viernes, 26 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS (III)



         Siguiendo carretera adelante se divisa a distancia el pueblo de Labros, descolgado sobre una ladera. De momento dejé­moslo estar, volveremos más tarde. Ahora, aprovechando el ramal que cruza a nuestra derecha, bajaremos hasta Milmarcos y Fuentel­saz. Viajando camino de Milmarcos, nos sorprenderá en seguida, asentada en la vertiente donde las sabinas y las carrascas han crecido con el favor de los soles y de los años, la ermita de Santa Catalina (siglo XII), todo un feliz descubrimiento aún en término municipal de Hinojosa. Las impecables formas románicas de su portada oculta, así como los vistosos arquillos del atrio, destacan resbalando frente a la luz del sol en medio de la pradera y del bosque. Los vecinos de aquellos contornos, sensi­bles lo mismo que sus antepasados al soplo de la tradición, suelen acudir en jornada romera hasta las sombras de Santa Cata­lina el día 17 de agosto.
         Milmarcos, viniendo por donde acabamos de llegar, coge un poco a trasmano. En realidad, para ir a Milmarcos desde Molina debe hacerse por la carretera de Calatayud que abandonamos en Rueda. Por Milmarcos pasa el arroyo Guitón, afluente del Mesa, al que se une en las afueras de Jaraba, antes de acabar en el embal­se de La Tranquera, en tierras de Zaragoza. Fue por tradición la villa más poblada de toda la sexma del Campo, ahora ya no lo es, la despoblación de hace dos décadas la dejó casi en cuadro. No obstante, posee una distribución urbanística y toda una serie de edificios tan importantes, que la mantienen todavía en palmas del interés, tales como las casonas de la antigua posada, la de los López Montenegro, o el señorial palacete de los García Herreros. La Plaza Mayor es, como todo en el pueblo, señorial y despejada. A un lado de la plaza queda el severo edificio del Ayuntamiento, al otro la portada renacentista de la iglesia de San Juan, de la que es aconsejable conocer el retablo mayor, manierista, tallado en Calatayud durante la primera mitad del siglo XVII. La ermita de Jesús Nazareno es otro de los edificios más destacados de Milmarcos; la mandó construir a mediados del siglo XVIII uno de los magnates de la villa, don Pascual Herreros; se ve adornada con profusión y finura, al gusto barroco de aquel tiempo con ciertas tendencias versallescas.
         Los antiguos esquiladores de ganado, oficio muy corriente entre los habitantes de Milmarcos y de Fuentelsaz, viajeros nómadas por tierras castellanas y aragonesas durante dos o tres meses cada año, solían utilizar para entenderse una jerga la mar de peculiar, llamada migaña o mingaña, ya en desuso y a riesgo de desaparecer. Usaban la migaña siempre que consideraban incorrecto el comportamiento del amo con los esquiladores, o se hacía mere­cedor de algún reproche y deseaban manifestarlo estando él pre­sente. "Dica el vale, qué fila navega de manduga", en migaña quiere decir "Mira el amo, qué cara de burro tiene".
         Fuentelsaz es el pueblo de la provincia más próximo a Milmarcos, y a la raya de Aragón también en la cara norte del Barranco de Cimballa. Reliquia de su pasado violento, porque la Historia lo quiso así, es lo poco que queda aún de su castillo roquero. Fue esta villa madre de hijos ilustres, entre los que se pueden contar tres obispos y una nutrida nómina de religiosos, catedráticos y jurisconsultos. Todavía quedan sobre el muro de la iglesia parroquial los "vítores" rituales que recuerdan, pese al andar de los siglos, la personalidad de todos aquellos hombres singulares de los que se sigue honrando el pueblo de Fuentelsaz.

        
         EL VALLE DEL RÍO MESA
        
         Pero volvamos otra vez hasta el pueblo de Labros, que dejamos atrás recostado sobre la varga, muy cerca ya de donde abre el Valle del río Mesa. Labros, el viejo pueblo molinés de origen presumiblemente romano, agoniza en la más absoluta soledad por falta de gentes que pisen sus calles. He oído decir que a los habitantes de Labros los apodan "pilatos", debido a que, si como se piensa, aquella fue en otro tiempo la Labria de la Hispania romana de la que hablan los cronistas latinos, tiene muchas probabilidades de haber sido la cuna del mismísimo Poncio Pilato, personaje de primer orden en la Pasión de Cristo como sabido es, lo que parece demasiado gratuito para que sea cierto. Los que sí son reales ‑y allí están todavía para ser vistos por quien lo desee‑ son los artísticos capiteles que adornan la portada romá­nica de su iglesia; sólo eso queda del bello templo que debió ser, desmoronado ahora en el barrio de arriba, ignoro si aguar­dando, con paciencia de siglos, que el resto de Labros corra la misma suerte.


         Por Amayas, a cuya entrada hay un airoso pairón construido en 1896 en honor de las Animas, de San Roque y de San Antonio de Padua, se entra de hecho en el Valle del Mesa; todo un cambio brusco e inesperado en el contexto general del paisaje que nos ha venido acompañando desde las puertas de Molina, un mundo distin­to. Bajar desde Amayas a Mochales significa, poco más o menos, descender de la hosca paramera y meterse en la Tierra de Promi­sión. Tal vez sea mero espejismo esa primera sensación, que a la hora de la verdad no se traduce en hechos concretos que afecten a la economía de una y de otra comarca, pero, en apariencia al menos, ese curioso fenómeno sí que se produce al bajar el pequeño puerto de carretera que, entre sabinas y otros arbustos improduc­tivos, darán con nosotros, ya bien entrada la tarde en plena ribera del Mesa, en la hortelana y recoleta villa de Mochales. El río por aquí juega a esconderse graciosamente, para volver luego a la superficie.

         En el año de 1476, parece ser que el pueblo de Mochales pertenecía a don Iñigo López de Mendoza, mientras que en los primeros años del siglo XIX era propiedad del marqués de Casa Pavón. Fue alcalde de la villa mientras la Guerra de la Indepen­dencia el legendario Antonio Alba, a quien los soldados de Napo­león ahorcaron en la plaza pública, acusado de pasar alimentos a escondidas a los guerrilleros de la Junta de Defensa de Molina en 1810. Hija honorable de este pueblo fue Eusebia García García, nacida en 1909, con el nombre en religión de hermana Teresa del Niño Jesús y de San Juan de la Cruz; una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara, beatificadas el 29 de marzo de 1987.
         El río Mesa nace en los ejidos del pueblo de Selas por la    sexma del Sabinar; cambia de dirección a las puertas de Anquela; pasa después por Mochales y continúa pegado a la carretera hasta los límites de la provincia. Los huertos, y las pequeñas hereda­des del regadío, ahora un poco dejadas a la ventura o sembradas de cereal, se van sucediendo hasta llegar a Villel. En las lade­ras que bajan hasta el camino, dan pomposa sombra las nogueras a caballo de cualquier bancal. Conviene repetir que los campos por aquí, amparados en el bajo por la corriente vitalizadora del río, son tierras de notorio privilegio a lo largo, y un poco también a lo ancho, de toda la vega.
         Villel de Mesa se presenta como descolgado en la solana de un cerro que baja a refrescar entre la fronda espesa de la ribe­ra. El pueblo se distingue de otros por la múltiple función de su Plaza Mayor, que sirve al tiempo de parque y de jardín. Al lado de un curioso arco romano, que con tanto acierto conserva el pueblo como adorno, crecen en perpetua actitud de desmayo los sauces, alternando con los abetos y con los rosales en flor; entre tan delicada vegetación, salta juguetona de uno al otro de sus cuatro niveles, el agua de un surtidor con forma de tarta nupcial. Las callejuelas en ascenso de Villel son todo un labe­rinto de rincones pintorescos, que alcanzan su mayor grado de tipismo en el pórtico solitario y romántico de la iglesia parro­quial. Por encima de todo, se elevan encrespados, maltrechos y mal sostenidos sobre las rocas, los cuatro muros que dejó el rayo en plena fiesta de San Bartolomé, pertenecientes al antiguo castillo de los Fúnez. Justo al pie de la peña del Castillo, queda la casa palacio de los marqueses de Villel, edificada en el siglo XVIII. Sin duda, tal vez por lo que el pueblo tiene de contraste en todo lo que su contorno es; por la gracia singular de sus edificaciones escalonadas; o por lo que de misterioso pudiera tener el oscuro Olimpo de su castillo por encima de las casas, por encima de la vida y de los hombres, nos encontramos en uno de los lugares más atractivos paisajísticamente  de todo el Señorío Molinés. Quizá, sólo pueda por estas latitudes rivalizar en bellezas naturales con Algar, el pueblo que nos disponemos conocer acto seguido.

         Al pequeño enclave de Algar de Mesa se entra por medio de festones rocosos. En algar es protagonista la Naturaleza: el agua, los precipicios, el frescor vespertino de las huertas, el perpetuo rumor de las chorreras, la placidez de sus prados, la gracia de sus puentecillos elementales... Nada mejor para acabar el día, y dormirse a placer al son cantarín de las aguas del río, donde los pescadores de truchas son auténticos maestros en el oficio. Lo mismo que Villel, Algar ofrece al visitante de manera gratuita la frondosidad de su ribera, el bravío espectáculo de sus cortes rocosos, la pureza sin parangón de su ambiente, pero, más que nada, el rugido  natural del arroyo que juega a saltar en cataratas trémulas por mitad de los juncos y de las espadañas, relamiendo así, de día y de noche, el pedestal de sus cimientos. Algar de Mesa hoy, ajeno a su pasado en causa común con la histo­ria particular de la vecina Villel, es dentro de su sencillez un pueblo escandalosamente bello. A la salida, siempre a la vera del río, se deja ver, pegada al viejo camposanto, la ermita patronal de Nuestra Señora de los Albares, un nombre romántico para un lugar que también lo es.

(Las fotografías corresponden a la cúpula de la ermita de Jesús Nazareno de Milmarcos, pareja de capiteles de la iglesia románica de Labros, el paseo-pórtico de la iglesia de Villel con su castillo al fondo, y las chorreras del río Mesa por los bajos de Algar)  

jueves, 18 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS ( II )

La villa de La Yunta dista de Campillo cuatro o cinco kilómetros a lo sumo. Pueblos linderos y como tales, como mandan los cánones de la buena vecindad, también pueblos rivales. Muy parecidos los dos por cuanto a población y a medios de vida se refiere, pero con notorias particularidades cada uno.
         Aseguran que el nombre de La Yunta (la junta), le viene impuesto por haber sido allí el lugar de encuentro, allá por el siglo XIII, entre el rey Sabio de Castilla, Alfonso X, y el aragonés Jaime I. En su formación como pueblo jugó un importante papel la Orden de San Juan, a la cual perteneció en calidad de señorío durante mucho tiempo. La Cruz de Malta, en el pueblo tantas veces vista, y sobre todo el torreón fortaleza del siglo XIV que todavía se conserva en un lateral de la plaza, son testi­monio permanente de la influencia que tuvieron en la villa los caballeros de San Juan. Tal vez,  en esa curiosa circunstancia histórica, se encuentre la raíz de las apreciables diferencias que existen entre el pueblo de La Yunta y otros muchos de su misma comarca.
         La iglesia es un monumento severo, con espadaña de dos vanos orientada hacia la Plaza Mayor. Por su estructura puede ser obra de finales del siglo XVI. En el interior tiene una sola nave. El retablo está presidido por una extraordinaria talla barroca de la Virgen de la Mayor. Tiene el retablo una ornamenta­ción cargadísima, muy de acuerdo con las apetencias del siglo XVIII. Consta que lo doró el artesano Francisco de Orea en el año 1770. En la iglesia se venera la sagrada piedra a la que los vecinos conocen por el Cristo del Guijarro. Existe toda una piadosa tradición que cuenta cómo apareció milagrosamente la escena del Calvario, marcada en el corte transversal de un guijarro que, al romperse contra el suelo en los encinares de la Hombrihuela, desprendió un fortísimo resplandor en una noche oscura de tormenta. La piedra había sido arrojada por un pastor de la villa, de nombre Pedro García, sobre una oveja que preten­dió alejarse del aprisco. Otro signo más ‑verdad o leyenda‑ que durante cuatro siglos viene contando con el fervor sin condicio­nes de los hijos del pueblo. Imágenes alusivas a esta tradición o alegorías a la misma, suelen encontrarse marcadas sobre los dinteles de varias viviendas de La Yunta; en otras, en cambio, es la estrella de David la que se ve grabada, razón bastante que da pie al vecindario para asegurar ‑no sin fundamento‑ que por allí habitaron familias judías.
         Si se desea ir desde La Yunta hasta el pueblo de Embid por carretera, habremos de salir por un momento de la provincia y entrar en Aragón. Es mínimo el trozo de tierras zaragozanas por las que debemos andar, pues de inmediato nos sale al paso la carretera de Embid. Antes de llegar al pueblo conviene detenerse en la ermita de Santo Domingo, por cuyas inmediaciones pasa, agostado y seco por lo general, el cauce del río Piedra, el mismo que se despeñará más adelante, no lejos de allí, en aparatosas cascadas cuando llegue al célebre Monasterio que lleva su nombre. En la ermita de Santo Domingo de Silos tuvieron lugar populosas romerías, a las que solían acudir por costumbre gentes de toda la comarca en varias leguas a la redonda. Resulta curioso pararse a leer los nombres de personas, los vítores y frases piadosas, y las fechas que aparecen grabadas, con mucho trabajo y con mucha paciencia, sobre el dovelaje las jambas de la portada, pues las hay que datan del año 1679.
         El pueblo de Embid se recuesta sobre la solana con los restos de su castillo como observatorio. Es un lugar tranquilo, poco poblado; un lugar con sonada historia y silencioso presente; un lugar de los que, hundidos sin remisión en los postreros coletazos del segundo milenio de nuestra era, viene a ser sede sin igual para la paz del alma, y para el debido orden del cuerpo y del espíritu. Encima de un alcor, al que se accede sin demasia­das dificultades, queda a la entrada del pueblo, mirando hacia las casas, lo que todavía subsiste de su viejo castillo: tres torreones demolidos, varias saeteras, unos cuantos paredones y una aguja enhiesta y desgranada. Como adorno póstumo, se yerguen sobre las piedras destartaladas del castillo algunas antenas de televisión. El pueblo se deja ver adormilado frente por frente.
         Es posible que sea Embid uno de los pueblos que con más ímpetu han sufrido en sus carnes y en sus piedras los reveses de la Historia. Primero hasta su despoblación en el siglo IV, como consecuencia de las luchas fronterizas entre castellanos y arago­neses, volviéndose a repoblar años más tarde por autorización expresa de Alfonso XI, fechada en 1331, a don Diego Ordóñez de Villaquizán, que fue quien levantó el castillo. En el siglo XV lo rehizo don Juan Ruiz de los Quemadales, personaje mítico en las tierras del Señorío, conocido en las crónicas de su tiempo por el sobrenombre de "Caballero Viejo". En 1698, el último rey de los Austrias, Carlos II, le otorgó marquesado propio que vendría a recaer en la persona de su noveno señor, don Diego de Molina.
           
          ESCUDOS HERALDICOS Y CAMPOS DE MIES
 
  
         Estas llanuras molinesas,  anchas, señoriales, son toda una provocación para el caminante que viene hasta ellas libre de prejuicios, con el honesto deseo de conocer, con las manos y con el corazón limpios. Tortuera es pueblo de hidalgos. En Tortuera, los palacetes y los escudos de piedra sobre las fachadas son algo esencial en la vida del pueblo. Recorrer una por una todas las casonas solar que tiene Tortuera, será un interesante quehacer del que el caminante no se arrepentirá nunca. Ahí tienes, amigo lector, para satisfacer tus deseos de pasado, el ejemplar palacete de los Morenos, y el de los Torres en la Plaza Mayor, los dos con  solera de siglos; el de los Romero en las orillas; el de los López Hidalgo de la Vera,  donde quiero pensar que, si en el silencio de la noche se escuchara con atención, tal vez  se sienta contra las baldosas del XVII el espolón de los egregios caballeros de la familia. Ahí debió nacer el que fue obispo de Badajoz don Diego López de la Vega, y su hermano don Andrés, general del ejército de Extremadura a finales del siglo XVII.
         El viejo pairón de las Animas, de estructura mural sobre piedra tosca en las afueras del pueblo, es uno de los más intere­santes de toda la comarca. De la iglesia parroquial, renacentis­ta del XVI, merecen referencia especial la portada en trazado rectiforme al gusto herreriano y la capilla de la Trinidad.
         Por la misma carretera de Daroca vamos a seguir un poco más en dirección a Molina. El pueblecito de Cillas queda como cogido entre pinzas, extendido al sol en el empalme con la carretera que viene de Calatayud. En un instante estamos en Rueda de la Sierra.
         A 1140 metros de altura sobre el nivel del mar, en Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de arenisca del Castillo con los huertos, el agua de la fuente con la soledad. Apenas si quedan de continuo, como botón de muestra de lo que antes fue, una docena de familias en el pueblo. En Rueda de la Sierra llaman la atención tres cosas sobre todas las demás: el pairón barroco de junto a la carretera, la fuente abrevadero de 1898, y la portada románica de la iglesia. Como detalle muy particular, destaca sobre todos sus méritos el haber sido cuna del primer obispo de Madrid‑Alcalá, don Narciso Martínez Vallejo, asesinado a tiro de revolver en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 18 de abril de 1886, por un cura anarquista llamado Galeote. Sus paisanos recuerdan al prelado ilustre con una placa conmemorativa en la casa donde nació, y con un monolito, colocado en su memo­ria, delante mismo de la puerta de la iglesia.
 
          Rueda de la Sierra es cruce de caminos. Tomaremos ahora el que parte hacia el Valle del Mesa pasando por Torrubia, Tartanedo, Hinojosa  y Labros. Bella estampa de pueblo señor este de Torrubia. La torre de su iglesia es una de las más elegantes  de la provin­cia. El interior es todo un  juego de contorsiones barrocas, de movimiento manierista funcional del mejor estilo. La fuente pública, de primeros de siglo, da carácter a la plazuela en que fue instalada y contribuye a la buena imagen del pueblo.
         En Tartanedo habrá que detenerse, no por cortesía, que tal merecen cada uno de los lugares de esta paramera, sino por nece­sidad. Sus numerosos monumentos, callados y  solitarios, en esta quietud tan significativa de los pueblos que estuvieron a punto de quedarse sin gente, son un reclamo al que resulta imposible poderse resistir. A Tartanedo se entra dejando atrás una ermita y una cruz de hierro sobre romántico pedestal de piedra vieja en un claro de la arboleda. El pueblo en sí es un continuo memorial a los más preclaros hijos e hijas que nacieron allí, y cuyo recuer­do permanece vivo en un sinfín de datos y de detalles. Entre estos hijos ilustres de la villa hay que contar al arzobispo de Zaragoza don Manuel Vicente Martínez Ximénez; al obispo de Cádiz don Francisco Javier Utrera; al preclaro sacerdote don Emilio de Miguel, autor de excelentes trabajos sobre Apicultura, fallecido recientemente, y, desde luego, a la Beata María de Jesús López Ribas, "La Santa", como gusta llamarla a sus paisanos, nacida en la casa solar de los Montesoro y a la que Santa Teresa de Jesús apodaba cariñosamente "Mi Letradillo". La iglesia de Tartanedo, con portada románica y escalera helicoidal de acceso al campana­rio, se debe visitar necesariamente. El magnífico retablo mayor de la iglesia de San Bartolomé, fue un obsequio a su pueblo natal de parte de otro hijo ilustre, don Bartolomé Munguía, en su tiempo cirujano de la Casa Real. Durante los últimos años se han restaurado las pinturas del retablo de los Ángeles, en la impresionante y lumnosa capilla de la iglesia de Tartanedo, 
         De las muchas casonas y palacetes de hidalga raíz, es muy de destacar la  del Obispo Utrera, con escudo familiar y excelen­te rejería de la época. Ya a la salida, muy cerca de la iglesia, queda la fuente pública de estructura mural, en cuya superficie se informa, con perfectos caracteres latinos, como fue mandada construir por el arzobispo don Manuel Vicente Martínez Ximénez, en testimonio de cariño y de gratitud a su pueblo.
         El cerro Cabeza del Cid resguarda la villa de Hinojosa por el poniente. Dicen que sobre aquel altiplano acampó el Cid con su manojo de incondicionales cuando el destierro. A las tres de la tarde comienzan a hacerse notar los calores de Hinojosa. La ermita de los Dolores queda a mano al entrar. En sitio preferente de la portada se ve el escudo de los García Herreros, de cuya familia, un colegial y canónigo de Valladolid, de nombre José, la mandó levantar a sus expensas según las reglas más estrictas del arte barroco al uso. En el interior está la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, talla simpar en cuyo rostro se conjugan a un tiempo la dulzura, el dolor y el patetismo que acarrea el sufrimiento llevado al extremo. Una espada le atraviesa el pecho. Se desconoce al autor de la talla, pero bien pudo ser cualquiera de los notables imagineros castellanos del siglo XVIII. Por la fiesta de La Soldadesca (primer domingo de junio) los moros y los cristianos de Hinojosa se disputan, en singular batalla junto al olmo de la plaza, la imagen de la Virgen.
         Las calles de Hinojosa se adornan con rollo jurisdiccional de robusta caña, pero, mejor todavía, con los palacetes y casonas    molinesas que atestiguan, a dos o tres siglos vista, su pretérita grandeza; así están el de los Malo, los Ramírez, los Moreno, Los Iturbe y los García Herreros. Media docena de escudos nobiliarios van sellando, por los diferentes rincones del pueblo, todas estas casonas relicario del pasado.
 
(Las fotografías nos muestran: Detalle de la Plaza e iglesia de La Yunta; Casona molinesa de Tortuera, y Retablo de Los Ángles en su capilla de la iglesia de Tartanedo)
 

sábado, 13 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS ( I )

       
            Henos de buena mañana en la falda molinesa del cerro que corona la Torre de Aragón. Abajo marca sus primeros pasos del día la ciudad de Molina. La nueva estampa de la capitalidad del Señorío nos pone al corriente de que Molina conserva con garbo su rango histórico, a pesar de las imposiciones y de las tendencias que llevan consigo los tiempos modernos, sin perder comba, natu­ralmente, en el juego de azar de finales de siglo. Queda la ciudad a nuestros pies, con los pináculos de sus iglesias y de sus conventos encendidos por el sol saliente; con el cuerpo estilizado y mate del Giraldo en vigilia desde la torre de San Francisco; con las aguas del río Gallo, menos cristalinas que antes, colándose bajo los sillares cárdenos del puente viejo, y escapándose después por entre las choperas con rumbo a los tajos míticos del Barranco de la Hoz. Volveremos a Molina en otra ocasión exprofeso. Hoy, en la luminosa mañana de mayo que nos deparó la suerte, tenemos previsto perdernos por las tierras del Señorío que parten de los murallones del Castillo y concluyen ‑burla burlando calzadas, aldehuelas y villas de buen nombre‑ en las chorreras del río Mesa, allá por los bajos del pueblo de Algar, uno de los parajes más bellos y menos conocidos de esta tierra. Confiamos en que los hados del día nos sean propicios, que el tiempo nos dé para todo. Es cuestión de viajar con método, y eso, en principio, se debe dar por supuesto; luego, las cir­cunstancias serán las que digan la última palabra.

            Apenas quedó atrás la ciudad de Molina reposando en el llano, con las torres de su castillo todavía visibles a nuestra espalda, vamos a tomar el camino de La Yunta y de los Cubillejos que parte hacia la derecha. Los Cubillejos son dos: Cubillejo del Sitio y Cubillejo de la Sierra. El primero de ellos recibe su apelativo "del Sitio" por haber sido allí, según la tradición, donde el rey de Castilla Fernando III el Santo se plantó con su ejército a la espera de que el tercer señor de Molina, don Gonza­lo Pérez de Lara, cediese ante sus tropas, pues, por razones que más adelante habremos de exponer, se había refugiado en el cerca­no castillo de Zafra. Otros, en cambio, aseguran que se trata solamente de una derivación casual del sobrenombre "el Cidio" que tuvo antes, como recuerdo del paso del Cid cuando el destierro por aquellas veredas de a este lado de la Sierra de Caldereros. Parece más lógica la primera apreciación, por otra parte muy ligada a la historia personal del Señorío de Molina. Antes de llegar a Cubillejo del Sitio, encontramos junto a la carretera su famoso pairón, dedicado a San Juan Bautista; limpio, perfecto, de fina y elegante concepción barroca, alzado por encima de cuatro escalones de piedra al lado de los trigos. Para mí, el más per­fecto de todos estos monumentos que engalanan, a la entrada y a la salida de los pueblos, la tierra del Señorío.

            Cubillejo de la Sierra vendrá algo más adelante, muy pron­to. Es, como curiosa paradoja a lo que nos pudiera sugerir su nombre, un pueblo llano, extendido como un mosaico de casonas viejas y de modernos hotelitos entre los árboles; un pueblo que, por su situación, anuncia la extensa palma de cereal de Tortuera y de La Yunta. En la plaza de Cubillejo de la Sierra se pueden contar repetidos ejemplares de viviendas según el gusto tradicional molinés, soportado gallardamente el peso de los años sobre dinteles de piedra enrojecida; casonas adornadas  con rejería de forja, cuya solidez y artística estructura los siglos no han sido capaces de borrar. El torreón bajomedieval de los Ponce de León es conocido por los habitantes de Cubillejo de la Sierra por "El Palomar". Existe todavía sobre los muros del viejo torreón un escudo de armas, y una leyenda bien visible que evoca la entrada de los Ponce de León en la villa. El poema, sobre todo, es un interesante legado de la Historia que, quienes pasen por Cubille­jo deben visitar y contemplar desde los pies de la torre. Su contenido literal es el siguiente:
           
             SALEN A LEON LOS PONCES
             SUCESORES DE ROLDAN.
             LA HERMANA DEL REI LES DAN
             POR VENIR DE ENPERADORES
             LLAMADOS DE AQUI LEONES
             EN SEVILLA ASENTARON
             I DE ELLOS AQUI PASARON
             POR BANDOS I DISENSIONES.
       
            El resto de la leyenda que aparece al pie de estos versos se grabó sobre la piedra con caracteres mínimos, difíciles de transcribir hoy si se tiene en cuenta el desgaste sufrido con el tiempo.

            Desde Cubillejo de la Sierra hasta La Yunta la distancia resulta insignificante. A pesar de todo, el semblante de los campos por los que hay que viajar cambia por completo en ese corto espacio. La vegetación de encinas y de pinos desaparece de pronto, y el terreno se torna llano como una carta, extenso como la mar, siendo posible advertir de lejos, como en un mismo plano, las villas de La Yunta y de Tortuera, en medio de incalculables superficies de tierra de labrantío, ahora pintadas de un verde tupido que es el color de los campos por estas latitudes, cuando la cosecha para los agricultores es todavía promesa. Antes de llegar a La Yunta, casi a sus mismas puertas, sale a la derecha de la carretera la desviación que parte hacia Campillo de Dueñas.

            El pueblo de Campillo queda un poco a la sombra de las Sierra de Caldereros, la agreste cordillera vecina en la que se dan altitudes rayanas con los 1500 metros sobre el nivel del mar, y que nos vino siguiendo desde los Cubillejos por el mediodía.

            Cuentan que el pueblo de Campillo de Dueñas estuvo a punto de desaparecer del mapa, por efectos de la despoblación, en el siglo XV. Ahora, a pesar de la operación éxodo de los años sesen­ta, el pueblo anda en torno a las quinientas almas de derecho. Son linderos al pueblo toda  una red de arroyuelos y de regatos ‑secos casi todo el año‑ que concurren en las inmediaciones de Embid para engrosar los caudales del río Piedra. Hermosa iglesia dieciochesca conserva Campillo. Fue inaugurada con toda pompa el día 29 de julio de 1732, destacando entre sus muchos encantos, el capricho barroco de su retablo mayor, obra del maestro de Bello don Miguel Erber, cuyos dorados se mantienen intactos, luminosos, como si dos siglos, por lo menos, no hubieran pasado por ellos.

            Gozan de buena fama en Campillo  las llamadas "tortas de alma", una acertada variedad de la repostería molinesa que en el pueblo amasan y consumen durante las fiestas mayores. Consisten las "tortas de alma" en una especie de empanadillas, muy dulces, que contienen en su interior (el alma) una rica pasta a base de miel, peladura de naranja, pan rallado y algunos granos de anís; lo demás, lo que de verdad encierra el misterio de las famosas tortas, solamente lo saben las hábiles mujeres de Campillo.
            Muy cerca del pueblo, alzado sobre colosal plataforma de arenisca, encima de una más de las elevaciones que por allí presenta  la Sierra de Caldereros, están los restos del torreón y algunos muros del que en otro tiempo fuera el Castillo de Zafra. No hace mucho se le ha intentado salvar  con una meritoria res­tauración por parte de su dueño actual, el destacado molinés don Antonio Sanz Polo. El camino que hay desde Campillo para llegar a él, no va más allá de ser que una pista de tierra por la que las maquinarias del campo andan con facilidad relativa. Por caprichos de la Historia, el Castillo de Zafra fue una de aquellas forta­lezas medievales que, debido a su condición de inexpugnable, llegó a convertirse en  importante foco de codicias y de amargos sinsabores para magnates, guerreros, caballeros y reyes en plena Reconquista. Se fundó, parece ser, en tiempos del rey  Leovigil­do, y cuenta en su interesante historial con el hecho de haber sido, durante cuarenta días, lugar de refugio de don Gonzalo Pérez de Lara, tercer señor de Molina, cuando el rey Fernando III vino a pedirle cuentas por haber intentado ampliar, alegremente y a sus espaldas, el Señorío por tierras de Castilla. Todo acabó con la conocida "Concordia de Zafra", por la cual, Mafalda, hija de don Gonzalo Pérez de Lara, se comprometió en matrimonio con don Alfonso, hermano del rey castellano. Doña Mafalda y su marido habrían de ser, años más tarde, los cuartos señores de Molina.
            Dentro del término municipal de Campillo de Dueñas es posible, y fácil también, llegar hasta la Laguna Honda; una más de cuantas por allí existen, y que se encuadra en el mismo con­junto lacustre al que pertenece la famosa de Gallocanta, vecina así mismo, ya en tierras zaragozanas. En la Laguna Honda, habitan en pleno campo y navegan a placer, los patos de agua.
(En las fotos: Entrada a Cubillejo de la Sierra; pairón de Cubillejo del Sitio; y torre del homenaje del castillo de Zafra desde el interior del castillo)