lunes, 13 de octubre de 2014

CANTALOJAS, FERIA DE GANADO 2014



Entre un largo millar de libros y revistas, de originales propios y de escritos inéditos que me gusta conservar, no sin un cierto desorden, en mi casa de Cantalojas, he encontrado un folleto editado por la Diputación Provincial en el año 1997, con motivo del cincuenta aniversario de la Feria de Ganado. En él aparece la reproducción íntegra de un artículo que quince años antes publiqué en la extinta revista de la Diputación, al que titulaba “Cantalojas, pueblo serrano a la cabeza de la ganadería vacuna”. Fue en el año 1985 cuando escribí aquel largo trabajo, muy al día y muy interesante en aquel momento, pero que como fuente de información hoy resultaría anticuado. Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Transcurrieron treinta años, que a la velocidad de vértigo a la que corre la vida, también en el medio rural, la realidad de hoy no se corresponde en nada con la situación de entonces. En el referido artículo se habla de la ganadería vacuna local de raza avileña, aquellas vacas sufridas, nacidas para el trabajo y para la cría; reses destinadas a la labranza, al acarreo, a los duros quehaceres de la recolección de hierbas y de mieses, nobles ejemplares todo uso que, además, premiaban a su dueño con un ternero, o ternera, cada año.
            Tan difícil como encontrar un trébol de cuatro hojas, es encontrar entre los varios centenares de la especie, una vaca con aquel intenso pelo negro, con aquella constitución y con aquel semblante. Pues a la vista de que la agricultura iba desapareciendo como medio para hacer frente a la vida, las pequeñas parcelas del labrantío se iban quedando sin cultivar hasta su abandono definitivo. Las vacas, hijas de aquellas otras, empezaron a desempeñar distinto papel, dejaron de ser animales de trabajo para convertirse en producto de carnicería, en estrellas de restaurante, a lo que contribuyó poderosamente la selección de sementales, el cambio por otros más apropiados de distinta raza y color, a través de los cuales la ganadería serrana ha llegado a experimentar un cambio radical a lo largo, no más, de media docena de generaciones.

            La semana pasada ha tenido lugar en Cantalojas su Feria de Ganado. Digamos que el tiempo no acompañó del todo. Más que una feria de compraventa de reses, como antes lo fue, a la que asistían compradores y tratantes de varias provincias de España, la feria se ha convertido más bien en un acontecimiento festivo, multitudinario, que se dedica principalmente a la exposición de ejemplares en las praderas de la Dehesilla, y a la recepción de premios patrocinados por la Diputación para los ganaderos que han presentado lo mejor de su cabaña, a lo que siguen diversos números festivos, sin que pueda faltar el clásico mercadillo popular, donde se ofrece a los feriantes en los distintos puestos productos de artesanía, de repostería comarcal, o manufacturas difíciles de encontrar en otros tipos de mercados.
            Uno, que conoce y ha vivido la comarca desde hace más de medio siglo, tiene muy clara la idea de que el futuro de estas tierras, límite entre las dos Castillas, está en la ganadería y un poco también en el turismo minoritario, si se les sabe orientar de modo conveniente. Ejemplos los hay en la correcta explotación del ganado; pues por fortuna, en ciertos lugares la ganadería está consiguiendo levantar cabeza, en tanto que los trabajos del campo -obligada actividad de otros tiempos- ha terminado por desaparecer, prácticamente en toda la comarca. La nueva orientación de los ganaderos (no simples pastores), las ayudas de las administraciones públicas, los modernos medios de los que se dispone, y el recto estudio de las posibilidades de cada lugar, pueden realizar lo hasta ahora aparentemente irrealizable, y convertirse como consecuencia  en el freno definitivo de la despoblación, en una comarca privilegiada, capaz de dar mucho más de lo que da.
            Aprovechando mi estancia en Cantalojas durante las pasadas Fiestas y Feria de Ganado, he tenido ocasión de ponerme en contacto con uno de los varios ganaderos que han apostado por tomarse en serio su trabajo y hacer las cosas bien: Antonio Arenas Bris, uno de los tres hermanos (Juan y Julián son los otros dos), los cuales, trabajando en empresa común, me atrevería a decir, sin miedo a equivocarme, que son los ganaderos más importantes de toda la Sierra Norte, y las reses que producen, tanto de vacuno como de ovino -a la par de toda la cabaña de la comarca-, las de más excelente calidad al decir de los carniceros que, por razones de oficio, no dudo que se trata de las voces más autorizadas.

            - Y eso ¿Por qué es? – responde Antonio.
            - Eso es por el alimento que se les da, por la calidad del pasto que se produce en la sierra, y por los piensos con los que les ayudamos durante todo el año. La sanidad del ambiente también tiene algo que ver.
            - ¿Cuántas reses de cada especie se crían hoy en Cantalojas?
            - Pues, cincuenta arriba, cincuenta abajo, hay unas mil vacas y unas tres mil ovejas, más o menos.
            - ¿Cuanto tiempo pasan las vacas en el pueblo y cuanto en el campo?
            - Las vacas hace ya muchos años que están siempre en el campo. 
            - Todos los sectores de producción suelen tener algún problema ¿Cuál es el de los ganaderos en esta sierra?
            - Los lobos; ese es nuestro principal problema. Nosotros tenemos veinte mastines y no nos podemos quejar, pero no estamos libres. En Galve, aquí a un paso, se han hecho famosos por desgracia los repetidos ataques de lobos, con decenas y decenas de reses muertas, tanto de ovejas como de terneros.
            - Los damnificados tendrán alguna compensación, pequeña o grande, supongo.
            - Nada; no les dan nada. Si tenemos hecho algún seguro, sí que hay compensación por parte del seguro. Un seguro que lo pagamos nosotros, claro.
            - ¿Sois muchos ganaderos en Cantalojas?
            - Sí; aún somos unos cuantos. Con mayor o menor número de cabezas de ganado, somos unos diez.
            - Escasamente a un kilómetro del pueblo tenéis un complejo ganadero con unas naves inmensas para el ovino que son una verdadera envidia. Para hacerlo sí que habréis recibido alguna importante ayuda oficial ¿No es así?
            - Sí; en las naves sí que nos han echado una mano la Junta de Comunidades y otros estamentos oficiales, como el Fondo Europeo, por ejemplo.
            - El hecho de que la Feria de Ganado se celebre cada año en Cantalojas ¿Os favorece en algo?
            - Bueno, económicamente no creo que sea en mucho, refiriéndome a los ganaderos. Al pueblo sí le favorece. Nos da a conocer, y eso siempre nos beneficia.
            Dejamos a Antonio, con su sombrero calado como en él es costumbre, metido en sus quehaceres en plena feria, y nos dedicamos a observar -cuando la lluvia nos lo permite- el resto de las actividades y atracciones que componen el programa festivo, que son muchas y muy variadas, en una feria que en su nuevo formato y contenido (ya existía desde muchos años antes) ha cumplido su edición número treinta.  Lástima que el tiempo atmosférico no haya querido colaborar. 

(En las fotos: Centenares de vacas pastando en las praderas de la Dehesilla; nave-retablo de los hermanos Arenas; danzantes de Condemios de Arriba bailando frente al ayuntamiento)

martes, 7 de octubre de 2014

LA LEYENDA DE "LA CARA DE DIOS"


Hace pocas fechas, en los últimos días de agosto, la villa de Sacedón celebró una de las efemérides que con más fuerza se han marcado en la conciencia colectiva de sus moradores a lo largo de los tres últimos siglos, y de la cual, del hecho que le sirvió de motivo, ha venido convirtiendo con el paso del tiempo en una constante para la devoción y para la vida de tantas genera­ciones de hijos de esta importante villa alcarreña. Me refiero a la aparición en circunstancias extraordinarias de la Cara de Dios, perdida para siempre en su santuario a impactos de balas durante la última guerra civil.
            Por aquellos tiempos, años finales del siglo XVII, era Sacedón un pueblo ribereño de escaso vecindario, mayorazgo de la casa del Infantado y diócesis de Cuenca por cuanto a lo religioso, que, ni remotamente, podía pensar en la tragedia que unos cuantos años más tarde se volcaría sobre él, cuando las tropas del Archiduque en la inminente Guerra de Sucesión arrasaran con todo. A su condición de ribereño, el pueblo debió unir algunas más que con el tiempo  le servirían de reclamo, incluso para la Familia Real: Sacedón de los Baños, villa tranquila y romántica a la sombra de la soberbia vegetación con que en cada verano le premiaba por sus orillas el padre Tajo. Pues bien, precisamente en el verano de 1689, cuando por razones ya apuntadas su número de habitantes debería rayar al completo, acaeció un hecho con no pocos ribetes de sobrenatural que alteró por unos días la calma de la villa y de sus alrededores, transcendiendo siglos después, como podemos ver, a través del tiempo.

        
   La leyenda, o la historia -cada cuál juzgue- de la Cara de Dios, me la contó hace tiempo una mujer anciana que no era natural de la villa, pero que había vivido durante muchos años en Sacedón y la había oído contar miles de veces. La buena señora añadía a su peculiar manera de contar las cosas, el ingrediente de la buena fe, de manera que la historia, real en el fondo y quizás imaginaria en las formas, me ha servido de tema para pensar en ella muchas veces. Lugar: el antiguo Hospitalillo de Nuestra Señora de Gracia de Sacedón; tiempo: la media tarde bien pasada del 29 de agosto de 1689; protagonista: un blasfemo de origen catalán, seductor de mujeres, llamado Juan de Dios.
            -¡Que no puede ser, miserables del demonio. Esa mujer estaba entre vosotros hace un instante y no puede haberse escapado de aquí!
            Aunque al irritado Juan de Dios se le escapaban al hablar espumarajos de ira por la boca, impotente ante la súbita desaparición de la muchacha, era cierto que Inés había huido del hospicio a refugiarse en la casa de una familia de vecinos con los que le unía cierta amistad. Llevaba la muchacha unos días atemorizada por el trato cruel al que la venía sometiendo a diario su poseedor, sin ver otra luz que la de poder separarse de él para siempre, aun a riesgo de su vida, en el primero momento que tuviera ocasión.
            Estaba comenzando a oscurecer. Ante el rostro desencajado y los bramidos del mancebo, que con insistencia amenazaba con el cuchillo a los hospicianos después de haber perdido el dominio de sí, los mendigos temblaron de miedo. No era aquel el benéfico lugar de la Alcarria donde tantas veces habían recibido un bocado de pan y habían encontrado un refugio seguro donde pasar la noche, el hogar común de la calma y de la caridad, como conse­cuencia de la condición mezquina y de los celos de aquel desalmado.
            -¡Os aseguro -gritaba- que si alguno de vosotros sabe dónde está, o quién se la ha llevado, y no me lo dice, lo va a pagar muy caro!
            Por su cabeza ruin de hombre vencido y de animal salvaje, Juan de Dios hizo desfilar un tropel de posibilidades que pudieran llevarle al porqué de la desaparición de la muchacha. Al final le turbarían los celos. Pensó que otro refugiado, ausente del Hospitalillo desde primeras horas de la mañana, se la hubiese podido arrebatar valiéndose de engaños. Su estado de desesperación era cada vez más grande. En un momento de su desdicha alzó la hoja del cuchillo y, al tiempo que vomitaba una horrible blasfemia, lo lanzó con toda su fuerza sobre la pared, donde quedó clavado, balanceándose a merced del duro temple del acero.
            -¡Voto a la Cara de Dios que si los cogiese aquí los mataría!
            El yeso que cubría la pared se descascarilló con la fuerza del impacto. En seguida llegó la noche. Cuentan que a la mañana siguiente, sabedores de lo ocurrido, algunos vecinos acudieron al salón del Hospitalillo donde se produjo la escena, y donde aún permanecía la hoja del cuchillo clavada en la pared. Al intentar arrancarlo, se desprendió un trozo más de la placa de yeso que tapaba el muro, de manera tal que por debajo se podían ver con sorpresa los rasgos de una cara pintada. Siguieron haciendo un poco mayor el agujero hasta descubrir por completo la imagen y con ella la identidad de aquel rostro fácilmente reconocible. Se trataba de la Cara de Cristo, muy similar a la que quedó prendida sobre el paño de la Verónica en la mañana del primer Viernes Santo, pero ésta con el corte producido por la puñalada a la altura de la sien derecha.

            La noticia cundió por la comarca como reguero de pólvora. Muy pronto se inició en el obispado de Cuenca el trámite oportuno para poner en marcha su correspondiente proceso canónico a nivel diocesano, con las declaraciones y las firmas del señor alcalde de la villa, del cura párroco y de algunos albañiles y vecinos dignos de todo crédito, que dieron fe de lo acontecido. El resultado inmediato fue la autorización episcopal para dar culto público a la imagen del Hospitalillo de Sacedón, así como una indulgencia plenaria en el día de su festividad, otorgada por el Papa Clemente XI, extensiva al día del ingreso en la correspon­diente hermandad y al de la muerte de los cofrades.
            Tres capillas distintas acogieron la venerada imagen desde su aparición en 1689 hasta su destrucción en 1936. La última fue la actual ermita que llaman de la Cara de Dios en el centro del pueblo. Tiene esta ermita un bonito campanario de sillería y portada de corte neoclásico. El presbiterio y la cúpula se adornan al gusto rococó. A esta última y definitiva estancia se trasladó el sagrado lienzo muy solemnemente el día 12 de noviembre de 1748. Se dice que asistieron al acto -el más memorable seguramente de toda la historia de Sacedón- once Hermandades y mil quinientas antorchas encendidas. Al día siguiente se lidiaron ocho toros para celebrar la inauguración del nuevo santuario, que, por fortuna para la villa, todavía existe, siendo uno de los motivos de mayor interés que tienen entre sus monumentos.

            Los habitantes de toda aquella comarca atribuyen infinidad de hechos extraordinarios a la intervención de la Santa Faz. Por nuestra parte, apenas nos resta levantar acta en la que se haga constar que, más de tres siglos después de todo aquello, la aparición de la Cara de Dios en el antiguo Hospitalillo de Sacedón es una más de las hermosas páginas que hay que recoger, y así se hace, en la general historia de las tierras de Guadalajara para general y perpetuo conocimiento.

sábado, 13 de septiembre de 2014

PAISAJES DE AGUA DULCE



 Días atrás, intentando buscar alivio a los calores con los que nos ha sorprendido el mes de septiembre, me entretuve en revisar durante un buen rato mi archi­vo de fotografías sacadas a campo abierto. Fotogra­fías de paisajes todas ellas, en las que el agua -y a veces también los caminos y las rocas- toman papel de protagonis­tas. No han sido muchas, sólo un par de docenas o tres a lo sumo las que he podido apartar, con el inútil propósito de que pudiesen servir de antídoto visual contra los rigores tardoveraniegos de esta tierra, donde a veces, cuando llegan estas fechas, las temperaturas se disparan y los cuerpos se hunden en una especie de aplana­miento del que es imposible escapar por medios ordinarios.
            Con la memoria como único recur­so, y en preocupante temporada de escasez de lluvias, uno ha viajado por los limpios caminos de la imaginación hasta el norte de la provincia, hasta los húmedos vallejuelos de la sierra del Ocejón por donde se retuer­cen los arroyos al caer serpenteando por entre las peñas; por los pueblos raya­nos de Sierra de Pela, donde todavía las fuentes corren abundantes derra­mando en los sombríos pilones de los abrevaderos sus dos, cuatro o seis chorros de un agua fresquísi­ma de la que nadie se aprovecha. Quien se deci­da a subir hasta Valverde, tendrá a poco más de media hora de camino desde las últimas casas, y por sendero bien marcados por los pies de los veraneantes y de los turistas que andan por aquel lugar a lo largo del año, la famosa chorrera de Despeña­la­gua. Allí el arroyo se desliza en cascada rugidora por la superficie lisa de las rocas, desde una altura nunca inferior a los treinta o cuaren­ta metros, para formar a la caída una nubecilla flotante en torno a la to­rrontera que humedece la piel y cala los huesos.

            En la Alcarria, a la sombra de los árboles, en la fresca alameda donde desagua de un modo violento el río Cifuentes, se refrescan con vasos de limón y cañas de cerveza los veraneantes de Trillo. La chorrera del Cifuentes alerta los días y adormece las noches en un rumor continuo que durante las horas de silencio se deja oír por todos los rincones. A cuatro pasos el Tajo desliza manso el acopio de aguas que consiguió reunir por las sierras de Poveda, de Buenafuente y de Huerta­pelayo. Las chimeneas de la central nuclear restallan en luminarias frías e inter­mitentes sobre el altiplano que se esconde al otro lado de las bodegas. El humo de las chimeneas de la central nuclear es un humo denso, un humo industrial de color blanquecino que los ecologistas acusan de mortífero, de devastador, o por lo menos de dañi­no para la vida del hombre. La chorre­ra del Cifuentes, rumorosa, no cesa mientras tanto en su sonora cantinela. Los gorriones se esconden y vuelven a salir por entre los líquenes, a riesgo de sucumbir arrollados por la furia de la catarata. Cuando alguien se acerca por allí con los brazos desnudos, la humedad y la sombra espesa del barran­co le ponen el vello de punta y las carnes de gallina.
            En tierras del Alto Señorío, las chorreras que el río Mesa dibu­ja a su paso por Algar, acallan su estruendo en tiempos de heladas y comienzan a bramar cuando entra la primavera. En Algar se han acostumbrado, lo mismo que en Trillo, al murmullo constante de la chorrera, y pienso que si algún día les llegase a faltar, es muy posible que los más viejos no se acostumbrarían a vivir allí, les faltaría el eterno soniquete de las aguas del río para conciliar el sueño. El Mesa saltarín que se deshace en charreteras blancas por los bajos de Algar, convierte al puebleci­to molinés en un pequeño paraíso, desco­nocido para casi todos y hermoso y acogedor tan sólo como él. Cuando apunta el verano, los ancianos de Algar bajan a la trucha y las mozuelas quinceañeras, que a Dios gracias jamás llegaron a faltar por aquellos lindos pueblecitos del, se entretienen en buscar fresas por los verdes bancali­llos del barranco.


            Otro rincón en campos de Molina, donde el agua y las rocas lo son todo, es el Puente de San Pedro, un clásico como el Hundido de Armallones o el Barranco de la Hoz, de la paisajística provin­cial, en donde la madre Naturaleza se ensaya en pintar cada mañana, a la salida del sol, uno de los cuadros más impresionantes que cualquiera pueda imaginar. Son sus admiradores perpe­tuos los pinos equilibristas que sur­gen por entre las rendijas de las peñas, ofreciendo a la soberbia estampa de todo aquel conjunto la gracia infinita de su inocencia, aguantando el soplo de los cuatro vientos y la cellisca de todos los inviernos como heraldos de la mismísima Creación.
            Pero estamos a campo abierto esperando el instante del anochecer en un paraje escondido de la Trasierra. Las aguas del Lillas y del río de la Hoz se juntan poco más arriba. La corriente viene impetuosa llenándolo todo, jugando entre las piedras de pizarra por donde la gente dice que los lobos bajaban a beber. Los altos de Somosierra se levantan como a dos leguas de distancia al noroeste de estos prados que se extienden a la vera del río. Miro el paisaje a contraluz. Con el sol ya escondido, el agua ofrece al correr un brillo acristalado, un brillo encendido de azogue o de papel de plata como el de los ríos en los belenes de Navidad. Allá arriba, se alcanza a ver entre dos luces el caserón de piedra que hace unos veinte años mandaron construir las instituciones para los acampados, y los amigos del desorden han dejado ya en estado de ruina. Algún pescador recoge bártulos antes de que anochezca. El pescador regresa al coche de vacío; dice que así no puede ser, que entre los bañistas y los curiosos no dejan la pesca en paz y que prefiere volver al día siguiente de buena mañana.

            Por el cielo habrán comenzado a salir las primeras estrellas. De un momento a otro asomará su rostro brillante la luna llena sobre las copas del pinar y sobre las cimas grises de las montañas. El espectáculo, ya con la noche sobre los hombros, es conmovedor, una bendición de la Naturale­za, una ocasión única para recordar en tardes calurosas del estío, como en la de hoy, sentado junto a la mesa de mi escrito­rio, uno prefiere soñar despierto con tantos lugares que sus ojos vieron y que en este momento añora casi desesperadamente; aunque confía, no obstante, en volverlos a ver, y lo que es mejor, a sentir de nuevo dentro de poco, lo que no deja de ser un consuelo. 

(En las fotos: Puente del río Lillas  en periodo de deshielo (Cantalojas). La impresionante chorrera del río Cifuentes en Trillo. El Tajo por el Puente de San Pedro)

jueves, 31 de julio de 2014

VILLACADIMA EN TIEMPO REAL


            Sobre estas fechas publiqué el año pasado una nota a vuelapluma con el título de “Villacadima, un corazón que late”. En ella daba cuenta de la enorme satisfacción que me produjo el haber asistido a misa en su bellísima iglesia, una tarde de vacaciones después de su restauración. Se hicieron presentes en la ceremonia una veintena de fieles, casi todos los habitantes del pueblo en aquel momento. Una experiencia que a menudo, siempre en verano, se repite alguna vez. Villacadima, amigo lector, es un pueblo pequeño, situado al noroeste de Guadalajara, en los rayanos con las provincias de Soria y de Segovia. En lo administrativo está incorporado al ayuntamiento de Cantalojas. Hace treinta años, o quizá más, Villacadema se quedó vacío. La joya arquitectónica de su iglesia del siglo XII, convierte a Villacadima en estampa obligada de cualquier tratado sobre el arte Románico Español que se precie de serlo.
            Como en todos estos pequeños municipios del entorno de Cantalojas, donde suelo pasar algunas semanas cada verano, Villacadima cuenta desde muy antiguo como uno de mis lugares predilectos. Todos los años, por una u otra razón, y aun sin haberla, suelo darme una vuelta por Villacadima. En la presente temporada no podía ser menos, después de haber tenido el gusto de conocer a uno de sus hijos, nativo de condición, Leoncio Martín Hergueta, que tuvo que abandonar el pueblo cuando vio que se quedaba solo, y ahora, después de haber vivido en Getafe durante cerca de cuarenta años, tras el fallecimiento todavía reciente de su esposa, ha decidido pasar el resto de sus días en la Residencia para la Tercera Edad de Cantalojas, donde sospecho que se encontrará a gusto, a cuatro pasos del lugar de toda su vida, al que prometí llevar conmigo un día hasta su pueblo, para que me sirviese de guía. Compromiso que se cumple hoy, coincidiendo con una de las jornadas más calurosas de este mes de julio tan irregular, pero que por estas latitudes serranas, a más de 1.340 metros de altura sobre el nivel del mar, resulta de una placidez  inusitada.

            Hemos dejado atrás el castillo de los Estúñigas sobre el cerro de Galve. Un águila culebrera se balancea sobre la rama de un arbusto a nuestro paso. Centenares de vacas pastan en la pradera. Minutos después aparecerá Villacadima, como extendido al volver de una curva. El pueblo aparece escoltado, desde la colina que lo resguarda de los aires del norte, por una cadena de generadores de energía eléctrica que giran lentamente, acompasadamente, a impulsos de la brisa que baja desde el Pico de Grado.  
            Sólo unos minutos ha durado el viaje. Estamos en Villacadima. Dejado el coche en la plaza, el señor Leoncio, que para algo fue el último alcalde del lugar, me invita a sentir una vez más el deleite de la portada de la iglesia, enseña de la villa y dignísimo punto final de la conocida Ruta del Románico Rural, que se inicia con las iglesias de Atienza y concluye precisamente aquí, ante esta bella portada, frente a la reja que asegura el acceso, y que mi guía está intentando abrir para que la veamos por dentro. Después de la restauración a la que fue sometida a fondo hace dos o tres décadas, esta iglesia, al menos para mí que la conozco desde hace algo más de medio siglo, supone, siempre que la veo, un verdadero gozo tanto para los ojos como para el corazón.
            Hemos subido después a ver la doble fuente de la que el pueblo se sirvió durante casi dos siglos antes del despoblamiento. Aparecen seguidas la una de la otra, formando un solo conjunto. En la piedra se dice que la de arriba se construyó en el año 1847, y la de abajo en el año 1916. El agua que durante ese largo periodo de tiempo cubrió las necesidades del vecindario, procede de dos manantiales distintos. Al lado de las fuentes está lo que todavía queda del antiguo lavadero. Justo es decir que durante los últimos años, estas fuentes han ido perdiendo parte de aquel vigor y de aquella prestancia que tuvieron antes.
            Pese a encontrarse a seis o siete kilómetros de distancia nada más de sus vecinos Galve y Cantalojas, Villacadima fue un pueblo de agricultores y quizás también de buenos hortelanos, mientras que en los otros predominó siempre la ganadería como medio principal de trabajo y de subsistencia. Aquí se labraron los campos, como en casi todos los pueblos de Castilla, con yuntas de mulas como animales de tiro, en tanto que en Cantalojas y Galve fueron las vacas las que emplearon para tan duro servicio. En Villacadima se producían, hasta con cierta abundancia y calidad,  toda clase de cereales; de ahí que me recuerde Leoncio aquellos viajes clandestinos, cuando él era muchacho, a vender carros y camionetas de trigo hasta la no lejana Atienza.
            -El trigo de aquí –me dice-, lo pagaban a mejor precio que el de otros sitios.
            Máximo Monje y su familia son algunos de los pobladores de temporada en Villacadima. De su desaparición total, hace no mucho, a hoy, son nueve las casas abiertas en el pueblo durante el verano. Máximo se ha construido una casa nueva, perfecta, con un cercado de césped anejo que es una delicia. Máximo nos ha invitado a tomar un refresco en el patio de su casa y, aunque en el rato de conversación no ha surgido como tema, sabemos que durante su vida activa ha sido oficial del Ejército y que se ha jubilado con el grado de comandante. Nos hemos despedido de él con la promesa de volvernos a ver, tal vez dentro de este mismo verano.

            Seguimos después recorriendo el pueblo, visitando en sus casas respectivas a  Feli y a Elena, cuñada y sobrina de Leoncio. Un corto paseo por el que me doy cuenta que Villacadima tiene arregladas algunas de sus calles, además de luz eléctrica y agua corriente en las viviendas; de que las casas de nueva construcción, las antiguas y unas cuantas en estado de ruina, comparten espacio codo con codo en las calles del pueblo, predominando lo nuevo. De un año a otro se ve cómo el pueblo va tomando nueva vida, renaciendo de sus cenizas como el mitológico Ave Fénix, valioso detalle que hay que agradecer a los que se fueron, y a los hijos de los que se fueron, comprometidos en que su lugar de origen no desaparezca; un empeño que están acabando por conseguir.
            Hemos bajado hasta la pequeña ermita anexa al cementerio. Está cerrada. En el cementerio destacan unas cuantas cruces y algunas lápidas mortuorias, posiblemente de los últimos enterrados allí. Los campos más cercanos al pueblo están sin cultivar. La gente se pregunta si se iniciara y se llevase a término la Concentración Parcelaria, tal vez el pueblo volvería a recobrar sus viejos brios. No sé; pero sospecho que los pros, favorables a ese deseo, serían escasos, y abundantes los contras. Han cambiado las formas de vivir. En realidad, lo que nunca podrán fallar, en lugares como éste de la vieja Castilla, son las delicias de sus veranos, las claras mañanas de celofán y los atardeceres deliciosos y transparentes, al amparo del puro aire de la sierra, y la paz, la mucha paz que es su mejor oferta-

            Dejamos Villacadima cuando una bandada de rapaces se queda dibujando círculos en el azul del cielo, sobre estos campos y sobre estos pueblos, donde se dan las mayores alturas de todo la provincia.   

sábado, 28 de junio de 2014

CÍVICA, UNA CURIOSIDAD MÁS EN TIERRAS DE LA ALCARRIA

«Cívica semeja una aldea tibetana o el decorado de una ópera de Wagner. El viajero no estuvo nunca en el Tíbet pero se imagina que sus aldeas deben ser así, solemnes, miserables, casi vacías, llenas de escaleras y balaustradas, colgadas de las rocas y también horadadas en la roca. Cívica fue del Císter de Villaviciosa y tuvo fábrica de papel, pero se quedó a ramal y media cuenta y hoy no le resta nada de cuanto tuvo, nada de nada ni de nadie, bueno le restan tres o cuatro habitantes, una cascada que canta al caer sobre el verde musgo, unas colmenas en la ladera y una paz reconfortadora y antigua meciéndole en su agonía».( C.J.C. “Nuevo viaje a la Alcarria”.)


        
    Yo no hubiese escrito “ramal y media cuenta” como lo escribió don Camilo, sino “ramal y media manta” como creo que sella el viejo dicho , y como siempre oí decir en toda la longitud y anchura –que ancha es- la tierra de Castilla. Es lo de menos, lo de más es que todo un Premio Nobel dejase escrito en uno de sus libros ese manojo de líneas dedicado a este concreto sitio de la Alcarria al que acabo de llegar en este preciso momento.
            Cívica no es un lugar, ni un pueblo, ni una aldea. Cívica es un sitio, un misterio paisajístico colocado en este lugar preciso a la vera del río Tajuña, donde la mano del hombre entró piqueta en mano, con el noble fin de acrecentar el embrujo con que le había regalado la Naturaleza. A Cívica no se va, se pasa al pie de sus llamativas formas, se mira, se piensa en su porqué si ha lugar, y se sigue adelante camino de Masegoso o de Brihuega, según el viaje que se lleve, en contra o a favor de la corriente del río.
            He pasado por Cívica infinidad de veces. En algunas de ellas me detuve a mirar desde la carretera sus escondrijos, o a tirar una foto en la solana si llevaba preparativos, y otras veces, las más, pasé de largo dando vueltas a un asunto que todavía no he conseguido comprender: que el mundo está lleno de pequeñas maravillas dentro de lo ordinario, maravillas que no somos capaces de descubrir porque se necesita una mínima dosis de sensibilidad y de empeño para entrar en ellas, a lo que el hombre de hoy no parece estar dispuesto…, y eso que se pierde. Aun con todas las deficiencias, y dentro del lamentable abandono en que se encuentra, Cívica, junto al camino y en el mismo corazón de la Alcarria, es una de esas pequeñas maravillas, que están ahí para que la gente se detenga.


            La de hoy es una mañana apetecible, de las pocas que el incipiente verano acostumbra regalar una vez dejada atrás la seca y nada generosa primavera. La gente lo ha entendido así. En Brihuega, por ejemplo, encontramos algún grupo de visitantes que pasan la mañana del sábado mirando sus calles, sus jardines y sus monumentos. En el pequeño ensanchamiento que hay en Cívica junto a la carretera, se pueden contar aparcados en batería tres o cuatro coches. Los dueños de los coches me imagino que serán pescadores que prueban suerte abajo, en las aguas del Tajuña; las señoras pasean por el arcén con un gorro de periódico cubriéndose la cabeza; los niños de los pescadores suben y bajan por las escaleras de Cívica, se sientan en las balaustradas de cemento, se orinan en las cuevas, pese a que un letrero al que nadie hace caso, tiene escrito: “Propiedad particular, prohibida la entrada”. Una pareja de recién casados, con acento levantino, se retratan delante de las piedras.
            - Somos de la provincia de Castellón, y venimos con el libro de Cela haciendo nuestro viaje a la Alcarria. Pero no habla de esto –dice sorprendida la mujer.
            - En el primero de los viajes no habla de esto -le aclaro; pero en el segundo sí que pasó por aquí y le dedicó algún párrafo.
            - Usted quiere decir del viaje que hizo con una choferesa negra ¿Verdad?
            - Sí, claro, a ese me refiero. Al viaje que hizo con una choferesa negra y con mucha gente más.
            - Claro, es que ese no lo hemos leído. Lo tendremos que leer.
            Tengo entendido que la obra con la que tomó todo su misterio el sitio de Cívica, la mandó realizar un cura de Valderrebollo que se llamaba don Aurelio. Es lo poco que, sin que haya entrado en demasiadas averiguaciones, se consigue saber cuando por aquellos pueblos se pregunta al primero que pasa. Lo que no deja de ser lamentable es que sus dueños, o las instituciones, o a quien competa, no se gasten allí un puñado de euros y lo limpien, y lo adecenten, y lo protejan, porque pensando en el turismo interior, como sabido es que últimamente parece que anda levantando el vuelo, el sitio sería algo digno de ver, por fuera y por dentro; y puestos a hilar fino, para crear al amparo de lo que hay hecho, algún puesto de trabajo. El sitio, con la explanada que tiene en el nivel inferior al lado del río, sería un importante reclamo en ciertas temporadas tanto para los que somos de aquí como para los que vienen de lejos, aparte de apuntar un motivo más de interés en la larga lista que ya poseen en cualquiera de sus comarcas las tierras de Guadalajara.
            Como antiguo poblado que fue por encima de las peñas, se sabe que mucho antes de los arreglos del cura don Aurelio, Cívica fue vendido en el siglo XV por sus dueños, Antón Díez y sus hijos don Ruy Gómez y doña Constanza, vecinos de Cifuentes, a los monjes Jerónimos del monasterio de San Blas de Villaviciosa por 14.000 maravedíes. Parece ser que los frailes instalaron allí una fábrica de papel que duró muy poco.
No he sabido hasta hoy que existía un pequeño bar en Cívica. Puede ser que cuando fui de paso no me diera cuenta, y las veces que paré lo hiciese con intención de ver tan sólo el juego de formas y el deseo de descubrir algo nuevo. El bar queda abajo, en la explanada que hay junto al río. Ocupa un edificio sencillo, construido con ese fin. Un mostrador de ladrillo, un pequeño estante con botellas, una cafetera, un fogón de leña para asar, dos o tres mesas con sus sillas correspondientes, una pintura sobre tema de pescadores, y una especie de tablón de anuncios donde hay papeles colgados con chinchetas, es lo que recuerdo haber visto allí. En esta ocasión, ni siquiera he bajado. Hace algunos años, la última vez que pasé por allí, sí que visité el simpático establecimiento de junto al río, donde, por cierto, recuerdo que se estaba muy bien. Atendía el pequeño negocio Juan Antonio Carrasco Letón, vecino de Barriopedro. 

Para quien esto escribe, Barriopedro le trae el recuerdo de una vieja y buena amistad. De Barriopedro es el primer amigo que tuve en Guadalajara. Se llama Álvaro Mayoral. Por aquellos años -ya hace muchos-, siendo ya un hombre hecho y derecho, Álvaro comenzó los estudios de Magisterio yendo a clase hasta Guadalajara en bicicleta. Lo conocí en una pensión de la calle Museo, y después lo he visto muy de tarde en tarde. Me consta que está bien y que tiene una buena casa en el pueblo. Juan Antonio me dijo que lo conocía, que tenía una buena amistad con él, y que por aquellos años se dedicaba a la fabricación de lavanda, un perfume muy fuerte que sacan del espliego. Sobre el anaquel, tras el mostrador, Juan Antonio tenía una botella llena de un líquido verde. Era lavanda, que le proporcionó mi antiguo amigo Álvaro mayoral.
Y así, con todo lo visto y dicho dejo Cívica. Las señoras de los supuestos pescadores siguen paseando con sus gorros de papel de periódico en la cabeza, y los niños gritan como condenados y se disparan tiros con una vara escondidos en los agujeros de las cuevas. El sonido ambiente, el eterno sonido de Cívica, lo pone la chorrera que vierte por delante de una cueva al caer, y desagua en la cuneta.    

                                                                                                    

miércoles, 18 de junio de 2014

LA HISTORIA NOVELESCA DE MARÍA CALDERÓN


En su tiempo y en los tratados de Historia que hablan de ella, se la conoce por el sobrenombre artístico que tuvo en vida: La Calderona; singular personaje del siglo XVII, que algo y no poco tuvo que ver, y aún tiene que ver, con la provincia de Guadalajara; pues fue en el monasterio de religiosas de Valfermoso, en la vega del Badiel, donde pasó la mayor parte de su vida como miembro de la Comunidad y allí fueron enterrados sus restos. La historia, aunque popular y harto sabido de La Calderona, es de lo más extraordinario y novelesco que uno pueda imaginar.
Se llamaba María Inés como nombre de pila, y Calderón como apellido familiar heredado de un padre cuyo oficio, en aquellos primeros años del siglo XVII, era muy afín al mundo de la comedia y de la farándula tan en boca en aquel tiempo. María Calderón, que por razones ya dichas había visto por primera vez la luz en ese curioso mundillo del teatro, se reveló muy pronto como una bella y excelente actriz, a la que su Madrid natal idolatraba y conoció por La Calderona. Había nacido en 1611. Con pocos años, sólo dieciséis, debutó en uno de los muchos corrales de comedias que por entonces se repartían en los distintos barrios de la Capital de España. Corral de la Cruz, se llamaba aquel teatro. No sólo su belleza, que con aquella edad derramaba frescura por todas partes, sino también por sus cualidades interpretativas, el nombre de La Calderona se paseaba a diario de boca en boca por los mentideros y por los ambientes de la alta sociedad madrileña, y, por supuesto, por la propia Corte; pues “El Rey Nuestro Señor, don Felipe IV de las Españas,  que Dios guarde” solía ser el primero en apuntarse al evento y a la aventura, siempre que hubiera una mujer joven y guapa de por medio. La historia de la decadencia Española aparece bien nutrida en monarcas con esa catadura, si bien, a Felipe IV —casado con la reina doña Mariana de Austria, y padre en la legalidad del más inútil e incapaz de nuestros monarcas, al que la Historia reconoce por El Hechizado— le privaba de manera especial el arte en cualquiera de sus manifestaciones; de ahí que las noticias acerca de La Calderona le llegasen con rapidez, por lo que su actuación, como cabe suponer con tales antecedentes, también fue fulminante.
Los comentarios en la Corte y fuera de ella sobre los amores ocultos del Rey con La Calderona ocuparon una buena parte del reinado del monarca, tiempo que se habría de prolongar más allá de su siglo debido a las circunstancias históricas que plantearía más tarde el problema de la sucesión. Las relaciones amorosas de la actriz con Felipe IV le obligaron a dejar los escenarios; pues, como fruto inmediato de aquella relación, dio a luz un hijo en el mes de abril de 1629, cuando su edad era de dieciocho años. Al niño le pusieron el nombre de Juan José, y por orden del Rey, pese al natural cariño de la joven madre, fue apartado de ella y de su ambiente para ser educado en el seno de otra familia, humilde pero más acorde con los deseos de Su Majestad. La nueva familia se lo llevó a León, después a la villa toledana de Ocaña, y cuando el chico cumplió 13 años, el Rey lo mandó llevar a su presencia para reconocerlo oficialmente como hijo, cosa extraña en él, pues de los seis hijos e hijas que tuvo fuera del matrimonio, solamente al hijo de La Calderona reconoció como tal, con todos los poderes, títulos y derechos, a su favor. Por expreso deseo de su padre el Rey pasó a llamarse desde entonces Juan José de Austria, seguramente que en memoria de aquel antepasado, bastardo también, vencedor en Lepanto.
                                                                        

De María Calderón son imprecisos casi todos los que se conocen, muchos de ellos faltos de la correspondiente documentación que los acredite como ciertos. Se sabe con certeza que ingresó en el monasterio de San Juan Bautista de Valfermoso en el valle del Badiel, pero los autores no se ponen de acuerdo sobre el momento exacto en que eso ocurrió. Algunos afirman que fue por orden del Rey, poco después de que hubiese dado a luz. Otros, en cambio, se inclinan porque, efectivamente, fue el Rey quien dio la orden de que fuese recluida en aquel monasterio, pero trece años después del nacimiento de su hijo, es decir, cuando el padre lo reconoció oficialmente. Aún hay algo más respecto a su entrada en religión con el nombre de María de San Gabriel, y es que también llevó consigo otra hija llamada Luisa Orozco y Calderón, cuyo nombre parece ser que figura entre las abadesas del convento por aquellos años con el nombre de Luisa Francisca Orozco y Móriz, según quedó escrito en los archivos de Valfermoso. Doña María de San Gabriel, María Calderón en vida y La Calderona en el mundo de la farándula, aparece así mismo en esa relación de abadesas del monasterio en el siglo XVII. ¿Hasta qué punto es todo verdad…?
El decir de aquel tiempo, incluso en documentos escritos no faltos de cierto tinte literario, se habla de que aun estando ella de monja en el convento, el Rey pasó a verla en varias ocasiones. Otros afirman que no era el Rey el alto personaje que de tarde en tarde pasaba por el convento a ver a María de San Gabriel y a su hija, sino su propio hijo don Juan José de Austria, cosa que nada nos debe extrañar, pues era su madre la que se encontraba al otro lado del torno como hecho seguro, y tal vez también su hermana de sangre como hecho más difícil de demostrar y, por tanto, de admitir como cierto.

Hace algunos años pasé por el convento de Valfermoso. Las religiosas que viven allí su vocación son unas mujeres extraordinariamente amables, pero nada o casi nada saben del paso por aquel cenobio de la abadesa María Calderón. Tampoco es posible encontrar en todo el monasterio algún detalle que la recuerde. Se cuenta que hasta mediados del siglo XIX existió en el convento un cuadro con la efigie de aquella mujer, tal vez una más de las viejas pinturas que suele haber colgadas en las habitaciones y en los pasillos de los monasterios, como recuerdo de religiosas venerables que en su tiempo fueron ejemplo de virtud; pero que un día desapareció el cuadro, tal vez consumido por las llamas en el fuego del hogar, condenado por una monjita de la Comunidad que, al enterarse de que toda su virtud había sido la de ser comedianta en los corrales de Madrid, amante del Rey y madre de dos hijos fuera de toda unión matrimonial lícita, consideró como lo más oportuno acabar con él. Hoy lamentamos su falta como único recuerdo, ya que tampoco se conoce el lugar exacto en el que fue enterrada. Los saqueos, las   guerras, la persecución y profanación tantas veces repetidas de todo lo religioso habidas desde entonces hasta hoy, acabaron con todo posible rastro. Sólo la tradición y lo que quedó escrito en los archivos y en los tratados de Historia, nos la recuerdan.

Por cuanto a don Juan José de Austria, el hijo bastardeo del Rey con María Calderón, seguramente que hubiera sido un gran sucesor y con él se hubiese evitado una guerra sangrienta. Se le reconoce como un magnífico estratega y un hábil político mientras que ostentó el poder que le otorgó su padre; pero al morir el Rey, chocó contra la voluntad de la Reina viuda, doña Mariana, y con la oposición frontal de los grandes de la Corte. Tuvo que ceder. Es tema que escapa a nuestro propósito, por lo que, dicho lo dicho y expuesto lo expuesto, terminamos aquí. Eso sí, invitando a nuestros lectores a repasar, si tienen ocasión, las páginas de nuestra historia en las que se refieren los hechos a que dio lugar la llegada del nuevo Rey, de Carlos II el Hechizado, que unida a su desgracia personal, trajo a nuestro país una guerra cruel por la sucesión en el trono.
(En la fotos: Detalle actual del convento de Valfermoso; y los retratos de La Calderona y de su hijo don Juan José de Aústria.)

martes, 10 de junio de 2014

SABINAS, PINOS Y CARRASCAS


            Esas tres son las especies arbóreas que tiñen el paisaje de un verde ceniza, de un verde mate y tristón por las tierras de la Provincia, a las que te invito a viajar si es que todavía no las conoces, el momento puede ser el ideal si es que alguna vez pensaste conocer, o conocer un poco mejor, esta subcomarca del Bajo Señorío Molinés. La Alcarria como comarca geográfica ha quedado atrás, para mi uso el cauce del río Ablanquejo sirve de límite entre la Alcarria y los primeros páramos molineses del Alto Tajo.
            Estoy a punto de subir hasta el pueblo de Huertahernando, una villa antigua y por situación siempre a trasmano, pero extraordinariamente hermosa. El pueblo deja ver arriba las casas que miran al barranco por donde están los huertos, con la espadaña de su iglesia desafiante mirando hacia las puestas del sol. Por aquí son las sabinas las que puntean en la ladera que cae sobre el pueblo. Una vez arriba, dejando Huertahernando atrás, a nuestra mano izquierda, el terreno se allana y los pinos, las sabinas y el encinar, se reparten la superficie del campo dejando pequeños claros para la siembra del cereal. Siempre que paso por aquí me viene a la memoria la figura mítica del obispo don Bernardo de Agén, el obispo guerrero, primero de Sigüenza y reconquistador de la ciudad en el año 1124, que murió según la tradición peleando por estos páramos cuando los incondicionales de Alá venían ocupando nuestro suelo desde hacía más de cinco siglos.
            El monasterio de Buenafuente está más adelante. Antes de llegar a Buenafuente hay en el cruce varios indicado­res que informan sobre cuales son y adonde van los distintos ramales de carretera que parten de allí: el Monasterio, Mazarete, Ablanque y Villar de Cobeta. Según lo que tengo previsto para este viaje es la carretera de Mazarete la que debo tomar. A Buenafuente del Sistal volveré en otra ocasión para dedicar al monasterio todo mi tiempo.
            A partir de aquí el estado de la carretera es más deficien­te; corre entre bosque y calveras sin que en todo el trayecto me haya cruzado con vehículo alguno que venga o que vaya de un pueblo a otro. Ocurre a veces que al andar por lugares intransi­tados de la Provincia, como por el que ahora voy, de tarde en tarde aparece un vehículo conducido por alguna mujer joven, suelen ser la médica o la maestra itinerante que prestan sus servicios a la vez en varios pueblos de la misma comarca. Ni siquiera en esta ocasión me cruzo con el coche habitual conducido por manos blancas.

            A mano derecha surge muy pronto otro desvío de carretera. Tomando ésta última se llega enseguida a Olmeda de Cobeta. Las casas del pueblo que dan a la umbría, con la espadaña de la iglesia al contraluz, se estiran de saliente a poniente a lo largo de un altillo. Ya he llegado al pueblo. A la entrada hay en Olmeda un pequeño monumento de piedra sillar acabado en una cruz de hierro; intento hacerme a la idea de que se trata de un pairón, pero nada tiene que ver con los característicos cruceros molineses, aun teniendo en cuenta que las tierras del Señorío llegan hasta aquí y que el suelo que piso es parte integradora de la antigua sexma del Sabinar. Pese a ser tierra de sabinas y no de olmos, el nombre del pueblo dicen que procede de los frondosos ejemplares de la especie que en otro tiempo debió de haber junto al arroyo.
            Olmeda de Cobeta no es pueblo para el otoño, sino para el verano. Pequeño paraíso para el descanso en paz cuando las horas del día y de la noche se hacen insoportables en otras latitudes donde pica el sol, quema el asfalto y mortifican los ruidos incesantes de la ciudad. El campo está abierto para disfrutar de él. El frontón de pelota, construido en 1920 y restaurado después, queda en silencio con hojas secas sobre el liso pavimento. Un perro ladra allá abajo, por el fondo de la vega.
            Espero que la villa de Cobeta sea el punto final de mi viaje según había previsto. Queda a poca distancia de aquí. La carretera entre los dos empalmes, el de Olmeda y el de Cobeta, está sencillamente aceptable; se nota que los restauradores se dieron una vuelta hace poco con la caldera del asfalto. Al cabo llego hasta la casilla de la que parte el otro ramal que baja hasta Cobeta. Hay un anciano sentado junto a la pared. Algo más abajo, me sorprende al lado de la carretera un banco de hormigón colocado a la sombra de una sabina. Seguro que los veraneantes de más edad suben de paseo y allí descansan, charlan un poquito bajo el ramaje de la sabina y se vuelven después al pueblo con la inclinación del suelo a su favor.
            La villa de Cobeta sorprende a los visitantes con el torreón completamente redondo de su castillo encima del otero que le sirve de peana. Y digo completamente redondo, como un tubo gigantesco de piedra rodena, porque es así, porque lo han completado con gusto y con acierto, sabido es que hasta hace algunos años la torre del castillo estaba partida de arriba a abajo en su mitad.
            Todavía conserva Cobeta la chispa señorial que tuvo hace varios siglos. Se nota su noble antigüedad en muchos detalles que se repiten a lo largo del pueblo y en su entorno más cercano. Es la villa de los Tovar que fueron los señores del Castillo, de los López Pelegrín que dieron a su tiempo personajes ilustres, posesión siempre en litigio hace más de cinco siglos de las monjas de Buenafuente, y escenario de duros enfrentamientos entre la francesada de Napoleón y los bravos molineses de la Junta de Defensa que aquí mismo, en este Cobeta donde acabo de entrar, instalaron su fábrica de armas.

            En casi todos los edificios de Cobeta -los antiguos y los modernos- queda a la vista el color sanguino, ligeramente marrón, de la piedra dura pero fácil de trabajar de la arenisca, que sale de sus canteras próximas y tiñe al pueblo de unos tonos sanguinos caracterís­ticos, exquisitamente elegantes. Lástima que a pesar de todo, esta antigua villa se encuentre con su población diezmada con arreglo a lo que antes fue; prueba evidente de que son las condiciones de vida y las circunstancias personales de cada familia en el pasado, lo que retienen al hombre en la tierra de origen, y no el ambiente urbanístico y climatológico del lugar; pues, de no haber sido así, la villa de Cobeta sería un paraíso lejano, perdido entre dos sierras, donde sólo unos cuantos podrían gozar de la dicha infinita de vivir al amparo de la naturaleza madre. Bien lo previeron los dueños de estas casas nuevas, medio castillo, medio chalé, que hay en la ladera, marcadas por el gusto y por la personalidad de acuerdo con el paisaje; serie de viviendas de ensueño, todas nuevas, que parecen inspiradas cinco o seis siglos después por los hombres de medievo, cuya torre se yergue justamen­te al otro lado.
            Hace muchos años, treinta quizá, que anduve por primera vez por las calles y plazuelas de Cobeta. El pueblo ha mejorado mucho desde entonces, no parece el mismo. Hoy no he visto aquellos pequeños corrillos de mujeres hablando y cosiendo a la puerta de sus casas y en el escalón de la iglesia; tampoco a los hombres faenar en los huertos de la veguilla. Era otro tiempo, es verdad; quizás vivan aún algunos de ellos intentando cruzar, como buenamente puedan, la recta final de su existencia. Es la eterna cantinela de nuestros pueblos, donde la modernidad se llevó a pesar de todo la mejor parte: el elemento humano imposible de recuperar. Al salir de Cobeta, la fuente de la carretera rumorea sobre su leve piloncillo de piedra.

   

domingo, 25 de mayo de 2014

UNA VUELTA POR LA SIERRA DE PELA

           
 No tienen estas tierras un nombre con peso suficiente para ser visitadas por el gran público, pero cuentan con un atractivo personal indefinible, un atractivo que no sabe ni quiere saber de masas humanas predispuestas a encontrarse allí con  una cosa u otra, con arreglo a lo que le ofrece antes de salir de casa la última guía de turismo; y bueno es saber que las guías de turismo suelen omitir rincones tan placenteros y tan interesantes como los que hoy reclaman nuestra atención, tierras frías, casi vírgenes, pueblecitos en los que viven durante el invierno, privándose de tanto como nosotros seríamos incapaces de hacer, un par de docenas de habitantes o pocos más, pero que cuentan, como compensación a su heroísmo impuesto por las circunstancias, con esa paz deseada de la que carecen –y carecerán por siempre- las ciudades en las que la gente vive, privada de algo tan necesario como el contacto directo con los regalos de la naturaleza, pues naturaleza somos, por mucho que intenten distraernos de esa idea las filosofías caducas, la comodidad y las ofertas de un mundo en el que “hay de todo”. Entre lo uno y lo otro existe un término medio, un planteamiento de la vida bastante más inteligente y que consiste en participar de ambas ofertas al mismo tiempo, de lo que para nuestro servicio hay en la ciudad, y de lo que también para bien nuestro ofrece la vida rural. Los modernos medios de desplazamiento lo hacen hoy posible, siendo, por tanto, una ocasión estupenda que resultaría necio dejarla escapar, mucho más cuando los días son largos y el tiempo acompaña.
            Estamos dando vista a la Sierra de Pela, la franja montañosa de no demasiada altitud que sirve de límite por el norte a nuestra provincia con las tierras de Soria. Cordillera huraña que hace mil años vio desfilar a lo largo de su altiplano los herrajes guerreros del Cid, y un milenio más tarde se adorna con los altísimos brillos metálicos de cincuenta o más torretas eólicas que imponen al paisaje una visión nueva. Hacia el saliente el castillo de Atienza y el cerro cónico del padrastro; abajo, frente a mí, pueblecitos de color tierra con los campanarios de sus iglesias alzándose por encima de los tejados que tienen alrededor: Miedes, Hijes, Ujados. Andaremos por ellos. Quizá por todos no por falta de espacio, y en el orden inverso al que se acaban de presentar.

            Los pinos de la repoblación se han quedado atrás, a un lado y al otro de la carretera. Ahora son las jaras y las estepas las que se dejan ver en los baldíos y en las laderas de los bermejales. En las praderillas que hay junto al camino sacan sus piedras al sol las parideras en ruina del ganado. Más allá la sierra, y antes los campos de labor y los pueblos.
            El cereal tardío, el fruto de los huertos y el ganado, fueron durante mucho tiempo el medio de vida ordinario en estos lugares. A pesar de las bajas temperaturas, las hortalizas y las nueces de Hijes y de Ujados fueron muy estimadas por toda la comarca, cuyos ejemplares de nogal enseñan su tronco voluminoso y su ramaje espeso en las orillas de los pueblos. Ujados, el primero de ellos, lo tenemos aquí. Ha cambiado mucho Ujados desde la primera vez que anduve por él. Como a casi todos los pueblos pequeños de Castilla, escasos en número de habitantes y casi moribundos, a Ujados le han dado la vuelta en menos de una década los que viven fuera. No obstante, aún se ven los tejados viejos de piedra negra por alguna parte, contrastando y conviviendo junto a los nuevos chalés. La piedra ocre enrojecida es la que marca el tono de las construcciones antiguas, incluso en algunas otras de nueva planta.
            En la calle de José García Hernández, que es la calle principal de Ujados, despacha desde su camioneta el vendedor ambulante de Hiendelaencina. Como es fin de semana hay media docena de mujeres esperando turno. La plazuela de la iglesia es recogida y está muy limpia. Un humilde arco de piedra con un banco en donde sentarse recibe a media mañana el sol en la puerta de la iglesia de San Miguel Arcángel. La plazuela está completamente desierta. Los gorriones de los huertos pasan la mañana alborotadores y jolgoriosos en los huertos que hay tras al ábside.
            Aquí, en Ujados, nació en 1867 el eminente escultor don Gaspar Cruz Martín, pastor de ovejas siendo niño, tallador de figuritas religiosas a corte de navaja en las largas jornadas de cuidador de ganado, y escultor anatómico de la Facultad de Medicina de San Carlos después, pasados sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando con una beca concedida por Romanones. La imagen de la Virgen de la Asunción rodeada de Ángeles que veneran como patrona en Torrelavega (Cantabria), pieza artística de incomparable valor, salió de sus manos. Murió este ujadeño ilustre, del que muy pocos teníamos noticia incluidos sus propios paisanos, en la Capital de España en 1909, víctima de la epidemia de tifus que aquel año asoló Madrid. Sin duda, uno más de los guadalajareños olvidados que bien merecen un puesto de honor entre los hijos más destacados de esta tierra. Lo hemos descubierto tarde, pero ahí lo dejamos sobre el candelero de los nombres con mérito, mientras viajamos hacia el pueblo vecino por estos campos en los que el artista debió de pasar jornadas de frío insufrible y de sol de justicia durante sus años de adolescente. Quede pues patente en estas líneas nuestro homenaje y nuestro recuerdo.


            Muy cerca de Ujados, siempre tierra adentro y siguiendo el camino que nos llevó, entramos en el pequeño pueblecito de Hijes. Ya la primera vez que pisé sus calles me impresionó la grandiosa fábrica de su iglesia de la Natividad, cuya torre se alcanza a ver erguida en la distancia, siendo por su antigüedad y estilo una buena muestra de la arquitectura religiosa bajomedieval –culmen del arte románico- con retoques bien visibles probablemente del siglo XVI. De épocas anteriores se encontraron en su término cientos de tumbas celtibéricas y enseres varios de aquella cultura y de tiempos de la romanización, que en nuestros días se conservan en el Museo Arqueológico Nacional.
            Se entra al pueblo junto al silencioso cementerio, al que linda una vieja ermita en mal estado. Los dos arcos de piedra arenisca del leve santuario en abandono se descomponen forzados por la dejadez y por las inclemencias del tiempo. Desde las orillas de Hijes se dominan extensiones grandes de la sierra, con las antenas del Alto Rey al mediodía y las viejas laderas de la Sierra de Pela en dirección opuesta.
            Hay algunos coches estacionados en la plaza, bajo el grandioso respaldo de la iglesia. Casi todas las casas del pueblo se sostienen sobre un fortísimo roquedal plano. Por las orillas se han ido construyendo algunos chalés y viviendas cómodas, que, sabidas las bajas temperaturas de la comarca durante la mayor parte del año, es probable que sus dueños sólo las habiten en verano y en fines de semana durante el buen tiempo.

            Tendremos que acabar aquí nuestro viaje y nuestro relato por hoy. Volveremos pronto. Poco más allá están Miedes, Romanillos y Bañuelos, pueblos en los que siempre se descubre algo nuevo en cada viaje, esencia del pasado rural en este retazo de Castilla (Soria a tiro de piedra), donde los escudos sobre las paredes y las leyendas, durarán seguramente más que los hombres y más que los pueblos como entidades administrativas; pues día habrá de llegar en que pasen a ser residencias de temporada, y así habría de ser, antes de que las nuevas maneras de vivir acaben con ellos.