Y el pueblo lo estaba así, como
escondido, como metido cuidadosamente en un enorme estuche de cristal. Perderse
al caer la tarde por los llanos de robledal que hay a esas alturas de la sierra
al pie del Santo Alto Rey, es entrar por sorpresa en un delicado paraíso de
transparencias difícil de explicar. Un viaje a propio intento a este importante
rincón de la provincia siempre vale la pena, y más en estos atardeceres
apacibles del verano, cuando la naturaleza en medio del silencio se manifiesta
joven, plena de vida, como recién salida de las manos de Dios. Llego
a Bustares por retaguardia, es decir, de sierra para acá. Los densos pinares
por entre los que se va abriendo camino, casi exangüe, el río Pelagallinas,
darán paso poco después a las laderas suaves y a los llanos de roble y de
matorral que se extienden al pie de la Montaña Sagrada. En el fondo de un valle
profundo, junto a la carretera, se dejan ver por un instante los tejados ocre
-antes lo fueron negros- del lugar de Aldeanueva. Una corza, ágil y huidiza,
cruza de un lado a otro la carretera en un decir amén y se pierde en el
interior del bosque. Las antenas y los radares brillan con el sol de las siete
sobre la cima de la montaña. Y poco más allá Bustares, solitario, luminoso,
como escondido dentro del cristal de la tarde. Antes
de entrar me he detenido a ver a cuatro pasos del camino lo que no esperaba:
casi un centenar de caballos hermosos, jóvenes, de pelo brillante y sano color,
pastando en la pradera. Su dueño se llama Pablo Garrido, un hombre de Bustares
que, según el mismo me explicó, llegado el momento oportuno se los llevarán
para Cataluña con destino al matadero. Uno, que siente verdadera devoción por
los de esa especie, no comprende que al animal más hermoso del mundo le espere
ese final, sin haber sido útil para otra cosa; pero la vida es así, un
revoltijo de contrastes bruscos y de realidades ilógicas, que cuando menos
zarandean el ánimo. La
Fuente Nueva atestigua en mitad de la Plaza los efectos de la escasez. La fachada
de la iglesia de San Lorenzo es el motivo principal en la plaza de Bustares;
tiene una portada románica interesante, y está casi toda ella construida con
piedra ganéis, esa piedra de color plomizo, mezcla de pizarra y de granito, con
la que los primeros habitantes de la comarca levantaron sus recias viviendas,
de las que muchas de ellas todavía pueden verse. Algo así como la historia
gráfica de otras maneras de vivir que ya muy pocos conocen. No
es mucho, si lo comparamos con el que hemos dejado atrás en la capital, el
calor que se siente a estas horas de la tarde en los pueblos de la sierra; no
obstante, puede ser bueno el momento para entrar y tomar algo en el bar de
Garrido. Juan no es el dueño del bar, pero está despachando tras el mostrador
en este instante. Bustares es un pueblo afortunado en servicio de bar; pues son
cincuenta y cuatro personas en invierno y lo tienen abierto casi todos los días
del año. Durante el verano suelen abrir en el pueblo, además, algún otro
establecimiento. La
hermana de Juan se llama Rosario. La hermana de Juan está dispuesta a
acompañarme a ver la iglesia. Por lo general, y a falta de sacerdote que resida
en el pueblo, suele ser ella la que guarda la llave de la iglesia, pero que en
ese momento no la tenía en casa. Mi interés por conocer la iglesia de Bustares
es doble; por una parte me gustaría saber qué es lo que queda del enterramiento
de don Juan Arias Saavedra, aquel hidalgo jadraqueño, íntimo en amistad con
Jovellanos, y anfitrión durante algunos días de don Francisco de Goya, que por
no sé qué avatares de la vida, murió en Bustares y fue enterrado en una capilla
lateral de su iglesia; por otra parte me hubiera gustado ver la pequeña imagen
de la Virgen de la Trapa, esa joyita emblema de la escultura barroca en piedra
de alabastro que fue a parar allí, sin que se tenga una idea cierta del cómo y
el porqué, aunque a mí, como simple opinión personal, se me ocurre pensar que
pudiera proceder de la familia del antes dicho señor Arias Saavedra, por venir
a coincidir, más o menos, el estilo con la época en la que aquella familia
vivió: finales del siglo XVIII. Pudimos
ver la iglesia al fin, pero antes fue preciso darnos una paseo hasta el huerto
de la señora Concha, que viene a estar a diez o quince minutos de camino a pie
por la Dehesa de la Iglesia. Por el camino, Rosario me habló de que el pueblo
se ha quedado en una décima parte de lo que antes fue en número de habitantes,
que mal que mal la gente fue aguantando hasta que les quitaron la escuela,
medida fatal que obligó amuchas familias a marcharse de allí. Hablamos también
del hecho vandálico que tuvo lugar durante el invierno del año pasado en la
pequeña ermita que hay en la cima del Alto Rey, cuando algunos desalmados
destrozaron las imágenes que había dentro. Su valor material era escaso, pues
estaban construidas toscamente con cemento blanco, pero eran algo consustancial
con la montaña, con la devoción de la comarca, con la ermita, con la leyenda y
con la historia de aquel significativo paraje. Lo más triste del caso no es el
hecho en sí de desconocer quién fue el culpable, sino que ha pasado más de una
año, y unos por otros, a quienes corresponda, no se hayan tomado medidas para
reponer las imágenes y asegurar mejor las puertas de la ermita. La
dehesa, ocupada de robles y de pequeños huertecillos es uno más de los encantos
que tiene Bustares en tiempo de verano. El campo ejerce hoy por estos pueblos
de montaña una mera función de recreo. La abundante ganadería de la que
vivieron en tiempos pasados tantas generaciones, y lo poco de agricultura que
durante décadas y siglos ayudó a nutrir las despensas de cada familia, han
disminuido en su actividad en la misma proporción que el número de habitantes,
quedando reducido a poco más de medio centenar de reses vacunas, a alguna que
otra manada testimonial de cabras que viven en el campo, y a los setenta u ochenta
caballos que cría para la venta Pablo Garrido. La agricultura tiene su fuerte
en las pequeñas parcelas o cercas de hortaliza que aparecen dentro o en las
inmediaciones del pueblo, donde apreciamos cómo destacan las apretadas copas de
los árboles frutales, cuya cosecha anual está condicionada por los rigores de
la climatología, duros como cabe suponer durante los inviernos por estas
latitudes. De
regreso hemos visto a un grupo de hombres sentados junto a la Fuente Vieja. Es
ésta la fuente de la que el pueblo se sirvió durante toda la vida, en la que
nunca faltó el agua, con su largo abrevadero pegado al muro. Entre la Fuente
Vieja y la Fuente Nueva está la calle Entrefuentes, por la que regresamos de
nuevo hasta la plaza para ver cumplido mi antiguo deseo de visitar la iglesia,
y comprobar in situ lo poco o lo mucho que gustaba conocer. Bustares,
el pueblo con todos sus huertos, sus dehesas, y el extenso robledal que tiene a
cada lado, se ha ido cubriendo de sombras. La tarde anda de caída. En la cumbre
del Alto Rey, por encima de nosotros, todavía luce el sol, un sol limpio en
tono anaranjado que preludia la llegada de la noche
Me
había hecho a la idea cuando el terrible incendio de dejar pasar el tiempo
antes de volver por allí. Uno guarda la estupenda imagen de tantos rincones de
aquella comarca arrasados por el fuego no sólo en la memoria, sino también en
el corazón; habían sido muchas las veces que me extasié desde lo alto de alguna
peña contemplando el espléndido panorama de la masa boscosa más grande de
España, que comienza allí, continúa por las sierras del Tremedal y de
Albarracín, y se explaya en bellísimos paisajes de un verde intenso, en
accidentes irrepetibles por la Serranía de Cuenca. Trece mil hectáreas de
bosque nos arrebató la garra insaciable del fuego en aquellos días del mes de
julio, y lo que todavía fue peor, pues por si lo demás hubiera sido poco,
también se llevó por delante la vida de once personas en pleno desempeño de su
trabajo, una herida que al tiempo le costará mucho borrar de nuestra memoria,
si es que alguna vez lo consigue. Afectado,
qué duda cabe, por el recuerdo de algo tan trágico que jamás debió ocurrir,
tomo al fin el ramal de carretera que parte a mano derecha en la misma entrada
de Maranchón, y sigo adelante camino de Ciruelos. La carretera no está en muy
malas condiciones para andar por ella, pero es estrecha, apenas caben dos
coches de tamaño normal si se cruzan de frente. Tierras de labor en los bajos,
y laderas grises sobre las que se sostienen no lejos de allí, moviendo sus
enormes brazos, los molinos de la luz, esos generadores de energía que poco a
poco van adueñándose de las cimas de los oteros y colinas en varias zonas de la
provincia, girando día y noche a impulsos del viento y cambiando de manera
extraña la silueta de nuestros horizontes. A
mitad de camino, con umbrosos álamos alrededor, hay una fuente abrevadero que
nadie usa junto a la carretera, y una especie de refugio con chimenea interior,
mesas de piedra repartidas por la pradera, una piscina abandonada, y algunas
parrillas de las de asar que suponemos habrán sido clausuradas, quizás para
siempre. Poco más adelante las viejas parideras del ganado, los llanos de las
eras, y recogido como en mitad de la vega al volver de una curva, se deja ver
el pueblo en su conjunto, con sus sólidas casas de piedra, la tranquilidad que
le da el campo, contrastando en la media tarde con el sol poniente. Ya a la
entrada, al otro lado de la carretera frente al lavadero y a la fuente del Sahúco,
los almacenes de piedra o de metal al servicio de los agricultores. Una leve costanilla
nos sube hasta la plaza, una de las plazas más elegantes y fotogénicas que uno
recuerda en pueblos de su categoría Es
sábado, y eso nos permite ver algunos coches estacionados en las calles. La
plaza de Ciruelos tiene una pista rectangular en el centro, rodeada de bancos
de piedra y una farola en mitad que la engalana. Al fondo la espadaña de la
iglesia de la Magdalena, recogiendo en el campanario los últimos rayos del sol
de la tarde. Por
estas mismas fechas se cumplen veintitrés años de mi primer viaje a Ciruelos.
El aspecto del pueblo no ha cambiado mucho desde entonces. Se han construido
por las afueras algunas casas nuevas, se han restaurado otras, pero el pueblo
sigue guardando aquel aspecto de velada distinción que tanto me impresionó en
aquel momento. Pienso que el paso de los años se ha dejado notar, y que muchas
de las cosas que ya existían se han ido envejeciendo. Hay que estar muy encima
de plazas y jardines, no sólo en Ciruelos, para que se conserven en perfecto estado
de revista, utilizando tal vez de manera inapropiada la terminología militar,
como lo estaba el pueblo cuando don Samuel, el Secretario, me lo enseñó en su
interior y en sus alrededores a bordo de su Citroen dos caballos, toda una
institución, y un personaje importante, creo yo, del que en el pueblo
seguramente que se hablará por mucho tiempo. Aparte
del pueblo en sí, bello como pocos, fueron siempre sus alrededores la gran
atracción, quiero pensar que bastante afectados como para ser vistos después
del incendio, por lo que sólo he decidido salir dando un paseo hasta las
orillas, donde ya aparecen sobre un alto junto a las últimas casas la muestra
de la tragedia. -
Fue una pena, señor; fue una pena –me ha dicho una señora que baja con un haz
de matas secas debajo del brazo. Aunque
la tarde que pasé por allí era una de esas puramente otoñales de mediados de
octubre, el sol alumbraba con una claridad sorprendente. Me hubiera gustado
volver a visitar la Fuente de la Pradera, o la Piedra del Cobertera, o
contermplar de lejos el valle de los Milagros, como en aquella otra lejana
ocasión lo hice acompañado de don Samuel que me sirvió de guía. El
pueblo sigue estando limpio, guardando aquella velada elegancia de cuando lo conocí.
Los membrillos de los árboles –abundantes, por cierto, y de gran tamaño-
brillaban como lámparas amarillas a mi paso mientras subía hacia el Teleclub.
El Teleclub de Ciruelos ocupa la planta baja de un edificio inmenso, ejemplo de
aquella arquitectura de alcurnia tan propia de los pueblos donde los bosques, y
sobre todo la ganadería, tuvieron su repercusión económica en épocas pasadas. El
salón del Teleclub se conserva con su cumplida capacidad como para acoger en
los grandes acontecimientos a toda la población. Varias mesas están repartidas
por la ancha superficie del local, una mesa de billar en la que nadie juega, y
una barra de mostrador larga tras la que una muchacha sirve a los tres o cuatro
clientes que se encuentran allí en aquel momento. Los clientes del Teleclub
hablan de caza y de la escasez de setas y de níscalos que hay en el pinar. -
Si no ha llovido casi. No es posible que salgan níscalos –dice uno. -
Desde que se quemó el suelo, no saldrán níscalos en muchos años –dice el otro. He
pedido una infusión de manzanilla que me es servida al instante. Los clientes y
la chica del bar me miran con extrañeza. No todos los días aparece por allí un
forastero con una cámara de fotos, mirándolo todo y tomando nota con disimulo
de lo que ve. Los avisos que a veces ponen en los bares junto a los anaqueles
en donde están las botellas me gusta leerlos, porque suelen ser con frecuencia
un dechado de ingenio. El que pende escrito tras el mostrador en el Teleclub de
Ciruelos no lo había visto en ninguna parte:
Abrimos cuando llegamos,
cerramos
cuando nos vamos, y si vienes y no estamos es porque no coincidimos. El
curioso monorrimo no creo que pueda pasar a la preceptiva literaria como
modelo, pero de lo que no hay duda es de que tiene su aquel, y que muy bien
pudiera servir de ejemplo para andar por casa en cualquier tratado de lógica.
Algo hay que hacer, y que decir, cuando la población es tan escasa como la de
Ciruelos del Pinar, reconociendo que algunos servicios, como éste de bar, no
vale la pena tenerlo disponible sobre un horario continuo fuera de los dos
meses de verano y durante algunas de las fiestas mayores a lo largo del año,
que cada vez son menos. Otra de las muchas limitaciones a las que se han de
acostumbrar los pueblos cuando su número de habitantes es inferior a las mil
almas como población de hecho. Circunstancia bastante común en el medio rural y
en cualquiera de sus comarcas. A
pesar de todo, Ciruelos del Pinar es un pueblo que conviene ser tenido en
cuenta. Confiamos, y sobre todo deseamos, que sea el menor tiempo posible el
que haya de transcurrir hasta que su campo, sus bosques, y sus infinitos
motivos naturales que tanto lo enriquecen, vuelvan a ser lo que antes fueron;
aun así, vale la pena pasarse por allí. Si eres de los muchos para los que el
campo es poco menos que una necesidad vital, te aseguro que saldrás
satisfecho.
Sí,
con soles serranos del veranillo de San Martín que, fiel a la costumbre, nos
trajo una bonanza climatológica que mereció la pena aprovechar. Es ese sol de
otoño apetecible y crudo, un sol que torna las mañanas aún más transparentes y
tiñe de brillo real las hojas de las choperas en las márgenes de los ríos. No
ha sido fuerte el madrugón para estar allí, ni madrugón siquiera, en la mañana
del sábado; pero a las once en punto me encontraba en la plazuela del olmo de
Taravilla, la que tiene por vecina al frente la plaza del pueblo y el
saloncillo de bar en el otro extremo. El olmo es allí, que nadie lo dude, el
principal personaje. Es para mi uso -y creo que los conozco todos- el que tiene
el tronco más rugoso y corpulento, más grueso y espectacular de toda la
Provincia. Tres metros quizá sean pocos para darnos una idea aproximada de su
robustez, lo que supondría, al multiplicar esa medida por pi, un contorno próximo
a los diez metros, es decir, que se necesitaría por lo menos de seis o siete
hombres para abrazarlo alrededor. Y tiene hojas aún en su antiguo ramaje. Ha
sido preciso llenar de piedras el vientre para que se sostenga e inyectarle por
tres veces cargas de líquidos contra la grafiosis para que pueda seguir
viviendo. Los ancianos del pueblo, aún se reúnen cada verano en tertulia
mañanera bajo su sombra. Taravilla, pueblo del Alto Tajo, es conocido sobre
todo lo demás por su famosa laguna nutrida de agua y de leyenda; también por el
salto rugidor de la chorrera no lejos de donde está la laguna, y, desde luego,
por la tranquilidad y el sosiego de su ambiente sereno, limpio y acogedor. De
extramuros parte en Taravilla una carretera, valle abajo, que sigue hasta
Poveda de la Sierra. Es una carretera por la que conviene viajar lentamente.
Las curvas infinitas de su trazado así lo exigen, y lo recomienda la belleza
agreste del paisaje, en todo similar a los más celebrados rincones de la
Serranía de Cuenca con sus hoces inolvidables, sus farallones rocosos, sus
mantos de peluche esmeralda cubriendo las laderas de las montañas tapizadas de
pinos, las barranqueras oscuras, los arroyos y las fuentes de un agua delicada.
Jamás había pasado por allí. Es ésta la primera vez que lo hago. Todo es por
allí una lección variada de naturaleza selecta, de juegos de contraste, una
página antológica de formaciones rocosas, a modo de madejas retorcidas, en los
bruscos cortes de las peñas que, al no verlos con los ojos, costaría trabajo
creer. A
la vuelta de unas curvas, ya en el barranco, aparece la imagen más sorprendente
y más grata a los ojos: el puente sobre el río. En mitad de un marco agreste,
bravío, descomunal en dimensiones y rico en colores y en sonidos, transcurre
manso y transparente -aguas verdes de cristal que permiten ver desde arriba el
correr fugaz de los alevines- el padre Tajo, el río más largo de la Península
Ibérica, muy joven aún, al que más los campos que los hombres por estas tierras
le rinden culto. Y al lado del puente sobre el río, pero siempre dentro de la
misma estampa, las vertientes pinariegas; allá en lo alto el cabezo rocoso que
el sol dora y adornan los troncos canijos y las capotas de los árboles que
crecen sobre él; raíces como serpientes gigantescas, retorcidas, que entran y
salen por los agujeros de las peñas, y pinos haciendo equilibrios inverosímiles
por encima de los crestones que se asoman sobre el precipicio. Unas aguas que
braman al pasar como una constante, anulando el sonido del viento y los cantos
de los pájaros que andan por aquel lugar. En los indicadores de junto al camino
se lee: "Fuente del Berro", "Casas del Salto",
"Acotado de pesca"... Y al punto, poco más allá, Poveda de la Sierra,
con las heridas que le produjo la maquinaria del caolín abiertas a perpetuidad
en la Cuesta de la Rastra, con sus fuentes hermosas -dos por lo menos-, sus
casi doscientos habitantes de derecho, sus parajes irrepetibles y sus
recuerdos. Un arroyo sin nombre al otro lado de la calle Real trae a la memoria
del vecindario que por allí estuvo el molino de los Pastores, de cuya familia,
Segundo Pastor, nacido en Poveda el 23 de junio de 1916, eminente concertista
de guitarra y compositor de reconocimiento internacional, alcanzó las cotas
más altas del gloria con las que pueblo alguno puede soñar; glorias a las que
habría que añadir las de otro hijo ilustre en el campo de la política, don
Pablo Arias Templado, nacido allí y bautizado en la pila de su iglesia, quien
llegó a ser alcalde de la ciudad de Sevilla hacia la cuarta década del siglo
XVII. Poveda
de la Sierra tiene un plaza magnífica, amplia, con una fuente de dos caños en
mitad que tiene otra réplica en la calle Real. Antes tuvo un olmo de apretada
fronda en el centro, que se secó y ha sido repuesto con otro jovenzal, creo que
sobre las mismas gradas. Una serie de casas antiguas y de otras reformadas
rodean la Plaza Mayor por sus cuatro caras. De todas ellas, la más nueva es en
la actualidad la casa-ayuntamiento, de piedra sillar fortísima y bien cuidada,
que recuerda en solidez y estructura a tantos más de aquellos palacetes
señoriales con los que uno suele topar a cada paso por los pueblos molineses.
Por allí, a la puerta de su tienda en la plaza está Juanito Rico, un hombre
observador, que sólo habla cuando se le pregunta y con respuestas breves,
acertadas y contundentes. En la tienda de Juanito Rico he comprado algunas
postales con temas del pueblo y de sus alrededores, que él se encargó de editar
y ahora de distribuir entre la clientela. -Deseaba
conocer la iglesia. Por lo menos la portada. -Mire,
no tiene pierde. Desde aquí se ve el campanario. Han
restaurado hace muy poco la iglesia de Poveda. Fue una obra hecha a conciencia
y de gran mérito, en la que la gente y las instituciones contribuyeron creo que
en algunos casos hasta de manera generosa. Han devuelto al mundo una valiosa
obra de arte, por lo menos en lo que se refiere a su portada románica, que es
lo único que he podido por hallar la puerta cerrada. Celebran en Poveda fiestas
mayores en honor de San Roque y de la Virgen de los Remedios. Hace años el
pueblo tuvo su romería hasta la ermita de la Patrona, costumbre antiquísima que
venía del tiempo de los calatravos, y que llamaban de la Caridad, pues hubo por
costumbre obsequiar a los transeúntes con pan y cañamones; luego -los tiempos
son otros- con un troncho de salchichón y pan de panadería. Desde el pretil de la iglesia se alcanza a ver un panorama variado por los bajos de la vega: las canteras de la cuesta de la Rastra, las choperas de junto al arroyo, los cerros grises en la lejanía, los tejados rojizos de los chalés y el verde de los huertos y de los jardines que rodean las casas, y se recibe, casi como si en este tiempo comenzase a molestar, el soplo frío que sube del barranco. Desde el mirador de la barbacana, uno se da cuenta de que el pueblo, como tantos otros de por allí, queda encajado en el fondo de una hoya rodeada de cerros, de montañucas ásperas de gran altura y con nombres que la gente conoce (la Cumbre de Santa María, el Majadal, la Cruz de Gil, la Peña del Grajo). Una tierra que la distancia ha convertido para nosotros en exótica, en algo inalcanzable como no nuestro, que bien merece la pena conocer y visitar de cuando en cuando, y gozar de ella como ya lo hacen desde el día en que la descubrieron gentes y familias del Levante español, al decir de las matrículas de los coches que uno se encuentra por aquellos caminos, y que en días como el de hoy son quienes más la frecuentan.
La
importancia histórica de la
Villa de los Jardines hizo de ella un nombre y un lugar harto
conocido, no sólo de alcance provincial o regional, sino en un ámbito mucho más
amplio. En España y en el mundo se conoce a Brihuega por motivos distintos,
siendo los más importantes las dos batallas que se dieron junto a sus muros: la
de 1710 que colocó en el trono de España de manera definitiva a la familia
francesa de los Borbones, y la de marzo de 1937 en que la villa fue bombardeada
repetidas veces en uno de los enfrentamientos más conocidos de la Guerra Civil. También en los
ambientes literarios quedó impreso el nombre de Brihuega, aun fuera de nuestras
fronteras, debido al sustancioso capítulo que C.J.Cela le dedicó en el “Viaje a
la Alcarria”,
el más memorable de los libros escritos por nuestro último Premio Nóbel. Las
gentes de Brihuega andan por el mundo con fama de ser una raza especial. Defensores
de todo lo suyo, fervorosos de sus tradiciones y costumbres, con un carácter
distinto al de las demás gentes de la Alcarria, y muy amantes de la Señora, de la milagrosa
imagen que para los brihuegos no es otra que la de Santa María de la Peña, un nombre que tantos de
ellos llevan en los labios y guardan en el corazón. El
fervor de los brihuegos hacia la imagen de su Patrona tiene su origen en la
Edad Media, y se basa en una leyenda, que
resumida, pudiera ser así: La princesa Elima, o Zelima, hija del rey moro de
Toledo Al-Mamún, había nacido, lo mismo que su hermana Casilda -luego Santa
Casilda- de una esclava cristiana ya fallecida, cuyos principios en la fe se
supone que debería conocer aprendidos de su propia madre. Es el caso que en las
serenas noches estivales de la
Alcarria, la princesa, alma sensible y soñadora, acostumbraba
a pasar muchas horas contemplando por las aspilleras de la torre mayor y desde
los adarves del castillo el plácido panorama de la vega, adormeciendo su
espíritu cada trasnochada con el murmullo de las aguas cantarinas que se
despeñaban sobre el abismo, observando con admiración el fulgor nítido de los
miles de estrellas que en las noches claras se asoman desde la bóveda celeste,
centelleantes unas, inmóviles otras, a velar desde la altura el sueño en paz de
aquel tranquilo rincón de la Alcarria.
Cátedra ideal para escuchar de labios de sus hayas
-cristianas a la sazón- los grandes misterios de su fe y los aleccionadores
pasajes de la vida de Cristo y de su santísima madre, mitad rigor evangélico,
mitad fruto de la imaginación a la que eran tan dadas las gentes de aquel
siglo. Cuenta
la tradición que en una de aquellas noches de vela, cuando la princesa se encontraba
sola alimentando la paz de su alma con el silencio de los valles, levemente
contrastados a la luz de la luna, vio en la pequeña oquedad de unas rocas sobre
las que se sostenía el castillo, la imagen fulgurante de de la Madre de Dios con su Hijo en
los brazos. Corrió despavorida a dar la noticia a sus servidores, y uno de
ellos, llamado Ponce, se descolgó hasta la cueva donde Elima había sido testigo
de aquel portento de luz. Después de apartar cuidadosamente el ramaje y el
matorral que se interponían ante la entrada de la cueva, se encontró,
efectivamente, con una imagen sencilla de la Virgen, la cual, nueve siglos después de que
aquello ocurriera, y bajo la advocación de la Virgen de la Peña, el pueblo ensalza y venera como Reina y
Señora de Brihuega. El
hecho histórico que dio pie a la leyenda, pudo tener lugar durante las últimas
décadas del siglo XI, de donde procede ésta, una de las más arraigadas
devociones marianas de toda la
Alcarria. Más
o menos parejo a este hecho portentoso, o quizá no mucho tiempo después, se
iniciaron los primeros trabajos para la construcción de un templo en honor de la Virgen, sobre la vertical
del precipicio en el que apareció la imagen. Iglesia bellísima que, tras una
interminable serie de mejoras en tiempos diferentes, de cambios y añadidos, de
profanaciones y reparos, hoy podemos contemplar como una de las más importantes,
más sólidas y mejor conservadas de toda la diócesis, después de la catedral de
Sigüenza. No es una iglesia monumental la de Santa María por cuanto a su
capacidad y tamaño, pero sí que en su estructura e incontables detalles
arquitectónicos es francamente hermosa. El celo de su actual párroco queda patente
en muchos de los últimos arreglos, restauraciones y añadidos, que no sería
fácil enumerar sin correr el riesgo de pecar por defecto. De
una de las naves laterales parte de cara al precipicio la fortísima estructura
de hierro en zig-zag que hace posible bajar cómodamente, salvando el vértigo, a
la cueva abierta en la roca donde, según la tradición, fue hallada la venerable
imagen de Nuestra señora de la
Peña, que preside desde su luminosa hornacina en el presbiterio,
la iglesia parroquial a la que nos hemos referido y que lleva su nombre. La
cueva, asegurada con puerta para entrar a media altura del cortante rocoso,
guarda en su interior una reproducción de la verdadera imagen morena de la Patrona, frente a un
ventanal que sirve de mirador hacia la vega; todo un espectáculo de calma y de
grandiosidad, que deja a su pie los cuartelillos de las huertas, dispuestos
para la siembra o la plantación de especies hortícolas tan pronto como el
tiempo lo aconseje, tarea en la que los campesinos de la villa tienen tanta
experiencia y tan buen tino. Una visión incomparable que nada nos extraña fuese
hace siglos un atractivo para reyes, para altas dignidades de la Iglesia, para princesas y
sultanes moros tan ligados en la antigüedad a la historia de Brihuega. Pero,
con el mayor respeto hacia toda opinión distinta, la iglesia de San Felipe es
para mi gusto la más hermosa de las tres que desde hace ocho siglos enriquecen
los muchos valores que tiene la villa. Entrar en San Felipe y contemplar en una
primera visión de esta iglesia, es uno de los espectáculos más gratificantes
que puede ofrecer un paseo por tierras de la Alcarria. Lo mejor del arte
religioso tardorrománico puede apreciarse, y gozar de él, en el silencio
interior de esta iglesia, cuya correspondiente réplica, aunque en peor estado,
queda poco más abajo, en la misma calle y acera: la iglesia de San Miguel, que
en la actualidad, después de varios arreglos, se dedica a actos de tipo
cultural. La
iglesia de San Felipe tiene tres naves, la central alcanza una altura mayor que
las naves laterales. Dos filas de columnas dividen las tres naves, y el juego
de arcos que queda entre ellas es una exposición perfecta de lo mejor que el
arte del siglo XIII regaló a Brihuega, por obra y gracia de sus señores en
aquel tiempo, los arzobispos de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, el
abanderado de las Navas de Tolosa, su gran benefactor, un nombre marcado a fuego
en el libro de oro de la historia de Brihuega, tan repleta de nombres y de
acontecimientos que tuvieron su reflejo en la historia nacional. Brihuega
es hoy por hoy, y por mil razones, una de las villas castellanas más reconocidas,
no sólo por su pasado, sino por su presente también. Las gentes de fuera van
reconociendo a Brihuega poco a poco. Son importantes los proyectos futuros que
ya existen para mejorarla todavía más. En tanto ahí está, para ser vista y
admirada, para descubrirla y disfrutar de ella. Los diferentes establecimientos
hosteleros que allí han abierto, seguro que nos ayudarán a que el viaje a
Brihuega nos sea más grato.
(En la foto, un aspecto de la iglesia de la Virgen de la Peña)
En el presente blog se ofrece a los lectores una completa selección de escritos exclusivos con referencia a la provincia de Guadalajara (España), principalmente relacionados con sus pueblos. Los textos han sido publicados en el diario "Nueva Alcarria" a partir del año 2000. Se trata, por tanto, de reportajes más recientes en el tiempo que los publicados en www.guplazamayor.blogspot.com , escritos en época anterioror; de ahí su valor e interés creciente con el paso de los años, y que tan buena acogida están teniendo entre mis lectores. Advierto a quienes los visiten, que pinchando sobre las fotografías, éstas aparecerán en un tamaño mucho mayor.
Profesor emérito de Lengua y Literatura, nacido en Olivares de Júcar (Cuenca) el 19 de marzo de 1939. En "Nueva Alcarria", diario en el que colabora con una sección fija desde 1979, ha publicado más de dos mil artículos y reportajes sobre Guadalajara, sus tierras, sus gentes y sus pueblos. De su extensa producción llevada al libro merecen especial referencia los siguientes títulos: "Guadalajara", "Plaza Mayor", "Viaje a la Serranía de Cuenca", "La Alcarria", "Atienza", "Rutas turísticas de la provincia de Guadalajara", "El Condestable" (biografía novelada de don Álvaro de Luna), entre varios más.
Premio Nacional de la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo 1992 y miembro correspondiente de la Real Academia Conquense de Artes y Letras.
(Dirección en Twitter: @serrabelin)
(Dirección Facebook: facebook.com/serranobelinchon)