martes, 1 de octubre de 2013

PELEGRINA, UN PARAÍSO JUNTO AL RÍO DULCE

         
   Muy pocos deben de ser los lugares de la provincia de Guadalajara que con tantos merecimientos paisajísticos, e incluso históricos, como el rincón de Pelegrina, se vean a su vez tan poco frecuentados por el público excursionista de fuera y de dentro de la capital. Algún que otro grupo reducido de estudiosos, casi siempre amigos de la Geología o simpati­zantes de nuestra fauna nacional, aparecen de tarde en tarde por allí, hacen lo que tienen que hacer, ven lo que tienen que ver, se saturan del soberbio espectáculo natural al que dan lugar los farallones, las ondulaciones longitudinales del terreno y las cárcavas del río Dulce, y se marchan enseguida con inten­ción de regresar, suponemos, en otra ocasión más detenidamente.
            Fue el insigne naturalista burgalés don Félix Rodríguez de la Fuente, el último descubridor de los barrancos de Pele­grina y su promotor más eficiente, quien tomó aquellos parajes como escenario ideal para su correrías televisivas acerca de la fauna salvaje de la Península Ibérica, unas veces autóctona y otras no. Lo que en modo alguno deja lugar a dudas es que, tomando como referencia aquellas imágenes, que todavía la memoria de muchos españoles retiene con devoción en recuerdo del malogra­do naturalista, uno acaba por regocijarse en su memoria al considerar cómo toda aquella maravilla, escondido paraíso de silencio y de paz en estos tiempos que corren, la tiene ahí en su esencia más pura, tal como es, sin mascarillas ni mitificaciones, a la misma puerta de su casa.
            En el mirador que hay sobre el barranco, a la vera del camino que va desde Torremocha del Campo hacia Sigüenza, un hombre y una mujer entrados en edad acaban de dejar un humilde ramo de flores al pie del monumento que recuerda al viajero la personalidad y la obra del eminente investigador fallecido. El detalle resulta emotivo en un momento de falsa idolatrías, cuando la gratitud y el reconocimiento al trabajo bien hecho son senti­mientos caducos y de escaso porvenir. La tarde anda de caída. Los buitres y los quebrantahuesos dibujan los últimos círculos por los limpios cielos del campo de Sigüenza. A mano izquierda se distingue, exangüe casi, la chorrera que produce el río al despeñarse por la angosta abertura que al paso de los siglos consiguió surcar entre las rocas. Luego, tomando calmoso los fondos del barranco, el arroyo baja lento entre los arbolillos y el hierbazal por el que se cuela como una cinta la senda de los campesinos. Cuando la media tarde abre en la comarca, el barranco del río Dulce se cubre de sombras antes de abocar en Pelegrina.
            Ahora el pueblo, aguas abajo. Sobre una prominencia en mitad de la vertiente. Pelegrina se apiña en torno a los cuatro muros aún en pie del antiguo castillo de los obispos. También el lugar de Pelegrina figura en esa lista fatal de los pueblos de Castilla condenados a desaparecer a causa de la despobla­ción. Algunas viviendas, no muchas, se han levantado durante los últimos años junto a las de toda la vida con varios siglos de antigüedad, que apenas suelen aparecen habitadas durante los meses de verano.

            Cuando se viaja a Pelegrina se debe hacer con intención de subir hasta el castillo. Cuesta trabajo, sí; pero se llega muy pronto. A mitad del ascenso conviene detenerse ante la portada románica de su pequeña iglesia parroquial. En el tímpano figura el sello heráldico del obispo don Fadrique de Portugal, uno de los más destacados en la larga nómina de los obispos seguntinos, cuya sede episcopal regentó allá por la segunda y la tercera década del siglo XVI. No hay que aclarar que su escudo de armas es un añadido a la portada, visiblemen­te anterior, de la iglesia de Pelegrina. Dentro se conserva, en lamentable estado, un bellí­simo retablo tallado en Sigüenza hacia el año 1570, obra de Martín de Vandoma, con pinturas de Diego Martínez, según los estudiosos en este tipo arte religioso en torno a la Ciudad Mitrada .
            Hay una trocha a la altura de los tejados del pueblo que nos deja en la misma planta del castillo. Por mi parte, prefie­ro subir por el camino más corto, saltando las piedras y librando el fragoso espesor de las malas hierbas, de las ortigas, de los cardenchales, de las zarzas y de los jaramagos que crecen al amparo de las venerables ruinas. Desde el mismo pedestal sobre el que asienta la fortaleza, se vuelve a repetir delante de los ojos el increíble espectáculo que habíamos contemplado poco antes desde el mirador de la carretera con alguna significante variación. Las casas de Pelegrina quedan al pie como encendidas por el sol de la media tarde, mientras que el pueblo va dando paso lenta­mente a las sombras proyectadas desde lo alto del castillo. Aguas arriba se alinean las choperas junto al arroyo, a las que salvaguardan por ambas márgenes los tajos abruptos del despeñadero que bajan hasta el caserío cortando en vertical, como a cuchillo, las fauces del barranco. Al otro lado del pueblo la vega se comienza a dulcificar, se suaviza en anchas explanadas de tierra de cultivo, abriendo paso al caudal exangüe del arroyo que baja manso en busca de nuevas experiencias ribereñas.
            Pero el esqueleto del castillo roquero está aquí, a nuestro lado. Su historia sigue paralela a la de los obispos seguntinos, que recibieron en el siglo XII aquellas tierras por donación expresa del rey Alfonso VII a título de señorío, e inmediatamente se pusieron a construir en este lugar la primitiva fortaleza de nueva planta.
            Aquí, donde hoy cunde a su antojo la maleza y lentamente se van desmoronando sus muros, pasaron los prelados seguntinos largas temporadas cada verano, hasta que las tropas en derrota del Archiduque Carlos le prendieron fuego después de la célebre bata­lla de Villaviciosa en 1710, y un siglo más tarde repitieron la misma operación los franceses cuando la invasión napoleóni­ca. Luego, los años, las aguas, los vientos y las nieves de tantos in­viernos, el abandono atroz y la falta de aplicación con fines prácticos, fueron poniendo el resto hasta conver­tirlo en esto que tengo aquí a mi lado: unos cuantos paredones en tambor de torres esquinadas, que se unen a trechos con residuos de un fornido murallón de tierra y piedra. Lo demás es naturaleza desnuda y paisaje en donde elevar los anhelos del alma. Un rincón escondido, como se dijo al principio, único en acumulación de merecimientos, y dispuesto a ofrecerse a quienes de verdad sepan agradecer tal cúmulo de encantos.