No
es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto
carácter de sus gentes lo que permite contar a la villa de Horche entre la
media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir,
qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los pliegues de la Historia, en la
singular condición de sus moradores, y en esa apretada nómina de personajes de
renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde
con la realidad de lo que es la villa.
Hace
algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial,
y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la
otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego,
con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche
residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada
sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de
marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación
cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche
1992."
La
calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y
sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas
largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de
ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la
Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de
La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
Desde
la bajada de la calle de San Roque, por una callejuela estrecha en flanqueada
de bodegas subterráneas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las
afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventilada, una
plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle
que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos,
alcarreños donde los haya.
A
la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del
Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los barrios
de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes
traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos,
quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el
carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron
allí.
La
Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la
calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un
grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los
soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en
su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas
castellanas, y en sus calles adyacentes prevalece la impronta personal de las
antiguas mansiones de la Alcarria, con sus aleros salientes, sus ventanucos
expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena
forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en
mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los
últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo
lugar..
Por
la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de
los herreros. La calle de la Iglesia, y sus paralelas, escaleras arriba o
escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche
personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al
fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la
diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el
estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más
estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre
una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejerció su ministerio
pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que
probablemente ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco,
quizás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864,
"curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico
cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y
Lecea de una novela de carácter local a la que titularon "La flor de la
Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la
época y el tremendismo que después se
pondría en moda.
Pese
a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los
horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es
suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los
cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos
de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante
notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos
festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad
insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus
actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal
de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar
mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y,
sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de
los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
Desde
un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el
panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos
barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los
nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta
elegancia.
La tarde se nos va. El sol se ha
tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado
de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción
parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos
de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispone a entrar en la
anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua
iglesia de San Sebastián.
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