martes, 17 de diciembre de 2013

UN LUGAR INTERCOMARCAS: LA TOBA



            Situado en el límite mismo de las últimas barbecheras de la Campiña, con el verde opaco de los olivares de la Alcarria Alta lamiendo sus puertas, y siendo a la vez callejón de entrada a las primeras estribaciones de la sierra vecina, el pueblo de La Toba se mantiene en el punto geográfico de la provincia por donde concurren tres de las comarcas más características que la forman. Las bodegas subterráneas de la vieja villa se van alineando al entrar junto a la carretera, abiertas en el muro, hilo seguido de la ermita de la Virgen de la Quinta Angustia por la que acabo de entrar en una mañana desapacible del mes de Noviembre. Es la segunda o la tercera vez que paso por aquí. La Toba, escondido del tráfago diario de la ciudad y del paso de vehículos por caminos de primer orden, es un pueblo hermoso, un pueblo de labradores agraciado con bien parecida tierra, y huertas, y fuentes generosas al servicio de ese centenar escaso de habitantes que viven en él de manera continua. Como en todos los pueblos, de treinta años a hoy el aspecto urbano ha cambiado en La Toba de manera sensible. Los habitantes son menos, pero el pueblo aparece más cuidado, las calles pavimentadas, y los modos de vida y los servicios municipales mucho más acordes con los nuevos tiempos.
            Llevaba previstas dos intenciones antes de salir hacia La Toba: estacionar el coche junto a la fuente de la Calle Real cerca de la picota, y buscar a un buen amigo que dejé por allí en mi primer viaje, Pedro Serrano. La primera de ellas pude cumplirla fácilmente, como cabe suponer; pero no así la segunda, pues mi amigo murió hace bastantes años según me contaron, y de él sólo queda en el pueblo su memoria, y en mi recuerdo la imagen lejana de un hombre bueno, amigable y servicial, que en su día me acompañó por donde quise ir, me explico cuanto quise saber, y me invitó en su casa a un vasito de vino de su cosecha y a unas rosquillas muy ricas que había hecho su hermana, anciana como él, con la que vivía. Ni uno ni otra están ya en el mundo. Vaya pues para ambos mi recuerdo y mi gratitud, al tiempo que me dispongo a andar por las calles y plazuelas del pueblo en compañía de nadie.
            El conjunto que forman a mitad de la Calle Real la fuente y la picota es la enseña del pueblo de La Toba, la imagen que lo distingue y lo personaliza como ninguna otra. La fuente de tres caños que vierte sobre un pequeño pilón, debió de ser restaurada en 1999 según reza grabado sobre la piedra. La picota, en cambio, es mucho más antigua, data del siglo XVI, cuando al pueblo se le concedió a título real la categoría de villa; es una picota altiva y solemne, en la que la piedra del fuste, y más todavía la del informe capitel, aparece desgastada por el incesante roer de los siglos. Al decir de los más viejos del lugar no falta el dato tétrico de que allí, en unas argollas que tenía, colgaban a los malhechores.
                                                                                      

            La mañana es fresca. Apenas me cruzo al andar con alguna persona por la calle. Son calles en cuesta que siguen la inclinación del terreno donde se les ocurrió plantar sus reales a los primeros pobladores de frente al barranco. Calle Palacio, Calle de la Fuente, Calle Oscura, Travesía Alta, Plaza de Centro, Carretera de Jadraque…En la Plaza de Centro, recóndita y con una fuente antigua que mana sin cesar, hay una señora que me dice que la Plaza del Ayuntamiento está al volver de la esquina. La plaza donde está el ayuntamiento en La Toba se llama Plaza de la Concordia, pero podría llamarse también Plaza de la Iglesia, o de la Fuente, o del Juego de Pelota, o del Lavadero, porque todo queda reunido allí, sobre el mismo llano.
            Aunque la temperatura no es la más indicada para detenerse en contemplaciones, he sentido la curiosidad de bajar hasta el mirador que pone delante de los ojos el vallejuelo que dicen del Arroyo, una especie de veguilla repleta de vegetación en primer término, en donde  hace varias décadas estuvieron la mayor parte de las viñas que el pueblo tenía repartidas por su término, pero que cuando la parcelación todo aquello se perdió.
            La fuente de la plaza la han dedicado a los mayores, y así lo dice una placa muy significativa y curiosa que lo recuerda. El lavadero permanece cesante, y el juego de pelota a la espera de los veraneantes. El sólido edificio del ayuntamiento se muestra sobre tres arcos a manera de soportal.
            Aunque ya conocía la iglesia de San Juan Bautista de La Toba desde mi primer viaje, no tenía fotografía alguna de su interior, del afiligranado retablo mayor ni de la placa conmemorativa en recuerdo del más insigne hijo del pueblo, Monseñor Juan Ricote, que falleció siendo obispo de la diócesis de Teruel.
            Mi estancia dentro de la iglesia fue realmente fugaz.; es verdad que guardaba en la memoria el recuerdo de su retablo mayor, espectacular, como lo está todo el interior de la iglesia, cómoda y limpia. Al retablo mayor lo preside una imagen de su titular, San Juan Bautista, en la correspondiente hornacina central, con sendas pinturas, una a cada lado, que representan a las santas mártires Bárbara y Quiteria. En los muros laterales conservan otros dos retablos, barrocos también, y menores en tamaño que el retablo mayor, que están dedicados al obispo San Blas y a la Virgen del Pilar. A un lado del presbiterio, asida a la pared, colocó el pueblo en 1951 la lápida de mármol blanco ya anunciada, conmemorativa de la consagración episcopal de su hijo predilecto que, junto al escudo del prelado y bajo su busto en relieve, reza así: “LA VILLA DE LA TOBA A SU HIJO PREDILECTO EXCMO. Y RVDSMO. SR. D. JUAN RICOTE ALONSO, OBISPO AUXILIAR DE MADRID-ALCALÁ, EN TESTIMONIO DE CARIÑO Y ADMIRACIÓN, Y COMO RECUERDO DE SU CONSAGRACIÓN EPISCOPAL VERIFICADA EN MADRID. XX DE MAYO DE MCMLI”. Los restos mortales del obispo Ricote Alonso no descansan allí, sino en la catedral de Teruel, donde, como ya se ha dicho, ejercía su ministerio pastoral cuando le vino la muerte el día 8 de octubre de 1972.


            No son estos días de finales de otoño los más indicados para andar por los pueblos, si bien es esa la temporada en la que se les descubre más auténticos, más reales, más como son al amparo de los ejidos y de los parajes cercanos que de alguna manera son parte de la vida del pueblo. El verano vitaliza a los pueblos de manera no natural, hasta el punto de convertirlos, sobre todo a los más olvidados y solitarios durante el resto del año, en almacenes de gente, mucha de ella ajena al lugar, a sus costumbres y a su pasado. El correr de la vida es así, y buena cosa será, a pesar del frío y de las inclemencias, disfrutar alguna vez de la verdadera imagen de los pueblos en su estado puro y natural como deben ser vistos, como parte integrante del campo y del paisaje.  

jueves, 7 de noviembre de 2013

POR LA SOLANA DE LAS BELLAS FUENTES

        
    El arroyo Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y después de casi roer los muros de las viviendas del pueblo, por Pozancos y Ures, se une al Salado cerca de El Atance (el pueblo que tomaron por suyo las aguas del pantano), para emprender juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de Palazuelos hacia estos pueblos de la solana seguntina, lo hace en dirección contraria a las aguas del arroyo.
            He pasado repetidas veces por estos solitarios lugares del norte de la provincia. Me gustan estos pueblecitos en los que es difícil encontrarte con persona alguna en las mañanas de invierno. Con la entrada de la primavera todo comienza a ser distinto. La mañana es hermosa, limpia como el celofán. El sol cae sobre los campos de un intenso verde esmeralda, la brisa de la media mañana dibuja ondas en los sembrados de la veguilla. En los abrigos a pie  de carretera pica sobre la piel el sol de las doce y media.
            Ures se adormece entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente de Ures invita a adormecerse pensando en viejas historias que debieron ocurrir por estos campos. Ures en vasco significa agua. Cuentan que el nombre se lo pusieron al pueblo no sé muy bien si los pastores o unos frailes vascongados que anduvieron por allí hace casi mil años. Todavía queda su recuerdo en la ornamentación de la chiquita iglesia románica, que encuentro cerrada. No me importa. Tuve la suerte de encontrarla abierta en otra ocasión, hace mucho tiempo. Un joven sacerdote hijo del pueblo, Juan Martín, celebraba misa en solitario. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de san Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con sus ornamentos episcopales, y no como es lo habitual montado a caballo y repartiendo su capa con un mendigo. Solamente ocho bancos para la feligresía ocupaban la pequeña nave. Desde el interior de la iglesia se sentía el zurar de las palomas por encima de la cubierta. Desde fuera, los detalles arquitectónicos del siglo XII se aprecian desgastado por la lima del tiempo
            No veo una sola persona por la pequeña placita. Ha habido temporadas en las que el pueblo se ha quedado completamente solo. Algunos fines de semana suele pasar durante algunas horas, cuando los pocos que son se bajan al mercado de Sigüenza. Los cerros del Picozo y de la Cruz protegen al pueblo de los vientos fríos que a menudo soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos plomizos el cerro del Mediodía, el que durante siglos la sombra  de las peñas sirvió de reloj a los lugareños para orientarse sobre la hora del medio día.
            Supe por el joven sacerdote, don Martín, del convento de monjas que Ures tuvo extramuros y de la importancia de la vaquería que en su tiempo debió de poseer. Anoto el encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de aguas fresquísima con sabor a agua, de correr rumoroso y abundante. En unos azulejos junto al chorro reza la siguiente inscripción: “Agua del valle Bayo”. Se refiere al lugar de su procedencia en los altos, recordando a Bayo, el apellido de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para servicio del pueblo. En el apartado de rivalidades entre los pueblos, consta el dato del perpetuo mal entendimiento con los vecinos de Pozancos, precisamente por el lugar de origen de esta agua, que los vecinos de Ures necesitaban para poder subsistir.
                                                                                            

            Hasta Pozancos se llega enseguida. Dos kilómetros a lo sumo es la distancia que separa a uno y a otro pueblo. Aunque su población también es exigua, no más de treinta habitantes durante el invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al lado de Ures. He llegado ya. Cruzo el pueblo en toda su longitud. Me sigue un perrillo color canela. Hay estacionado a la entrada un todoterreno con las ruedas llenas de barro. Las calles de Pozancos tienen sus nombres en las esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La instalación del alfar del Monte distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha y acaba en una luminosa plazuela en la que concurren todos los elementos de mayor interés que hay en Pozanco: la fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública a la sombra de un castaño corpulento;  la iglesia de la Natividad con su arcada románica, apoyada sobre capiteles y columnillas alineadas, desgastadas también como las de la iglesia de Ures. Iglesia en la que se conserva una capilla gótica con el enterramiento del capellán Martín Fernández, señor de Pozancos, y de la que procede la pintura “El Entierro de Cristo”, del siglo XV, y las estatuas de Adán y Eva, actualmente en el Museo Diocesano de Sigúenza. La fuente vierte por los dos caños de un monolito central sobre el largo pilón de piedra labrada; a cada lado tiene otros pilotes similares, de tamaño menor. Consta que esta fuente se construyó en el año 1923.
            Recuerdo cómo en uno de mis primeros viajes las mujeres que faenaban en el lavadero me explicaron que en la casona palacete de los señores por aquellos días vivía gente, que la habían restaurado. Los aleros son de una solidez y de una elegancia comparable para mi uso a los que se lucen en la plaza de Atienza.
            En las inmediaciones de la iglesia, del palacete de los señores, del lavadero y de la fuente de la plaza, están los huertos. Una pareja de buitres planea en vuelo majestuoso girando sobre el limpio cielo de Pozancos. Los buitres otean el paisaje y levantan vuelo en las peñas de los cerros que rodean al pueblo, cerca del repetidor de televisión.
            Tanto uno como el otro, Pozancos y Ures son pueblos de los que la gente dice “con historia”. Como otros muchos de la comarca están integrados en el consistorio seguntino, la ciudad madre desde tiempos antiguos. La historia de Sigüenza está directamente ligada con la pequeña historia de estos pueblos, y los nombres de algunos personajes que figuran en las páginas de la historia de la Ciudad Mitrada, tienen en estos olvidados lugares de la provincia de Guadalajara documentadas ramificaciones, cuya memoria quedó inscrita en libros y legajos desde hace muchos siglos; valga como muestra el hecho -del que su autor dejó constancia escrita al final de la obra- de que fuera precisamente aquí donde el infante don Juan Manuel concluyó uno de sus trabajos principales, el Libro de los estados, el día 22 de mayo del año 1330. Sirva el dato.

     


martes, 1 de octubre de 2013

PELEGRINA, UN PARAÍSO JUNTO AL RÍO DULCE

         
   Muy pocos deben de ser los lugares de la provincia de Guadalajara que con tantos merecimientos paisajísticos, e incluso históricos, como el rincón de Pelegrina, se vean a su vez tan poco frecuentados por el público excursionista de fuera y de dentro de la capital. Algún que otro grupo reducido de estudiosos, casi siempre amigos de la Geología o simpati­zantes de nuestra fauna nacional, aparecen de tarde en tarde por allí, hacen lo que tienen que hacer, ven lo que tienen que ver, se saturan del soberbio espectáculo natural al que dan lugar los farallones, las ondulaciones longitudinales del terreno y las cárcavas del río Dulce, y se marchan enseguida con inten­ción de regresar, suponemos, en otra ocasión más detenidamente.
            Fue el insigne naturalista burgalés don Félix Rodríguez de la Fuente, el último descubridor de los barrancos de Pele­grina y su promotor más eficiente, quien tomó aquellos parajes como escenario ideal para su correrías televisivas acerca de la fauna salvaje de la Península Ibérica, unas veces autóctona y otras no. Lo que en modo alguno deja lugar a dudas es que, tomando como referencia aquellas imágenes, que todavía la memoria de muchos españoles retiene con devoción en recuerdo del malogra­do naturalista, uno acaba por regocijarse en su memoria al considerar cómo toda aquella maravilla, escondido paraíso de silencio y de paz en estos tiempos que corren, la tiene ahí en su esencia más pura, tal como es, sin mascarillas ni mitificaciones, a la misma puerta de su casa.
            En el mirador que hay sobre el barranco, a la vera del camino que va desde Torremocha del Campo hacia Sigüenza, un hombre y una mujer entrados en edad acaban de dejar un humilde ramo de flores al pie del monumento que recuerda al viajero la personalidad y la obra del eminente investigador fallecido. El detalle resulta emotivo en un momento de falsa idolatrías, cuando la gratitud y el reconocimiento al trabajo bien hecho son senti­mientos caducos y de escaso porvenir. La tarde anda de caída. Los buitres y los quebrantahuesos dibujan los últimos círculos por los limpios cielos del campo de Sigüenza. A mano izquierda se distingue, exangüe casi, la chorrera que produce el río al despeñarse por la angosta abertura que al paso de los siglos consiguió surcar entre las rocas. Luego, tomando calmoso los fondos del barranco, el arroyo baja lento entre los arbolillos y el hierbazal por el que se cuela como una cinta la senda de los campesinos. Cuando la media tarde abre en la comarca, el barranco del río Dulce se cubre de sombras antes de abocar en Pelegrina.
            Ahora el pueblo, aguas abajo. Sobre una prominencia en mitad de la vertiente. Pelegrina se apiña en torno a los cuatro muros aún en pie del antiguo castillo de los obispos. También el lugar de Pelegrina figura en esa lista fatal de los pueblos de Castilla condenados a desaparecer a causa de la despobla­ción. Algunas viviendas, no muchas, se han levantado durante los últimos años junto a las de toda la vida con varios siglos de antigüedad, que apenas suelen aparecen habitadas durante los meses de verano.

            Cuando se viaja a Pelegrina se debe hacer con intención de subir hasta el castillo. Cuesta trabajo, sí; pero se llega muy pronto. A mitad del ascenso conviene detenerse ante la portada románica de su pequeña iglesia parroquial. En el tímpano figura el sello heráldico del obispo don Fadrique de Portugal, uno de los más destacados en la larga nómina de los obispos seguntinos, cuya sede episcopal regentó allá por la segunda y la tercera década del siglo XVI. No hay que aclarar que su escudo de armas es un añadido a la portada, visiblemen­te anterior, de la iglesia de Pelegrina. Dentro se conserva, en lamentable estado, un bellí­simo retablo tallado en Sigüenza hacia el año 1570, obra de Martín de Vandoma, con pinturas de Diego Martínez, según los estudiosos en este tipo arte religioso en torno a la Ciudad Mitrada .
            Hay una trocha a la altura de los tejados del pueblo que nos deja en la misma planta del castillo. Por mi parte, prefie­ro subir por el camino más corto, saltando las piedras y librando el fragoso espesor de las malas hierbas, de las ortigas, de los cardenchales, de las zarzas y de los jaramagos que crecen al amparo de las venerables ruinas. Desde el mismo pedestal sobre el que asienta la fortaleza, se vuelve a repetir delante de los ojos el increíble espectáculo que habíamos contemplado poco antes desde el mirador de la carretera con alguna significante variación. Las casas de Pelegrina quedan al pie como encendidas por el sol de la media tarde, mientras que el pueblo va dando paso lenta­mente a las sombras proyectadas desde lo alto del castillo. Aguas arriba se alinean las choperas junto al arroyo, a las que salvaguardan por ambas márgenes los tajos abruptos del despeñadero que bajan hasta el caserío cortando en vertical, como a cuchillo, las fauces del barranco. Al otro lado del pueblo la vega se comienza a dulcificar, se suaviza en anchas explanadas de tierra de cultivo, abriendo paso al caudal exangüe del arroyo que baja manso en busca de nuevas experiencias ribereñas.
            Pero el esqueleto del castillo roquero está aquí, a nuestro lado. Su historia sigue paralela a la de los obispos seguntinos, que recibieron en el siglo XII aquellas tierras por donación expresa del rey Alfonso VII a título de señorío, e inmediatamente se pusieron a construir en este lugar la primitiva fortaleza de nueva planta.
            Aquí, donde hoy cunde a su antojo la maleza y lentamente se van desmoronando sus muros, pasaron los prelados seguntinos largas temporadas cada verano, hasta que las tropas en derrota del Archiduque Carlos le prendieron fuego después de la célebre bata­lla de Villaviciosa en 1710, y un siglo más tarde repitieron la misma operación los franceses cuando la invasión napoleóni­ca. Luego, los años, las aguas, los vientos y las nieves de tantos in­viernos, el abandono atroz y la falta de aplicación con fines prácticos, fueron poniendo el resto hasta conver­tirlo en esto que tengo aquí a mi lado: unos cuantos paredones en tambor de torres esquinadas, que se unen a trechos con residuos de un fornido murallón de tierra y piedra. Lo demás es naturaleza desnuda y paisaje en donde elevar los anhelos del alma. Un rincón escondido, como se dijo al principio, único en acumulación de merecimientos, y dispuesto a ofrecerse a quienes de verdad sepan agradecer tal cúmulo de encantos.

                                       

sábado, 3 de agosto de 2013

VIAJE IMPROVISADO AL ALTO TAJO

   

        Cuando el tiempo se muestra favorable por estas latitudes, que por lo general suele extenderse hasta la mitad del año, es aconsejable echarse al campo y compartir con cierta frecuencia una pequeña parte de nuestro tiempo libre con la Naturaleza de la que somos parte, a la que estamos unidos desde la tarde de la Creación, y de cuyo favor en la vida del hombre es un contrasentido renunciar, siempre que no haya para ello una causa mayor.
            Perdona, amigo lector, si te digo que los que somos de tierra adentro sentimos un cierto complejo, de inferioridad, naturalmente, en relación con los que viven en las comarcas costeras, con aquellos que siempre tienen a mano las caricias de la brisa del mar. Las playas, al margen de otros criterios entre los que se encuentra el mío, son para muchos de nuestros paisanos un privilegio inalcanzable, una vivencia soñada de la que sólo unos pocos pueden disponer durante todo el año. Pienso que es un error del que tanto nos cuesta salir, a no ser que las circunstancias nos obliguen. Por fortuna, debido sobre todo a la proliferación de las Casas Rurales en una mayor parte de nuestros pueblos, y a la mejoría de las carreteras durante los últimos veinte o treinta años, el turismo rural va ocupando a lenta velocidad el sitio que le corresponde. El campo va escalando puestos en el querer de las gentes. Somos unos afortunados, y de ahí que en éste mi trabajo de hoy os proponga una excursión lo más de aprovechada, que tan solo hace unas semanas tuve ocasión de experimentar en compañía de parte de mi familia; una más de tantas posibles que cualquier residente de esta tierra se puede plantear, programar y cumplir, cuando apenas se dispone de tiempo suficiente para mayores proyectos o nos encontremos en temporada de crisis, como es la actual, que nos impida volar más lejos.
            Sábado, tres de la tarde. A alguien se le ocurre en la sobremesa dedicar las seis u ocho horas que tenemos por delante hasta que cierre la noche en salir al campo. Hay una mayoría que apoya la idea. Se me encarga improvisar un itinerario que complazca a todos y que se ajuste al tiempo del que disponemos. Unos minutos de silencio y una hora después estábamos en camino. Destino: el Alto Tajo; programa a seguir: ninguno, lo que durante el viaje pudiera surgir sobre la marcha.
            Son unas horas en las que por la Alcarria hace calor. La tarde comienza a entrar cuando nos apartamos de la autovía cerca de Almadreones. Cruzamos Cifuentes por un lateral. Dejamos atrás la villa de las Cien Fuentes, comentando sin detenernos en ella los muchos motivos de interés que le ha legado la Historia: las torres de sus conventos, la espectacular portada románica de su iglesia, la Fuente de la Balsa, el pasado mítico de la Cueva del Beato a la salida…, para enseguida disfrutar de las irrepetibles escenas del campo de la Alcarria, de áspera piel, tesos y pequeñas ondulaciones de matorral, selladas con la silueta en pareja de las famosas Tetas de Viana, empalmes de carretera que llevan a los pueblecitos más cercanos: Carrascosa, Oter, Canredondo, Esplegares. Los farallones de roca sobre la altura -Peña del Águila- que bordean Saelices de la Sal, son el anuncio previo de que vamos por el buen camino.
            En Saelices nos hemos detenido unos instantes para echar un vistazo a las salinas y después descansar un rato a la sombra de la fuente del lavadero, que a falta de solo dos de sus nueve caños, mana abundante por todos los demás un agua fresca que los expertos hortelanos del lugar emplean para regar sus huertos al amparo de una alameda densa, con ejemplares altísimos, rectos como velas. Son algo más de las cinco.
            Al pasar junto al pueblo de la Riba, hablamos del rico tesoro artístico-cultural de la Cueva de los Casares, y comentamos la tragedia que se inició por aquellos parajes, hace ahora ocho años, y que costó la vida a un nutrido grupo de paisanos nuestros en un accidente que jamás debió ocurrir.
            Huertahernando se deja ver sobre el altiplano coronando la vega, luciendo en la media distancia la espadaña barroca del campanario de su iglesia. Cuento a mis compañeros de viaje que por estos campos de Huertahernando, murió peleando en la batalla el obispo guerrero don Bernardo de Agén, fundador de la nueva Sigüenza en el siglo XII. Las siguiente parada lo será en el monasterio de Buenafuente del Sistal, que tenemos a cuatro pasos. Conocer este importante monasterio medieval, desempañando todavía el principal cometido para el que se fundo después de toda una serie de vicisitudes y controversias surgidas entre los reyes de Castilla y los señores de Molina, es uno de los enclaves de la provincia de Guadalajara que nadie debería privarse de conocer.

            Solo el canto de los pájaros altera el silencio que se acrecienta con la visión de las viejas piedras del monasterio. El rumor de la Fuente Santa es continuo dentro de la iglesia románica en donde se guardan los restos mortales de algunos personajes principales del histórico Señorío Molinés, de doña Sancha y de doña Mafalda, en la pequeña urna que se anuncia con una lápida reciente sobre un lateral. Un saludo a don Ángel, alma del monasterio desde hace casi medio siglo, escuchar el canto de vísperas en la capilla por las monjas cistercienses que se encargan de mantener encendida la llama del espíritu, una ligera vuelta por el exterior del monasterio, y de nuevo  a continuar el viaje que tendrá como siguiente escala otro paraje mítico del Alto Tajo: el Puente de San Pedro.
            El sol y las sombras de la tarde se reparten por igual cuando llegamos a la junta de los ríos, el Gallo, que baja color tierra, y el Tajo, joven aún, que corre abundante con un agua clarísima. Las tonalidades, ocre de uno y cristal del otro, continúan sin mezclarse ni confundirse cauce abajo durante un largo espacio. La bravura del entorno, los árboles equilibristas que nacieron y se desarrollaron sobre lo alto de las peñas, el agua tranquila que se extiende a manera de discreto remanso, forman un conjunto idílico, que en la tarde en calma invitan a gozar del frescor de las aguas. Un pequeño grupo de mujeres toman su merienda sentadas sobre l plataforma de piedra que hay al lado del río.
            - Estará permitido bañarse –les pregunto.
            - Sí; nosotras ya lo hemos hecho. El agua está un poco fría al entrar, pero después está estupenda. Con que se sepa nadar un poco no hay ningún peligro.

            Iniciamos el regreso por caminos distintos a lo que nos han traído. Es aconsejable una vez aquí no perderse una vista general sobre todas estas tierras desde el conocido como “Mirador de Zaorejas”. Se puede subir en coche. La naturaleza al desnudo a una hora en la que la tarde es pura trasparencia. Un espectáculo visual inolvidable en varios kilómetros de distancia a la redonda, donde el Alto Tajo en su conjunto y en todo su misterio, es posible de avistar desde la altura. Brilla el sol, se doran las peñas en los violentos cortados que bajan hasta el fondo por donde se retuerce el cauce del río. Todavía nos queda más de una hora de sol, lo suficiente par regresar a casa por Alcocer y la ruta de los pantanos. Otra posible excursión de cuatro o de cinco horas.   

martes, 11 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I I I )




Por  aquello de las aguas del embalse, Sacedón se ha  con­vertido  desde hace un cuarto de siglo en una  pequeña  ciudadela cosmopolita. Un lugar de veraneo con ciertas pretensiones marinas en plena Alcarria.
     Parece  haber  constancia  de una  antigua  ciudad  romana llamada Alce, ocupando el mismo lugar sobre el que ahora asienta Sacedón, de ahí que su origen, por tanto sea remotísimo. Se cree que allí fueron martirizados, entre otros cristianos más de  hace veinte siglos, Eleuterio, Teodoro y Zoilo, discípulos directos de Santiago Apóstol. Durante la Edad Media se sabe que fue una aldea integrada en el común de Huete, hasta el año 1553 que recibió  el título  de villa independiente por privilegio real del  emperador Carlos  I. Siglos más tarde, la Guerra de Sucesión lo  castigaría impíamente,  quedando en lo sucesivo como uno más de los  pueblos casi anónimos de la comarca, hasta los tiempos modernos en que la construcción  de la presa lo volvió a revitalizar. Destaca  sobre el pueblo de Sacedón la torre monumental de su iglesia del  siglo XVII, con una discreta portada clásica y tres naves en el  inte­rior  con cubierta de nervaduras, realmente interesante. En  otra romántica  plazoleta queda la ermita dieciochesca de la  Cara  de Dios, de bonita espadaña barroca y pulcra cúpula en media naranja al gusto rococó.
     No lejos de Sacedón está sólo el paraje, sin nada que pueda dar  fe de que en tal sitio hubo algo parecido, en donde  el  rey Fernando VII mandó levantar un fastuoso palacete de recreo,  co­pioso en sombras y en vegetación al estilo Versalles; con  rectos y cuidados paseos, fontanas rumorosas y plácidas puestas de  sol, al que dio el nombre de La Isabela, en honor de su segunda esposa Isabel de Braganza. Quiso el infortunio que desapareciese en aras del progreso, triste holocausto; y todo lo que antes hubo, sola­mente  queda triste noticia en la memoria de los más  viejos  del lugar, algunas fotografías desvaídas, y un montón de ruinas  bajo el embalse de Buendía, que son a un tiempo llanto y nostalgia por otra  de  las grandes maravillas de la Alcarria  que  pasaron  al inaccesible paraíso de las cosas olvidadas.
     Por una carretera, ahora bien acondicionada que lleva hasta Alcocer y luego a la provincia de Cuenca, topamos a cuatro  pasos del  pueblo  de Córcoles con otras ruinas evocadoras: las  de  la abadía  monacal cisterciense de Monsalud. Las oscuras piedras  de Monsalud,  sus  formas clásicas vistas a distancia,  traen  a  la memoria arcaicos cantos de maitines y aromas a incienso en  aquel tranquilo  rincón. El monasterio de Monsalud fue  durante  varios siglos  meca de devociones y de romerías, en donde "la rabia,  la melancolía  y el mal de corazón", entre otras dolencias  más  del cuerpo  y del espíritu, se curaban con la simple fricción  de  un poco de aceite de las lámparas en la piel del enfermo, acompañada siempre de una invocación o de una oración devota. Se fundó  como monasterio  en la segunda mitad del siglo XII por el rey  Alfonso VIII,  si bien, las muestras arquitectónicas más antiguas que  se conservan corresponden a las primeras décadas del XIII.

     De entre los muchos milagros que se atribuyen a la interce­sión de Nuestra Señora de Monsalud, cuenta la leyenda que fue  en aquel  lugar  precisamente en donde el rey Amalarico,  hombre  de agrios  instintos a quien se debe la construcción de una  primi­tiva ermita, desterró a su mujer la reina Clotilde, acusada  ca­lumniosamente  de  adulterio,  y que las  fieras  encargadas  de despedazar su cuerpo la protegieron y alimentaron hasta que  fue posible  probar su inocencia. En los últimos veinte años se  han hecho  importantes esfuerzos por restaurar algunas de las  piezas principales del monasterio de Monsalud.
  
     EN LA HOYA DEL INFANTADO

      Y  al cabo Alcocer, cabecera del Infantado, con el  orondo chapitel de su torre como señal al otro lado de un campo  extenso de olivares y de algún que otro majuelo sin fortuna. Villa apenas conocida  y  con un importante papel en  el  pasado;  relacionada históricamente por mil motivos con la realeza castellana bajome­dieval, y museo más que meritorio de arte en piedra aún sin des­cubrir por el gran público.
     Alcocer,  mora en origen como bien anuncia su  nombre,  fue entregada  por el rey Alfonso X el Sabio a su amante  doña  Mayor Guillén de Guzmán a título de Señora ─la historia repetida que ya se  contó  al hablar de Cifuentes─, con algunas  tierras  más  y lugares  del  valle del Guadiela. De doña Mayor pasó  a  su  hija Beatriz, reina de Portugal; de ésta a doña Blanca, y, finalmente, al infante don Juan Manuel, quedando todo para la posteridad  con el nombre de Hoya del Infantado.
     El pueblo de Alcocer brinda al visitante la sorpresa, sen­cillamente  excepcional,  de su iglesia. Tiene  tres  puertas  de ingreso:  una románica y dos góticas, todas ellas de  transición. El  interior  se compone de tres naves, formidables  columnas  en manojo  con aéreos capiteles foliados que abrazan las cimeras  de los fustes, de donde parten las nervaduras en estrella con  per­fecta  concepción  gótica. Las naves laterales se  comunican  por medio de girola, como en las catedrales. Una torre vistosísima de tres  cuerpos se levanta sobre el edificio parroquial;  posee  un artístico pináculo reconstruido recientemente, en el que aparecen aspilleras, arquillos ojivales, ventanales góticos con  parteluz, y  un templete o linterna como remate que ensalza todavía más  su elegante estampa.
     En  el antiguo convento de Clarisas estuvieron, desde  1267 en  que  ocurrió su óbito hasta 1936 en que  desaparecieron,  los restos  momificados  de su primera señora doña Mayor  Guillén  de Guzmán,  mujer tan ligada personal y sentimentalmente a la  villa de Alcocer y a toda la Hoya del Infantado.

     Una última salida a estas alturas de la Alcarria,  aprove­chando  la  estancia en Alcocer, es siempre recomendable:  la  de Millana y Escamilla. Millana es un lugar tranquilo, un poco  es­condido, que acostumbra recompensar al visitante con el  soberbio muestrario románico del tambor en su iglesia parroquial de  Santo Domingo de Silos; algún escudo mural interesante por las  calles, como  el  de los Astudillo, y varias casonas  repartidas  por  el pueblo  completan su legado. En Escamilla, algo más allá  pero  a paso seguido, hay una lujosa torre parroquial neoclásica,  atri­buida  nada menos que al genio arquitectónico de Ventura  Rodrí­guez; un juego complicado de cornisas, de cupulinos y balaustres, de  molduras y de adornos en perfecta geometría, que van a  con­cluir  con la graciosa Giralda, repuesta ─todo hay  que  decirlo─ con  muy  poca  fortuna, después que la  anterior  existente,  la auténtica  Giralda de Escamilla y amor sempiterno del Mambrú  de Arbeteta, fuese destruida por un rayo hace una docena de años.
      Desde aquí es la otra Alcarria la que toca nuestra curio­sidad: la Alcarria de Cuenca. No lejos, y como detalle de  máximo valor aun fuera de nuestras fronteras provinciales, no me resisto a  dejar de referir aquí, y a recomendar una escapada  hasta  las ruinas  de Ercávica, término municipal de Cañaveruelas,  al  otro lado  del Guadiela porque el pantano de Buendía a  estas  alturas hace muchos años que dejó su fondo al descubierto. Allí quedan  a vista  del  público la mínima parte de los restos de una  de  las ciudades romanas más importantes de los siglos segundo y  primero antes  de Cristo, en donde sus ciudadanos gozaron del  privilegio especial  del viejo derecho latino, y se acuñó moneda en  tiempos de  la  República y durante los imperios de  Augusto,  Tiberio  y Calígula.

(En las fotos: un aspecto de la presa de Entrepeñas; detalle urbano de Alcocer, y el famoso campanario de "El Giraldo" de Escamilla)


martes, 4 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I I )

    

      OVILA Y TRILLO

     Cuando  se  deja Cifuentes y se toma con dirección  sur  la carretera que baja hasta Trillo, siguiendo el curso de las  aguas del arroyo Cifuentes, que no es sino el sobrante de la Fuente  de la  Balsa cifontina que escapa por aquí hasta encontrarse con  el río Tajo, siempre se llevan por mascota en el horizonte las Tetas de Viana. Las Tetas de Viana son dos cerros gemelos, acabados  en un altiplano con corona de piedra. Seguramente que son, por cuan­to  a paisaje se refiere, la principal nota de identificación  de las  tierras de la Alcarria. Los dos Gárgoles, el de Arriba y  el de Abajo, uno a la derecha y otro a la izquierda del camino,  nos salen al paso antes de llegar a Trillo. En Gárgoles de Arriba hay un   importante  yacimiento  romano  en  el  que  se   iniciaron excavaciones  con éxito; en Gárgoles de Abajo, las bodegas  sub­terráneas  abiertas  al pie de un otero, nos dan idea de  lo  que fueron  los  caldos alcarreños antes de que viniese  la  filoxera hace tres cuartos de siglo.
     Sin  entrar  en el pueblo de Trillo, pero sí a  sus  mismas puertas, nos desviaremos ─merece la pena─ por una pista en no muy buen estado que dará con nosotros en Ovila al cabo de unos cuan­tos minutos.
     El  monasterio  de Santa María de Ovila se construyó  a  la vera del Tajo, allá por el siglo XIII con la ayuda de los monar­cas  castellanos; si bien, su fundación en origen se debe al  rey Alfonso VIII, hacia el año 1181, y no exactamente en donde  ahora está, sino un poco más arriba de su definitivo emplazamiento.  Su desaparición,  en lamentables circunstancias, constituye  una  de las historias más tristes que ha vivido la Alcarria.

     El  monasterio de Ovila fue vendido por sus dueños en  1930 al  caprichoso y desaprensivo magnate estadounidense  W.R.Hearts, quien  inmediatamente  lo mandó desmontar, piedra a  piedra,  con intención  de reconstruirlo de nuevo en su rancho de San  Simeón, en  California. El venerable cenobio fue deshecho en  sus  partes más  nobles y más antiguas, pero no se volvió a  reconstruir,  ya que,  por falta de medios económicos suficientes para  acabar  la empresa, y debido a las circunstancias políticas del momento  ─no demasiado a su favor─, las piedras de Ovila hubieron de encontrar albergue definitivo , después de mil vicisitudes, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San  Francisco, cuando no demolidas y amontonadas entre la hojarasca de un parque en la misma ciudad, añorando ─quién sabe si como la misma  Alca­rria─  aquellos siglos postreros de la Edad Media en  que  fueran gala  de Trillo y ornato simpar de las vegas altas del  Tajo.  Lo único  que  aún puede verse del vetusto  monasterio  son  algunos arcos descarnados del claustro, ruinas irremediables, y una  gi­miente  espadaña  como testigo de algo que jamás  debiera  haberse hecho.
     Las  torres  parejas de la central nuclear  nos  sirven  de norte para volver a Trillo. Bajo un enorme puente que une los dos barrios,  discurren mansas las aguas del Tajo. Arriba  el  pueblo viejo, empinado y albo sobre su peana de arenisca, oteando  desde las  bodegas  que hicieron los moros la moderna  estampa  de  las calles del río.
      Trillo  es un pueblo singularmente hermoso. En  Trillo  es siempre  protagonista el agua. Por una parte el remanso  del  río encajado  entre frondosas arboledas, y herrajes de  pasamanos,  y paseos  ajardinados, y galerías y miradores de la  pequeña  villa cosmopolita; por otra, el desagüe precipitado del arroyo Cifuen­tes que se despeña en cascadas estruendosas al sombraje  perpetuo de los barrancos, desprendiendo al caer una neblina húmeda por la que  se cuelan los pájaros que acuden a picotear en  las  plantas del  liquen  y de la yedra que sale entre las  peñas.  Trillo  es pueblo de callejuelas pinas y de plazuelas señoriales a pesar  de su urgente actualización urbanística, forzada, claro está, por el aumento  de la población con motivo de la puesta en funciones  de la central nuclear.
     En  Morillejo,  lugar relativamente próximo  a  Trillo,  se fabrica por procedimientos centenarios el aguardiente de orujo  y el  churú, en sus populares destilerías caseras. El churú que  se hace en Morillejo es un líquido dulzón, mezcla de mosto sin fer­mentar  y de aguardiente de la cosecha, según  fórmula  magistral que tan solo conocen los lugareños; divino elixir con el que,  en las  noches de plenilunio, después de hartos de miel hasta  decir basta, se embriagan en las mesas peñascosas de las Tetas de Viana los brujos de la Alcarria mientras los hombres duermen.
  
     CON EL AGUA A LOS PIES

     Desde  Trillo  bajamos a favor de corriente  en  busca  del embalse  de Entrepeñas. Se puede hacer por Azañón y Viana,  o  de nuevo por la carretera de Cifuentes hasta Durón. Las  condiciones del camino aconsejan la segunda posibilidad. En Durón es recomen­dable  conocer  su fuente neoclásica; y en Chillarón del  Rey  el magnífico  retablo  mayor de la parroquia, una  de  las  mejores muestras  de  la escuela de Churriguera que existen  en  todo  el país.

     Budia, aunque las distancias desde aquí siempre son cortas, viene  a caer un poco a trasmano, pero es  imprescindible  llegar hasta  él  si de veras se desea conocer lo más destacable  de  la comarca.  Budia se esconde entre las alamedas y se  resguarda  de los  vientos por sus cerros vigías. Es un pueblo  antiguo,  bello como pocos. En sus calles son frecuentes los rincones pintorescos que  trasladan  al  visitante con la  imaginación  cuatro  siglos atrás.  La Plaza Mayor es un recuerdo vivo de aquella época,  con el   edificio  consistorial  del  siglo  XVI,  pero   restaurado recientemente, como fondo. En la monumental iglesia de Budia  se guardan  los tesoros escultóricos más valiosos de toda  la  Alca­rria. Se trata de dos bustos en tamaño natural, de Pedro de Mena, que  representa  a La Dolorosa y  al  Ecce‑Homo  respectivamente, ambos procedentes de la cercana ermita patronal de Nuestra Señora del Peral. Son réplica de otros del mismo autor que se  conservan en las Descalzas Reales de Madrid. El altar mayor de la parroquia es  todo un joyel en plata repujada, resto de lo que fuera  antes de  su parcial saqueo y destrucción cuando la Guerra  Civil,  que había  sido  donado en siglos precedentes a su templo  común  por familias  hidalgas de la villa. Entre la rica gastronomía  de  la comarca destacan los bizcochos crispines, típico producto de  las fiestas de Budia. Por extramuros se levanta, restaurada  también, la famosa picota o rollo jurisdiccional de la villa.
     Luego Alocén y El Olivar, ambos con impresionantes mirado­res hacia las aguas del pantano. Más adelante, ya en la carretera de Cuenca, Sacedón, y poco antes Auñón, otra antigua villa alca­rreña  por la que sería un error para el viajero pasar sin  dete­nerse.
     Auñón  se presenta desde la carretera semicolgado sobre  el ribazo  pedregoso,  mostrando en lugar bien  visible  el  fornido corpachón  de la torre de su iglesia. Fue en la antigüedad  villa cabecera de encomienda de la Orden de Calatrava. Todavía se con­serva la Casa del Comendador entre las más añosas e  interesantes de  Auñón.  En el siglo XIX de la villa y de  todos  sus  títulos nobiliarios don Angel Saavedra, duque de Rivas, autor entre otras obras  de  su tiempo del famoso drama romántico Don Alvaro  o  la fuerza del sino. Dominando un paisaje hosco, pero bellísimo,  con el  inmenso  espejo de Entrepeñas siempre como fondo a  una  hora larga  de  camino a pie, se encuentra el  santuario  de  Nuestra Señora del Madroñal, celestial patrona de Auñón, cuya  primitiva imagen desaparecida en 1936, se consideró por tradición como una talla menuda debida al arte y al cincel del evangelista San  Lu­cas.

(Las fotografías nos muestran: un aspecto de las chorreras de Trillo, estado actual del monasterio de Óvila, y "La Dolorosa" de Pedro de Mena en la iglesia de Budia)

lunes, 3 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I )



  
   A nuestros tres pantanos mesetarios por antonomasia: Entre­peñas,  Buendía y Bolarque, se les distinguió  por aquellos  años de  la  primera fiebre turística que vivimos los  españoles,  con nombres tan horteras y fuera de lugar como "El Mar de  Castilla", "La ruta de los lagos", "Los lagos de Castilla", y no sé si algún  apelativo  más por ese mismo estilo, tan  propios  de  una España  en convalecencia y no falta de buenos deseos por  hacerse notar.  La  cosa es que, con todo aquello, a la gente  de  tierra adentro le dio por venir a rueda de seiscientos durante los fines de semana, sobre todo desde la capital del Estado por aquello  de la  proximidad;  incluso  se empezaron a  levantar  los  primeros "clubs  náuticos",  los hotelitos de recreo en  la  árida  costa alcarreña;  se  pusieron de moda los pantaloncitos  cortos,  las camisetas porteñas, las lanchas motoras, las cañas de pescar  en edición  de  lujo y vaya usted a saber. Algunos  de  los  pueblos afectados por la venida de las aguas notaron un pronto beneficio; otros, no obstante, no se debieron enterar demasiado y se pusie­ron cuando llegó el momento a la cola de la doliente nómina de la emigración  como si tal cosa. Los olivos alcarreños comenzaron  a acusar  en  seguida los efectos del abandono, y las  riberas  del Tajo  y del Guadiela se cubrieron en cuestión de meses con  miles de  millones  de metros cúbicos de agua sobrante sus  campos.  La revolución  en las formas de vivir estaba servida; los  sueños  y proyectos de miles de paisanos parecían encarrilados por  sende­ros  de  prosperidad.  Como siempre ocurre  cuando  la  realidad palpable  se apoya en la ficción más que movediza, aquello  tocó fondo al cabo de los años; las aguas comenzaron a bajar de nivel, y las tierras ribereñas de estos embalses, para bien o para  mal, han  vuelto a colocar las cosas en su sitio; y ahí están,  retazo entrañable de nuestra geografía, complicadas y  provocadoramente hermosas  por  mérito propio como ahora veremos;  pasando  a  ser aquello de las aguas una circunstancia accidental, una  pesadilla en  noche de verano de las que nadie estamos exentos, que,  a  la larga,  ni dejó ni quitó apenas nada; tal vez dañara en parte  el paisaje tradicional de la Alcarria, pero qué le vamos a hacer.
     Hoy nos disponemos a caminar por aquellos lares de  nuestra provincia;  entrando  y saliendo, según convenga, en  la  castiza Ruta de los pantanos cuando el interés de las cosas así lo reco­miende.  Conviene  dejar claro antes de meterse  en  camino  que, apartando intencionadamente lo que en realidad no es por allí  la esencia de la Alcarria, nos encontramos en una de las zonas menos conocidas y más sorprendentes de la geografía guadalajareña. Casi todo al andar resultará para muchos novedoso, lo que convierte el camino en apacible y gratificador.


     CIFUENTES


     La villa de Cifuentes se recoge en el fondo de una  extensa hoya, con las torres del Salvador y de Santo Domingo como enseña, un  poco  a la sombra del viejo castillo de don Juan  Manuel.  En Cifuentes, como en tantos otros lugares de Castilla y de la pro­pia alcarria, se hace presente al volver de cada esquina el  peso de la Historia.
     Bueno  será  advertirte, querido lector, que  por  aquellos andurriales  alcarreños hicieron parada y fonda los romanos.  Así lo  dejan  de  manifiesto  las  excavaciones  sobre  una  ciudad desconocida cerca de Gargolillos. Nada sobre la historia de  Ci­fuentes se sabrá a partir de entonces en un montón de siglos.  Sí es seguro que el Rey Sabio convirtió a Cifuentes en Señorío,  con algunas tierras más de sus contornos, para ofrecerlo a doña Mayor Guillén  de  Guzmán, su amante, que de esa manera pasó a  ser  su primera señora. En el siglo XV, había pasado todo a ser  posesión del infante don Juan Manuel, el de las buenas letras y el carác­ter  turbulento, quien hacia 1324 puso en marcha la  construcción de  la fortaleza, cuyas ruinas todavía enseña Cifuentes,  con  su desgastado blasón junto a la puerta.
     Son muchos los grandes personajes que por una u otra  razón estuvieron relacionados con el Castillo, además del propio infan­te do Juan Manuel. De entre todos ellos merece referirse al  Con­destable  de Castilla, don Alvaro de Luna, que por concesión  ex­presa  del rey Juan II llegaría a ser Señor de Cifuentes;  y  don Fernando  de  Antequera,  que  esperó dentro  de  sus  muros  el desenlace  a  su favor del Compromiso de Caspe; y  doña  Ana  de Mendoza,  Princesa de Eboli, que nació allí y perdió siendo  niña el ojo derecho mientras jugaba inocentemente junto al solar  for­taleza de sus mayores.
     De  las  muchas  horas amargas que padeció  la  villa,  el Castillo fue testigo desde su atalaya del incendio a que la some­tió  Felipe V, por haberse situado al lado del Archiduque  cuando los  últimos  coletazos de la Guerra de  Sucesión;  del  incendio voraz que volverían a repetir los soldados franceses del  general Hugo,  al  abandonarla bajo la férrea presión  de  El  Empecinado cuando  la Independencia; y de los bombardeos, en fin, de 1936  a muchos  de sus monumentos que quedaron seriamente  dañados,  ha­biéndose podido recuperar en posteriores arreglos casi íntegra su primitiva  imagen, como es el caso de la oronda espadaña  barroca del convento de Santo Domingo.

     Cuando se va a Cifuentes son muchos los motivos de  interés que  pueden reclamar la atención del visitante al andar  por  sus calles.  Puestos  a  sacar  de entre  todos  ellos,  será  justo referirse  en  primer lugar a la portada  tardorrománica  de  la iglesia del Salvador, una de las más completas en este estilo  de las  que  pueden admirarse en la provincia y que son  muchas.  Se construyó  entre 1261 y 1268. Uno de los cuerpecillos  esculpidos que  adornan la última archivolta, representa al obispo  de  Si­güenza que por aquellos años ocupaba la sede: "ANDREAS EPS SEGUN­TINUS" se puede leer escrito sobre la carteleta que lo  identifi­ca.  La  portada, a la que llaman de Santiago, es  lo  único  que queda en pie de la primitiva iglesia románica cifontina, levanta­da,  cabe suponer, bajo el favor de su primera señora doña  Mayor en el siglo XIII.
     En  la misma plaza en la que está situada la  parroquia  de Cifuentes  queda  el ya referido convento de  Santo  Domingo,  de finales  del  siglo XVI, con el escudo sobre portada  del  obispo fray Pedro de Tapia, dominico, que ostentó la prelacía  seguntina desde 1645. En otra cara de la plazuela que dicen de la  Provin­cia,  se ofrecen los artísticos relieves de un  escudo  familiar, mayor en tamaño de lo que es habitual en esta clase de  emblemas. Un juego complicado de figuras en el que se cuentan leones  ram­pantes, ángeles alados, escalas, puentes, caretas y penachos, que sirven de exquisito ornamento a un palacete al que la gente cono­ce por Casa de los Gallos.
     Casi todas las fuentes, de las cien que dan nombre al pue­blo, nacen al pie del cerro del Castillo, concluyendo en un canal que  arrastra las aguas hacia la mayor de todas ellas: la  Fuente de  la Balsa. Nace a borbotones de una covacha que hay a  ras  de suelo  bajo  mínima arcada, en apariencia  románica,  cuyo  manar lleva  anejo  un enorme balsón cristalino por el  que,  en  algún tiempo, nadaron en libertad los pequeños alevines de la trucha  y algunos ejemplares adultos de buen tamaño.
     Desde Cifuentes, y antes de seguir caminando por la carre­tera  de  Trillo, merece la pena escaparse hacia  los  solitarios pueblecitos  de Ruguilla, de Sotoca, de Huetos y  de  Carrascosa; este último, rayano a la comarca serrana del alto Tajo,  sorpre­nde  al viajero no prevenido con el delicado joyel de su  iglesia casi  subterránea.  En Ruguilla se ciernen como  en  un  remolino todos los vientos de la Alcarria. Dicen ─sin que les falte razón, y  pienso que nadie se molestará por ello─ que en los  colmenares de  Ruguilla se corta la mejor miel de todas las Alcarrias;  también, yo añadiría que los paisajes más conmovedores se dan  allí, en rincones concretos de sus tierras cercanas: un adelanto a  los paraísos que vendrán más adelante al chocar con el Tajo.

(En las fotografías, todo Cifuentes: La Fuente de la Balsa; La Plaza Mayor desde la Barbacana, y Portada románica de la iglesia)