar en ciertas épocas del año.

     Subiendo  entre  curvas un largo trozo de camino  algo  más adelante,  un  sencillo monolito nos recuerda  que  por  aquellos sequedales  anduvo  ejerciendo como religioso de la  Orden  de San Francisco el Cardenal Cisneros. Fue en el desaparecido convento de  La Salceda,  cuyas ruinas a manera de torreón se ven justamente  por encima de nosotros. Tuvo gran importancia en su tiempo este con­vento  de Religiosos Recoletos de Nuestra Señora de  la  Salceda. Por estos altiplanos cultivó la huerta conventual e hizo milagros San Diego de Alcalá; de allí partió hacia la Corte fray Francisco Jiménez  de Cisneros para ser confesor de Isabel la Católica.  En sus recoletas y ascéticas celdas se ejercitó en duras penitencias fray  Julián de San Agustín, taumaturgo; dejando su  huella,  así mismo,  el arzobispo fray Pedro González de Mendoza, hijo de  los príncipes  de  Eboli, y autor de la Historia  del  Monte  Zelia, minucioso tratado de la vida del convento.  La ley de  Desamorti­zación  acabó  con todo, y tan sólo los lienzos de su  ruina  dan testimonio de cuanto allí hubo.
     El  pueblo de Peñalver queda recostado sobre una  ladera  a muy poca distancia de donde ahora estamos. No se ve al pasar; hay que ir exprofeso en su busca para conocerlo. Muchas de las calles de Peñalver son estrechas y pintorescas, con rincones que definen como en pocos lugares del contorno la arquitectura popular alca­rreña. Es un pueblo de origen probablemente medieval, cabecera de encomienda de la Orden de San Juan. Tuvo castillo, del que apenas se  conservan unos cuantos pedazos de muro en lo alto del  cerro. Peñalver merece una visita detenida al monumental edificio de  su iglesia  de Santa Eulalia, con portada de incipiente  plateresco, rica  en ornamentos y relieves, pero visiblemente dañada por  los agentes  atmosféricos y por otros muy diversos durante  los  casi cinco  siglos  que lleva en pie. Bellísimo su retablo  mayor,  de     transición  entre  el arte gótico y el estilo  renacimiento;  las dieciséis pinturas y la rica imaginería que adornan el altar,  se encuentra entre lo más estimable que existe en la diócesis.
      Peñalver es conocido, más que por el pueblo en sí, por  la tradicional  actividad de sus ciudadanos a lo largo de los dos  o tres últimos siglos. Ellos han sido, de manera muy especial,  los encargados  de promocionar y de distribuir por distintos  lugares del  mundo y, desde luego, por todas las regiones de  España,  el más  exquisito de nuestros productos: la miel. Hubo un tiempo  en el que un setenta por ciento de los vecinos de Peñalver, se dedi­caron a la obtención y venta de la miel de la Alcarria por  infi­nidad de lugares.
     En   Fuentelencina es obligado tomar la debida nota  de sus antiguas  casonas solar, de la rejería de buena forja  conque  se engalanan  algunas  de ellas, y del edificio  con  doble  galería acolumnada  de su Ayuntamiento en la Plaza Mayor,  obra  ejemplar del siglo XVI.
     Dentro de la iglesia de Fuentelencina conviene detenerse  a observar  con detalle su retablo mayor, renacentista como el  que acabamos de dejar en Peñalver, y como aquel con valiosas pinturas e imágenes del siglo XVI. Se piensa que el autor material de  los trabajos de talla pudo ser Francisco Gilarte, discípulo de Berru­guete, del que se conocen en otros lugares de Castilla auténticos monumentos en ese noble quehacer.

     Son famosas en Fuentelencina las fiestas de San Agustín,  a finales de agosto, donde suelen tener, una vez concluida la capea y la corrida de fiestas con el toro enmaromado, lo que en  varios pueblos  de la Alcarria conocen por la fiesta de los  huesos;  en ella se comen, entre los vecinos e invitados, las reses  toreadas durante esos días.

     Moratilla de los Meleros es otro de los pueblos más signi­ficados de la comarca. El desvío después de Fuentelencina aparece a un par de kilómetros, más o menos, cuando se sale con dirección a Pastrana. Moratilla de los Meleros es pueblo de abundante fron­dosidad y de bienestar notorio en la veguilla del arroyo que  los nativos conocen por Carraguadala. Es digna de verse, en el  sitio justo  en donde se alza, la esbelta picota de la villa, al  gusto renacentista del siglo XVI, sostenida sobre cuatro o cinco gradas de piedra en escalón, y teniendo las choperas de la vega  siempre como telón de fondo. La iglesia parroquial de Moratilla conserva, de  lo que hace siete siglos fue, tan sólo la  portada  románica; muy  valioso  resulta en su interior el artesonado  de  tradición mudéjar, obra del siglo XVI, cuya realización se atribuye con  no malos criterios al artífice alcalaíno Alonso de Quevedo.
     Desde Moratilla de los Meleros, siguiendo adelante hasta la nacional  200, o volviendo atrás sobre lo andado para  seguir  de nuevo  por la carretera que trajimos desde  Fuentelencina,  todos los caminos llevan a Pastrana.

(Las fotografías nos muestran:Un aspecto de los soportales de Tendilla; una panorámica de Peñalver, y la picota de Moratilla de los Meleros)