domingo, 20 de marzo de 2011

ILLANA EN EL CONO SUR


Illana es el más meridional de los cuatrocientos y más pueblos de la provincia de Guadalajara. Queda un poco solo, no despegado, por aquellas ondulaciones paniegas de la Alcarria Baja, recibiendo a menudo los vientos manchegos de la comarca de Tarancón, a la que el pueblo se encuentra ligado por lazos de vecindad y de costumbre. Sus pueblos más próximos son Leganiel y el caserío de Saceda-Trasierra, ambos en la provincia de Cuenca. Por la de Guadalajara son Driebes y Mazuecos los más cercanos. Lo uno y lo otro nos da idea del aspecto urbanístico y del carácter peculiar de sus setecientos habitantes que, por lo general, allí viven de continuo.
El término municipal de Illana, tal como se advierte en el mapa y consta en los papeles, es uno de los más extensos de la provincia (93,3 kilómetros cuadrados), si bien no todos, como cabe suponer, son hábiles para el cultivo agrícola, pues los tesos alcarreños de un gris poco generoso, hasta él llegan y ocupan porciones importantes de su término. El olivar, en los parajes menos afortunados, cubre un tanto el expediente paisajís­tico, y el económico también, de un pueblo agrícola por situa­ción, por vocación y por costumbre.
Ha cambiado mucho illana desde la última vez que anduve por allí, y que debió ser, sobre poco más o menos, durante la primavera del año 1980; lo suficiente como para que en esta última visita, todavía reciente, me haya resultado novedoso, casi desconocido, sobre todo en el aspecto estético de su Plaza Mayor, entonces pobretona y envejecida, con casas encaladas y sin lustre, con el típico arco del Puntío de un blanco patinado por la intemperie, y una fuente redonda con larga farola de cuatro brazos en mitad, junto a la que aparcaban los vehículos y hallaban sitio aparente casi a diario las camionetas de los vendedores ambulantes. Por entonces me contaron que el pueblo era rico, o por lo menos se desenvolvía con soltura, que rara era la familia que no contaba con un tractor para trabajar las tierras. Hoy resulta innecesaria aquella explicación, lo dicen con sola su presencia las calles, los establecimientos, y la mayor parte de las casas en las que la vive la gente.
- Sí, señor; todo eso es verdad, pero se echan de menos aquellos años tan felices de cuando la banda de música, y la alegría aquella de la gente joven, respetándolo todo y sin meterse con nadie.
- Hará mucho tiempo de eso.
- Pues sí que hace. Tendría yo veinte o veintidós años. Ahora voy a cumplir ochenta; así que, eche usted la cuenta.
El abuelo estaba tomando el poco de sol en la esquina de la plaza, de cara a la fuente redonda y al arco del Puntío que cae al otro lado, y a través del cual se llega al barrio de las Parras sin necesidad de abrir bocacalle.
La fuerza débil del sol de la tarde se difumina al instante, y en seguida comienza a llover de manera tonta sobre el pueblo, a complicar el propósito de verlo todo, de conocerlo todo, sin el inconveniente climatológico de una tarde cruda y lacrimosa que ha optado, muy en contra del querer de los hombres del campo, por convertir a España, incluídas las tierras de la Alcarria, en un lodazal. La solución: buscar refugio en uno de los tres o cuatro bares de la plaza, donde la gente se distrae viendo llover a través de los cristales.
- Y decían estos años de atrás que si la culpa de la sequía era el agujero en la capa del ozono -opina el camarero desde dentro del mostrador-; pues se conoce que le han puesto un buen parche, porque ojito con el invierno que llevamos.
Las losetas de la Plaza Mayor, en efecto, se han puesto resbaladizas y brillantes en un momento. Una señora con el niño en los brazos cruza la plaza bajo un paraguas. Cuando al cabo de un rato escampa, una pandilla de chavalotes encapuchados con prendas de abrigo me preguntan junto a la fuente si he subido a la torre alguna vez. Les respondo que no, y que la idea tampoco me atrae demasiado. Insisten ahora con que el pueblo es muy bonito desde el campanario, y que hay que subir muchas escaleras.
Al comparar las dos fotografías que poseo de la plaza de Illana, quince años por medio, tengo la impresión de que las piedras del pilón en la fuente central son las mismas, sólo que ahora con una disposición o una estructura más auténtica. Por entonces, las piedras que redondean el círculo del estanque estaban pintadas de blanco, y faltaba el monolito central que ahora tiene. En su lugar había un mástil altísimo, ramificado al final en cuatro brazos que servían de farolas.
He vuelto a ver la iglesia por dentro, aunque en sus motivos principales la recordaba hasta con detalles desde la otra ocasión en que me la enseñó don Alejo. Me sorprendió gratamente la primera vez que lo vi el magnífico retablo mayor que cubre el frontis del presbiterio, barroco y sin dorar, de madera vista, que es sobre todo lo demás la estrella del templo. Como centro común de devociones allí está en lugar preferente la imagen menuda de la Patrona, la Virgen del Socorro, cuya fiesta celebran el día 8 de septiembre; y como curiosidad, aparte de la escalina­ta de la torre de la que me habían hablado los chicos, hay en la sacristía una argolla de hierro forjado, con la que -según me dijeron- estuvo prisionero de los moros el general Navarro, en una de aquellas contiendas hispanoafricanas de primeros de siglo; y al verse libre y con vida, se hizo con ella y se la regaló a un amigo natural de Illana, quien a su vez la donó a la parroquia de su pueblo natal para que la conservasen, si no como pieza de museo, sí como memorial perpetuo de un suceso aislado, casi anónimo, de nuestra historia del siglo XX.
Desde las eras del Vadillo en lo alto del pueblo, ahora en el camino que sigue hasta el cementerio, embarrado y casi inaccesible, se ven los cientos de casas en su conjunto extendi­das a lo largo del barranco y en parte de la ladera de un cerruco gris. La Alcarria es por estas latitudes diferente, un tanto peculiar, más agrícola y ganadera que el resto de la comarca, menos afín al tomillo y al romero, menos áspera y sugerente quizás. La comarca manchega de Tarancón le coge a un paso.

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