lunes, 17 de diciembre de 2012

Rutas turísticas: A PASTRANA POR CAMINOS DE MIEL (III)


     Todo  el arte y objetos de valor ‑que en Pastrana son  mu­chos‑,  ornamentos  sagrados y útiles litúrgicos de  interés,  se encuentran recogidos en los salones de la Colegiata destinados  a museo parroquial, siendo el más importante de todos ellos la  que fuera sacristía mayor. Allí están colgados algunos de los famosos tapices góticos del siglo XV, tejidos en el taller belga de Pas­chier  Granier, sobre cartones del pintor de la corte  portuguesa Nuño Gonçalves, en los que se representan con inmejorable icono­grafía y materiales de guerra, pendones y vestimenta de la  épo­ca,  varios pasajes de la toma de Arzila y de  Alcazarquivir  por los ejércitos del rey Alfonso V de Portugal en el norte de Afri­ca. Pero como no se trata de hacer una mera y detallada lista  de objetos  artísticos,  o personales que guardan  relación  con  la historia de Pastrana, se puede reseñar un poco someramente que en el Museo de la Colegiata se exponen y custodian un par de imáge­nes barrocas de Salzillo; lienzos del taller del Greco y otros de Morales y de Carreño Miranda; vasos sagrados y cruces procesiona­les  que regalaron a la iglesia de Pastrana o a los primeros  du­ques el Papa Urbano VIII, Santa Teresa de Jesús y la propia Prin­cesa de Eboli; valiosas arquetas en plata repujada o con esmaltes de  Limoges, sin réplica posible; objetos personales que son  re­cuerdo  de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz, de doña  Ana  de Mendoza,  y un sinfín de detalles más que hacen  merecedora  del mayor encomio a la villa de Pastrana.

 

 
     EL CONVENTO DE CARMELITAS
 

     El antiguo convento de carmelitas está situado, aguas abajo del  río  Arlés, a un kilómetro escaso de la villa.  Se  advierte sobre un otero que da vistas a la vez a tres vegas distintas. La ley de Desamortización obligó a los monjes a abandonarlo, siendo ocupado después por frailes de la Orden franciscana que  tuvieron en él su seminario menor hasta hace solamente unos cuantos  años. Fundó  este  convento Santa Teresa, en 1569, a instancia  de  los príncipes  de Eboli, junto a otro más para mujeres dentro  de  la villa.  El convento se redujo al principio a unas cuantas  cuevas abiertas  en la peña, que todavía existen, y a  pequeñas ermitas donde los monjes llevaban una vida prácticamente de  anacoretas, si bien, regidos por las reglas del Carmelo reformado. Allí  pu­sieron sus plantas y vivieron días de intenso quehacer y no pocos conflictos  con la Princesa, la Santa de Avila y San Juan  de  la Cruz,  quienes,  según cuenta la tradición, moraron  en  aquellas cuevas  y rezaron en una ermita que está recubierta en su inte­rior  con calaveras y huesos humanos que todavía  perduran.  Años más tarde, metidos ya en el siglo XVII, se inició la construcción del actual convento, con iglesia y estructura típicamente carme­litas.
 

     Existe en el museo del convento toda una serie de óleos valiosos representando escenas de la vida de su fundadora  rela­cionadas directamente con los días de Pastrana. Los padres fran­ciscanos  tienen allí instalado un interesante museo de  fauna  e Historia  Natural con fondos traídos de Filipinas y  del  Extremo oriente,  repleto  de ejemplares exóticos y  curiosos  que,  por necesidades de la casa e imposición de las circunstancias, nunca encontró su definitivo lugar de acomodo.

     La  mística española en general, y en particular  la  Orden Carmelita, tienen en estos rincones pastraneros su más  fervoroso santuario. Allí la naturaleza aparece limpia, como  acabada  de estrenar;  los  ásperos  montículos de su entorno  y  los  valles fértiles  de su triple vertiente, invitan al sosiego y a  la  paz más íntima que tan bien entendieron aquellos frailes. Nada  mejor que  los  versos del Cántico Espiritual,  inspirados  y  escritos seguramente  allí  por el "Frailecico" de Santa Teresa,  con  los valles al pie y la villa como fondo, sobre un oterillo conventual de la Alcarria:

 
          Mil gracias derramando

          pasó por estos sotos con presura,

          y yéndolos mirando,

          con sola su figura,

          vestidos los dejó de su hermosura

 
     Hoy, la Villa Ducal, hidalga y carmelitana, se ha converti­do por gracia singular de la Alcarria y de su particular  historia, en sede casi permanente de acontecimientos culturales, de  ferias y congresos. Se hizo popular en pocos años su Feria Apícola a la que asisten con asiduidad y en número creciente participantes de toda la Península, con los últimos adelantos habidos en el dulce arte de la miel; y  son frecuentes las convenciones internacionales sobre temas relacio­nados con la Historia y con la Literatura sobre todo. Las indus­trias de mobiliario, al estilo castellano de época,  reminiscen­cia  vuelta  a  la luz de sus viejos artesanos, y la  moderna instalación de algún taller peletero por añadidura, así como  la incontenible afluencia de turistas durante las dos últimas déca­das,  han llevado consigo la apertura y puesta en  funcionamiento de evocadores y cómodos mesones en donde satisfacer la demanda de hospedaje de la nueva Pastrana.

     El gozo de respirar su aire de histórica villa renacentis­ta,  el  caminar, de sorpresa en sorpresa, por sus callejuelas estrechas y sugerentes, hacen recomendable en cualquier caso, más bien obligatorio, un viaje sin prisas a la vieja Palaterna. Otra de las silentes joyas del tesoro común de todas las Alcarrias.

(En las fotografías: Detalle de uno de los famosos tapices; Convento de Carmelitas, y ermita de Santa Teresa en la huerta del convento)
 

 

lunes, 10 de diciembre de 2012

Rutas turísticas: A PASTRANA POR CAMINOS DE MIEL (II)


   
     Hay que descubrirse, amigo lector; o cuanto menos, hacer una  leve inclinación de reconocimiento antes de entrar en Pastrana.   A la Villa  Ducal  conviene venir con el pensamiento lleno  de  buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación.  No todos saben lo que es y lo que significa en el magno concierto de las  tierras de la provincia la villa de Pastrana: muchos de  los pastraneros, por supuesto, tampoco lo saben.
     A Pastrana la que ahora pisamos, la teresiana, la  llamaron Palaterna en tiempos del Imperio Romano, y Paterniana después. No hay  duda  de que durante los cuatro o cinco primeros  siglos  de nuestra  era Pastrana debió ser ya una ciudad distinguida, de  la que  quiere  la tradición que fuese San Avero su  primer  obispo, allá  por los años del 550. Un largo silencio en su historia  nos lleva al 1174, año en el que el rey Alfonso VIII dona a la  Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras  y caseríos  anejos,  entre los que se encontraba  Pastrana.  Varios siglos  más tarde, el emperador Carlos I vendió la villa  a  doña Ana de la Cerda, viuda de don diego de Mendoza, conde de  Melito, con lo que comienza a resplandecer en sitio tan importante de  la Alcarria, una nueva estrella de la constelación mendocina. En  el año de 1569, una nieta de la compradora, doña Ana de Mendoza y de la  Cerda,  Princesa de Eboli, y su esposo Ruy  Gómez  de  Silva, consiguieron  del rey Felipe II el título de Duques de  Pastrana, lo que les dio ocasión para emprender de inmediato la  urbaniza­ción y embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue preciso buscar a los más diestros peritos en el  arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes casi todos ellos, que se  establecieron en el barrio morisco del Albaicín.  La  costosa puesta en pie del Palacio Ducal es muestra del exquisito gusto de los primeros duques, y en especial de doña Ana de Mendoza,  mujer de carácter complicado a la que el tiempo se encargó de  agrandar sus innegables defectos y de juzgar con injustificada  parciali­dad.  Fray  Pedro  González de Mendoza,  arzobispo  hijo  de  los príncipes de Eboli, emprendió allá por los inicios del siglo XVII la ampliación de la actual Colegiata, con el doble fin de  hacer de ella un digno templo dedicado al culto, y un panteón  familiar para él y para sus padres, a los que amaba y admiraba con  reve­rencia.
     Por  cualquiera  de las calles de Pastrana se  respiran  al andar aires renacentistas. Son tres los barrios más característi­cos  que recuerdan al visitante la vida española del  siglo  XVI, tal  como fue o tal como nos la imaginamos: Albaicín, Palacio,  y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que tiene como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
     En el barrio de Palacio queda la llamada Plaza de la  Hora, nombre  que le viene dado porque fue una hora cada día el  tiempo que la desdichada Princesa de Eboli podía dedicar a la contempla­ción  del mundo desde la famosa reja que da a la  plaza,  durante los  largos  años de prisión en su propio palacio que hubo de cumplir, por mandato del rey Felipe II, hasta el día de su  muerte. En el barrio de San Francisco están los rincones pastraneros con más  sabor a siglos. Callejuelas estrechas y sombrías con  aleros que casi se tocan, empedrados aún muchos de ellos con guijarros y losas que conocieron aquellos otros tiempos de histórica noble­za; encrucijadas  con  enseñas  piadosas a  la  luz  de  alguna lamparita  que invitan a pensar en el más allá y en la  brevedad de  la vida durante las noches de invierno, por las que a  menudo deambula y se santigua en la oscuridad de la noche alguna vieji­ta  enlutada. Luego los conventos: el de las Monjas de Arriba  en la que fuera Casa de Moratín,  que fundó Santa Teresa; todo  ello sin  contar  el de los frailes Carmelitas, a media  legua  de  la villa,  al  que, dado su interés, dedicaremos al  final  cumplido espacio. En el barrio del Albaicín, moruno como su nombre indica, se  adivina al pasar durante los días grises de la  Alcarria  el trastaleo monótono de las ruecas y de los viejos talleres de  la hilandería.  No  faltan quienes aseguran que el  cuadro  de  Las Hilanderas  de  Diego Velázquez representa un  telar  del  barrio morisco de Pastrana.
     A  pesar de todo es la Colegiata, la iglesia parroquial  de la villa, la que recibe a diario mayor número de visitantes. Y no es  sólo  por el templo en sí, que méritos tiene,  sino  por  el tesoro  en arte y en valores históricos que en él  se  conservan, recogido  casi todo en el museo parroquial, del que destacan  los famosos  tapices flamencos del rey Alfonso V de Portugal.
     Ya se adelantó que la actual Colegiata de Pastrana se  debe en buena parte al arzobispo fray Pedro González de Mendoza, cuyos restos y los de sus padres, como ese era su propósito,  descansan allí.  Se levantó sobre otra iglesia gótica ya existente que  fue aprovechada como coro al fondo de la nave central. Las obras  del edificio,  tal  y como hoy puede verse, se iniciaron  en  1637  y concluyeron  cinco años más tarde. Consta de tres naves,  capilla mayor  y crucero. El coro queda como se ha dicho al fondo  de  la nave central, con valiosa sillería de nogal que, en los actos  de gran  solemnidad, solía ocupar en su tiempo uno de  los  cabildos más numerosos de España, sin contar el de la catedral de  Toledo. El  retablo  mayor es de colosales proporciones, obra  de  Matías Jimeno.  Se adorna con diez cuadros que representan  imágenes  de santas  mujeres,  de  vírgenes y mártires  al  gusto  manierista, además de un lienzo en la parte superior con la imagen de  Cristo en  la Cruz, y otro en el centro con la verdadera imagen  de  San Francisco.

     El  enterramiento de lo primeros duques y de  otros  muchos Mendozas  más se encuentra en una cripta que hay  bajo el presbiterio de la iglesia. La cripta ofrece forma de cruz, con un altar pequeño como fondo del pasillo. Los sepulcros,  situados por ambas caras, llevan inscritos sus correspondientes epitafios que  recuerdan  el nombre y la fecha de  fallecimiento  de  toda aquella  nobleza mendocina. Resultan especialmente  emotivos  los cofres  sepulcrales  que contienen los despojos de  los  primeros duques,  Ruy Gómez de Silva, príncipe de Eboli, y su esposa  doña Ana  de Mendoza y de la Cerda, muerta en la solitaria  habitación de  su  palacio en febrero de 1592. Bajo el suelo  de  la  cripta fueron sepultados, así mismo, los restos mortales de muchos Men­dozas  más, traídos desde el convento de San Francisco de Guadalajara,  años después del saqueo y de la profanación de  los que  fueron  víctima cuando la invasión de los  franceses;  entre ellos  tal vez se encuentren los del autor de las  Serranillas  y los de los primeros duques del Infantado.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Rutas turísticas: A PASTRANA POR CAMINOS DE MIEL ( I )


         

     La Alcarria, como hemos tenido ocasión de ver a lo largo de  estos trabajos, da para mucho. Hoy volveremos a tierras alcarre­ñas por una ruta con destacado interés. Pudiera ser  Guadalajara, la capital de provincia, el punto de partida. El sitio de destino Pastrana,  la Señora, una de las villas más distinguidas por  su contenido histórico y artístico de toda la región centro, inclu­yendo íntegras, naturalmente y sin excepción, las dos Castillas.
     La ciudad de Guadalajara se nos queda atrás, semianclada como un viejo galeón en el  Valle del Henares. A ella habrá que regresar en día no muy lejano para poner punto final a esta serie de viajes que nos han venido ocu­pando  durante tanto tiempo. Como remate a las cuestas que  dicen del Sotillo, saliendo por la carretera de Cuenca, nos sorprenderá en  las  altas alcarrias el señorial caserío de Miraflores, un extraño capricho  arquitectó­nico que, por ignorar, lo ignoran hasta los propios alcarreños; señorial, desde luego que sí, y sinceramente  novedo­so; casi todos los edificios por  allí  exis­tentes,  y  el redon­do palomar también, son obra de  don  Ricardo Velázquez Bosco, nada menos, el arquitecto de hace ahora un siglo que  revolucionó  a Madrid a través  de su obra, y  que  dejó  en Guadalajara edificios tan sobresalientes como la "Fundación de la Vega del Pozo", con el grandioso panteón incluido, del que en  su día habrá que hablar necesariamente.
     Una  villa principal, la de Horche, nos queda a mano  según descendemos  hacia la vega del Tajuña. Horche tuvo rey  moro,  un hijo  ilustre  que tradujo El Quijote al  latín  macarrónico,  se distingue  por su ardiente afición a la fiesta, y está  colocado, con mucho sentido común, sobre uno de los más afortunados mirado­res  de  la provincia. Durante las últimas décadas se  han  hecho famosos en esta villa los talleres artesanos, principalmente  de talla  en  madera y de restauración de imágenes.  Los  horchanos suelen  jactarse, con razón por cierto, de su bella y  acogedora Plaza Mayor.
     Tendilla,  abajo  ya en el valle del Arroyo  de  las  Vega, requiere cuando menos un poco de atención. Conviene detenerse  en Tendilla. Ahí la tenemos, estirada en soportales evocadores a  lo largo de su Calle Mayor. Bajo los soportales de Tendilla expusie­ron sus mercancías durante más de cuatro siglos los  guarnicion­eros, los cordeleros, los tejedores, los cereros, los  buhoneros y  cambistas  de casi toda España en la feria de San  Matías  que duraba  medio mes. En una plazuela jardín de la Calle Mayor  está su monumental iglesia, inacabada, una iglesia que se fue haciendo a  lo  largo de tres siglos y no se terminó nunca. No  lejos  del pueblo, sobre un escondido altozano de pinos jóvenes, se  conser­van en lamentable estado los restos del primitivo monasterio  de Jerónimos de Santa Ana de la Peña, fundado por don Iñigo López de Mendoza, hijo del Marqués de Santillana y primer conde de  Tendi­lla. Las mejores pinturas de su retablo renacentista,  flamencas del  siglo XVI, se lucen para mal nuestro en el museo  de  Bellas Artes de Cincinati, en los Estados Unidos de América.
     Destacable  en Tendilla, aparte de su estructura  peculiar, al gusto de la Castilla de capa y espada, la repostería tradicio­nal de turrones, mazapanes y bizcochos borrachos, que los amantes de lo auténtico suelen buscar en ciertas épocas del año.

     Subiendo  entre  curvas un largo trozo de camino  algo  más adelante,  un  sencillo monolito nos recuerda  que  por  aquellos sequedales  anduvo  ejerciendo como religioso de la  Orden  de San Francisco el Cardenal Cisneros. Fue en el desaparecido convento de  La Salceda,  cuyas ruinas a manera de torreón se ven justamente  por encima de nosotros. Tuvo gran importancia en su tiempo este con­vento  de Religiosos Recoletos de Nuestra Señora de  la  Salceda. Por estos altiplanos cultivó la huerta conventual e hizo milagros San Diego de Alcalá; de allí partió hacia la Corte fray Francisco Jiménez  de Cisneros para ser confesor de Isabel la Católica.  En sus recoletas y ascéticas celdas se ejercitó en duras penitencias fray  Julián de San Agustín, taumaturgo; dejando su  huella,  así mismo,  el arzobispo fray Pedro González de Mendoza, hijo de  los príncipes  de  Eboli, y autor de la Historia  del  Monte  Zelia, minucioso tratado de la vida del convento.  La ley de  Desamorti­zación  acabó  con todo, y tan sólo los lienzos de su  ruina  dan testimonio de cuanto allí hubo.
     El  pueblo de Peñalver queda recostado sobre una  ladera  a muy poca distancia de donde ahora estamos. No se ve al pasar; hay que ir exprofeso en su busca para conocerlo. Muchas de las calles de Peñalver son estrechas y pintorescas, con rincones que definen como en pocos lugares del contorno la arquitectura popular alca­rreña. Es un pueblo de origen probablemente medieval, cabecera de encomienda de la Orden de San Juan. Tuvo castillo, del que apenas se  conservan unos cuantos pedazos de muro en lo alto del  cerro. Peñalver merece una visita detenida al monumental edificio de  su iglesia  de Santa Eulalia, con portada de incipiente  plateresco, rica  en ornamentos y relieves, pero visiblemente dañada por  los agentes  atmosféricos y por otros muy diversos durante  los  casi cinco  siglos  que lleva en pie. Bellísimo su retablo  mayor,  de     transición  entre  el arte gótico y el estilo  renacimiento;  las dieciséis pinturas y la rica imaginería que adornan el altar,  se encuentra entre lo más estimable que existe en la diócesis.
      Peñalver es conocido, más que por el pueblo en sí, por  la tradicional  actividad de sus ciudadanos a lo largo de los dos  o tres últimos siglos. Ellos han sido, de manera muy especial,  los encargados  de promocionar y de distribuir por distintos  lugares del  mundo y, desde luego, por todas las regiones de  España,  el más  exquisito de nuestros productos: la miel. Hubo un tiempo  en el que un setenta por ciento de los vecinos de Peñalver, se dedi­caron a la obtención y venta de la miel de la Alcarria por  infi­nidad de lugares.
     En   Fuentelencina es obligado tomar la debida nota  de sus antiguas  casonas solar, de la rejería de buena forja  conque  se engalanan  algunas  de ellas, y del edificio  con  doble  galería acolumnada  de su Ayuntamiento en la Plaza Mayor,  obra  ejemplar del siglo XVI.
     Dentro de la iglesia de Fuentelencina conviene detenerse  a observar  con detalle su retablo mayor, renacentista como el  que acabamos de dejar en Peñalver, y como aquel con valiosas pinturas e imágenes del siglo XVI. Se piensa que el autor material de  los trabajos de talla pudo ser Francisco Gilarte, discípulo de Berru­guete, del que se conocen en otros lugares de Castilla auténticos monumentos en ese noble quehacer.

     Son famosas en Fuentelencina las fiestas de San Agustín,  a finales de agosto, donde suelen tener, una vez concluida la capea y la corrida de fiestas con el toro enmaromado, lo que en  varios pueblos  de la Alcarria conocen por la fiesta de los  huesos;  en ella se comen, entre los vecinos e invitados, las reses  toreadas durante esos días.

     Moratilla de los Meleros es otro de los pueblos más signi­ficados de la comarca. El desvío después de Fuentelencina aparece a un par de kilómetros, más o menos, cuando se sale con dirección a Pastrana. Moratilla de los Meleros es pueblo de abundante fron­dosidad y de bienestar notorio en la veguilla del arroyo que  los nativos conocen por Carraguadala. Es digna de verse, en el  sitio justo  en donde se alza, la esbelta picota de la villa, al  gusto renacentista del siglo XVI, sostenida sobre cuatro o cinco gradas de piedra en escalón, y teniendo las choperas de la vega  siempre como telón de fondo. La iglesia parroquial de Moratilla conserva, de  lo que hace siete siglos fue, tan sólo la  portada  románica; muy  valioso  resulta en su interior el artesonado  de  tradición mudéjar, obra del siglo XVI, cuya realización se atribuye con  no malos criterios al artífice alcalaíno Alonso de Quevedo.
     Desde Moratilla de los Meleros, siguiendo adelante hasta la nacional  200, o volviendo atrás sobre lo andado para  seguir  de nuevo  por la carretera que trajimos desde  Fuentelencina,  todos los caminos llevan a Pastrana.

(Las fotografías nos muestran:Un aspecto de los soportales de Tendilla; una panorámica de Peñalver, y la picota de Moratilla de los Meleros) 

viernes, 26 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS (III)



         Siguiendo carretera adelante se divisa a distancia el pueblo de Labros, descolgado sobre una ladera. De momento dejé­moslo estar, volveremos más tarde. Ahora, aprovechando el ramal que cruza a nuestra derecha, bajaremos hasta Milmarcos y Fuentel­saz. Viajando camino de Milmarcos, nos sorprenderá en seguida, asentada en la vertiente donde las sabinas y las carrascas han crecido con el favor de los soles y de los años, la ermita de Santa Catalina (siglo XII), todo un feliz descubrimiento aún en término municipal de Hinojosa. Las impecables formas románicas de su portada oculta, así como los vistosos arquillos del atrio, destacan resbalando frente a la luz del sol en medio de la pradera y del bosque. Los vecinos de aquellos contornos, sensi­bles lo mismo que sus antepasados al soplo de la tradición, suelen acudir en jornada romera hasta las sombras de Santa Cata­lina el día 17 de agosto.
         Milmarcos, viniendo por donde acabamos de llegar, coge un poco a trasmano. En realidad, para ir a Milmarcos desde Molina debe hacerse por la carretera de Calatayud que abandonamos en Rueda. Por Milmarcos pasa el arroyo Guitón, afluente del Mesa, al que se une en las afueras de Jaraba, antes de acabar en el embal­se de La Tranquera, en tierras de Zaragoza. Fue por tradición la villa más poblada de toda la sexma del Campo, ahora ya no lo es, la despoblación de hace dos décadas la dejó casi en cuadro. No obstante, posee una distribución urbanística y toda una serie de edificios tan importantes, que la mantienen todavía en palmas del interés, tales como las casonas de la antigua posada, la de los López Montenegro, o el señorial palacete de los García Herreros. La Plaza Mayor es, como todo en el pueblo, señorial y despejada. A un lado de la plaza queda el severo edificio del Ayuntamiento, al otro la portada renacentista de la iglesia de San Juan, de la que es aconsejable conocer el retablo mayor, manierista, tallado en Calatayud durante la primera mitad del siglo XVII. La ermita de Jesús Nazareno es otro de los edificios más destacados de Milmarcos; la mandó construir a mediados del siglo XVIII uno de los magnates de la villa, don Pascual Herreros; se ve adornada con profusión y finura, al gusto barroco de aquel tiempo con ciertas tendencias versallescas.
         Los antiguos esquiladores de ganado, oficio muy corriente entre los habitantes de Milmarcos y de Fuentelsaz, viajeros nómadas por tierras castellanas y aragonesas durante dos o tres meses cada año, solían utilizar para entenderse una jerga la mar de peculiar, llamada migaña o mingaña, ya en desuso y a riesgo de desaparecer. Usaban la migaña siempre que consideraban incorrecto el comportamiento del amo con los esquiladores, o se hacía mere­cedor de algún reproche y deseaban manifestarlo estando él pre­sente. "Dica el vale, qué fila navega de manduga", en migaña quiere decir "Mira el amo, qué cara de burro tiene".
         Fuentelsaz es el pueblo de la provincia más próximo a Milmarcos, y a la raya de Aragón también en la cara norte del Barranco de Cimballa. Reliquia de su pasado violento, porque la Historia lo quiso así, es lo poco que queda aún de su castillo roquero. Fue esta villa madre de hijos ilustres, entre los que se pueden contar tres obispos y una nutrida nómina de religiosos, catedráticos y jurisconsultos. Todavía quedan sobre el muro de la iglesia parroquial los "vítores" rituales que recuerdan, pese al andar de los siglos, la personalidad de todos aquellos hombres singulares de los que se sigue honrando el pueblo de Fuentelsaz.

        
         EL VALLE DEL RÍO MESA
        
         Pero volvamos otra vez hasta el pueblo de Labros, que dejamos atrás recostado sobre la varga, muy cerca ya de donde abre el Valle del río Mesa. Labros, el viejo pueblo molinés de origen presumiblemente romano, agoniza en la más absoluta soledad por falta de gentes que pisen sus calles. He oído decir que a los habitantes de Labros los apodan "pilatos", debido a que, si como se piensa, aquella fue en otro tiempo la Labria de la Hispania romana de la que hablan los cronistas latinos, tiene muchas probabilidades de haber sido la cuna del mismísimo Poncio Pilato, personaje de primer orden en la Pasión de Cristo como sabido es, lo que parece demasiado gratuito para que sea cierto. Los que sí son reales ‑y allí están todavía para ser vistos por quien lo desee‑ son los artísticos capiteles que adornan la portada romá­nica de su iglesia; sólo eso queda del bello templo que debió ser, desmoronado ahora en el barrio de arriba, ignoro si aguar­dando, con paciencia de siglos, que el resto de Labros corra la misma suerte.


         Por Amayas, a cuya entrada hay un airoso pairón construido en 1896 en honor de las Animas, de San Roque y de San Antonio de Padua, se entra de hecho en el Valle del Mesa; todo un cambio brusco e inesperado en el contexto general del paisaje que nos ha venido acompañando desde las puertas de Molina, un mundo distin­to. Bajar desde Amayas a Mochales significa, poco más o menos, descender de la hosca paramera y meterse en la Tierra de Promi­sión. Tal vez sea mero espejismo esa primera sensación, que a la hora de la verdad no se traduce en hechos concretos que afecten a la economía de una y de otra comarca, pero, en apariencia al menos, ese curioso fenómeno sí que se produce al bajar el pequeño puerto de carretera que, entre sabinas y otros arbustos improduc­tivos, darán con nosotros, ya bien entrada la tarde en plena ribera del Mesa, en la hortelana y recoleta villa de Mochales. El río por aquí juega a esconderse graciosamente, para volver luego a la superficie.

         En el año de 1476, parece ser que el pueblo de Mochales pertenecía a don Iñigo López de Mendoza, mientras que en los primeros años del siglo XIX era propiedad del marqués de Casa Pavón. Fue alcalde de la villa mientras la Guerra de la Indepen­dencia el legendario Antonio Alba, a quien los soldados de Napo­león ahorcaron en la plaza pública, acusado de pasar alimentos a escondidas a los guerrilleros de la Junta de Defensa de Molina en 1810. Hija honorable de este pueblo fue Eusebia García García, nacida en 1909, con el nombre en religión de hermana Teresa del Niño Jesús y de San Juan de la Cruz; una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara, beatificadas el 29 de marzo de 1987.
         El río Mesa nace en los ejidos del pueblo de Selas por la    sexma del Sabinar; cambia de dirección a las puertas de Anquela; pasa después por Mochales y continúa pegado a la carretera hasta los límites de la provincia. Los huertos, y las pequeñas hereda­des del regadío, ahora un poco dejadas a la ventura o sembradas de cereal, se van sucediendo hasta llegar a Villel. En las lade­ras que bajan hasta el camino, dan pomposa sombra las nogueras a caballo de cualquier bancal. Conviene repetir que los campos por aquí, amparados en el bajo por la corriente vitalizadora del río, son tierras de notorio privilegio a lo largo, y un poco también a lo ancho, de toda la vega.
         Villel de Mesa se presenta como descolgado en la solana de un cerro que baja a refrescar entre la fronda espesa de la ribe­ra. El pueblo se distingue de otros por la múltiple función de su Plaza Mayor, que sirve al tiempo de parque y de jardín. Al lado de un curioso arco romano, que con tanto acierto conserva el pueblo como adorno, crecen en perpetua actitud de desmayo los sauces, alternando con los abetos y con los rosales en flor; entre tan delicada vegetación, salta juguetona de uno al otro de sus cuatro niveles, el agua de un surtidor con forma de tarta nupcial. Las callejuelas en ascenso de Villel son todo un labe­rinto de rincones pintorescos, que alcanzan su mayor grado de tipismo en el pórtico solitario y romántico de la iglesia parro­quial. Por encima de todo, se elevan encrespados, maltrechos y mal sostenidos sobre las rocas, los cuatro muros que dejó el rayo en plena fiesta de San Bartolomé, pertenecientes al antiguo castillo de los Fúnez. Justo al pie de la peña del Castillo, queda la casa palacio de los marqueses de Villel, edificada en el siglo XVIII. Sin duda, tal vez por lo que el pueblo tiene de contraste en todo lo que su contorno es; por la gracia singular de sus edificaciones escalonadas; o por lo que de misterioso pudiera tener el oscuro Olimpo de su castillo por encima de las casas, por encima de la vida y de los hombres, nos encontramos en uno de los lugares más atractivos paisajísticamente  de todo el Señorío Molinés. Quizá, sólo pueda por estas latitudes rivalizar en bellezas naturales con Algar, el pueblo que nos disponemos conocer acto seguido.

         Al pequeño enclave de Algar de Mesa se entra por medio de festones rocosos. En algar es protagonista la Naturaleza: el agua, los precipicios, el frescor vespertino de las huertas, el perpetuo rumor de las chorreras, la placidez de sus prados, la gracia de sus puentecillos elementales... Nada mejor para acabar el día, y dormirse a placer al son cantarín de las aguas del río, donde los pescadores de truchas son auténticos maestros en el oficio. Lo mismo que Villel, Algar ofrece al visitante de manera gratuita la frondosidad de su ribera, el bravío espectáculo de sus cortes rocosos, la pureza sin parangón de su ambiente, pero, más que nada, el rugido  natural del arroyo que juega a saltar en cataratas trémulas por mitad de los juncos y de las espadañas, relamiendo así, de día y de noche, el pedestal de sus cimientos. Algar de Mesa hoy, ajeno a su pasado en causa común con la histo­ria particular de la vecina Villel, es dentro de su sencillez un pueblo escandalosamente bello. A la salida, siempre a la vera del río, se deja ver, pegada al viejo camposanto, la ermita patronal de Nuestra Señora de los Albares, un nombre romántico para un lugar que también lo es.

(Las fotografías corresponden a la cúpula de la ermita de Jesús Nazareno de Milmarcos, pareja de capiteles de la iglesia románica de Labros, el paseo-pórtico de la iglesia de Villel con su castillo al fondo, y las chorreras del río Mesa por los bajos de Algar)  

jueves, 18 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS ( II )

La villa de La Yunta dista de Campillo cuatro o cinco kilómetros a lo sumo. Pueblos linderos y como tales, como mandan los cánones de la buena vecindad, también pueblos rivales. Muy parecidos los dos por cuanto a población y a medios de vida se refiere, pero con notorias particularidades cada uno.
         Aseguran que el nombre de La Yunta (la junta), le viene impuesto por haber sido allí el lugar de encuentro, allá por el siglo XIII, entre el rey Sabio de Castilla, Alfonso X, y el aragonés Jaime I. En su formación como pueblo jugó un importante papel la Orden de San Juan, a la cual perteneció en calidad de señorío durante mucho tiempo. La Cruz de Malta, en el pueblo tantas veces vista, y sobre todo el torreón fortaleza del siglo XIV que todavía se conserva en un lateral de la plaza, son testi­monio permanente de la influencia que tuvieron en la villa los caballeros de San Juan. Tal vez,  en esa curiosa circunstancia histórica, se encuentre la raíz de las apreciables diferencias que existen entre el pueblo de La Yunta y otros muchos de su misma comarca.
         La iglesia es un monumento severo, con espadaña de dos vanos orientada hacia la Plaza Mayor. Por su estructura puede ser obra de finales del siglo XVI. En el interior tiene una sola nave. El retablo está presidido por una extraordinaria talla barroca de la Virgen de la Mayor. Tiene el retablo una ornamenta­ción cargadísima, muy de acuerdo con las apetencias del siglo XVIII. Consta que lo doró el artesano Francisco de Orea en el año 1770. En la iglesia se venera la sagrada piedra a la que los vecinos conocen por el Cristo del Guijarro. Existe toda una piadosa tradición que cuenta cómo apareció milagrosamente la escena del Calvario, marcada en el corte transversal de un guijarro que, al romperse contra el suelo en los encinares de la Hombrihuela, desprendió un fortísimo resplandor en una noche oscura de tormenta. La piedra había sido arrojada por un pastor de la villa, de nombre Pedro García, sobre una oveja que preten­dió alejarse del aprisco. Otro signo más ‑verdad o leyenda‑ que durante cuatro siglos viene contando con el fervor sin condicio­nes de los hijos del pueblo. Imágenes alusivas a esta tradición o alegorías a la misma, suelen encontrarse marcadas sobre los dinteles de varias viviendas de La Yunta; en otras, en cambio, es la estrella de David la que se ve grabada, razón bastante que da pie al vecindario para asegurar ‑no sin fundamento‑ que por allí habitaron familias judías.
         Si se desea ir desde La Yunta hasta el pueblo de Embid por carretera, habremos de salir por un momento de la provincia y entrar en Aragón. Es mínimo el trozo de tierras zaragozanas por las que debemos andar, pues de inmediato nos sale al paso la carretera de Embid. Antes de llegar al pueblo conviene detenerse en la ermita de Santo Domingo, por cuyas inmediaciones pasa, agostado y seco por lo general, el cauce del río Piedra, el mismo que se despeñará más adelante, no lejos de allí, en aparatosas cascadas cuando llegue al célebre Monasterio que lleva su nombre. En la ermita de Santo Domingo de Silos tuvieron lugar populosas romerías, a las que solían acudir por costumbre gentes de toda la comarca en varias leguas a la redonda. Resulta curioso pararse a leer los nombres de personas, los vítores y frases piadosas, y las fechas que aparecen grabadas, con mucho trabajo y con mucha paciencia, sobre el dovelaje las jambas de la portada, pues las hay que datan del año 1679.
         El pueblo de Embid se recuesta sobre la solana con los restos de su castillo como observatorio. Es un lugar tranquilo, poco poblado; un lugar con sonada historia y silencioso presente; un lugar de los que, hundidos sin remisión en los postreros coletazos del segundo milenio de nuestra era, viene a ser sede sin igual para la paz del alma, y para el debido orden del cuerpo y del espíritu. Encima de un alcor, al que se accede sin demasia­das dificultades, queda a la entrada del pueblo, mirando hacia las casas, lo que todavía subsiste de su viejo castillo: tres torreones demolidos, varias saeteras, unos cuantos paredones y una aguja enhiesta y desgranada. Como adorno póstumo, se yerguen sobre las piedras destartaladas del castillo algunas antenas de televisión. El pueblo se deja ver adormilado frente por frente.
         Es posible que sea Embid uno de los pueblos que con más ímpetu han sufrido en sus carnes y en sus piedras los reveses de la Historia. Primero hasta su despoblación en el siglo IV, como consecuencia de las luchas fronterizas entre castellanos y arago­neses, volviéndose a repoblar años más tarde por autorización expresa de Alfonso XI, fechada en 1331, a don Diego Ordóñez de Villaquizán, que fue quien levantó el castillo. En el siglo XV lo rehizo don Juan Ruiz de los Quemadales, personaje mítico en las tierras del Señorío, conocido en las crónicas de su tiempo por el sobrenombre de "Caballero Viejo". En 1698, el último rey de los Austrias, Carlos II, le otorgó marquesado propio que vendría a recaer en la persona de su noveno señor, don Diego de Molina.
           
          ESCUDOS HERALDICOS Y CAMPOS DE MIES
 
  
         Estas llanuras molinesas,  anchas, señoriales, son toda una provocación para el caminante que viene hasta ellas libre de prejuicios, con el honesto deseo de conocer, con las manos y con el corazón limpios. Tortuera es pueblo de hidalgos. En Tortuera, los palacetes y los escudos de piedra sobre las fachadas son algo esencial en la vida del pueblo. Recorrer una por una todas las casonas solar que tiene Tortuera, será un interesante quehacer del que el caminante no se arrepentirá nunca. Ahí tienes, amigo lector, para satisfacer tus deseos de pasado, el ejemplar palacete de los Morenos, y el de los Torres en la Plaza Mayor, los dos con  solera de siglos; el de los Romero en las orillas; el de los López Hidalgo de la Vera,  donde quiero pensar que, si en el silencio de la noche se escuchara con atención, tal vez  se sienta contra las baldosas del XVII el espolón de los egregios caballeros de la familia. Ahí debió nacer el que fue obispo de Badajoz don Diego López de la Vega, y su hermano don Andrés, general del ejército de Extremadura a finales del siglo XVII.
         El viejo pairón de las Animas, de estructura mural sobre piedra tosca en las afueras del pueblo, es uno de los más intere­santes de toda la comarca. De la iglesia parroquial, renacentis­ta del XVI, merecen referencia especial la portada en trazado rectiforme al gusto herreriano y la capilla de la Trinidad.
         Por la misma carretera de Daroca vamos a seguir un poco más en dirección a Molina. El pueblecito de Cillas queda como cogido entre pinzas, extendido al sol en el empalme con la carretera que viene de Calatayud. En un instante estamos en Rueda de la Sierra.
         A 1140 metros de altura sobre el nivel del mar, en Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de arenisca del Castillo con los huertos, el agua de la fuente con la soledad. Apenas si quedan de continuo, como botón de muestra de lo que antes fue, una docena de familias en el pueblo. En Rueda de la Sierra llaman la atención tres cosas sobre todas las demás: el pairón barroco de junto a la carretera, la fuente abrevadero de 1898, y la portada románica de la iglesia. Como detalle muy particular, destaca sobre todos sus méritos el haber sido cuna del primer obispo de Madrid‑Alcalá, don Narciso Martínez Vallejo, asesinado a tiro de revolver en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 18 de abril de 1886, por un cura anarquista llamado Galeote. Sus paisanos recuerdan al prelado ilustre con una placa conmemorativa en la casa donde nació, y con un monolito, colocado en su memo­ria, delante mismo de la puerta de la iglesia.
 
          Rueda de la Sierra es cruce de caminos. Tomaremos ahora el que parte hacia el Valle del Mesa pasando por Torrubia, Tartanedo, Hinojosa  y Labros. Bella estampa de pueblo señor este de Torrubia. La torre de su iglesia es una de las más elegantes  de la provin­cia. El interior es todo un  juego de contorsiones barrocas, de movimiento manierista funcional del mejor estilo. La fuente pública, de primeros de siglo, da carácter a la plazuela en que fue instalada y contribuye a la buena imagen del pueblo.
         En Tartanedo habrá que detenerse, no por cortesía, que tal merecen cada uno de los lugares de esta paramera, sino por nece­sidad. Sus numerosos monumentos, callados y  solitarios, en esta quietud tan significativa de los pueblos que estuvieron a punto de quedarse sin gente, son un reclamo al que resulta imposible poderse resistir. A Tartanedo se entra dejando atrás una ermita y una cruz de hierro sobre romántico pedestal de piedra vieja en un claro de la arboleda. El pueblo en sí es un continuo memorial a los más preclaros hijos e hijas que nacieron allí, y cuyo recuer­do permanece vivo en un sinfín de datos y de detalles. Entre estos hijos ilustres de la villa hay que contar al arzobispo de Zaragoza don Manuel Vicente Martínez Ximénez; al obispo de Cádiz don Francisco Javier Utrera; al preclaro sacerdote don Emilio de Miguel, autor de excelentes trabajos sobre Apicultura, fallecido recientemente, y, desde luego, a la Beata María de Jesús López Ribas, "La Santa", como gusta llamarla a sus paisanos, nacida en la casa solar de los Montesoro y a la que Santa Teresa de Jesús apodaba cariñosamente "Mi Letradillo". La iglesia de Tartanedo, con portada románica y escalera helicoidal de acceso al campana­rio, se debe visitar necesariamente. El magnífico retablo mayor de la iglesia de San Bartolomé, fue un obsequio a su pueblo natal de parte de otro hijo ilustre, don Bartolomé Munguía, en su tiempo cirujano de la Casa Real. Durante los últimos años se han restaurado las pinturas del retablo de los Ángeles, en la impresionante y lumnosa capilla de la iglesia de Tartanedo, 
         De las muchas casonas y palacetes de hidalga raíz, es muy de destacar la  del Obispo Utrera, con escudo familiar y excelen­te rejería de la época. Ya a la salida, muy cerca de la iglesia, queda la fuente pública de estructura mural, en cuya superficie se informa, con perfectos caracteres latinos, como fue mandada construir por el arzobispo don Manuel Vicente Martínez Ximénez, en testimonio de cariño y de gratitud a su pueblo.
         El cerro Cabeza del Cid resguarda la villa de Hinojosa por el poniente. Dicen que sobre aquel altiplano acampó el Cid con su manojo de incondicionales cuando el destierro. A las tres de la tarde comienzan a hacerse notar los calores de Hinojosa. La ermita de los Dolores queda a mano al entrar. En sitio preferente de la portada se ve el escudo de los García Herreros, de cuya familia, un colegial y canónigo de Valladolid, de nombre José, la mandó levantar a sus expensas según las reglas más estrictas del arte barroco al uso. En el interior está la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, talla simpar en cuyo rostro se conjugan a un tiempo la dulzura, el dolor y el patetismo que acarrea el sufrimiento llevado al extremo. Una espada le atraviesa el pecho. Se desconoce al autor de la talla, pero bien pudo ser cualquiera de los notables imagineros castellanos del siglo XVIII. Por la fiesta de La Soldadesca (primer domingo de junio) los moros y los cristianos de Hinojosa se disputan, en singular batalla junto al olmo de la plaza, la imagen de la Virgen.
         Las calles de Hinojosa se adornan con rollo jurisdiccional de robusta caña, pero, mejor todavía, con los palacetes y casonas    molinesas que atestiguan, a dos o tres siglos vista, su pretérita grandeza; así están el de los Malo, los Ramírez, los Moreno, Los Iturbe y los García Herreros. Media docena de escudos nobiliarios van sellando, por los diferentes rincones del pueblo, todas estas casonas relicario del pasado.
 
(Las fotografías nos muestran: Detalle de la Plaza e iglesia de La Yunta; Casona molinesa de Tortuera, y Retablo de Los Ángles en su capilla de la iglesia de Tartanedo)