miércoles, 24 de agosto de 2011

MAZUECOS



Cuando a mediados del mes de marzo de 1981 visité por primera vez el pueblo de Mazuecos, hubo quien se molestó con muy pobres razones de lo que escribí después como resultado de aquel viaje. Pero no fue allí, sino en Guadalajara capital, quien así mismo me llegó a recriminar sin el menor escrúpulo, el que dijese que aquel, como algunos pueblos más de la misma comarca, comenzaban a manifestarse con un cierto tinte manchego. Eran los años en que la provincia de Guadalajara parecía no encontrar su justo acomodo en la comunidad autónoma que en su día se nos adjudicó, y a la que poco a poco y con la ayuda del tiempo nos vamos acostumbrando como ciudadanos de hecho y también de derecho. Pasados los años, y repasando viejos documentos sobre pueblos y lugares del antiguo reino de Castilla, me encontré con que en las Relaciones mandadas llevar a cabo por el rey Felipe II en 1575 por ciudades, villas y aldeas de su reino, figuraba la siguiente respuesta a una de las preguntas de rigor con las que el escribano, a la sazón un tal Diego Morales, dio salida al cuestionario real y que aquí copio literalmente: “Este dicho lugar es tierra templada que cae entre Mancha y Alcarria, y tierra en partes llana, y partes ásperas de muchos yesares…”, lo que me autoriza cuando menos a mantener sobre el asunto la misma opinión. Los pueblos han cambiado mucho en su fisonomía y aspecto urbano en un correr apresurado por adaptarse a los tiempos; pero el paisaje, el entorno de cada uno de los enclaves continúa inamovible, sigue siendo igual, tal vez con alguna ligera variación en algunos de ellos, debido sobre todo a imperativos relacionados con el bien común: trazado de carreteras, de vías de ferrocarril o construcción de algún pantano. No es, desde que yo lo conozco, el caso de Mazuecos, pues lo olivares están donde estuvieron siempre, la carretera es la misma, y el Cerro Redondo continúa en su lugar, en mitad de los valles, sirviendo de enseña próxima al campo de Mazuecos. Para mi uso, la gran región manchega tiene sus puertas ahí, a la vera del Tajo, y se cierra a la altura de Despeñaperros; entre lo uno y lo otro todo es Mancha, con sus numerosas diversidades y sus largas distancias.

En esta ocasión eran las puertas del verano cuando llegué a Mazuecos. Los vencejos bullían a centenares sobre el tejado y los alrededores de la iglesia de Santo Domingo de Silos, un edifico voluminoso que nos da idea de la importancia del pueblo en su pasado. A eso de la media mañana algunos hombres habían salido a sentarse en la sombra, junto a la puerta de sus casas, una costumbre propia de la comarca que se acrecienta a medida que nos vamos introduciendo más al sur por tierras manchegas.
La calle de la Cruz baja desde los aledaños de la iglesia partiendo al pueblo en dos mitades. Por la calle de la Cruz, como por la plaza del Coso y en general por todo el casco céntrico del pueblo, se van alineando en ambas aceras las viviendas nuevas junto a los viejos edificios del pueblo de labradores; esa mezcla propia de los tiempos de transición que en los pueblos se manifiesta con especial claridad, pues las que durante años y siglos fueron residencia de campesinos, adaptadas a las necesidades propias del medio rural y a los duros trabajos que les cupo en suerte o en desgracia a nuestros abuelos, van pasando a ser lugares de descanso con otro tipo de medios bien distintos, pueblos de temporada con toda esa problemática -también en el aspecto externo- que suele llevar consigo cualquier cambio radical.
La plaza del Coso tiene tres caras. Los antiguos todavía recuerdan haber visto en el centro de la plaza un monolito, restos de la vieja picota con toda seguridad. Años después de haber desaparecido vimos una alta farola ocupando aquel espacio. Hoy ha vuelto a ser un rollo de villazgo el que se alza ocupando el sitio en el que estuvo su predecesor. Un rollo bien labrado, limpio, pulcro, perfecto, pero que como no podía ser de otra manera carece del valor de lo auténtico. Aplaudimos la idea de los munícipes en ese intento de recuperar los verdaderos signos de su pasado, y la picota, o rollo, fue siempre un símbolo de distinción, como lo fue el pueblo Mazuecos, titulado villa en el siglo XVII, y con un precedente que no se repite en ninguna otra villa más de sus alrededores, como es el hecho de que en tiempos de Felipe II, perteneciendo el caserío y sus campos a la Orden de Calatrava, alfoz de Almoguera, fuesen treinta y tres, de los cien vecinos con los que contaba, familias hidalgas, gentes comprendidas en un estatus social muy superior al de otros lugares próximos y aun lejanos. En el año 1541 Carlos I había permitió la venta del pueblo y de sus tierras al marqués de Mondéjar, y a ese señorío perteneció hasta la tercera década del siglo XIX en que desparecieron definitivamente toda esa clase de privilegios.

A pesar de que se encuentre apartado de las principales vías de comunicación, Mazuecos se esfuerza por hacer frente al fuerte tirón de los nuevos tiempos. Sus pequeñas industrias en el campo de la alimentación hacen que no pase desapercibido; pero posiblemente sea una de sus viejas tradiciones la que le haga ser noticia cada mes de enero con motivo de la fiesta en honor de su patrona la Virgen de la Paz; y con ello me estoy refiriendo a la más de cuatro veces centenaria fiesta de “La Soldadesca”, una manifestación popular, histórica, colorista, que viste de interés cada invierno aquellas tierras de la Alcarria, y por la que hacemos votos se esfuerce en sobrevivir a estos tiempos en los que los valores del pasado apenas encuentran el apoyo de unos cuantos, sobre todo si estos exigen algo de esfuerzo y organización.
El hecho histórico que viene a recordar a los vecinos de Mazuecos la presencia de La Soldadesca por sus calles, es harto conocido allí por niños y mayores. Los datos que se conocen son escasos. La tradición, y un poco también la leyenda, lo han traído hasta nosotros de la manera que ahora lo conocemos.
Sucedió que el día 7 de octubre de 1571, cuando el ejército naval de Felipe II se dispuso a dar la debida cuenta de la escuadra turca, allá por las hasta entonces las tranquilas aguas del Golfo de Lepanto, llevando como aliados a los ejércitos pontificios t a unas cuantas naves venecianas, todos al mando de don Juan de Austria, el hermano bastardo del rey, uno de los muchos miles de soldados que intervinieron en el combate, y de nombre Juan, natural de Mazuecos, tuvo la valentía de taponar con su brazo el agujero producido en la nave por un cañonazo de la armada enemiga. Terminada la refriega, puede imaginarse el lector en las condiciones que quedaría el brazo del bravo mozo alcarreño. Los médicos propusieron ponerle solución amputándole el miembro desgraciado antes de que la gangrena actuase y pusiera en serio peligro la vida del muchacho. Nada de la decisión de los médicos fue preciso llevar a cabo; pues el herido, conocida la gravedad, se encomendó con todo fervor a la Patrona de su pueblo, la Virgen de la Paz, recobrando enseguida la salud.
Este hecho, tan ligado a una de las páginas más brillantes de la Historia de España, dio lugar a la fiesta anual de “La Soldadesca”, en la que son protagonistas ocho o diez muchachos del pueblo ataviados con el traje militar de la época, que empuñando las armas e insignias al uso en los Tercios de Flandes, acompañan a la imagen de la Virgen durante la ceremonia que tiene lugar dentro de la iglesia, y después en la procesión por las calles del pueblo. Un acto colorista y emotivo, más para ser visto que contado. Lo que me lleva a invitarte, amigo lector, a que lo vayas a conocer en persona. La Soldadesca de Mazuecos sale a la calle en la mañana del 24 de enero, fiel a la tradición como así es costumbre.

viernes, 5 de agosto de 2011

L A T O B A



Situado en el límite mismo de las últimas barbecheras de la Campiña, con el verde opaco de los olivares de la Alcarria Alta lamiendo sus puertas, y siendo a la vez callejón de entrada a las primeras estribaciones de la sierra vecina, el pueblo de La Toba se mantiene en el punto geográfico de la provincia por donde concurren tres de las comarcas más características que la integran. Las bodegas subterráneas de la vieja villa se van alineando al entrar junto a la carretera, abiertas en el muro, hilo seguido de la ermita de la Virgen de la Quinta Angustia por la que acabo de entrar. Es la segunda o la tercera vez que paso por aquí. La Toba, escondido del tráfago diario de la ciudad y del paso de vehículos por caminos de primer orden, es un pueblo hermoso, un pueblo de labradores agraciado con bien parecida tierra, con huertas y con fuentes generosas al servicio de ese centenar escaso de habitantes que viven en él de manera continua. Como en todos los pueblos, de veinte años a hoy el aspecto urbano ha cambiado en La Toba de forma bien visible. Los habitantes son menos, pero el pueblo aparece más cuidado, las calles pavimentadas, y los modos de vida y los servicios municipales mucho más acordes con los nuevos tiempos.
Llevaba previstas dos intenciones antes de salir hacia La Toba: estacionar el coche junto a la fuente de la Calle Real donde está la picota, y buscar a un buen amigo que dejé por allí en mi primer viaje, Pedro Serrano. La primera de ellas pude cumplirla fácilmente, como cabe suponer; pero no así la segunda, pues mi amigo murió hace bastantes años según alguien me contó, y de él sólo queda en el pueblo su recuerdo, y en mi memoria la imagen lejana de un hombre bueno, amigable y servicial, que en su día me acompañó por donde quise ir, me explico cuanto quise saber, y me invitó en su casa a un vasito de vino de su cosecha y a unas rosquillas muy ricas que había hecho su hermana, anciana como él, con la que vivía. Ni uno ni otra están ya en el mundo. Vaya pues para ambos mi recuerdo y mi gratitud, al tiempo que me dispongo a andar por las calles y plazuelas del pueblo en compañía de nadie.

             El conjunto que forman a mitad de la Calle Real la fuente y la picota es la enseña del pueblo, la imagen que lo distingue y lo personaliza como ninguna otra. La fuente de tres caños que vierte sobre un pequeño pilón, debió ser restaurada en 1999 según reza grabado sobre la piedra. La picota, en cambio, es mucho más antigua, data del siglo XVI, cuando al pueblo se le concedió a título real la categoría de villa; es una picota altiva y solemne, en la que la piedra del fuste, y más todavía la del informe capitel, aparece desgastada y maltrecha por el incesante roer de los siglos. En el saber de los más viejos del lugar no falta el dato tétrico de que allí, en unas argollas que tenía, colgaban a los malhechores.
            La mañana es fresca. Apenas me cruzo al andar con alguna persona por la calle. Son calles en cuesta que siguen la inclinación del terreno donde se les ocurrió plantar sus reales a los primeros pobladores de frente al barranco. Calle Palacio, Calle de la Fuente, Calle Oscura, Travesía Alta, Plaza de Centro, Carretera de Jadraque…En la Plaza de Centro, recóndita y con una fuente antigua que mana sin cesar, hay una señora que me dice que la Plaza del Ayuntamiento está al volver de la esquina. La plaza donde está el ayuntamiento en La Toba se llama Plaza de la Concordia, pero podría llamarse también Plaza de la Iglesia, o de la Fuente, o del Juego de Pelota, o del Lavadero, porque todo queda reunido allí, sobre el mismo llano.
Aunque la temperatura no es la más indicada para entretenerse en contemplaciones, he sentido la curiosidad de bajar hasta el mirador que pone delante de los ojos el vallejuelo que dicen del Arroyo, una especie de veguilla repleta de vegetación en primer término, en donde, recuerdo que así me lo contó mi amigo Pedro, hace varias décadas estuvieron la mayor parte de las viñas que el pueblo tenía repartidas por su término, pero que cuando la parcelación todo aquello se perdió.
La fuente de la plaza la han dedicado a los mayores, y así lo dice una placa muy significativa y curiosa que lo recuerda. El lavadero permanece cesante, y el juego de pelota a la espera de los veraneantes. El sólido edificio del ayuntamiento se muestra sobre tres arcos a manera de soportal. La puerta del ayuntamiento está abierta. Al instante llega a la plaza una furgoneta blanca que conduce un señor de mediana estatura equipado con un mono azul. Es el alcalde. El alcalde se llama Marcelo, y lo veo muy ocupado en ir y venir de un sitio para otro arreglando cosas, solucionando problemas de tipo municipal como corresponde a un alcalde celoso y entregado. Le pido que me facilite poder ver la iglesia por dentro, e inmediatamente busca la llave y me dedica los minutos necesarios para hacerlo.

Aunque ya conocía la iglesia de San Juan Bautista de La Toba desde mi primer viaje, no tenía fotografía alguna de su interior, del afiligranado retablo mayor ni de la placa conmemorativa en recuerdo del más insigne hijo del pueblo, Monseñor Juan Ricote, que falleció siendo obispo de la diócesis de Teruel.
Mi estancia dentro de la iglesia fue realmente fugaz. El alcalde me concedió todo el tiempo que necesitase, pero fue muy poco; es verdad que guardaba en la memoria el recuerdo de su retablo mayor, espectacular, como lo está todo el interior de la iglesia, cómoda y limpia. El retablo mayor lo preside una imagen de su titular, San Juan Bautista, en la correspondiente hornacina central, con sendas pinturas, una a cada lado, que representan a las santas mártires Bárbara y Quiteria. En los muros laterales conservan otros dos retablos, barrocos también, y menores en tamaño que el retablo mayor, que están dedicados al obispo San Blas y a la Virgen del Pilar. A un lado del presbiterio, asida a la pared, colocó el pueblo en 1951 la lápida de mármol blanco ya anunciada, conmemorativa de la consagración episcopal de su hijo predilecto que, junto al escudo episcopal del prelado y bajo su busto en relieve, reza así: “LA VILLA DE LA TOBA A SU HIJO PREDILECTO EXCMO. Y RVDSMO. SR. D. JUAN RICOTE ALONSO, OBISPO AUXILIAR DE MADRID-ALCALÁ, EN TESTIMONIO DE CARIÑO Y ADMIRACIÓN, Y COMO RECUERDO DE SU CONSAGRACIÓN EPISCOPAL VERIFICADA EN MADRID . XX DE MAYO DE MCMLI”. Los restos mortales del obispo Ricote Alonso no descansan allí, sino en la catedral de Teruel, donde, como ya se ha dicho, ejercía su ministerio pastoral cuando le vino la muerte el día 8 de octubre de 1972.
              No son estos días del invierno los más indicados para andar por los pueblos, si bien es esa la temporada en la que se les descubre más auténticos, más reales, más como son al amparo de los ejidos y de los parajes cercanos que de alguna manera son parte de la vida del pueblo. El verano vitaliza a los pueblos de manera no natural, hasta el punto de convertirlos, sobre todo a los más olvidados y solitarios durante el resto del año, en almacenes de gente, mucha de ella ajena al lugar, a sus costumbres y a su pasado. El correr de la vida es así, y buena cosa será, a pesar del frío y de las inclemencias, disfrutar de vez en cuando de la verdadera imagen de los pueblos en su estado puro y natural como deben ser vistos, como parte integrante del campo y del paisaje.