domingo, 25 de mayo de 2014

UNA VUELTA POR LA SIERRA DE PELA

           
 No tienen estas tierras un nombre con peso suficiente para ser visitadas por el gran público, pero cuentan con un atractivo personal indefinible, un atractivo que no sabe ni quiere saber de masas humanas predispuestas a encontrarse allí con  una cosa u otra, con arreglo a lo que le ofrece antes de salir de casa la última guía de turismo; y bueno es saber que las guías de turismo suelen omitir rincones tan placenteros y tan interesantes como los que hoy reclaman nuestra atención, tierras frías, casi vírgenes, pueblecitos en los que viven durante el invierno, privándose de tanto como nosotros seríamos incapaces de hacer, un par de docenas de habitantes o pocos más, pero que cuentan, como compensación a su heroísmo impuesto por las circunstancias, con esa paz deseada de la que carecen –y carecerán por siempre- las ciudades en las que la gente vive, privada de algo tan necesario como el contacto directo con los regalos de la naturaleza, pues naturaleza somos, por mucho que intenten distraernos de esa idea las filosofías caducas, la comodidad y las ofertas de un mundo en el que “hay de todo”. Entre lo uno y lo otro existe un término medio, un planteamiento de la vida bastante más inteligente y que consiste en participar de ambas ofertas al mismo tiempo, de lo que para nuestro servicio hay en la ciudad, y de lo que también para bien nuestro ofrece la vida rural. Los modernos medios de desplazamiento lo hacen hoy posible, siendo, por tanto, una ocasión estupenda que resultaría necio dejarla escapar, mucho más cuando los días son largos y el tiempo acompaña.
            Estamos dando vista a la Sierra de Pela, la franja montañosa de no demasiada altitud que sirve de límite por el norte a nuestra provincia con las tierras de Soria. Cordillera huraña que hace mil años vio desfilar a lo largo de su altiplano los herrajes guerreros del Cid, y un milenio más tarde se adorna con los altísimos brillos metálicos de cincuenta o más torretas eólicas que imponen al paisaje una visión nueva. Hacia el saliente el castillo de Atienza y el cerro cónico del padrastro; abajo, frente a mí, pueblecitos de color tierra con los campanarios de sus iglesias alzándose por encima de los tejados que tienen alrededor: Miedes, Hijes, Ujados. Andaremos por ellos. Quizá por todos no por falta de espacio, y en el orden inverso al que se acaban de presentar.

            Los pinos de la repoblación se han quedado atrás, a un lado y al otro de la carretera. Ahora son las jaras y las estepas las que se dejan ver en los baldíos y en las laderas de los bermejales. En las praderillas que hay junto al camino sacan sus piedras al sol las parideras en ruina del ganado. Más allá la sierra, y antes los campos de labor y los pueblos.
            El cereal tardío, el fruto de los huertos y el ganado, fueron durante mucho tiempo el medio de vida ordinario en estos lugares. A pesar de las bajas temperaturas, las hortalizas y las nueces de Hijes y de Ujados fueron muy estimadas por toda la comarca, cuyos ejemplares de nogal enseñan su tronco voluminoso y su ramaje espeso en las orillas de los pueblos. Ujados, el primero de ellos, lo tenemos aquí. Ha cambiado mucho Ujados desde la primera vez que anduve por él. Como a casi todos los pueblos pequeños de Castilla, escasos en número de habitantes y casi moribundos, a Ujados le han dado la vuelta en menos de una década los que viven fuera. No obstante, aún se ven los tejados viejos de piedra negra por alguna parte, contrastando y conviviendo junto a los nuevos chalés. La piedra ocre enrojecida es la que marca el tono de las construcciones antiguas, incluso en algunas otras de nueva planta.
            En la calle de José García Hernández, que es la calle principal de Ujados, despacha desde su camioneta el vendedor ambulante de Hiendelaencina. Como es fin de semana hay media docena de mujeres esperando turno. La plazuela de la iglesia es recogida y está muy limpia. Un humilde arco de piedra con un banco en donde sentarse recibe a media mañana el sol en la puerta de la iglesia de San Miguel Arcángel. La plazuela está completamente desierta. Los gorriones de los huertos pasan la mañana alborotadores y jolgoriosos en los huertos que hay tras al ábside.
            Aquí, en Ujados, nació en 1867 el eminente escultor don Gaspar Cruz Martín, pastor de ovejas siendo niño, tallador de figuritas religiosas a corte de navaja en las largas jornadas de cuidador de ganado, y escultor anatómico de la Facultad de Medicina de San Carlos después, pasados sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando con una beca concedida por Romanones. La imagen de la Virgen de la Asunción rodeada de Ángeles que veneran como patrona en Torrelavega (Cantabria), pieza artística de incomparable valor, salió de sus manos. Murió este ujadeño ilustre, del que muy pocos teníamos noticia incluidos sus propios paisanos, en la Capital de España en 1909, víctima de la epidemia de tifus que aquel año asoló Madrid. Sin duda, uno más de los guadalajareños olvidados que bien merecen un puesto de honor entre los hijos más destacados de esta tierra. Lo hemos descubierto tarde, pero ahí lo dejamos sobre el candelero de los nombres con mérito, mientras viajamos hacia el pueblo vecino por estos campos en los que el artista debió de pasar jornadas de frío insufrible y de sol de justicia durante sus años de adolescente. Quede pues patente en estas líneas nuestro homenaje y nuestro recuerdo.


            Muy cerca de Ujados, siempre tierra adentro y siguiendo el camino que nos llevó, entramos en el pequeño pueblecito de Hijes. Ya la primera vez que pisé sus calles me impresionó la grandiosa fábrica de su iglesia de la Natividad, cuya torre se alcanza a ver erguida en la distancia, siendo por su antigüedad y estilo una buena muestra de la arquitectura religiosa bajomedieval –culmen del arte románico- con retoques bien visibles probablemente del siglo XVI. De épocas anteriores se encontraron en su término cientos de tumbas celtibéricas y enseres varios de aquella cultura y de tiempos de la romanización, que en nuestros días se conservan en el Museo Arqueológico Nacional.
            Se entra al pueblo junto al silencioso cementerio, al que linda una vieja ermita en mal estado. Los dos arcos de piedra arenisca del leve santuario en abandono se descomponen forzados por la dejadez y por las inclemencias del tiempo. Desde las orillas de Hijes se dominan extensiones grandes de la sierra, con las antenas del Alto Rey al mediodía y las viejas laderas de la Sierra de Pela en dirección opuesta.
            Hay algunos coches estacionados en la plaza, bajo el grandioso respaldo de la iglesia. Casi todas las casas del pueblo se sostienen sobre un fortísimo roquedal plano. Por las orillas se han ido construyendo algunos chalés y viviendas cómodas, que, sabidas las bajas temperaturas de la comarca durante la mayor parte del año, es probable que sus dueños sólo las habiten en verano y en fines de semana durante el buen tiempo.

            Tendremos que acabar aquí nuestro viaje y nuestro relato por hoy. Volveremos pronto. Poco más allá están Miedes, Romanillos y Bañuelos, pueblos en los que siempre se descubre algo nuevo en cada viaje, esencia del pasado rural en este retazo de Castilla (Soria a tiro de piedra), donde los escudos sobre las paredes y las leyendas, durarán seguramente más que los hombres y más que los pueblos como entidades administrativas; pues día habrá de llegar en que pasen a ser residencias de temporada, y así habría de ser, antes de que las nuevas maneras de vivir acaben con ellos. 

jueves, 22 de mayo de 2014

PASEO VIRTUAL POR LAS VEGAS DEL RIO UNGRÍA


            Los ásperos sequedales del paisaje alcarreño, cuentan entre sus componentes con dos o tres ríos memorables y con una serie de riachuelos que, sin ser ríos, tampoco sería correcto degradarlos a la categoría de arroyos, especie de multiplicada presencia en los anchos espacios alcarreños. El Ungría es uno de los riachuelos representativos de esa categoría intermedia a la que acabo de referirme; arteria vitalizadora de un valle singular, extraordinariamente pintoresco, y vecino desde que el mundo es mundo de una serie de pueblos por los que, con la obligada rapidez que nos aconseje el espacio del que disponemos, vamos a viajar en compañía de aquellos amigos que buenamente deseen venir con nosotros por los caminos habituales que solemos poner en uso: los de la lectura.
            Es impreciso el lugar exacto en donde se encuentra la primera fuente que pueda considerarse como el nacimiento, digamos oficial, de este río. Sin duda son los regatos que surgen en los vallejuelos de la Alcarria de Villaviciosa  los que, según los planos de la comarca, nos llevan a pensar que el origen del río Ungría no estará muy lejos de allí. En Fuentes de la Alcarria aseguran que nace a la caída del pueblo; afirmación a la que no me opongo, si bien, observo en diferentes mapas cómo la leve línea azul que lo representa viene de más arriba, de las tierras circundantes a los dos palacios en ruinas que hay en la Alcarria y de los que apenas se conserva el nombre: el de Ibarra y el de Don Luis, aquellos que Cela solía confundir en sus viajes.

             El Ungría corre convertido ya en arroyo a los pies de Fuentes de la Alcarria, el pueblo mirador sobre los valles, estirado a lo largo de una loma que ciñe en el barranco, cortado en herradura, su escaso caudal, y cuyas viviendas se alinean por encima de las peñas retando al vértigo.
            Fuentes de la Alcarria, por el lugar que ocupa, por su participación en la gran historia  de nuestro país en algún momento preciso de su pasado, y por el empeño tenaz de sus gentes en embellecerlo, es uno de los pueblos más gratos a los ojos y al corazón que puedan encontrarse por toda la Alcarria. La visión espectacular del barranco, de los profundos valles que lo cercan, y el amable jardinillo que le sirve de anuncio, con la imagen azucarada que alza sobre su pedestal el monumento a la mujer alcarreña, nunca más oportuno, son imágenes inamovibles que se graban con fuerza en la memoria de quienes pasan por allí.
            El río va tomando forma y recogiendo caudal vega abajo. Las casas de Fuentes lo ven alejarse en dirección poniente apenas queda atrás el soberbio meandro. Tierras llanas de hortaliza y de frutal, de robustas nogueras, lo van aproximando a Valdesaz, donde cuenta el Madoz que alimentó a un molino harinero. Uno piensa que fueron más de uno los molinos harineros que movían sus ruedas con el agua corriente del Ungría por aquellas alturas. Valdesaz, el pueblo, queda en la margen izquierda del río. El verde de las huertas destaca en mitad a todo lo largo.
            A primera vista se nota que Valdesaz es un pueblo antiguo. Junto a las viviendas recompuestas, sacan a la calle sus seculares fachadas las viejas casonas de aleros oscuros, acordes con el estilo popular alcarreño de cien o de doscientos años atrás, contemporáneas muchas de ellas con la venerable fuente de piedra que hay en la Calle Mayor, cerca de la Plaza, sobre cuya espadaña quedó grabada la fecha en que la construyeron: 1791, entre los dos caños que vierten al unísono dentro del mismo pilón. Y cubriendo una vertiente y otra del Ungría, como muro natural que sirve de límite a la vega, los montes de maleza, de olivar raquítico, de carrasquillo y plantas olorosas, por donde es de fe que anduvo errante el abad mitrado San Macario, discípulo del mismísimo San Antón y ermitaño de la Tebaida, que el pueblo venera por Patrón y es abogado ante el Altísimo de cojos y tullidos, merecedor de viejas y fervorosas devociones, no sólo en Valdesaz, sino también en los demás pueblos de la comarca.     

            Caspueñas será el enclave siguiente con el que el río Ungría se habrá de encontrar aguas abajo. Recorre la corta distancia que separa a los dos pueblos —Valdesaz ha quedado atrás— pegado a la carretera. El fondo del valle continúa salpicado de nogueras, de costras ribereñas de carrizal, de apretadas choperas en línea. Sobre los altos siguen flotando en el paisaje los olivos y los robles, el tomillo, el espliego silvestre y las agujas de los espartales. Los chalés y las viviendas de recreo comienzan a aparecer enseguida, al lado del camino. Son el anuncio primero de Caspueñas, un pueblo de amables connotaciones y de líricos recuerdos, en los que no poco tuvo que ver el poeta García Marquina, que dejó algunos años de su vida allí, junto a las corrientes del río, criando truchas y escribiendo versos sobre las frescas hierbas del molino.
            Es corto en habitantes Caspueñas; pero es, en cambio, un pueblo bonito, con una plaza mayor coquetona y aseada, donde hay una fuente, una farola al estilo capital, y una iglesia con cuatro arcos en el pórtico que levanta sobre el valle una torre campanario muy distinta a las torres de las otras iglesias de la comarca. Como en todos los pueblos ribereños del Ungría y del Tajuña, las gentes de Caspueñas sienten verdadera pasión por la fiesta de los toros.
            Pero sigamos su curso cauce abajo hasta la vega de Atanzón. El pueblo queda por encima del valle, en el alto alcarreño de tierras de labor que abre hacia el poniente. El río baja discreto a la altura de Atanzón, nadie pesca truchas, ni anguilas, ni barbos en sus aguas, sencillamente porque no los hay, hace muchos años que desaparecieron. La visión de Madoz sobre estas tierras se enmarca en épocas diferentes y muy distintas de nuestra manera de vivir, forzada, naturalmente por el paso del tiempo.
            Atanzón es uno de los pueblos de la Alcarria que más ha cambiado durante los últimos años. Lo dice su remozada y elegante plaza mayor que tiene como fondo al edificio nuevo de la Casa Consistorial; y el romántico parquecillo de San Blas; y la ermita de la Soledad con todo su entorno, su parque tranquilo y apacible, donde pasar las horas de la tarde soñando o mirando hacia la cruz de piedra.
            Por la calle Fuente Alonso se baja hasta el lavadero, y luego al mirador sobre la vega. Lejos, a uno y otro lado del ancho valle, el arroyo de Valdespartal, la Liendre, la Cuesta del Perrillo, el Cantero, y a nuestro lado los repechos a manera de bancal de la Peracha y del Barrancal, animados de huertos.
            El río se pierde al fin dibujando eses, manseando por el llano. Su paso por Horche es sólo un decir. Se une con el Matayeguas que viene de Lupiana, y luego los dos en única corriente, entregan su mucho o poco caudal —dependiendo de que el año haya sido o no generoso en lluvias— al Tajuña, al punto de cruzar la carretera, pero sin llegar a hacerlo; eso sí, con la torre y las vaguadas de Horche como testigo más arriba, en las laderas del poniente.


lunes, 12 de mayo de 2014

PASTRANA: LA HUELLA DE SAN JUAN DE LA CRUZ

  

    
        Han pasado los años, y los siglos, y el recuerdo de los grandes hombres y de las grandes mujeres que pasaron por allí, todavía se cierne como alimento del espíritu en los aires de la villa. Pastrana vive y gusta vivir de la rica herencia que le dejó el pasado, y que en ella perdura con carácter permanente. Pastrana esconde en su cuerpo viejo un alma joven, perdida a retazos en las páginas de la Historia desde tiempo inmemorial, como bien saben los pastraneros que, por el simple hecho de serlo, a menudo toma parte de su particular manera de ser.
            Por motivos que no vienen al caso, no hace mucho que anduve por allí como huésped de la hospedería que ahora funciona en el antiguo convento de Carmelitas. No es nada nuevo para mí andar por aquellos lugares que pisaron los pies de sus santos fundadores: Teresa y Juan, los reformadores de la Orden. Anduve con relativa frecuencia hace bastantes años por aquellos rincones que avecinan con la Villa Ducal entre las tres vegas, pero quizás con menos detenimiento a como lo hice en esta última ocasión, con el ánimo ensombrecido entonces por la novedad de lo que acababa de descubrir, más como pasto para los ojos que para el corazón.
            Años por medio, cuando nada hay que ver por cuanto a la presencia humana de frailes carmelitas, o de franciscanos que lo ocuparon después, uno pone en juego los recursos de la imagina­ción, avalados por la realidad del paisaje y por lo que quedó escrito; de manera que al cabo de ver, de leer y de pensar, las piezas encajan perfectamente y el puzle muestra con claridad meridiana la imagen de los primeros frailes orando y laborando de sol a sol, hasta que la primera ermi­ta, la de San Pedro, con la pequeña estancia aneja tal como ahora la vemos, les pudiera servir de morada y de santuario donde dar culto, al margen de las cuevas que se asoman al precipicio. Mariano Azzaro y Juan Narduch, luego fray Ambrosio Mariano y fray Juan de la Miseria, fueron aquellos dos prime­ros frailecicos de los que se valió la Santa para llevar a cabo la fundación (segunda de Carmelitas Descalzos) en el verano de 1569.

            Pero es fray Juan de la Cruz, el místico, el más profundo de los poetas líricos en lengua castellana que ha dado nuestra literatura nacional, quien nos ha movido a dar principio y final a este trabajo, una vez contemplados plácidamente y al caer la tarde los tres valles que quedan al alcance de los ojos desde el solemne mirador donde, apartados del enorme cenobio, convertido en hospedería hoy en una buena parte, quedan las primeras ermitas, reliquia tras los siglos de aquellos santos varones, sus primeros frailes.
     
           La serenidad de la tarde en aquellos recovecos de la Alcarria que humedece el Arlés, la riqueza de matices, de verdes, de grises, de dorados y de cárdenos, nos llevan de manera inequívoca a la número cinco de las canciones del poeta que en su "Cántico espiritual", escrito muchos años después durante su prisión en la ciudad de Toledo, pero inspi­rada en este mismo mirador durante aquel otoño de 1570 en que la villa contó con su presencia, y que dice así:

            Mil gracias derramando
            pasó por estos sotos con presura,
            y yéndolos mirando,
            con sola su figura
            vestidos los dejó de su hermosura.

            Y la presencia del místico se acrecienta al bajar por el estrecho pasadizo que lleva hasta la cueva, abierta en el cortante que hay sobre un barranco ocupado por árboles y maleza. Una negra cruz de palo marcaba la sendilla que baja hasta la cueva. Dicen que una vez, algún desalmado profanó el vene­rable escondrijo de los primeros frailes, gol­pean­do, hasta destruirlas, las calaveras in­crustadas en las pare­des de la roca y en el altar, que servi­rían a los frailes como razón primera de sus meditaciones, en tantas ocasiones mientras que vivieron allí.
            Arriba, al borde de las huertas, un granado mostraba en medio del ramaje su fruto en sazón. Una imagen que, cientos de años antes, sirvió al Alma para cantar al Amado en el más bello de los poemas escrito en lengua castellana:

            Y luego a las subidas
            cavernas de la piedra nos iremos,
            que están bien escondidas,
            y allí nos entraremos
            y el mosto de granadas gustaremos.

            ¿De qué puedes dudar, lector amigo? Es la canción número treinta y siete del "Cántico espiri­tual", insuperable, exacta, actual, como si el tiempo y las circunstancias no hubiesen pasado por aquellos pagos después de más cuatro centurias.


            La zarza con fruto y sin espinas que crece en la solani­lla de la ermita solitaria al final de las huertas, es el detalle que suelen admirar como inaudito quienes pasan por allí. Es, sin duda, uno más de los motivos que se marcan en el recuerdo después de la visita a aquellos bancales venerables, en cuyo mensaje, aunque trasno­chado, marchito y olvidado, no sería malo volver la vista alguna vez como antídoto contra el imparable correr de los tiem­pos, de nuestros tiempos, que toman a despecho el sacrificio y el hacer callado de aquellos hombres y mujeres que, cuando menos, sirvieron de sólido pilar a nuestra cultura.
            Pastrana, Señora de la Alcarria por tantas razones, sigue siendo libro abierto, pozo sin fondo donde indagar acerca de muchas de las pequeñas glorias místicas de nuestro pasado, escondidas entre las cenizas del abandono; circunstancia de la que, como casi siempre ocurre, todos, individuos e insti­tuciones, debié­ramos sentirnos responsables como protagonistas de la Historia en ésta y en pasadas generaciones, todos por igual. Esperemos que lo que falta por venir agudice la fibra de la sensibilidad en favor de los importantes hitos del pasado que salpican nuestras tierras, y que, como en el caso de los lugares tere­sianos de Pastrana, a Dios gracias aún están ahí, a pesar de todo, para contarlo.


lunes, 5 de mayo de 2014

LA "RICA HEMBRA" DE GUADALAJARA

      
      Creo que es ésta una de las contadas veces que entro en los fondos de la Historia de Guadalaajra y lo hago con absoluto pudor, con todo el cuidado que soy capaz, rondando casi el miedo a la hora de poner el pie en el complicado mundo de los Mendoza -tan estudiado y tratado por tan buenos especialistas como hemos tenido y seguimos teniendo-, toda una maraña de nombres decenas de veces repetidos que se corresponden con personas diferentes; familias de un tronco común, pero muy diversas en el correr del tiempo, como consecuencia de los múltiples matrimonios habidos con personas de otras familias nobles, incluso de la misma raíz mendocina, lo que complica las cosas todavía más y convierte en ásperos y tortuosos los caminos por los que hay que andar, exponiéndose, qué duda cabe, a un posible resbalón en cualquier momento. De ahí mi admiración hacia los dos últimos cronistas provinciales, los doctores Layna y Herrera, que a fuerza de tratar a través de los libros con el fantasma de tantos nobles alcarreños de la referida estirpe, los conocen y hablan de ellos como si de familiares o amigos cercanos se tratase.
            Entro, sí, en el clan mendocino de sus primeros tiempos, y lo hago queriendo sacar al aire, para conocimiento de sus paisanos de hoy, un suceso curiosísimo, fruto del carácter de nuestra principal familia de nobles alcarreños, que he leído en diversas ocasiones contada por historiadores distintos (Pecha, Quadrado­, Escudero de la Peña, y el propio Francisco Layna) sacada al parecer de un añadido a Fernán Pérez de Guzmán, que en su momento escribiera el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal. La veracidad histórica del hecho lo distingue de la pura leyenda, tan al uso en la época de la historia en que esto ocurrió.
            La anécdota en cuestión, el hecho histórico que pasamos a referir, merece figurar en esos tratados que andan por ahí, en los que se recogen las más memorables curiosidades que los grandes del mundo dieron lugar con su particular conducta. Sólo la he visto en escritos de Guadalajara para adentro y en tratados, digamos, para eruditos o gentes interesadas por nuestra historia local.
            La época: aquellos años turbios de la Baja Edad Media, cuando la Castilla de Juan I intentaba sacudirse de la memoria el desastre al que fueron sometidos sus ejércitos en Aljubarrota por parte de los portugueses. El lugar: las Casas Mayores que don Pero González de Mendoza mandó edificar en el mismo solar que ahora ocupa el Palacio de los Duques del Infantado. El personaje central de esta historia: doña Juana de Mendoza, hermana del primero de los Diego Hurtado de Mendoza, y a la sazón viuda del adelantado mayor de Castilla don Diego Gómez Manrique de Lara, muerto por los portugueses con el propio don Pero en la batalla antes aludida.
            Debió de ser la tal doña Juana un portento de mujer. Los cronistas de la época destacan su extraordinaria belleza, su gracia y virtud personal afeada a veces por algunas reacciones imprevistas, a lo que iban unidas copiosas posesio­nes por razones de herencia, serie de circunstancias que, a pesar de su condición de viuda, atraían a la casa solariega de Guadalajara a los galanes herederos más grandes del reino pretendiendo su mano.
            Sucedió que uno de aquellos pretendientes, don Alonso Enríquez, hijo primogénito del maestre de Santiago don Fadrique, y sobrino por tanto del rey Enrique II, se atrevió a presentar­se ante la Rica Hembra de la casa Mendoza con las mismas pretensio­nes que los demás, pero con una ventaja muy particular en favor suyo que, sabido el carácter de la dama, a punto estuvo de actuar en su perjuicio. Se trataba de una carta firmada y sellada por el rey su tío, en la que se le rogaba con lisonjas y palabras interesadas que lo eligiese a él como esposo en lugar de a cualquier otro, habida cuenta de su presencia galana y elegante, de la esmerada educación recibida en el seno de su familia y de las muchas posesiones con las que contaba por todo el reino.
            Algo, o mucho quizás, había de cierto en el mensaje de Enrique II, pues cuentan los historiadores de su tiempo que la madre de don Alonso, judía conversa nacida en Guadalcanal y de nombre Palomba, mujer de un mayordomo de su casa con la que don Fadrique tuvo un desliz que trajo como consecuencia la venida al mundo del doncel pretendiente que nos ocupa, fue un modelo de belleza hebrea conocida y admirada entre la nobleza. Es el caso que el galán entregó la carta del rey a la dama de la que al parecer estaba perdidamente enamorado, y ésta, doña Juana de Mendoza, que la leyó temblorosa y con gestos de indignación que visiblemente se reflejaban en su rostro, sonrojada y a gritos, le respondió diciendo: «¡Faltaría más; que yo me casase ahora con el hijo de una judía!» La contestación no debió de gustar nada al muchacho; pues se levantó enseguida del suelo, donde esperaba rodilla en tierra la respuesta de la mujer amada, y le asentó en el rostro tal bofetada, que llegó a oírse en las estancias más próximas al sitio donde había ocurrido la escena. Y con andar tranquilo, se marchó al instante.

            Está escrito que doña Juana comenzó a llamar a voces a los criados de la Casa para que detuviesen al agresor antes de que escapase. Así lo hicieron, y maniatado lo pusieron en presencia de su señora que dio orden para que con toda urgencia llamasen al cura de la iglesia de Santiago, próxima a la Casa familiar. Los criados pensaron que sería para que el cura le adminis­trase los últimos auxilios antes de ahorcarlo, o de cortarle la cabeza como castigo al hecho violento que acababa de cometer con tan distinguida dama. Mas no fue así; pues cuando el ministro de la Iglesia se encontraba junto a ellos, doña Juana, con el sofoco, la indignación, y la señal bien marcada en su cara por el solemne bofetón que le había propinado el muchacho, sorprendió al intrigado auditorio con una frase como ésta: «Padre, dispóngase a casarme enseguida con este hombre» El cura cumplió con el deseo de la mujer, de manera que en la capilla de su propia casa, don Alonso Enríquez y doña Juana de Mendoza contrajeron matrimonio aquel mismo día.
            Al ser preguntada la mujer sobre el porqué de tan extraño comportamiento, respondió con esta frase que ha pasado a la Historia de forma literal: «Por que no se dijese que hombre alguno, fuera de mi marido, había osado abofetearme.»
            La historia local cuenta y no acaba acerca del extraño comportamiento de aquella bellísima mujer; por ejemplo: una vez que su marido llegó tarde al castillo donde pasaban una temporada de verano, ella dio orden de no bajar el puente, arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas del castillo a nadie en ausencia de su marido. En otra ocasión, uno de sus secreta­rios, enamorado de ella apasionadamente, le hizo llegar una carta de amor entre los papeles que le había preparado para firmar; a la mañana siguiente el infeliz amaneció ahorcado, pendiente de una reja bien visible que había frente al castillo.

            Y estas cosas, amigo lector, que ocurrieron aquí, en esta Guadalajara de nuestros amores y de nuestros pecados, son como las gotas de limón con las que se rocía la sabrosa paella de nuestra historia más próxima, sin no en el tiempo, sí en el espacio.