martes, 11 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I I I )




Por  aquello de las aguas del embalse, Sacedón se ha  con­vertido  desde hace un cuarto de siglo en una  pequeña  ciudadela cosmopolita. Un lugar de veraneo con ciertas pretensiones marinas en plena Alcarria.
     Parece  haber  constancia  de una  antigua  ciudad  romana llamada Alce, ocupando el mismo lugar sobre el que ahora asienta Sacedón, de ahí que su origen, por tanto sea remotísimo. Se cree que allí fueron martirizados, entre otros cristianos más de  hace veinte siglos, Eleuterio, Teodoro y Zoilo, discípulos directos de Santiago Apóstol. Durante la Edad Media se sabe que fue una aldea integrada en el común de Huete, hasta el año 1553 que recibió  el título  de villa independiente por privilegio real del  emperador Carlos  I. Siglos más tarde, la Guerra de Sucesión lo  castigaría impíamente,  quedando en lo sucesivo como uno más de los  pueblos casi anónimos de la comarca, hasta los tiempos modernos en que la construcción  de la presa lo volvió a revitalizar. Destaca  sobre el pueblo de Sacedón la torre monumental de su iglesia del  siglo XVII, con una discreta portada clásica y tres naves en el  inte­rior  con cubierta de nervaduras, realmente interesante. En  otra romántica  plazoleta queda la ermita dieciochesca de la  Cara  de Dios, de bonita espadaña barroca y pulcra cúpula en media naranja al gusto rococó.
     No lejos de Sacedón está sólo el paraje, sin nada que pueda dar  fe de que en tal sitio hubo algo parecido, en donde  el  rey Fernando VII mandó levantar un fastuoso palacete de recreo,  co­pioso en sombras y en vegetación al estilo Versalles; con  rectos y cuidados paseos, fontanas rumorosas y plácidas puestas de  sol, al que dio el nombre de La Isabela, en honor de su segunda esposa Isabel de Braganza. Quiso el infortunio que desapareciese en aras del progreso, triste holocausto; y todo lo que antes hubo, sola­mente  queda triste noticia en la memoria de los más  viejos  del lugar, algunas fotografías desvaídas, y un montón de ruinas  bajo el embalse de Buendía, que son a un tiempo llanto y nostalgia por otra  de  las grandes maravillas de la Alcarria  que  pasaron  al inaccesible paraíso de las cosas olvidadas.
     Por una carretera, ahora bien acondicionada que lleva hasta Alcocer y luego a la provincia de Cuenca, topamos a cuatro  pasos del  pueblo  de Córcoles con otras ruinas evocadoras: las  de  la abadía  monacal cisterciense de Monsalud. Las oscuras piedras  de Monsalud,  sus  formas clásicas vistas a distancia,  traen  a  la memoria arcaicos cantos de maitines y aromas a incienso en  aquel tranquilo  rincón. El monasterio de Monsalud fue  durante  varios siglos  meca de devociones y de romerías, en donde "la rabia,  la melancolía  y el mal de corazón", entre otras dolencias  más  del cuerpo  y del espíritu, se curaban con la simple fricción  de  un poco de aceite de las lámparas en la piel del enfermo, acompañada siempre de una invocación o de una oración devota. Se fundó  como monasterio  en la segunda mitad del siglo XII por el rey  Alfonso VIII,  si bien, las muestras arquitectónicas más antiguas que  se conservan corresponden a las primeras décadas del XIII.

     De entre los muchos milagros que se atribuyen a la interce­sión de Nuestra Señora de Monsalud, cuenta la leyenda que fue  en aquel  lugar  precisamente en donde el rey Amalarico,  hombre  de agrios  instintos a quien se debe la construcción de una  primi­tiva ermita, desterró a su mujer la reina Clotilde, acusada  ca­lumniosamente  de  adulterio,  y que las  fieras  encargadas  de despedazar su cuerpo la protegieron y alimentaron hasta que  fue posible  probar su inocencia. En los últimos veinte años se  han hecho  importantes esfuerzos por restaurar algunas de las  piezas principales del monasterio de Monsalud.
  
     EN LA HOYA DEL INFANTADO

      Y  al cabo Alcocer, cabecera del Infantado, con el  orondo chapitel de su torre como señal al otro lado de un campo  extenso de olivares y de algún que otro majuelo sin fortuna. Villa apenas conocida  y  con un importante papel en  el  pasado;  relacionada históricamente por mil motivos con la realeza castellana bajome­dieval, y museo más que meritorio de arte en piedra aún sin des­cubrir por el gran público.
     Alcocer,  mora en origen como bien anuncia su  nombre,  fue entregada  por el rey Alfonso X el Sabio a su amante  doña  Mayor Guillén de Guzmán a título de Señora ─la historia repetida que ya se  contó  al hablar de Cifuentes─, con algunas  tierras  más  y lugares  del  valle del Guadiela. De doña Mayor pasó  a  su  hija Beatriz, reina de Portugal; de ésta a doña Blanca, y, finalmente, al infante don Juan Manuel, quedando todo para la posteridad  con el nombre de Hoya del Infantado.
     El pueblo de Alcocer brinda al visitante la sorpresa, sen­cillamente  excepcional,  de su iglesia. Tiene  tres  puertas  de ingreso:  una románica y dos góticas, todas ellas de  transición. El  interior  se compone de tres naves, formidables  columnas  en manojo  con aéreos capiteles foliados que abrazan las cimeras  de los fustes, de donde parten las nervaduras en estrella con  per­fecta  concepción  gótica. Las naves laterales se  comunican  por medio de girola, como en las catedrales. Una torre vistosísima de tres  cuerpos se levanta sobre el edificio parroquial;  posee  un artístico pináculo reconstruido recientemente, en el que aparecen aspilleras, arquillos ojivales, ventanales góticos con  parteluz, y  un templete o linterna como remate que ensalza todavía más  su elegante estampa.
     En  el antiguo convento de Clarisas estuvieron, desde  1267 en  que  ocurrió su óbito hasta 1936 en que  desaparecieron,  los restos  momificados  de su primera señora doña Mayor  Guillén  de Guzmán,  mujer tan ligada personal y sentimentalmente a la  villa de Alcocer y a toda la Hoya del Infantado.

     Una última salida a estas alturas de la Alcarria,  aprove­chando  la  estancia en Alcocer, es siempre recomendable:  la  de Millana y Escamilla. Millana es un lugar tranquilo, un poco  es­condido, que acostumbra recompensar al visitante con el  soberbio muestrario románico del tambor en su iglesia parroquial de  Santo Domingo de Silos; algún escudo mural interesante por las  calles, como  el  de los Astudillo, y varias casonas  repartidas  por  el pueblo  completan su legado. En Escamilla, algo más allá  pero  a paso seguido, hay una lujosa torre parroquial neoclásica,  atri­buida  nada menos que al genio arquitectónico de Ventura  Rodrí­guez; un juego complicado de cornisas, de cupulinos y balaustres, de  molduras y de adornos en perfecta geometría, que van a  con­cluir  con la graciosa Giralda, repuesta ─todo hay  que  decirlo─ con  muy  poca  fortuna, después que la  anterior  existente,  la auténtica  Giralda de Escamilla y amor sempiterno del Mambrú  de Arbeteta, fuese destruida por un rayo hace una docena de años.
      Desde aquí es la otra Alcarria la que toca nuestra curio­sidad: la Alcarria de Cuenca. No lejos, y como detalle de  máximo valor aun fuera de nuestras fronteras provinciales, no me resisto a  dejar de referir aquí, y a recomendar una escapada  hasta  las ruinas  de Ercávica, término municipal de Cañaveruelas,  al  otro lado  del Guadiela porque el pantano de Buendía a  estas  alturas hace muchos años que dejó su fondo al descubierto. Allí quedan  a vista  del  público la mínima parte de los restos de una  de  las ciudades romanas más importantes de los siglos segundo y  primero antes  de Cristo, en donde sus ciudadanos gozaron del  privilegio especial  del viejo derecho latino, y se acuñó moneda en  tiempos de  la  República y durante los imperios de  Augusto,  Tiberio  y Calígula.

(En las fotos: un aspecto de la presa de Entrepeñas; detalle urbano de Alcocer, y el famoso campanario de "El Giraldo" de Escamilla)


martes, 4 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I I )

    

      OVILA Y TRILLO

     Cuando  se  deja Cifuentes y se toma con dirección  sur  la carretera que baja hasta Trillo, siguiendo el curso de las  aguas del arroyo Cifuentes, que no es sino el sobrante de la Fuente  de la  Balsa cifontina que escapa por aquí hasta encontrarse con  el río Tajo, siempre se llevan por mascota en el horizonte las Tetas de Viana. Las Tetas de Viana son dos cerros gemelos, acabados  en un altiplano con corona de piedra. Seguramente que son, por cuan­to  a paisaje se refiere, la principal nota de identificación  de las  tierras de la Alcarria. Los dos Gárgoles, el de Arriba y  el de Abajo, uno a la derecha y otro a la izquierda del camino,  nos salen al paso antes de llegar a Trillo. En Gárgoles de Arriba hay un   importante  yacimiento  romano  en  el  que  se   iniciaron excavaciones  con éxito; en Gárgoles de Abajo, las bodegas  sub­terráneas  abiertas  al pie de un otero, nos dan idea de  lo  que fueron  los  caldos alcarreños antes de que viniese  la  filoxera hace tres cuartos de siglo.
     Sin  entrar  en el pueblo de Trillo, pero sí a  sus  mismas puertas, nos desviaremos ─merece la pena─ por una pista en no muy buen estado que dará con nosotros en Ovila al cabo de unos cuan­tos minutos.
     El  monasterio  de Santa María de Ovila se construyó  a  la vera del Tajo, allá por el siglo XIII con la ayuda de los monar­cas  castellanos; si bien, su fundación en origen se debe al  rey Alfonso VIII, hacia el año 1181, y no exactamente en donde  ahora está, sino un poco más arriba de su definitivo emplazamiento.  Su desaparición,  en lamentables circunstancias, constituye  una  de las historias más tristes que ha vivido la Alcarria.

     El  monasterio de Ovila fue vendido por sus dueños en  1930 al  caprichoso y desaprensivo magnate estadounidense  W.R.Hearts, quien  inmediatamente  lo mandó desmontar, piedra a  piedra,  con intención  de reconstruirlo de nuevo en su rancho de San  Simeón, en  California. El venerable cenobio fue deshecho en  sus  partes más  nobles y más antiguas, pero no se volvió a  reconstruir,  ya que,  por falta de medios económicos suficientes para  acabar  la empresa, y debido a las circunstancias políticas del momento  ─no demasiado a su favor─, las piedras de Ovila hubieron de encontrar albergue definitivo , después de mil vicisitudes, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San  Francisco, cuando no demolidas y amontonadas entre la hojarasca de un parque en la misma ciudad, añorando ─quién sabe si como la misma  Alca­rria─  aquellos siglos postreros de la Edad Media en  que  fueran gala  de Trillo y ornato simpar de las vegas altas del  Tajo.  Lo único  que  aún puede verse del vetusto  monasterio  son  algunos arcos descarnados del claustro, ruinas irremediables, y una  gi­miente  espadaña  como testigo de algo que jamás  debiera  haberse hecho.
     Las  torres  parejas de la central nuclear  nos  sirven  de norte para volver a Trillo. Bajo un enorme puente que une los dos barrios,  discurren mansas las aguas del Tajo. Arriba  el  pueblo viejo, empinado y albo sobre su peana de arenisca, oteando  desde las  bodegas  que hicieron los moros la moderna  estampa  de  las calles del río.
      Trillo  es un pueblo singularmente hermoso. En  Trillo  es siempre  protagonista el agua. Por una parte el remanso  del  río encajado  entre frondosas arboledas, y herrajes de  pasamanos,  y paseos  ajardinados, y galerías y miradores de la  pequeña  villa cosmopolita; por otra, el desagüe precipitado del arroyo Cifuen­tes que se despeña en cascadas estruendosas al sombraje  perpetuo de los barrancos, desprendiendo al caer una neblina húmeda por la que  se cuelan los pájaros que acuden a picotear en  las  plantas del  liquen  y de la yedra que sale entre las  peñas.  Trillo  es pueblo de callejuelas pinas y de plazuelas señoriales a pesar  de su urgente actualización urbanística, forzada, claro está, por el aumento  de la población con motivo de la puesta en funciones  de la central nuclear.
     En  Morillejo,  lugar relativamente próximo  a  Trillo,  se fabrica por procedimientos centenarios el aguardiente de orujo  y el  churú, en sus populares destilerías caseras. El churú que  se hace en Morillejo es un líquido dulzón, mezcla de mosto sin fer­mentar  y de aguardiente de la cosecha, según  fórmula  magistral que tan solo conocen los lugareños; divino elixir con el que,  en las  noches de plenilunio, después de hartos de miel hasta  decir basta, se embriagan en las mesas peñascosas de las Tetas de Viana los brujos de la Alcarria mientras los hombres duermen.
  
     CON EL AGUA A LOS PIES

     Desde  Trillo  bajamos a favor de corriente  en  busca  del embalse  de Entrepeñas. Se puede hacer por Azañón y Viana,  o  de nuevo por la carretera de Cifuentes hasta Durón. Las  condiciones del camino aconsejan la segunda posibilidad. En Durón es recomen­dable  conocer  su fuente neoclásica; y en Chillarón del  Rey  el magnífico  retablo  mayor de la parroquia, una  de  las  mejores muestras  de  la escuela de Churriguera que existen  en  todo  el país.

     Budia, aunque las distancias desde aquí siempre son cortas, viene  a caer un poco a trasmano, pero es  imprescindible  llegar hasta  él  si de veras se desea conocer lo más destacable  de  la comarca.  Budia se esconde entre las alamedas y se  resguarda  de los  vientos por sus cerros vigías. Es un pueblo  antiguo,  bello como pocos. En sus calles son frecuentes los rincones pintorescos que  trasladan  al  visitante con la  imaginación  cuatro  siglos atrás.  La Plaza Mayor es un recuerdo vivo de aquella época,  con el   edificio  consistorial  del  siglo  XVI,  pero   restaurado recientemente, como fondo. En la monumental iglesia de Budia  se guardan  los tesoros escultóricos más valiosos de toda  la  Alca­rria. Se trata de dos bustos en tamaño natural, de Pedro de Mena, que  representa  a La Dolorosa y  al  Ecce‑Homo  respectivamente, ambos procedentes de la cercana ermita patronal de Nuestra Señora del Peral. Son réplica de otros del mismo autor que se  conservan en las Descalzas Reales de Madrid. El altar mayor de la parroquia es  todo un joyel en plata repujada, resto de lo que fuera  antes de  su parcial saqueo y destrucción cuando la Guerra  Civil,  que había  sido  donado en siglos precedentes a su templo  común  por familias  hidalgas de la villa. Entre la rica gastronomía  de  la comarca destacan los bizcochos crispines, típico producto de  las fiestas de Budia. Por extramuros se levanta, restaurada  también, la famosa picota o rollo jurisdiccional de la villa.
     Luego Alocén y El Olivar, ambos con impresionantes mirado­res hacia las aguas del pantano. Más adelante, ya en la carretera de Cuenca, Sacedón, y poco antes Auñón, otra antigua villa alca­rreña  por la que sería un error para el viajero pasar sin  dete­nerse.
     Auñón  se presenta desde la carretera semicolgado sobre  el ribazo  pedregoso,  mostrando en lugar bien  visible  el  fornido corpachón  de la torre de su iglesia. Fue en la antigüedad  villa cabecera de encomienda de la Orden de Calatrava. Todavía se con­serva la Casa del Comendador entre las más añosas e  interesantes de  Auñón.  En el siglo XIX de la villa y de  todos  sus  títulos nobiliarios don Angel Saavedra, duque de Rivas, autor entre otras obras  de  su tiempo del famoso drama romántico Don Alvaro  o  la fuerza del sino. Dominando un paisaje hosco, pero bellísimo,  con el  inmenso  espejo de Entrepeñas siempre como fondo a  una  hora larga  de  camino a pie, se encuentra el  santuario  de  Nuestra Señora del Madroñal, celestial patrona de Auñón, cuya  primitiva imagen desaparecida en 1936, se consideró por tradición como una talla menuda debida al arte y al cincel del evangelista San  Lu­cas.

(Las fotografías nos muestran: un aspecto de las chorreras de Trillo, estado actual del monasterio de Óvila, y "La Dolorosa" de Pedro de Mena en la iglesia de Budia)

lunes, 3 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I )



  
   A nuestros tres pantanos mesetarios por antonomasia: Entre­peñas,  Buendía y Bolarque, se les distinguió  por aquellos  años de  la  primera fiebre turística que vivimos los  españoles,  con nombres tan horteras y fuera de lugar como "El Mar de  Castilla", "La ruta de los lagos", "Los lagos de Castilla", y no sé si algún  apelativo  más por ese mismo estilo, tan  propios  de  una España  en convalecencia y no falta de buenos deseos por  hacerse notar.  La  cosa es que, con todo aquello, a la gente  de  tierra adentro le dio por venir a rueda de seiscientos durante los fines de semana, sobre todo desde la capital del Estado por aquello  de la  proximidad;  incluso  se empezaron a  levantar  los  primeros "clubs  náuticos",  los hotelitos de recreo en  la  árida  costa alcarreña;  se  pusieron de moda los pantaloncitos  cortos,  las camisetas porteñas, las lanchas motoras, las cañas de pescar  en edición  de  lujo y vaya usted a saber. Algunos  de  los  pueblos afectados por la venida de las aguas notaron un pronto beneficio; otros, no obstante, no se debieron enterar demasiado y se pusie­ron cuando llegó el momento a la cola de la doliente nómina de la emigración  como si tal cosa. Los olivos alcarreños comenzaron  a acusar  en  seguida los efectos del abandono, y las  riberas  del Tajo  y del Guadiela se cubrieron en cuestión de meses con  miles de  millones  de metros cúbicos de agua sobrante sus  campos.  La revolución  en las formas de vivir estaba servida; los  sueños  y proyectos de miles de paisanos parecían encarrilados por  sende­ros  de  prosperidad.  Como siempre ocurre  cuando  la  realidad palpable  se apoya en la ficción más que movediza, aquello  tocó fondo al cabo de los años; las aguas comenzaron a bajar de nivel, y las tierras ribereñas de estos embalses, para bien o para  mal, han  vuelto a colocar las cosas en su sitio; y ahí están,  retazo entrañable de nuestra geografía, complicadas y  provocadoramente hermosas  por  mérito propio como ahora veremos;  pasando  a  ser aquello de las aguas una circunstancia accidental, una  pesadilla en  noche de verano de las que nadie estamos exentos, que,  a  la larga,  ni dejó ni quitó apenas nada; tal vez dañara en parte  el paisaje tradicional de la Alcarria, pero qué le vamos a hacer.
     Hoy nos disponemos a caminar por aquellos lares de  nuestra provincia;  entrando  y saliendo, según convenga, en  la  castiza Ruta de los pantanos cuando el interés de las cosas así lo reco­miende.  Conviene  dejar claro antes de meterse  en  camino  que, apartando intencionadamente lo que en realidad no es por allí  la esencia de la Alcarria, nos encontramos en una de las zonas menos conocidas y más sorprendentes de la geografía guadalajareña. Casi todo al andar resultará para muchos novedoso, lo que convierte el camino en apacible y gratificador.


     CIFUENTES


     La villa de Cifuentes se recoge en el fondo de una  extensa hoya, con las torres del Salvador y de Santo Domingo como enseña, un  poco  a la sombra del viejo castillo de don Juan  Manuel.  En Cifuentes, como en tantos otros lugares de Castilla y de la pro­pia alcarria, se hace presente al volver de cada esquina el  peso de la Historia.
     Bueno  será  advertirte, querido lector, que  por  aquellos andurriales  alcarreños hicieron parada y fonda los romanos.  Así lo  dejan  de  manifiesto  las  excavaciones  sobre  una  ciudad desconocida cerca de Gargolillos. Nada sobre la historia de  Ci­fuentes se sabrá a partir de entonces en un montón de siglos.  Sí es seguro que el Rey Sabio convirtió a Cifuentes en Señorío,  con algunas tierras más de sus contornos, para ofrecerlo a doña Mayor Guillén  de  Guzmán, su amante, que de esa manera pasó a  ser  su primera señora. En el siglo XV, había pasado todo a ser  posesión del infante don Juan Manuel, el de las buenas letras y el carác­ter  turbulento, quien hacia 1324 puso en marcha la  construcción de  la fortaleza, cuyas ruinas todavía enseña Cifuentes,  con  su desgastado blasón junto a la puerta.
     Son muchos los grandes personajes que por una u otra  razón estuvieron relacionados con el Castillo, además del propio infan­te do Juan Manuel. De entre todos ellos merece referirse al  Con­destable  de Castilla, don Alvaro de Luna, que por concesión  ex­presa  del rey Juan II llegaría a ser Señor de Cifuentes;  y  don Fernando  de  Antequera,  que  esperó dentro  de  sus  muros  el desenlace  a  su favor del Compromiso de Caspe; y  doña  Ana  de Mendoza,  Princesa de Eboli, que nació allí y perdió siendo  niña el ojo derecho mientras jugaba inocentemente junto al solar  for­taleza de sus mayores.
     De  las  muchas  horas amargas que padeció  la  villa,  el Castillo fue testigo desde su atalaya del incendio a que la some­tió  Felipe V, por haberse situado al lado del Archiduque  cuando los  últimos  coletazos de la Guerra de  Sucesión;  del  incendio voraz que volverían a repetir los soldados franceses del  general Hugo,  al  abandonarla bajo la férrea presión  de  El  Empecinado cuando  la Independencia; y de los bombardeos, en fin, de 1936  a muchos  de sus monumentos que quedaron seriamente  dañados,  ha­biéndose podido recuperar en posteriores arreglos casi íntegra su primitiva  imagen, como es el caso de la oronda espadaña  barroca del convento de Santo Domingo.

     Cuando se va a Cifuentes son muchos los motivos de  interés que  pueden reclamar la atención del visitante al andar  por  sus calles.  Puestos  a  sacar  de entre  todos  ellos,  será  justo referirse  en  primer lugar a la portada  tardorrománica  de  la iglesia del Salvador, una de las más completas en este estilo  de las  que  pueden admirarse en la provincia y que son  muchas.  Se construyó  entre 1261 y 1268. Uno de los cuerpecillos  esculpidos que  adornan la última archivolta, representa al obispo  de  Si­güenza que por aquellos años ocupaba la sede: "ANDREAS EPS SEGUN­TINUS" se puede leer escrito sobre la carteleta que lo  identifi­ca.  La  portada, a la que llaman de Santiago, es  lo  único  que queda en pie de la primitiva iglesia románica cifontina, levanta­da,  cabe suponer, bajo el favor de su primera señora doña  Mayor en el siglo XIII.
     En  la misma plaza en la que está situada la  parroquia  de Cifuentes  queda  el ya referido convento de  Santo  Domingo,  de finales  del  siglo XVI, con el escudo sobre portada  del  obispo fray Pedro de Tapia, dominico, que ostentó la prelacía  seguntina desde 1645. En otra cara de la plazuela que dicen de la  Provin­cia,  se ofrecen los artísticos relieves de un  escudo  familiar, mayor en tamaño de lo que es habitual en esta clase de  emblemas. Un juego complicado de figuras en el que se cuentan leones  ram­pantes, ángeles alados, escalas, puentes, caretas y penachos, que sirven de exquisito ornamento a un palacete al que la gente cono­ce por Casa de los Gallos.
     Casi todas las fuentes, de las cien que dan nombre al pue­blo, nacen al pie del cerro del Castillo, concluyendo en un canal que  arrastra las aguas hacia la mayor de todas ellas: la  Fuente de  la Balsa. Nace a borbotones de una covacha que hay a  ras  de suelo  bajo  mínima arcada, en apariencia  románica,  cuyo  manar lleva  anejo  un enorme balsón cristalino por el  que,  en  algún tiempo, nadaron en libertad los pequeños alevines de la trucha  y algunos ejemplares adultos de buen tamaño.
     Desde Cifuentes, y antes de seguir caminando por la carre­tera  de  Trillo, merece la pena escaparse hacia  los  solitarios pueblecitos  de Ruguilla, de Sotoca, de Huetos y  de  Carrascosa; este último, rayano a la comarca serrana del alto Tajo,  sorpre­nde  al viajero no prevenido con el delicado joyel de su  iglesia casi  subterránea.  En Ruguilla se ciernen como  en  un  remolino todos los vientos de la Alcarria. Dicen ─sin que les falte razón, y  pienso que nadie se molestará por ello─ que en los  colmenares de  Ruguilla se corta la mejor miel de todas las Alcarrias;  también, yo añadiría que los paisajes más conmovedores se dan  allí, en rincones concretos de sus tierras cercanas: un adelanto a  los paraísos que vendrán más adelante al chocar con el Tajo.

(En las fotografías, todo Cifuentes: La Fuente de la Balsa; La Plaza Mayor desde la Barbacana, y Portada románica de la iglesia)