jueves, 30 de diciembre de 2010

PAREJA


Andaban por Pareja en plena euforia festiva cuando estuve en el pueblo la última vez. Fue en la segunda semana del mes de septiembre y en el pueblo celebraban su fiesta en honor de la Virgen de los Remedios. La Plaza Mayor, que es la de la copuda olma y la de los palacios y casonas dejados al olvido, respiraba aires de cansancio. En toda la Alcarria, y en Pareja de manera muy especial por tratarse de uno de los pueblos más ligados al hilo de la costumbre, las fiesta mayores se viven con entusiasmo, pues es bien entrada la mañana cuando a la gente joven que aún deambula por las calles se le ve derrotada a causa de los excesos. Quedan bajo la vieja olma y aledaños los cachivaches de la fiesta, unos cuantos hombres cumplidos en edad y algunos niños que saltan en la cama elástica como únicos supervivientes. Mañana de resaca la que me llevó por allí, que en nada me privó para recorrer por enésima vez las calles del pueblo, un pueblo y unas calles que siempre se me antojaron cargadas de misterio, tal vez por esos rincones antiguos con los que uno se encuentra al andar adornados de flores y de rejas centenarias, por la estampa decrépita del palacio de los obispos de Cuenca que sirve de fondo a la plaza, por el sueño alabastrino de los escudos de armas con los que se ven selladas algunas de sus casas viejas, o quizás por el recuerdo de aquellas pobres mujeres del siglo XVI que la gente tildó de brujas y sobre las que vino a caer, según queda constancia en los archivos de la Inquisición, lo más duro del peso de la ley.
Pareja se dispone a recibir al otoño en silencio, sonando muy de lejos los últimos clarines de su fiesta mayor, y preparado para seguir adelante en ese andar sin tregua del vivir de los pueblos.
Unos dicen que tres, otros que cuatro, pero no es posible dar noticia exacta de cuántos son los siglos que la olma de Pareja lleva dando sombra a las gentes del lugar desde el centro mismo de su Plaza Mayor. Aseguran que las raíces se extienden por todo el pueblo. Una de sus ramas se desprendió del tronco a la altura de la cruz hace algunos años, sin causar mal alguno a las personas, lo que no deja de ser sorprendente, sabiendo que casi siempre, y en aquel instante también, hay algunos jubilados de tertulia bajo su sombra.
-Pues se libraron de puro milagro. Había unos cuantos ahí debajo y no les pasó nada. Se cayó una de las ramas principales, que debía de pesar bastantes cientos de kilos. Ahí se ve bien la señal que quedó en el árbol. Se le ha venido tratando y de momento se mantiene viva.
En un lateral de los tres que tiene la plaza, se ve sobre la pared de la antigua posada el juego de azulejos que recuerda el paso de Camilo José Cela en su primer viaje el día 11 de julio de 1946. Allí durmió y allí, por lo que se desprende de sus escritos, tuvo algún problema serio con el personal de la casa.
-Ya, claro; así lo cuenta él. Pero lo que no dice es que desde ese balcón de arriba le meó un chaval en la cabeza.

Como pueblo antiguo que es, y así lo acreditan los edificios y los escudos de armas que los sellan en varias de sus calles, la historia de Pareja, tan olvidada como intensa, merecería se entrase en ella con cierta meticulosidad por parte de quien corresponda. De su origen no será fácil recavar información fidedigna; sí, en cambio, de tiempos posteriores aunque lejanos a nosotros, sobre todo a partir de los últimos años del siglo XII y primeros del XIII, cuando Alfonso VII, el Emperador, donó la villa al obispo de Sigüenza, entrega que nunca se llegó a consumar, y sí cuarenta y dos años después con Alfonso VIII, que hizo efectiva la donación al obispo de Cuenca, San Julián, con algunas aldeas de su entorno, tales como Parejuela, Tabladillo, Chillarón y Hontanillas, entre otras.
En los aumentos a las Relaciones Topográficas enviadas a Felipe II durante su reinado, don Juan Catalina García López, insigne cronista que fue la provincia, da muchos e importantes datos acerca del pasado de Pareja así como de su vida y costumbres. Sirva de ejemplo la nota 22, que haciendo referencia a un acto que solía tener lugar en la fiesta de la Epifanía (cuaderno escrito en el año 1541) se dice: “Día de Reyes. Hay fiesta por Juan Montes, clérigo. Celebra Julián Toribio. Ha de llevar cada un año un ramo de un árbol con hostias y naranjas, cinco rollos grandes al pie, los cuatro para los beneficiados y el uno para el sacristán. Llevan el ramo tres diáconos, uno el ramo y los otros dos con dos cálices, y en el uno media libra de incienso para la iglesia y en el otro cincuenta maravedíes para el cabildo, y ofrécese toda la misa mayor. Se menciona en el libro de Memorias el altar y devoción de “las plagas”, y se citan las ermitas de Nuestra Señora de las Nieves, de San Gil, de Santa Ana y de algunas otras.”
A la vista del interesante tratado sobre la historia particular de esta villa, remito al lector a la citada obra de Juan Catalina García, editada en soporte CD recientemente por la Editorial Aache, junto a las relaciones y aumentos de otros 165 pueblos de Guadalajara.

En Pareja se respiran, no obstante, aires de renovación. Me he asomado, desde el final de una calle que parte de la plaza, a las instalaciones del polideportivo, de la piscina municipal, y he dado después una vuelta completa por el pueblo, comprobando que las nuevas infraestructuras que, según parece, no son otra cosa que el pórtico de lo que Pareja pretende ser en el futuro, pensando en la única salida que tantos de nuestros pueblos tienen para sobrevivir con cierta dignidad: el turismo. Como monumentos a destacar cuenta el pueblo con la monumental iglesia de la Asunción y con el Torreón, aparte de los palacios de la plaza propiedad de particulares y de una valiosa rejería que completa con todo lo demás la herencia de su pasado; pero tiene también a cuatro pasos las aguas del pantano que, si se las respetasen, significarían una importan ayuda para ese desarrollo turístico del que nos habló Francisco Javier del Río, el joven alcalde de la villa, que sueña con el azud ya concluido y con tantas cosas más en favor de su pueblo.
-Sí; el azud es un proyecto ilusionante para el que se colocó la primera piedra en el pasado mes de enero, y que será de gran beneficio para ese desarrollo turístico en el que pensamos. Estaba incluido en el Plan Hidrológico Nacional. Nos gustaría verlo acabado para el verano próximo. Serviría para llevar acabo actividades náuticas, un deporte para todo tiempo, pero que en determinadas épocas del año traería turismo al pueblo.
-Y un “paseo marítimo” –pregunto-, que tanto agracia a los municipios de la costa, incluso del interior, que tienen el agua tan cerca como la tienen aquí. Me consta que es parte también de su preocupación como alcalde.
-Claro que lo es, e igualmente lo tenemos en proyecto. Sería como un camino que uniese directamente al pueblo con el pantano. Un camino peatonal con mobiliario público suficiente e iluminación, y un carril de bicicletas que hiciera más fácil el trasladarse hasta el pantano, sobre todo para la gente joven y para quienes deseen emplear ese medio de transporte.
-¿Cómo son sus conciudadanos en relación con el ayuntamiento, y en particular con el alcalde?
-Supongo que habrá de todo; pero lo cierto es que la gente en Pareja es excepcional. Es lo mejor que hay en el pueblo. Eso nos anima cada día a trabajar y a dar por buenos los inevitables sinsabores y preocupaciones que, por lo general, los cargos de alcalde y de concejal llevan siempre consigo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

POR LAS LEJANAS VERTIENTES DEL CABRILLAS



Si alguna porción de tierras se da en la provincia de Guadalajara que se preste como ninguna otra a lo exótico, a lo legendario, a lo increíble, es precisamente aquella, la que próxima a las fuentes del Tajo sirve de límite entre las tres provincias: Guadalajara, cuenca y Teruel, y de divisoria de aguas entre dos cordilleras también diferentes: el Sistema Central de las Castillas y el Ibérico que baja desde Aragón.
Taravilla, Peñalén, Peralejos, Poveda de la Sierra, son para cualquier amante de los campos y de los paisajes, nombres señeros que vienen repletos de connotaciones excelentes, casi inaccesibles. Nombres de parajes remotos donde se puede dejar a la imaginación que vuele a su santo capricho, sin miedo a que llegue, por florida que sea, a la verdad de cuanto por allí se da.
Desde los altos de Orea discurren las aguas vírgenes del río Cabrillas abriendo paso entre los barrancos que les quedan al pie, en busca de otras tierras mansas que las acojan. Son aguas frías de cañada y de torrontera, aguas que salieron a la luz en las falducas escarpadas de los montes y que bajan hasta el cauce común arrastrándose en suaves canalillos como de cristal líquido, jolgorio a veces de truchas y alevines, revitalizador de la corriente que arrancaron casi en la cumbre misma del pico de la Nevera, el más galán de todas aquellas cumbres afines a la Sierra del Tremedal.
El río Cabrillas se enseñorea de un paisaje simpar por los alrededores de Checa, uno de los pueblos con mayor fortuna en bellezas naturales con que se pueda soñar, y allí se bebe las aguas de otro arroyuelo saltarín que atraviesa el pueblo. Entre Checa y Peralejos levanta su crestón plomizo el Pico del Cuerno, de 1663 metros de altura sobre el nivel del mar, que no es poco decir. Y río adelante Chequilla, el irrepetible lugarejo de Chequilla, espectacular y diferente como él solo, con sus casas blancas que crecieron entre los peñascos fantasmales que hay a su alrededor, raza de gigantes en roca fuerte vecinos del pinar y de los huertos, que comanda el mítico Trascastillo. En las afueras de Chequilla -y bien conocido es en horas de bullicio por toda la comarca- se encuentra la única plaza de toros natural que existe en el Planeta. Las rocas -figúrense- sirven de burladeros y de tendidos en los que se acomoda la gente, mientras que la lidia tiene lugar abajo, sobre la pradera, en el rellano que queda entre las peñas.
El cauce del Cabrillas deja a mano izquierda el otro paraíso de junto al Tajo: Peralejos de las Truchas, el de las recias casonas que en otro tiempo fueron cuna de personajes y de familias distinguidas, y al salir desciendo buscando las puestas del sol con dirección al Pico de la Machorra, otro mito de aquella peculiar orografía.
Más adelante recoge las aguas, cuando las hay, del arroyo Jándula, al poco de haber regado, campo atrás, las huertas de Megina, otro paraíso anónimo que adorna con su estampa aquellas tierras frías y preside con la mirada atenta hacia todas las tierras de la vega, la torre campanario por encima de las últimas casas al final de la cuesta. Luego, dejando a un lado y al otro los campos de Traid, de Pinilla, de Terzaga, y de Poveda en dirección contraria, la corriente baja mansa o precipitada, depende, hasta las proximidades de Taravilla.
El pueblo de Taravilla, a pesar de su mérito y de sus encantos bien visibles como pueblo serrano, hubiera pasado a un discreto olvido a no ser por los impresionantes alrededores con los que cuenta en dirección al Tajo. En las enrevesadas tierras de Taravilla conviene detenerse a disfrutar el sosegada paz, a dar quehacer a los sentidos y a la imaginación por ser aquellas tierras de ornatos y de rememoranzas insospechadas. Desde los altos de la pista se oyen al pie los murmullos enardecidos de la chorrera entre la masa de los pinares. Muy cerca de allí la famosa “Laguna”, paraje romántico que se goza reflejando como en un espejo inmenso el azul de los cielos sobre la limpia superficie de sus aguas. Por allí precisamente, por las profundidades inaccesibles de la laguna tan cargadas de misterio, deben de andar envueltas entre el lodo de los siglos las joyas y la rica pedrería de Florinda, la hija del Conde don Julián, que prefirió mandar al demonio todo su atalaje, antes de que los moros invasores se hicieran con él por la violenta razón de la fuerza. La Muela del Conde, el cerro de leyenda donde los nativos aseguran que tuvo su casa el Conde don Julián, queda por aquellos alrededores entre el olor penetrante a campo, al pastoso aroma de los pinos y al de las florecillas silvestres de la vertiente donde las abejas sacan cada primavera las finas mieles de la serranía.
Y luego Peñalén, como remate al cabo del día, con todo el encanto provocador de su vecina la Serranía de Cuenca a cuatro pasos, al que gusta sumar la gracia particular de su propia imagen. Peñalén, como varado en el centro mismo de la amplia caldera que forman los montes, lima su piel poco a poco con el soplo delicado de los fríos vientos ibéricos que descienden hasta el barranco en espiral, dibujando sobre su celaje de embudo los puros contornos de una caracola etérea, parto de los montes.
Aguas abajo, como por encanto también como lo parece todo por aquellas sierras, el Cabrillas desaparece, se lo sorben de un trago las corrientes del Tajo para engordar su cauce y adentrarse en los primeros llanos de la Alcarria con discreción, dejando atrás olvidados para siempre los cien avatares de su juventud.


(En la fotografía, un aspecto de la famosa laguna de Taravilla)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

TORTUERO AL SOL DE INVIERNO



No sé si fue un capricho o una corazonada, pero lo cierto es que una de esas pasadas tardes del mes de enero, fría y soleada, se me abrieron las alas del deseo, y sin otra razón que el puro antojo me tiré al camino a esas de la media tarde con dirección a los valles del Jarama, hacia aquella comarca tan entrañable como olvidada, tan solitaria como agradecida, aunque no sea éste de los sonados hielos mesetarios el momento más oportuno para perderse por allí.
Tortuero es un pueblo chiquito, con veinte o treinta personas escasamente como población de hecho, extendido en el fondo de un valle al que rodean cerros grises y laderucas ásperas de jaral y de piedra oscura, de breña y de olivos en las solanas, mientras que en las vertientes en sombra todavía es posible que a estas alturas todavía queden residuos de la última nevada.
Hace diecinueve años que anduve por allí la primera vez y el pueblo me gustó. También la gente con la que traté, servicial, correcta y amable en exceso. En esta última ocasión llegué con el propósito de no molestar a nadie, de pasar desapercibido con la sola intención de comprobar el cambio habido en el pueblo durante los últimos veinte años, que, naturalmente ha sido mucho, aunque quizá no tanto como en otros lugares de su entorno propiciado especialmente por el interés de los veraneantes. No obstante Tortuero, tal vez debido al favor de las montañas, de las huertas y del río, resulte más apetecible a la hora de pasar las vacaciones en épocas de calor que, como sabido es, en esta tierra nuestra suele apretar sin misericordia durante un par de meses cada verano.
Se llega hasta Tortuero por un ramal de carretera estrecha que parte a mano derecha de la que sube hasta Valdepeñas de la Sierra, una vez dejado atrás el cauce del río Jarama.
A sólo cuarenta kilómetros de distancia desde la capital el mundo que nos rodea parece otro. Se entra en la sierra de manera brusca apenas cruzar los últimos llanos de la Campiña. El pueblo de Casas de Uceda señala el límite de ambas comarcas y el río Jarama la línea divisoria. Tortuero aparece al instante asentado en la solana, todo al descubierto desde el mirador de la carretera al volver de una curva. Las casas, allá abajo, quedan separadas del arroyo Concha por unos huertos en hibernación. A la caída del profundo terraplén que queda al pie de la carretera, levanta sus cruces blancas y grises el solitario cementerio junto al arroyo. La tarde clara del mes de enero ha cubierto de sombras el vallejo del camposanto, mientras que el sol débil de las cinco ilumina de plano las casas del pueblo, con su magnífica iglesia de San Juan Bautista en mitad sostenida por gruesos contrafuertes. El contraste entre el sol y las sombras se rompe con el silencio absoluto de la media tarde en el pueblo y en el campo.
Sin duda que hay habitantes en Tortuero, incluso a algunos de ellos me hubiera gustado saludar al haber dispuesto de más tiempo y si mi propósito hubiera sido otro que el de pasar desapercibido. Adolfo Gamo, por ejemplo, el cartero rural de casi toda aquella comarca durante tantos años y alcalde que fue del pueblo, cuenta entre los amigos cuyo nombre tiene su lugar en mi memoria, y Javi que ya será un hombre hecho y derecho, y su madre doña Pilar, a la que sorprendí en mi primer viaje doblando unas sábanas al sol en la Plaza de la Fuente, una tarde de invierno como la de hoy casi dos décadas atrás.
La de la Fuente es una de las cuatro plazas que hay en Tortuero a pesar de su escasa entidad. Las otras serían la Plaza Mayor, la Plaza del Puente Romano y la Placetuela. La Plaza de la Fuente es la mayor de todas, con su piloncillo en mitad, luminosa y abierta. La Plaza Mayor es más sombría y recogida, queda al pie del campanario y goza por tradición de la categoría suprema que le da su nombre. La Plaza del Puente Romano es más moderna, la han debido de rotular con ese nombre en época reciente, queda también junto a la iglesia abierta a la portada y dando paso a las corrientes del arroyo que bajan desde el mismo puente, romano indica su nombre, o románico, como parece ser según su estructura, que es cosa distinta. En todo caso, el Puente romano es de alguna manera la novedad del pueblo, como también lo es la piscina “natural” que tiene cincuenta metros más arriba, ahora rebosante de contenido, pues por ella y por los espacios laterales entre las dos laderas que la encajan, corre el agua del deshielo que baja de la sierra. Hace años era un balsón de agua corriente, más natural todavía, lo que atajaban allí cada verano para bañarse, con el peligro de tener como fondo el pedregoso asiento del arroyo y a los lados las afiladas peñas. Hoy es aquello una piscina estupenda, con agua cambiante de manera continua, paredes y piso adecuado, y hasta alguna escalera y trampolín como creo advertir desde lo alto del puente.
La Calle Mayor atraviesa al pueblo por mitad de parte a parte, desde la entrada hasta el campanario ya cerca del río. A un lado y al otro de la Calle Mayor van saliendo algunas otras que el ayuntamiento ha tenido el gusto de nominar en cada esquina, tales como la del Pilar que baja hasta la Plaza de la Fuente, o la Travesía Mayor, la Calle del Campillo, la de los Olivos, o la Calle del Cuatro. Todo en un espacio reducido donde convive en curiosa armonía, como en casi todos los pueblos de Castilla, lo viejo y lo nuevo, rincones que son testimonio vivo del pasado y casas nuevas de cómodo y saludable aspecto que, por lo general, sus dueños usan sólo a temporadas. En ambas márgenes de la vega los cerros que en el pueblo conocen por El Campillo en la solana, y el cerro de la Cresta en la umbría.
Ya no es el de ahora aquel ayuntamiento en estado de ruina que conocí en mi primer viaje a Tortuero, ni las calles presentan el lamentable aspecto que tenían entonces. El edificio del ayuntamiento tiene su sede en la Calle Mayor, en el mismo lugar que estuvo el antiguo, pero construido con nuevas formas y con nuevos materiales. La bandera de España cuelga de su mástil en el balcón corrido, y como remate, al sol y a los vientos que corren por el valle, el solemne carillón con su correspondiente campana para dar las horas de un imaginario reloj municipal que ni siquiera existe, aunque sí su espacio redondo marcado en la fachada, pero que, por lo que se ve, las arcas municipales no han dado hasta el momento para cubrir esa deficiencia. Tengo por seguro que el día en que el ayuntamiento de Tortuero sostenga su reloj flamante sobre la torreta del ayuntamiento, y las horas caigan acompasadas a lo largo del valle y suban hasta la cima de los montes, el pueblo habrá puesto a funcionar –y no es una simple metáfora- su aparente corazón moribundo. Confío en que este deseo, que a buen seguro compartirán también una buena parte de los vecinos, se cumpla en breve.
Este bonito lugar de nuestras primeras sierras, que me dispongo a dejar cuando el sol de la media tarde comienza a desaparecer por los altos de poniente, es reflejo fiel de lo que es y de lo que ha sido el medio rural hoy en tan profunda crisis. Llegó a contar hasta con 160 almas a mediados del siglo XIX; se sostuvo un siglo después superando las 100; veinte años atrás, es decir, hacia 1980, había descendido hasta la cifra ya alarmante de 31, y en este momento, en circunstancias normales y como población de hecho, seguramente que la cifra es todavía menor. Solo la vega, los montes, el agua encajada del arroyo que baja, y el vientecillo suave que sopla del poniente en esta tarde fría, es lo que permanece, la pincelada constante de un pequeño paraíso perdido en los valles del Alto Jarama.
(En la fotografía: Puente sobre el arroyo Concha en las afueras del pueblo)

sábado, 18 de diciembre de 2010

UNA HORA EN PEÑALVER



«Los meleros ambulantes son casi todos de Peñalver y, como los afiladores de Nogueira de Ramuín, en Orense, se sienten capaces de llegar al fin del mundo sin dar demasiada importancia al suceso. Santos del Castillo vendía miel en Madrid y en media España antes y después de la guerra». (C.J.Cela, “Nuevo viaje a la Alcarria”)

Nada ha tenido que ver mi último viaje al pueblo de los meleros alcarreños con el que en su día, como parte de un todo, llevó a cabo nuestro ilustre académico ya fallecido. Ni en el fondo ni en la forma ha tenido algo que ver, aunque al final aparezca de modo inevitable el tema de la miel a colación. Don Camilo apareció un buen día por allí con toda la parafernalia y con el pomposo séquito que lo acompañó en su segundo viaje. Yo he procurado hacerme presente con la mayor discreción que me ha sido posible, como tengo por costumbre. Don Camilo pasó por Peñalver con fines eminentemente literarios, y un poco también atraído por la reconocida gastronomía de la comarca. Quien esto escribe, siempre salvando las inmensas distancias para no dar alimento a los suspicaces, lo hizo cámara en ristre con un fin la más de sencillo: fotografiar a su gusto el bellísimo cuadro de Rafael Pedrós titulado El Cristo de la Miel, cuyo propietario y viejo amigo, Teodoro Pérez Berninches, guarda como oro en paño, pues, en efecto, lo es, en el salón de su casa del pueblo.
Ese bellísimo cuadro de Pedrós es otro regalo para la Alcarria, al que los pocos que lo conocen no saben dar importancia, o por lo menos la importancia que merece, cuando se trata, salvo mejor opinión, de la esencia pictórica de la verdad de esta tierra, de su paisaje, de sus sentimientos, de su historia, recogido todo ello en un par de metros aproximadamente de superficie, sin un solo centímetro cuadrado carente de mensaje. Lo ofrezco a los lectores en este trabajo convencido de que el tiempo hará de él uno más de los símbolos de la Alcarria. Ahí está Cristo en la Cruz con motivos alcarreños como fondo, de cuyo costado abierto no le brota sangre y agua, sino miel de esta tierra, que recoge en un puchero de barro la reina María de Molina en presencia de personajes históricos tan nuestros como el Marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza, el científico guadalajareño de religión judía Ben Sem Tob, entre algunos otros.
Me acerco hasta Peñalver bien entrada la mañana en un día festivo, cuando la gente está por la calle. El pueblo se ve casi al completo desde el mirador que hay junto a la carretera. Aparte de su interés como pueblo productor y distribuidor de miel a lo largo de su historia, uno piensa que algo o mucho tendría para ofrecer también al visitante en el aspecto turístico. Peñalver es un pueblo distinto a los demás, queda extendido a lo largo de una vertiente que baja desde el Castillo hasta el Barrio del Río. Entre ambos barrios hay un sinfín de calles en cuesta, de callejones y pasadizos estrechos cargados de carácter, de rincones evocadores que al instante nos llevan la imaginación cien años atrás. La portada de la iglesia de Santa Eulalia, al sol de una plaza chiquita, es un ejemplar único del arte renacentista alcarreño. Dentro se conserva un retablo del siglo XVI difícil de comparar con otros de su tiempo. Henos, pues, ante un pueblo singular, escondido como el buen paño en un barranco de la Alcarria, del que uno siempre que fue salió habiendo visto y aprendido tantas cosas.
He bajado hasta el Barrio del Río, donde Teodoro Pérez Berninches luce en el salón de su casa el magnífico óleo del Cristo de la Miel, motivo de mi viaje. Como estaba previsto, con la autorización y la ayuda de su dueño le he hecho todas las fotografías, en conjunto y en detalle, como he creído conveniente. Luego, sentados frente a otro estupendo lienzo que representa a Don Quijote y Sancho cabalgando por tierras de la Mancha y que ilumina un tragaluz, nos hemos dedicado a hablar del pueblo y de su vocación apícola desde los tiempos en que aparece noticia escrita de esa especialidad, que llevó a muchos de los nativos a ofrecer su producto por ciudades y tierras lejanas. Fueron los famosos meleros alcarreños del pasado, hoy en la memoria y en los ojos de sus paisanos materializado para la posteridad en un monumento que el pueblo colocó junto a la plaza en lugar bien visible.
- La tradición mielera es muy antigua en Peñalver. En el catastro del Marqué de la Ensenada ya se dice que nuestros antepasados salían por pueblos y ciudades vendiendo miel y otros productos del campo, como el carbón de encina y las legumbres. El queso alcarreño y el buen salchichón hecho en casa nunca faltaba en sus alforjas.
Hay casi medio centenar de oriundos de Peñalver que trabajan la apicultura, sus productos y materiales, por toda España. La miel con la que trabajan, salvo en algún caso excepcional, no es de su propia cosecha, porque el campo de Peñalver no da para tanto, como tampoco da la Alcarria para tanto si hubiera que considerarse, en verdad, como fuente de toda la miel que se dice de aquí. Los industriales de la miel no la producen por lo general, sino que la compran y la elaboran a su gusto. Como dato de interés para el consumidor habremos de decir que una buena miel es la de la flor del romero, y mejor todavía la miel bronca del espliego, dos productos propios de la Alcarria que ponen su miel en la cumbre de toda la que se produce en la Península Ibérica. La miel que llaman de mil flores es de buena calidad, y su nombre le viene dado por no poderse precisar de qué plantas procede. La del brezo y la encina, oscura en su color, cuenta así mismo entre las de mejor calidad del país. Para los amantes de las estadísticas hemos de decir que durante los últimos diez años el consumo de miel en España ha pasado de 550 gramos por persona y año, a 760 gramos. En la Alcarria el consumo anual ronda los 1300 gramos por persona, cosa que no está nada mal si se tiene en cuenta que los muchos componentes naturales que aporta favorecen el buen funcionamiento del organismo. Los nuevos sistemas para su tratamiento, así como la inquietud de ciertos industriales, con nuestro paisano Pérez Berninches a la cabeza, han llevado los beneficios de la miel a otros muchos productos de consumo, no sólo alimenticios.
- Sí; cuando yo empecé con ello ya se habían hecho pruebas, sobre todo en otros países. En productos alimenticios, como los caramelos o el chocolate, lo que hemos hecho ha sido sustituir el azúcar por la miel, que siempre aporta un sabor diferente y un beneficio mayor al organismo. También hemos aplicado las grandes ventajas del polen y de la jalea real a los cosméticos, tales como a la crema de las manos y de la cara que están dando un resultado excelente. A la crema para zapatos, cueros y madera, le aplicamos cera en un ochenta por ciento de su composición. El resultado es fácil de imaginar a favor de esos materiales.
Teodoro Pérez Berninches es amigo de los viejos recuerdos del pasado, sin perder el hilo a las grandes ventajas del presente. En un almacén que tiene en las orillas del pueblo guarda toda clase de cachivaches en desuso, de placas y de trofeos, de maquinarias hogareñas y de instrumentos musicales que para nada sirven; pero siente verdadera pasión por las romanas, una maquinaria sencilla y fiel en extremo como instrumento de medida. Decenas de ellas cubren el muro frontal de aquel su entrañable refugio, inmenso salón para gozar de la familia, de los amigos, y de los recuerdos en un lugar famoso por sus meleros y por la rica miel que las abejas de la Alcarria elaboran en sus solanas.
Terminamos con dos sentencias que en este momento se me antojan oportunas: “Ni todo el monte es orégano, ni toda la miel es de Peñalver”. O ésta otra, más conocida y con ciertas variantes según el lugar donde se escuche: “En Irueste, en Ruguilla y en Peñalver, fabrican las abejas la mejor miel”.

(En la imagen, "Monumento al mielero alcarreño", plaza de Peñalver)

lunes, 13 de diciembre de 2010

VIAJE AL OTOÑO DE LA SIERRA NORTE


Que el estado del tiempo influye en el ánimo del hombre es un hecho que pocos se atreverían a negar, aunque quien esto dice debe confesar que hasta no hace mucho fue uno de ellos. La situación de los astros según las estaciones, en ese maravillosos funcionar del reloj del universo, el color de las hojas de los árboles, el comportamiento variable de la atmósfera, suelen llevar al hombre a un estado de languidez que a lo largo de la vida se viene repitiendo siempre que entra el otoño.
Hace algunos días, el tibio sol de la media mañana me empujó a tomar en compañía de nadie el camino de una zona norteña de la Provincia, la de los pueblos abandonados que se recuestan en las leves solanillas del campo de Sigüenza, y que hoy, por lo menos nominalmente, forman parte de su ayuntamiento, o del de Sienes, más hacia los páramos sorianos.
Una tierra hermosa, fría sí, pero de feraces vegas y de campos de labor que han dado trabajo y alimento a centenares de familias desde los lejanos siglos de la repoblación hasta hace escasamente media docena de años en que los pueblos se quedaron solos, las casas se fueron viniendo abajo, y las calles y plazuelas se convirtieron en verdaderos museos del silencio, en nidos de fantasmas, donde he tenido el placer agridulce de pasar unas horas dando suelta a los hilos de la imaginación, al recuerdo feliz de mi infancia pueblerina, perfectamente a juego con ese estado de ánimo al que nos lleva el otoño.
Mucho me temo que con estos pueblos a los que hoy nos habremos de referir, y de algunos más de la misma comarca, día llegará en el que se tenga que establecer, no sé si pensando en el turismo o en algo peor, la que podría llamarse Ruta de los Pueblos Abandonados. Lo sería con la consabida indignación de muchos de los nativos que se marcharon de allí, y con la protesta, a veces airada, de algunos ediles incapaces de asumir la situación, de comprender que el haber llegado a tal extremo no ha sido culpa de nadie y que lo ha sido de todos, que los caprichos de la vida con el correr del tiempo (nos lo dice la Historia) son los de jugar con los hombres, con sus intereses y sus proyectos, permitiendo que ocurran estas cosas, estos desajustes entre ciudades superpobladas hasta la temeridad y los pueblos vacíos con sus fuentes que corren, su campo fértil, y el claro sol que alumbra al soplo de una brisa sana e incontaminada, siempre con el correspondiente perjuicio para la sociedad, que tal vez intentará deshacer el entuerto cuando sea demasiado tarde, y que para muchos de estos pueblos ya lo es. Se quitó al médico, se cerró la escuela, la atención religiosa flaqueó por falta de vocaciones y de personal al que atender, la gente se marchó a lugares donde el porvenir le ofreciera una perspectiva diferente, y los pueblos se quedan solos.
La imagen todavía reciente en la memoria y las fotografías que tomé en todos estos pueblos, me son de gran valor a la hora de coger la pluma para contar a nuestros lectores lo que vi por allí, vaciando un poco en el recuerdo la impresión primera que produce la cruda realidad de la piedra desmoronada y los palitroques y enseres inservibles que salen de las ruinas.
¿Cuántos de nuestros lectores han oído hablar de Valdealmendras como pueblo de la provincia de Guadalajara? Seguro que muy pocos. Pues bien, viajando por la carretera que sube desde Sigüenza hacia Paredes, saldrá el empalme que le lleve a este pueblo por el mismo ramal que gira con dirección a Villacorza. En Valdealmendras, salvo un par de ellas aparentemente habitables, el resto de las casas presentan un aspecto desolador. La hierba se ha comido lo que en otro tiempo fueron calles, y en la que suponemos fue su pequeña iglesia, se guarda un tractor, con sus aperos y los bidones del combustible. Según alguien me dijo, solo un vecino cuenta hoy en el pueblo, manteniendo encendida la llamita vital que lució durante siglos.
Y a cuatro pasos de Valdealmendras, resplandecen en la soleada mañana de noviembre las viviendas, unas en pie y otras en estado de ruina, de la Torre de Valdealmendras; con su fantástico pilón de piedra trazado como abrevadero para las caballerías, con su iglesia en aceptable estado, con el enorme tronco muerto del árbol concejil a manera de monumento, con sus huertas, y con un ligero aliento de vida y de deseos de vivir a pesar de los pesares. Un grupo de albañiles que trabajaban sobre el andamio de una casa en obras, me informó de que también allí vivía un solo vecino de manera continua. Nunca fue grande este pueblo, pero llegó a contar con más de cincuenta habitantes, una escuela mixta en funcionamiento y buena fiesta local en honor de San Martín, titular de aquella parroquia.
Poco más allá, retomando la carretera que dejamos atrás, próximos los tres a la villa de Sienes, podremos conocer a Querencia, a Tobes, y a Torrecilla del Ducado, nombres a incluir, ya de hecho, en esa lista fatal de pueblos abandonados en nuestra provincia durante los últimos veinte años. En Querencia vive un hombre dedicado al pastoreo. Pienso que de todos los ya dichos y por decir, éste ofrece un estado más ruinoso. Las hierbas, las zarzas y los jaramagos, no sólo han invadido sus calles, sino también los zaguanes y portales de las casas hundidas. No obstante, debió de ser bonito en tiempo pasado el pueblo de Querencia. La arboleda que crece a trechos entre los escombros, nos habla de un pueblecito saludable, colocado como fondo a una vega feraz que surtió de cereales y de exquisitas hortalizas a los campesinos. Hoy, ninguna otra cosa se advierte en él que no sea desolación y amenaza constante de hundimiento, como el del arco interior de su iglesia a la intemperie, cuyas piedras labradas se mantienen en pie milagrosamente, tal vez por poco tiempo.
A Tobes lo encontramos poco más adelante. Creo que de todos ellos es el que me produjo un mayor pesar. Entre las casas derruidas se mantienen todavía en pie muchas otras, casonas antiguas con cierto aire señorial como de ganaderos ricos. En Sienes me pondrían al corriente poco después de que en Tobes no vive nadie durante todo el año, quizá tampoco en verano, sobre todo por el estado intransitable de las calles plagadas de verdín. La fuente pública continua manando en mitad de la plaza, al lado de las cuevas. La iglesia, precedida de un sólido arco de piedra del XVIII, tiene la puerta tabicada. A un lado y al otro, con el pueblo en silencio colocado sobre un altillo, las dos vegas aptas para el cultivo.
Y Torrecilla del Ducado como final. Para llegar a Torrecilla hay que viajar desde Sienes por una carretera estrecha en estado infernal. En Torrecilla del Ducado, según me dijo Lucas, un hijo del pueblo que en aquella mañana había venido desde Madrid a su tierra de origen a buscar setas, tampoco vive nadie de manera continua, aunque, apenas apunta el verano, suelen acudir hasta media docena de familias. Se sube hasta el pueblo en coche por una senda que es preciso adivinar, por un camino verde como el de la vieja canción, librando regatos y piedras. Desde el mirador natural que hay junto a la iglesia, se alcanza a ver muy cerca el primero de los pueblos sorianos que se lucen al sol por aquel campo: Conquezuela. He leído en antiguos escritos que Torrecilla llegó a tener hasta 150 habitantes. Recuerdo y nostalgia para quienes nacieron y vivieron allí, como Lucas, el buscador de setas, que me contó con indignación cómo en varias ocasiones han forzado la puerta y las ventanas de la casa de su tío que está junto a la iglesia, arrancando la reja, hasta el punto de haber llegado a encontrar dentro a cuatro o cinco individuos extraños durmiendo en las camas, y que obligaron a que fuera la Guardia Civil para arrancarlos de allí.
Es la cara negra de algunos de nuestros pueblos, la espina imposible de sacar que hiere el corazón de tantos, pero que no por eso deja de ser un hecho real, palpable, que ahí está a la vista de todos, quién sabe si como un tributo que hay que pagar a la sociedad moderna, a este mundo loco que no es capaz de andar por los caminos de lo mejor sin despreciar lo bueno.


(La fotografía corresponde al pueblo de Tobes)

viernes, 10 de diciembre de 2010

M A R A N C H Ó N


Maranchón es un pueblo con amplia resonancia en el pasado por toda la Castilla rural desde hace muchos años, siglos también, como podemos comprobar en uno de los capítulos de la obra “Narváez” de Pérez Galdós, en el que se cuenta de la entrada de los muleteros de Maranchón a la villa de Atienza, como uno de los espectáculos de alcance popular más deseados en cada temporada. Maranchón fue un pueblo activo y rico, como enseguida se adivina al andar por sus calles, pues se sale con mucho el campo de la mediocridad y te va poniendo al tanto de su condición antes de llegar a él. Ya a la entrada nos saluda con la lozana arquitectura de sus torres: la de Los Olmos, entre el espeso ramaje que rodea al santuario, y la torre de la iglesia, que asoma hasta su mitad tras el declive del Torojón y del Altollano.
En Maranchón coincide la calle principal con la carretera que sigue hacia Molina y lo parte en dos. A un lado y al otro se ven fachadas señoriales, palacetes que uno difícilmente recuerda haber visto, por lo menos en tal cantidad, en ningún otro lugar de la provincia; mansiones que con el expresivo silencio de sus piedras y de sus formas, hablan de un pasado grandioso, no demasiado lejano, que se fue a pique, nadie lo diría, por culpa del progreso. Del progreso, sí; pues cuando en los años cincuenta comenzaron a aparecer en el campo las mulas de metal, los tractores y otras maquinarias para el trabajo, aquella preponderancia de siglos fue decayendo hasta desaparecer en el corto espacio de una década.
Pero a pesar de todo la distinguida imagen de Maranchón está ahí, testigo de lo que fue, como si el tiempo y los reveses que da el tiempo no contasen.
En mi primer viaje a Maranchón con fines periodísticos, que debió de ser en el año ochenta y uno, y mes de enero porque había nieve, recuerdo haber charlado con quienes andaban metidos en tales ocupaciones, de otra actividad característica, propia del lugar y por lo que pude saber de origen antiquísimo, que era la compra y el tratamiento de la cera, y más concretamente de la obtención de la cera virgen una vez trabajada en los lagares (lagares fue su nombre), de los que aún tuve ocasión de poder ver el último de ellos, que por aquellos años andaba en pleno funcionamiento, si bien bajo la seria amenaza de desaparecer no muy tarde. Era el lagar de don Melchor Tabarnero, un señor ya muy anciano por entonces que vivía en la Casa de los Picos, cara poniente del parque de la Alameda.
De la actividad cerera en la villa de Maranchón quiero recordar que hace un cuarto de siglo todavía existían cuatro familias que se dedicaban a ese menester, pero que tiempo atrás los cereros llegaron a sobrepasar el número de veinte. Su quehacer principal era el de comprar los cerones por Aragón, la Rioja, la Alcarria, las provincias de Segovia y Soria, incluso algunos pueblos de la parte de Valencia; y una vez extraída la cera la llevaban a vender por toda España.
El lagar de don Melchor Tabarnero estaba a la entrada del pueblo, junto a la carretera. Era una nave sombría, oscurecida por el humo de muchos lustros de actividad, en la que destacaba la viga de madera descomunal de la prensa y un pedrusco en forma de tronco de cono que durante el trabajo del prensado hacía de contrapeso. Un horno, dos depósitos llenos de un líquido viscoso sobre el suelo, y varias pilastras labradas en piedra arenisca alrededor donde se solidificaban y se endurecían los panes de 30 o de 35 kilos que servirían después para la venta, y, sobre todo, para la exportación. Era cuanto completaba todo el instrumental de la primera industria de Maranchón por aquellos años, y posiblemente la más antigua de la provincia; pues según me contaron, aquellos eran los mismos medios con los que se había venido trabajando desde el año 1712 en que, así pude saber por el propio dueño, comenzaron a laborar la cera sus antepasados. Pienso que aquel lagar ya no funciona, pues son varios los años que al pasar por allí veo las portonas cerradas.
Vale la pena detenerse en Maranchón cuando se viaja por la carretera que lo atraviesa, no sólo para tomar café o algún refresco en cualquiera de los bares de aquella que es su calle principal, sino para otear la grandeza dormida de sus recias casonas repartidas por todos los barrios, la riqueza artística de su rejería, la tranquilidad de sus plazas que son dos: la de Juan Antonio Bueno y la Plaza de España. Juan Antonio Bueno fue un honrado servidor del orden que murió asesinado en Madrid el 20 de diciembre de 1973, volando por los aires en el vehículo que servía de escolta al entonces presidente del Gobierno, Carrero Blanco, en aquel recordado magnicidio perpetrado por ETA. No obstante, el rincón más selecto de la villa es el parque de la Alameda, situado también junto a la carretera, del que siempre cuidaron los vecinos con prioridad y como cosa propia, siendo uno de los dos asuntos en los que el pueblo supo poner especial empeño; el otro fue llevar para la fiesta de septiembre un orador sagrado re nombre que cantas desde el púlpito las excelencias de su patrona la Virgen de los Olmos.
Por una pista flanqueada de árboles que hay junto al pueblo se puede ir hasta el santuario de los Olmos en un breve paseo a pie. Dicen que a cualquier hora del día hay gente que sube o baja a ver a la Virgen. La experiencia me ha dicho que es verdad. La devoción de los maranchoneros a su patrona es grande, tanto o más para los que viven fuera como para los que están allí. Cuenta la leyenda que durante la primera o segunda década del siglo XII, la Virgen María se apareció en aquel lugar a un ganadero del pueblo, llevando en la mano una rama de olmo. Fue el origen de una devoción arraigada que reúne cada 8 de septiembre a cientos de maranchoneros llegados desde los puntos más dispares de España, incluso del extranjero.
El santuario que hoy podemos ver fue reconstruido en el siglo XVIII sobre el mismo lugar en que estuvo el anterior, es decir, sobre el leve rellano en el que asegura la tradición que se apareció la Virgen. Es un edificio sólido al que se entra bajo un arco de sillería. El agudo capitel del campanario se divisa a distancia. Parece ser que un hijo ilustre de la villa, el arzobispo de Santa Fe de Bogota, don Juan Bautista Sacristán, nacido en 1759, favoreció de manera notoria al santuario, llegando a ser uno de los más importantes y mejor dotados de la diócesis, como aún los sigue siendo a pesar de los robos sacrílegos sufridos durante los últimos años, a los que, me consta se han puesto medidas para evitar que se repitan. Cuando el santuario está cerrado, que son la mayor parte de las horas y de los días por razones de seguridad, los devotos contemplan y rezan a su patrona por una mirilla con cristal que hay al respaldo del edificio.
– Abren sólo los fines de semana ¿sabe usted?. Para el verano, que hay más gente, seguro que estará abierto todos los días.

LA LLEGADA DE LOS MARANCHONEROS A ATIENZA, SEGÚN PÉREZ GALDÓS:
«La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros. Son estos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que, desde tiempo inmemorial, viene consagrado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra de carácter nómada, que se internó en el país de los “Antrigones y Vardulios”, y les enseñaba el comercio y la trashumancia de ganados. Ello es que recorren hoy ambas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y por su conocimiento de tantas distintas regiones, son una familia, por no decir una raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Alegran a los pueblos y los sacan de sus somnolencia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobranza se hace después en estipuladas fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tendencias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chalecos; calzan borceguíes; y usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos bordones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que, al entrar en los pueblos, anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía» (De “Narváez” Episodios Nacionales).

lunes, 6 de diciembre de 2010

DESDE EL MIRADOR DE LA PEÑA BERMEJA


Las ciudades y villas mayores de Guadalajara, cabeceras de comarca en todo lo ancho y largo de su mapa provincial, gozan de una personalidad bien marcada; pero de todas ellas, quizá sea Brihuega la que ofrezca un carácter personal más sobresaliente.

No sé si serán diez, o veinte quizá, las veces que he viajado hasta Brihuega por el simple placer de andar por sus calles, de escuchar el rumor de sus fuentes, o de contemplar el augusto panorama de la vega del Tajuña desde el mirador de sus Jardines o desde el herraje de los Guinches en el Prado de Santa María. En Brihuega, amigo lector, nunca se acaba de ver todo, de saberlo todo, de disfrutarlo todo. Su pasado y lo que éste dejó para la posteridad en piedra antigua, de leyenda siempre a flor de piel en el saber de sus gentes, o en el propio carácter de quienes viven y nacieron allí, son como un pozo mágico al que, por mucho que uno se empeñe, jamás consigue tocar fondo. Es demasiado el contenido de la pequeña ciudad como para dominarlo todo: cuna de una extensa nómina de hijos ilustres, escenario de batallas memorables, terreno propicio para que el misterio de la fe envuelto en tules de leyenda tomase cuerpo y lugar, y morada, en fin, de una clase distinta de alcarreños, tal vez por su carácter heredado, abierto y con cierta inclinación a los festivo y jolgorioso.
Siempre que viajo hasta Brihuega me gusta dejar el coche junto al parque de la Alameda. Luego, libre de ataduras y con la cámara de fotos terciada al hombro por toda impedimenta, me cuelo bajo el arco conmemorativo de la Puerta de la Cadena hasta la Plaza de Herraderos, la que tiene un copudo tilo en mitad. Una vez allí, toma parte del ritual acercarse hasta la fuente Blanquina, con sus doce caños de abundante manar, y luego, por la calle de las Armas, en la que hay varios escudos y formas barrocas adornando la fachada de la casa de los Gómez, llegar entre columnas y soportales hasta el corazón vital de Brihuega, la Plaza del Coso. En la Plaza del coso sigue corriendo a ambos lados el agua de las fuentes, se abre en ojiva la puerta al subterráneo de la Cueva Árabe, se anuncia con su vieja piedra inscrita la cárcel de Carlos III, y se engalana con modernas formas la fachada del Ayuntamiento que remata el carillón municipal. En la Plaza del Coso todavía pueden adivinarse con los ojos de la imaginación las antiguas mercaderías en las que expusieron sus productos por riguroso turno, y siempre dentro de un orden, judíos, moros y cristianos.
Desde la Plaza del Coso se puede pensar en distintos itinerarios para conocer Brihuega. Por mi parte he preferido seguir adelante en primer lugar hasta el Prado de Santa María, noble rincón de la villa en el sentir y en el querer de los Brihuegos; pues por ello están allí, en una distancia mínima lo uno de lo otro, la iglesia de Santa María , donde veneran a su Patrona la Virgen de la Peña, y el legendario castillo de la Peña Bermeja, ocupado hoy en parte por el cementerio local, desde donde se alcanza a ver una buena parte de la vega del Tajuña, con sus tablares de tierra removida y sus hortelanos trabajando sabia y pacientemente.
Un pequeño grupo de jubilados toman el sol junto a las verjas que miran al barranco. Les pregunto por la aparición de la Virgen de la Peña a una princesa mora en aquel lugar y por la semana de los bombardeos. De lo primero saben poco, discuten entre ellos intentando ponerme al corriente, pero del desastre de la aviación en aquel desdichado mes de marzo del año 37, varios de ellos guardan un recuerdo vivísimo; dicen que se echan a temblar cuando refrescan la memoria.
– No se puede contar con palabras lo que fue aquello. Tampoco queremos recordarlo ¿Para qué?
La puerta de la iglesia está cerrada. Me vuelvo a detener ante la portada tardorrománica con falso parteluz, otro más de los signos de Brihuega.
Por la puerta de la Guía salgo hacia el arco de Cozagón, allá en las afueras. Se trata de una de las antiguas puertas de entrada cuando la ciudad estaba rodeada de murallas. Hoy es otro de los emblemas, tal vez el más representativo que tiene Brihuega. Una portada enorme acabada en ojiva da paso, mediado el grosor del muro, a otro arco similar de menor altura en la parte que da a la villa. Sobre las piedras labradas destacan las marcas de los canteros.

No es posible –ya se dijo– conocer o hablar de Brihuega cuando se dispone de un tiempo o de un espacio limitados. Conviene acercarse hasta sus monumentos más representativos y disfrutar de ellos, una vez restaurados después de los crueles avatares en los que se vieron envueltos. Me refiero sobre todo a las iglesias románicas de San Felipe y de San Miguel, magníficas, sobre todo la primera de ellas; construidas ambas, como la de Santa María, en la primera mitad del siglo XIII a instancia del célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, su señor y gran mecenas.
No obstante, es muy posible que el toque personal más importante lo tenga la villa en sus famosos “Jardines” y en la histórica Fábrica de Paños acabada de construir en el año 1787, bajo el reinado de Carlos III. En una visión general de Brihuega su Real Fábrica de Paños, o lo que aún queda de ella, se distingue en la lejanía por su forma circular, teniendo frente al arco que mira a la vega la gracia de unos jardines, románticos en extremo, montados al gusto versallesco aunque posteriores en el tiempo a la instalación de la fábrica, y que como ella parecen estar llamados al abandono o a la desaparición paulatina, lo que no dejaría de ser una pérdida lamentable, no sólo para Brihuega, sino para el Patrimonio Provincial, tan maltrecho durante los dos últimos siglos, entre cuyos principales valores se debe contar, más si se tienen en cuenta las muchas posibilidades de servicio a la sociedad, una vez que el turismo español, y aun el que nos viene de fuera, parecen apuntar hacia lo cultural de tierra adentro. Desde la primera vez que anduve por allí me interesó el futuro de estos sorprendentes rincones, únicos en la Provincia y en España me atrevería a decir, de ahí que recavase información sobre el asunto de quien pudiese darla con mayor conocimiento de causa.

La primera autoridad en Brihuega se llama Jaime Leceta, un alcalde joven, capaz, de carácter natural tirando a serio, y preocupado no sólo por el presente, sino por el futuro de esta hermosa villa cuya autoridad y responsabilidad ostenta. El cuidado de los monumentos es una de sus principales preocupaciones:
– Sí; con respecto a la Fábrica de Paños seguimos con el mismo proyecto que iniciamos en el año noventa y ocho, que fue cuando solicité la primera entrevista con la Presidenta de Paradores, para conseguir la instalación de un Parador Nacional de Turismo en ese edificio. Desde entonces llevamos luchando por ello y no vamos a cejar en el empeño, por lo que seguiremos insistiendo con la nueva Administración hasta que se vea convertido en realidad el viejo proyecto.
– ¿Le interesa al público de fuera conocer Brihuega?
– Según datos de la Oficina de Turismo el número de visitantes va aumentando progresivamente. Desde los 5.300 que tenemos como primeros datos allá por el año 1998, hasta los 21.000 del año pasado, vemos cómo cada año va aumentando el número de habitantes a nuestra villa.
– ¿Qué es lo que más atrae de Brihuega a los que vienen de fuera?
– Son varias cosas. Principalmente la riqueza monumental que tiene el pueblo; la riqueza paisajística; los parques y jardines; la gastronomía que es rica y variada en cualquiera de los establecimientos de restauración; y, desde luego, yo creo también que la hospitalidad y el carácter de sus gentes.

Dejamos así, en este ligero apunte, lo que hoy se nos ocurre contar acerca de Brihuega. El primitivo Castrum Brioca de los romanos se discute el título de capitalidad de la Alcarria con Cifuentes y con Pastrana. Nada tiene que ver lo uno con lo otro. Con las demás villas señeras es motivo suficiente para disfrutar de esta Alcarria, ahora más interesante y espectacular que nunca, a la que a la gente ya le va dando la gana de venir. Motivos hay para ello

jueves, 2 de diciembre de 2010

BAIDES, EN LA RIBERA DEL ALTO HENARES



El pueblo de Baides, situado a la vera del Henares y de las vías del ferrocarril en tierras de Sigüenza, podría servir de ejemplo de lo que ha sido el cambio a favor en su aspecto externo de los pueblos de Guadalajara durante los últimos veinte años.

Baides en su actual imagen, ocupando un llano de tierras de labor al principio de la inmensa vega, es algo así como un delicado paraíso repleto de privilegios donde vivir cómodamente al menos durante el verano, un paraíso que apenas se percibe desde las ventanillas del ferrocarril cuando cruza la ribera, y nunca desde las del automóvil, pues tan sólo el indicador que hay al borde de la carretera cuando viajamos hacia Sigüenza nos habla de él, haciendo constar que la distancia que nos separa es de seis kilómetros, distancia que es preciso recorrer entre curvas y vericuetos, áspera al principio en su paisaje, pero luminosa, abierta y prometedora al final, ya junto a las primeras casas en plena vega.
No encontré en mí último viaje tráfico al bajar. El pueblo aparece al final con su calle larga, la Calle Mayor, con su tapial a mano derecha que nos aparta de la finca de los señores, con la mimosa fuentecilla en mitad adornando una plaza chiquita, la Plaza Mayor como paradoja, y más allá el puente sobre el río, la vía muerta del ferrocarril, y el Camino de la Estación al que desde hace un par de décadas se conoce oficialmente como Paseo del Escritor Ángel María de Lera, en honor a su hijo más preclaro.

El puente sobre el Henares que hay al final del pueblo, con sus alrededores de junto a la vía muerta, es para quien esto dice uno de los rincones más apacibles y románticos que pueda imaginarse. Se adivina estando allí, y mirando fijo al correr de las aguas, que Baides es un pueblo distinto a los demás, un pueblo para contemplación y para el ensueño. A la sombra de los árboles que hay al lado del puente, es el canto de los pájaros y el suave rumor del agua lo único que altera el silencio de la mañana, hasta que de tiempo en tiempo bufa sobre el paisaje el soplo de la velocidad que arrastran los trenes. Una anciana está sentada sobre un banco en la esquina. La señora me mira atentamente. Seguro que le gustaría saber quién soy, y, sobre todo, qué es lo que hago por allí con una cámara al hombro y un cuaderno de apuntes en la mano.
– Buenos días, señora.
– Hola, buenos días.
– Cuánta tranquilidad tienen en el pueblo.
– Demasiada. Antiguamente el pueblo era más alegre. Había más de noventa mozos; y mucha riqueza, y mucho trabajo.
– Trabajo del campo, claro.
– Del campo y de la fábrica de yeso y escayola que había. Otros trabajaban en la finca del palacio. Y la estación del tren, que nos daba tanta vida.
El palacio al que se refería la buena mujer era el de los condes de Salvatierra, que todavía se sostiene en pie, maltrecho, como pude comprobar desde fuera de la puerta de hierro que cierra la finca.

Por ambos lados de la carretera que sale hacia Huérmeces el campo es llano y feraz. Debió de ser en otro tiempo terreno de regadío el de aquellos llanos próximos al cauce del Henares que enmarcan las choperas, hoy hazas extensísimas dedicadas al cultivo del cereal. Junto a la carretera hay una ermita con la puerta cerrada, arco en ojiva y techumbre que se remata con un solitario campanillo que alguna vez habrá servido para avisar a los actos. La iglesia no es ésta. La iglesia se encuentra sobre una cuesta a la entrada del pueblo. Tiene casi nueve siglos de antigüedad, y hace tan sólo unos años que, al restaurarla, salieron a la luz varios de sus admirables valores románicos. Debe costar trabajo subir hasta la iglesia de Santa María Magdalena a la gente mayor. Resulta larga y demasiado pina la escalinata de hierba y guijarrillo que lleva hasta los pies del campanario, o hasta las comedidas plataformas de las eras que hay al lado de iglesia, y desde donde se contempla, como abierta a los ojos y al mundo, la hermosa vega del Henares por la que baja el río entre choperas y el tren silba corriendo por mitad.

El Henares pasa manso, bien surtido de caudal a la salida del invierno, por un ensanchamiento que hace la calle entre el Puente de piedra y el Salón de los Mozos, instalado desde hace años en una casa distinguida que hay al principio del Camino de la Estación, o Paseo del Escritor Ángel María de Lera. Es un camino hermoso, recto como una vela y casi con un kilómetro de longitud, arqueado de ramaje y de apretadas sombras que, por lo general, le dan los árboles que tiene a uno y otro lado. Los árboles son viejos, de grueso y arrugado tronco, y por estos días los están desramando casi completamente. Al final, siempre al lado del río, la Estación del ferrocarril.

La Estación, escrito con mayúscula, porque es un barrio por el que pasan los trenes, viene a ser como un segundo Baides. La Estación, vista en la actualidad cuando el pueblo se ha quedado sin gente, es una barriada residencial, con docenas de viviendas más recientes quizás que las que vimos en el pueblo. El apeadero del tren, o estación propiamente dicha, es un edificio bien conservado, al pie de la vía, con la consabida placa de metal que lo mismo que en las demás estaciones señala la altura sobre el nivel del mar: 844 metros. En las proximidades, el agua y las sombras. Baides es un pueblo de aguas y de sombras, ya que no de público a diario, pues andará con el medio centenar de almas en un día cualquiera, algo así como la quinta o la sexta parte de lo que tuvo antes, en tiempos de nuestros abuelos, cuando los lobos andaban en manada por entre la maleza de los cerros y los ánades criaban en las hierbas del río.