martes, 18 de septiembre de 2012

Rutas turísticas: LOS PUEBLOS NEGROS (III)


  
   TERCERA SALIDA

     Ahora vamos a emprender viaje por la comarca más  descono­cida  de las que forman el conjunto total de los Pueblos  Negros. La  verdad es que hemos de entrar en ella un poco por  la  puerta falsa,  pisando necesariamente tierras de Madrid para colarnos  a través del quicio de Montejo de la Sierra. Por Campillo de  Ranas y  Roblelacasa  la distancia es corta, pero solo existe,  por  el momento, senda para caminar a pie o como mucho en caballería. Los pueblos guadalajareños que quedan al otro lado del río  Jaramilla ‑nombre por el que se conoce al Jarama a poco de nacer‑, son: El Cardoso,  Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo y Colmenar  de  la Sierra. Apostaría por que entre todos juntos no suman de hecho un centenar de almas. Por este rincón de junto a la Cebollera  están las  alturas más sobresalientes de la provincia de  Guadalajara, superiores en algunos puntos a los 2.270 metros, como es el  caso del Pico del Lobo, cerca de la estación invernal de La  Pinilla, en  los  límites casi con tierras de Segovia por Santo  Tomé  del Puerto.
     El  Cardoso  de la Sierra es un poco la  capital  de  todos estos  pueblos. A El Cardoso se llega fácilmente a través de  una carretera  animada por el paisaje. El pueblo aparece en el  fondo de un amplio vallejuelo al que rodean cerrucos grises. Las  pie­dras  de  pizarra  llevan  allí  en  su  composición  partículas argentíferas que centellean cuando brilla el sol. Resulta curio­sa  la  estructura particular de las viviendas,  con  el  clásico entramado  que pone al descubierto el tosco maderamen por  debajo de  los tejados. Los balcones y galerías de madera tallada  a  la vieja usanza, son también una característica del hábitat rural de El  Cardoso.  Al hablar con cualquiera de los  veinte  o  treinta vecinos que todavía quedan por allí ‑personas de edad casi  todas ellas‑, enseguida sale a colación el tema de sus fiestas  mayores de  la Asunción y de San Roque; o la vieja calaverada de "dar  el San Pedro", que consiste, por tan determinada fecha, en mantear o dejar  en  cueros vivos, al primer incauto que se les  ponga  por delante.  Fue  un gran pueblo El Cardoso hace algo  más  de  cien años; antes de que diera las últimas el siglo XIX, contaba con un censo de población muy próximo a los 400 habitantes, mientras que en  su  cabaña ganadera había que vérselas con  cerca  de  10.000 cabezas, entre cabras y ovejas trashumantes. El cerro Santuy,  de 1.930  metros en la cumbre, pilla a tres o cuatro kilómetros  del caserío; algo más lejos, pero no mucho, El Cerrón, La Buitrera, y el  Pico  del Lobo, todos ellos por encima de  los  2.200  metros sobre el nivel del mar, que no deja de ser una buena marca.
     Sierra  adentro desde El Cardoso, algunos kilómetros  des­pués, el camino se bifurca, salen dos ramales, muy juntos el  uno del  otro.  El primero parte a nuestra  izquierda,  en  dirección norte hacia Bocígano; el segundo, a nuestra derecha, sigue  hasta Colmenar de la Sierra.

     A Bocígano   le  avecina el río Berbellido, aquel  del  que  antiguamente se llevaban el agua para beber. En la plaza de Bocí­gano ha existido desde siempre un olmo voluminoso, testigo  fiel de  las horas festivas y de las dolorosas también en la vida  del pueblo.  Junto  a la plaza está la pequeña iglesia de  la  Virgen Blanca. De las valiosas tradiciones de toda la sierra, destaca en interés la fiesta de La Machada en Bocígano, todo un  espectáculo de  antiquísima raíz que la gente debiera presenciar alguna  vez. Se celebra este curioso acontecimiento el penúltimo fin de semana del  mes  del mes de agosto, trasladado por conveniencia  de  los hijos  del  pueblo que viven fuera desde el día  de  San  Miguel, fecha de finales de septiembre en que se celebró antes. Sus  pro­tagonistas en la actualidad ya no son pastores serranos, ni hijos de  pastores tampoco, nietos quizá sí, por lo que no se le  puede exigir  a la fiesta la pureza ni la autenticidad que debió  tener en tiempos pasados.
     El  mayoral conduce a los machos hasta la plaza del  pueblo en  el anochecer del sábado. Los machos son mozos  revestidos  al uso  de los viejos pastores de la sierra, que portan  chaleco  de piel  y  un cencerro colgado en bandolera. Van agarrados  unos  a otros por la correa de cuero que llevan a la espalda, formando un látigo  humano.  De vez en cuando comienzan a correr y  hacen  un quiebro o un  requiebro, llevándose con un ramalazo a quienes  se les ponen por delante. Cuando los machos se caen rendidos, se les reanima  con un trago de vino de la bota. Luego, se enciende  una gran  hoguera en plena noche, que hace tiempo solían  saltar  los más atrevidos. Al día siguiente, se reparten en mitad de la plaza puñados  de  migas de pastor a todos los asistentes,  que  éstos, siguiendo  la costumbre, deberán recoger y comer con  las  manos. Para que el público no se apelotone alrededor de los calderos  de migas,  cosa que suele ser bastante frecuente, los  machos  hacen algún  quiebro, dejando así la plaza despejada y restablecido  el orden.

     Es  muy  posible que hace dos siglos fuera Colmenar  de  la Sierra  el más importante de los pueblos de la comarca. Tuvo  por entonces ocho barrios anejos, y la categoría de villa incluida en el señorío del marqués de Montesclaros. Contó con seis telares, y su censo, por aquel entonces, sobrepasaba en mucho las quinientas almas.  Hoy  está prácticamente despoblado, como los  demás.  Los oriundos de Colmenar, hijos en buena parte de aquellos otros  que se  marcharon  cuando el éxodo de los años sesenta,  vuelven  con bastante regularidad y se preocupan por rehacer mucho de lo per­dido,  entre  otras cosas su iglesia parroquial de  Santa  María, que,  dicho sea de paso, contó con bellísimo  altar  renacentista del siglo XVI.
     Gusta  perderse  por estos pueblecitos  tan  apartados  del resto  de la provincia y tan desconocidos para muchos. La  visión de sus montañas punteras, cotas todas ellas destacadas de  Somo­sierra; la impresión de vértigo que producen al pasar los barran­cos  por los que danza invisible el arroyo truchero, y  el  color noche  de los pueblos que  adornan el paisaje en los lugares  más oportunos, son vivencias que costará trabajo olvidar. Allí  queda aún, sentado en cualquier rincón, el viejo pastor de la  trashu­mancia ‑reliquia al cabo de otra manera de vivir, casi convertida en  mito‑,  o la abuelita de negra y roída vestimenta  que  amaña calcetín  bajo  el tejadillo elemental de la puerta de  su  casa: ojos  penetrantes, mano firme y corazón en paz,  atisbando  desde lejos ‑seguro que más de cuanto fuera de desear‑ el paso impara­ble de los tiempos, tan dispares con aquellos otros de su juven­tud  más  al hilo con las apetencias ordinarias del vivir  de  la sierra.
     Peñalba  y  Corralejo tampoco  defraudarán,  pueden  estar seguros;  son muchas las particularidades de cada uno comunes  a los  demás pueblos. Quien esto dice los ha recorrido todos,  como cabe suponer, ha conversado con sus buenas gentes, conectó duran­te horas y horas con el ritmo del corazón de los vecinos, sin que haya notado mayores diferencias en favor o en demérito de unos  o de otros. Lejos del mundo, tal vez; pero muy próximos al Paraíso, seguramente;  pues un paraíso y no otra cosa es aquella  serranía de  inimaginables volúmenes, en donde la vista es limpia como  el cristal  y la Naturaleza brinda, a quienes lo saben apreciar,  el olor tierno y el sabor a creación reciente.

(En las fotografías: Cruce de Caminos, Mirador de El Bocígano y Paisaje de Colmenar de la Sierra)

martes, 11 de septiembre de 2012

Rutas turísticas: LOS PUEBLOS NEGROS (II)


      
     Volvamos  atrás y partamos de nuevo del empalme de  caminos que  hay  junto a la ermita de Los Enebrales en  las  afueras  de Tamajón. Ahora reanudamos la marcha en dirección Norte,  buscando los pies del Ocejón por la cara del saliente: Almiruete, Palanca­res y Valverde de los Arroyos, son los tres primeros pueblos con los  que nos habremos de encontrar. El paisaje en nada  desmerece del que nos fue siguiendo a lo largo de la primera ruta. En esta ocasión, tal vez andemos más cerca de las cimas de las montañas; también nos sobrecogen todavía más las laderas violentas  y  los fondos perdidos de los barrancos.
     Almiruete aparece escalonado en la solana, un poco a tras­mano. El pueblo es pequeño como todos los de la comarca, frecuen­tado  por  cazadores y por veraneantes, también como todos los demás.  Quienes conocen los usos y costumbres de los pueblos  de Guadalajara, saben muy bien que en Almiruete salen "los botargas y las mascaritas" a la calle el martes de Carnaval, ataviados con extraña vestimenta blanca y sonando con estrépito los  cencerros que  rodean su cintura. Un curioso espectáculo, de profunda  raíz en el tiempo y digno de verse.
     Palancares  se empieza a divisar a distancia, allá  lejos, como  una mancha clara al otro lado del soberbio barranco que  ha de  bordear  la  carretera por la que  andamos. El pueblo de Palancares  está casi vacío. La espadaña de su  pequeña  iglesia habla de un tiempo no lejano en el que hubo vida. El tronco muer­to de la olma en el centro de la plaza nos cuenta sabidas histo­rias de abandono y de desolación, un amargo espectáculo al  que, queramos o no, hemos de acostumbrarnos cuantos vivimos por estas tierras. La fuente pública de la carretera, ajena a los éxodos  y a  los  devaneos demográficos o de tipo social  que  imponen  los nuevos tiempos, sigue chorreando abundante y fresca desde 1924 en que la construyeron.
    
      Vamos a entrar en Valverde de los Arroyos. Lo  hacemos conscientes  de  que llegamos a un pueblo sonoro y  de  notorios atractivos, aparte, claro está, del paisaje, que una vez allí se hace  más sublime con la cumbre del Ocejón como vecina. Antes  de llegar, las aguas de los arroyos saludan al que viaja dibujando pequeñas  torronteras espumosas por ambos lados del camino. Unas cabras  carean en la pradera sonando sus esquilas al  tiempo  que comen.  En la solana, se retuestan al sol paciente de la sierra las colmenas pobladas. Valverde lo tenemos aquí, ocre  y  plomo, alineando  unas  junto a otras las viviendas que adornan  por  su entorno  las  ramas del frutal. En Valverde  la  fruta  autóctona tiene un sabor distinto. Cuando los valverdeños de fuera se di­spusieron a poner  en orden las viviendas que heredaron de sus antepasados, tuvieron muy en cuenta la circunstancia singular del pueblo, y se metieron en obras procurando no romper para nada  el estilo obligado al que atenerse y que les viene marcando la pro­pia  serranía. Aquí la Plaza Mayor, junto a la que se  yergue  el fornido campanario de la parroquia; más arriba "la Era", donde el vecindario en pleno trillaba sus cosechas, y hoy tienen lugar los actos  multitudinarios  en los que participa el pueblo; aún  más lejos la imponente e impetuosa chorrera de Despeñalagua, un paseo obligado y nunca perdido, en donde se goza del estruendo y de  la gratificante visión de un arroyo que se suicida, descomponiéndose en  finísima  niebla  al  estrellarse  contra  las  peñas.   Les recomiendo, sin pasión pero con interés, un viaje a Valverde en la festividad de la Octava del Corpus si quieren gozar del colo­rido y de la luz de su folklore, o en cualquier otra ocasión  si lo que prefieren es vivir la agreste paz de sus alrededores y su ambiente peculiar de paraíso serrano. Piérdanse alguna  vez  por Valverde, merece la pena.

     Desde Valverde tenemos paso directo y fácil hasta Umbrale­jo, con un bello paisaje al caminar, por cierto. Umbralejo es  el pueblo  que compró el Estado hace más de una década, y que ahora se emplea para acoger muchachos de acampada o de convivencia. Sin salirse  del material al uso, es decir, de la piedra de  pizarra, el pueblo ha sido restaurado de pies a cabeza,  quitándole  una gran parte de su antiguo encanto rural.
     Ahora, por carretera en deficiente estado se llega hasta La Huerce,  cabecera de municipio, un histórico de los pequeños lugares de aquella serranía. Ya no vive casi nadie en La Huerce. Uno  piensa ‑y las razones a la vista están‑, que a la Huerce  le han arañado el regusto de aquella bucólica aldehuela que  conoció hace  dos docenas de años. Desde la carretera, el  pueblo  mezcla las casas de pizarra color grafito con otras que no lo son, dando como resultado un pastiche que anda muy lejos de  corresponderse con  los cánones de la estética peculiar de la sierra.  Se  habrá ganado en comodidad, ciertamente, pero se ha perdido en otro tipo de  intereses, también estimables, que impone la costumbre y el entorno. Siguen gozando, no obstante, de todo el  parabién  de quienes  por allí van, los regatos cantarines que corren junto  a las trochas y que la gente emplea para regar los huertos.
     En  Valdepinillos, anejo a La Huerce y tan despoblado  como él, las contadas viviendas que se recuestan en la ladera  mirando al  sol, tienen, por lo menos, la gran virtud de lo  genuino.  Si alguien desea estudiar con meticulosidad los pormenores del hábi­tat en los Pueblos Negros, yo le recomiendo que acuda a Valdepi­nillos. Aún son frecuentes allí los balcones voladizos de  pali­troques  en algunas de sus fachadas; las coberturas  de  pesadas planchas de pizarra que ni las lluvias torrenciales ni los  vien­tos huracanados son capaces de mover; los hornos de cocer adosa­dos a las viviendas, dibujando como un curioso tambor de panza angular o redonda; los regatillos que descienden, pueblo abajo, siguiendo a trechos la dirección de las  calles; los balidos lastimeros del chivo lechal que llama desde la oscuridad  de  la taina a su madre errante; la palabra amable, en fin, de la vieji­ta  encorvada  que llega hasta ti con timidez y, como  mucho,  te pregunta si vienes de la capital o si compras corderos. Sobre el pueblo  y  sobre la gente del pueblo la espadaña  de  la  iglesia levantada con lajas negras y con cal blanca; dentro de la iglesia aguardan,  montadas  en su humilde andaje, las  imágenes  de  San Antonio y de Santa Bárbara, esperando que suene de nuevo el cam­panillo el día de la Función; sobre el pueblo, sobre la  espadaña de la iglesia, sobre las humildes imágenes de los santos protec­tores de Valdepinillos, alerta siempre hacia los lugarejos de la sierra ‑una sierra, ¡Vaya por Dios!, en la que no hay  niños  ni gañanes  que  retocen  por el campo‑ la  mirada  escrutadora  del Ocejón desde sus 2.058 metros de altura.
     Otra  posible  escapada desde Umbralejo, sin  salirse  para nada  de  la comarca, sería llegarse hasta la cima del  Alto Rey pasando por La Nava, Arroyo de Fraguas, El Ordial y Aldeanueva de Atienza.  Un paseo más para gozar en la paz de los montes de los mil  y  un encantos que, al menos en los meses de estío y  por aquellos lugares, proporciona la altura. Verdaderamente, por aquí no se puede buscar otra cosa que la caricia de la Naturaleza. Los pueblos, ya se sabe, heridos de muerte desde que vino la emigra­ción,  y  algunos de ellos acusando la  penuria  del  deterioro. Pienso que el día, más o menos lejano, en que estos  pueblecitos de la Sierra del Ocejón vayan desapareciendo del mapa, a Guadala­jara le faltará algo vital, precioso e irreparable. A fe que nada desearía más que equivocarme, pero, también en estos  menesteres, y muy a pesar nuestro, el tiempo será testigo.


     El Santo Alto Rey de la Majestad es la montaña sagrada. Las gentes  de todos estos pueblos en varias leguas a la redonda  la nombran con respeto, casi con veneración. Sobre su cima, a más de 1850 metros de altura y en pedestal de roca, se conserva la  pe­queña ermita en la que se da culto, por lo menos una vez al  año, al Santo Alto Rey y a Santa María Reina de los Angeles, presentes allí con  sendas imágenes de cemento gris en la oscuridad del modesto santuario.
     El  Alto Rey es uno de los miradores más privilegiados  que hay en esta provincia de vistas incomparables. El espejo del  día refleja  desde allí con absoluta nitidez por el poniente los ce­rros pardales de Cantalojas, de Galve, las crestas  oscuras  de Somosierra  todavía  más lejos, y entre una finta de pinar y de blancales  calinos el campo de los Condemios y  de  Campisábalos, con  otro  mito de la orografía serrana como fondo:  el  Pico  de Grado.  Al  norte y al saliente todo el  rosario  de  pueblecitos menudos que conforman, cada cual en su lugar preciso, la Serranía de Atienza: Albendiego, en su vallejo de álamos; Somolinos,  allá en  la  limpia vaguada en la que nace el  Bornova,  amparado  por cerros  de buena talla; Ujados, la aldehuela de Ujados más  allá; Miedes la señorial, disuelta como una mancha ocre al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; Atienza todavía más  lejos, con  su  castillo roquero de eterno bogar por  salvaguarda,  como muestra de la propia eternidad de Castilla. Y al mediodía el gozo indefinible de los pueblecitos que asientan a pie de montaña: Bustares,  el de las tiernas praderas de robledillo suelto  y  un poco  de  tierra de labor; Las Navas, El  Ordial,  Gascueña, los reflejos lejanos del Pantano de Pálmaces, y más aún hasta perder­se de vista, los campos de media Guadalajara dibujando un inmenso tapiz de tonalidades pardas y frías. Por un instante, a uno se le ocurre  pensar en aquellos caballeros Templarios que  por  estas peñas  cimeras debieron pasear hace ocho siglos, y en los  cantos de maitines, a esas del alba, de los Canónigos Regulares de  San Agustín,  guerreros  también,  que  a  temporadas  y  cuando  la climatología serrana lo aconsejaba, solían  alzarse  por  aquí desde  Santa Coloma buscando el sosiego y la paz de las  alturas. Todo en apariencia sigue lo mismo, acaso hayan sido los  hombres por  estos lares los únicos que han cambiado desde el corazón  de la Edad Media. 

(En las fotos aparecen: Panorámica de Valverde de los Arroyos y el Pico Ocejón; Desfile de botargas en Almiruete; Un aspecto de la cima del Alto Rey) 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Rutas turísticas: LOS PUEBLOS NEGROS ( I )


En su conjunto, los Pueblos Negros de Guadalajara, han experimentado una profunda transformación durante los últimos diez años, orientada hacia el turismo; pero se echa en falta la presencia humana permanente en toda la comarca.

      Sepas, amigo lector, que durante el presente verano,  ya casi  a punto de concluir, he tenido tiempo sobrado de  viajar  a mis  anchas por algunos de los pueblecillos y de las serrezuelas que  tiñen de oscuro el mapa de la provincia. Debo advertir que los conocía todos. A varios de ellos los he encontrado igual  que hace  media  docena de años; a otros, ligeramente cambiados,  un poco tirando a nuevos, lo que no sé a ciencia cierta es si les va bien  o  les va mal, pero con menos gente. En todos he vuelto a sentir  los sudores póstumos de algo que sucumbe, de algo que  se va acabando irremisiblemente por momentos.
     La más reciente de mis salidas ‑y a fe que acabo de hacer­la por enésima vez‑ ha sido a los Pueblos Negros. Les he dedicado un  día y parte de otro. Del periplo por las sierras  del  Norte, acabo prácticamente de llegar.
     En  aquellos mínimos lugarejos de color ceniza que  acampan por entre la breña y el quejigo, más lejos o más cerca de  las faldas del Ocejón, uno se encuentra inmerso en su innata vocación viajera, más a sus anchas, se siente francamente a gusto embutido  en  el traje talar de aquellas serranías, sintiendo de  cerca  el aliento  de los hombres de bien, castellanos viejos y  gentes de buena raza a los que desde siempre preferí por amigos. El carác­ter serrano de las tierras del Ocejón es un carácter  singular, qué duda cabe, áspero y hosco como su campo, sufrido y fiel  como el alma de sus antepasados, dulce a veces como la silvestre miel de la jara, y desconfiado por esencia, muy desconfiado porque la vida y las circunstancias de la vida le obligaron a serlo.
     En el desvío de la carretera que hay poco antes de llegar a la  ermita de los Enebrales, pasada Tamajón, uno debe decidir si continúa adelante hasta la estación términi que sería  Majaelra­yo,  o girar hacia Valverde, perdiéndose lo demás, pero con la posibilidad  de alargar el viaje hasta Valdepinillos, La  Huerce, El  Ordial, La Nava, y toda la extensa nómina de pintorescas aldehuelas a las que, con un poco de buena voluntad y no  dema­siadas dificultades, se puede llegar a poco que uno se lo propon­ga. Lo mejor será concluir una ruta e iniciar después la siguien­te. Lo que nos vamos a encontrar allí tiene mucho en común,  pero también  mucho  de diferente. Luego, si el tiempo lo  permite,  o quitando en caso contrario un buen pellizco al día siguiente, porque  el motivo lo merece, no sería peor darse una  vuelta  por los cinco lugarejos guadalajareños de allende las sierras,  cuyas lomeras plomizas contrastan durante varios meses del año con  las cumbres nevadas de Somosierra: El Cardoso, Bocígano, Peñalba, Colmenar y Corralejo, son todos ellos, a los que en este trabajo acogeremos con cariño grande ‑faltaría más‑, como el  tercero  y último brazo de nuestro viaje.


     PRIMERA SALIDA

     A partir del alto de la sierra en donde queda solitaria  la ermita de la Patrona de Tamajón, la carretera desciende  salvando como  Dios le da a entender los mil vericuetos que le  ofrece  el terreno en su trazado. El panorama, por cuanto a paisaje se  re­fiere, comienza desde ese mismo lugar a tornarse  indescriptible. La palabra se queda corta, por mucho que uno se las ingenie, para decir con verdad lo que son por aquellas latitudes  las  cumbres enriscadas de las montañas, lo agreste y escarpado de las lade­ras, lo insólito de los riachuelos de agua dulce por donde cruzan como  saetas los alevines de la trucha, lo impoluto del aire que se respira con olor a bosque, el azul acristalado de los  cielos, el  vuelo  majestuoso  y limpio de  los  alcotanes..., y,  como pretexto vegetal para tan magno escenario, las jaras, los  maro­jos, el cantueso de delicada flor, los enebros y los ternascos de pinar, entre otras mil clases de hierbas y de matorrales que uno a primera vista desconoce. Todo un espectáculo donde el  hombre apenas si cuenta, quizás porque tampoco haga falta.

     Campillejo se extiende como un roído mantón de piedra oscu­recida al final de unos prados inmensos, preparados a  su  gusto por los veraneantes para disfrutar. A partir de Campillejo ‑y así hasta Majaelrayo‑  se encuentran los robles más  voluminosos  de todo el macizo. Campillejo se ha ido modernizando  durante  los últimos años con premura y con sentido común, es decir, sin rom­per  para  nada aquel que fuera su primitivo aspecto; lo  que  no está reñido, ni tiene por qué estarlo, con las reglas del confort y  de la comodidad para que la gente se sienta a gusto. Por  los paredones  pizarrosos de algunas casas de Campillejo, siempre  me llamaron la atención las incrustaciones en  piedra  caliza  con forma  de  cruz,  que los antiguos colocaron  con  gusto  y  sus descendientes conservan con decoro.

     El Espinar asoma más adelante, alzando a mano izquierda  de la carretera su crestón negro. Junto al destartalado lavadero  de el  Espinar, chorrea una fuente clarísima de agua fría en la  que nadie bebe. El pueblo queda como apartado,  expectante  y silencioso,  como viéndolas venir que siempre es un  quehacer  no falto  de sentido común. Cuando llega el buen tiempo, los que un día  se marcharon de El Espinar regresan en desbandada y ocupan todas las casas. En pleno mes de agosto, el pueblo acoge por lo  menos  un centenar de almas.

     Roblelacasa  y  Robleluengo, uno antes y otro después de Campillo de Ranas, se apartan de la carretera en dirección opues­ta al Pico Ocejón, que ya se empieza a elevar a nuestra  derecha. A Roblelacasa hay que ir exprofeso, el pueblo ni queda al paso ni se  ve siquiera. El camino de ida, y el porte muy  personal  del caserío sobre su plataforma de peñas negras, hacen en cualquier caso recomendable la visita hasta él. Desde Roblelacasa la  gente se  acerca con facilidad hasta Corralejo y hasta Colmenar de  la Sierra, cruzando a pie o en caballerías por rudimentario pasadizo el  cauce del Jarama, lo que resultaría imposible conseguir con cualquier  otro medio de transporte, si no se accede por la  pro­vincia de Madrid dando un enorme rodeo.

     El pueblo que contó desde antiguo con la categoría de cabe­cera  de Concejo es Campillo de Ranas; lo sigue siendo aún,  pero contando  con la rivalidad manifiesta de Majaelrayo, tal vez  más conocido de Sierra hacia afuera, seguramente por conservar  hasta el día de hoy su grupo de danzantes y su botarga, si bien, Campi­llo tiene como pueblo mucho que enseñar al caminante, sobre  todo en  tipismo,  en rincones de marcado bucolismo que le vienen de siglos tal como ahora están, y en la estampa  general de su conjunto. La iglesia parroquial de Campillo de Ranas eleva  sobre el resto de los edificios una torre con exquisita  personali­dad;  los  rurales artífices del Siglo del Barroco que  por  aquí anduvieron ‑pienso que influidos un poco por el sentido ornamen­tal de los vecinos‑ tuvieron a bien incrustar en la pizarra, base del  cuerpo de la torre, hileras de piedra caliza que  cargan  al robusto campanario de una fuerte dosis de originalidad y de  en­canto. No lejos de la iglesia hay, sobre el triste frontal de una casona  en  ruinas, un reloj de sol que utiliza como  esfera  una enorme losa de piedra. En Campillo de Ranas la gente vive en paz, un  poco a la antigua usanza pero en sana y envidiable  paz.  Las gallinas de Campillo escarban y picotean en los yerbazales, y las caballerías  abrevan en el redondo pilón de la plaza retocado  de losetas. Por las praderas y por los cercados extramuros se oye, de vez en cuando, el mugido maternal de una vaca de cría.

     Robleluengo anda en la actualidad prácticamente despoblado. Fuera, junto al  tronco malherido  del  olmo concejil, quedan los palitroques  del  viejo juego de bolos cortando un rectángulo perfecto. en la Calle Mayor se alinean hermosos edificios, cargados de detalles interesantí­simos, propios de la arquitectura negra común a toda la comarca. A todo esto se le ha puesto solución durante los últimos años, arreglando la carretera, restaurando la iglesia, y acondicionado el pueblo, aunque la presencia humana de manera continua es francamente exigua.
 

     En Majaelrayo se acaba el camino por esta primera ruta,  es decir, se acaban los pueblos de la provincia, que los caminos no, puesto  que a partir de ahí, una pista de mal firme sigue  sierra arriba hasta los hayedos de Cantalojas por Sonsaz, y otra en algo mejor  estado, se retuerce hacia Riofrío y Riaza  atravesando  el Puerto  de la Quesera, con cotas en algunas cumbres cercanas  que se aproximan a los 2.000 metros de altura sobre el nivel del mar.
     A  Majaelrayo le cambiaron el nombre en el siglo  XVII,  y pienso  que el sitio de su emplazamiento también. Antes se  llamó Majadasviejas, y quedaba cerca de donde ahora  está,  pero  más retirado  hacia las montañas. Aparte del Pico Ocejón, padre  como sabido es de todas aquellas sierras, las buenas gentes de Majael­rayo  hablan  con tanta o más familiaridad  del  Campachuelo, de Hoyosduros, y también de La Pinilla, éste último en tierras de Segovia, donde viene a parar la estación de esquí que  lleva  su mismo nombre. Las casas de Majaelrayo, la Plaza de la Iglesia, sus calles, han sufrido durante las últimas década un profundo cambio,  tanto  que a uno se le ocurre  que a punto  estuvo  todo ello de operar en detrimento de su más que valioso tipismo, de su encanto de siglos como pueblo que fue de pastores  trashumantes; al final no ha ocurrido así, mejor que mejor. Son dignas de vi­virse en Majaelrayo sus fiestas tradicionales, animadas en cada ocasión por el botarga y por su correspondiente grupo de danzan­tes,  que  bailan, trenzan las cintas y palotean a placer  en  la fiesta  mayor  del Santo Niño, a celebrar el domingo  primero  de septiembre de cada año.

(En las fotografúias aparecen: Panorámica de los Pueblos Negros con Campillo de Ranas y el Pico Ocejón al fondo; un detalle de vivienda serrana de El Espinar, y Plaza de la Iglesia de Majaelrayo)