martes, 17 de marzo de 2015

NUESTROS RÍOS: EL MESA


Todo a punto para dar entrada a la primavera; buena cosa es, llegado este momento, abrir las puertas al campo. La provincia de Guadalajara, por sus personales características es tierra en la que predomina el campo a todo lo largo y ancho. Y con el campo los pueblos, con su escaso número de habitantes, su pasado, sus rincones y sus recuerdos. Abrimos las puertas de la provincia alejándonos de la capital, junto a uno de nuestros ríos con barruntos de leyenda. Nos vamos al Alto Señorío Molinés siguiendo el cauce de su río principal: el Mesa. Hay campo, hay pueblos, hay gente - poca, pero la hay-, y hay, sobre todo, el lustre de su pasado: las piedras heráldicas de las viejas casonas señoriales, los desmoronados lienzos de sus castillos… Una tierra, en fin, donde nunca falta algo importante que descubrir, siguiendo la dirección del agua.   

            Una amable lectora de nuestro periódico, a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
            No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos hierbajos de humedal.
            Por la plana praderilla viaja el pequeño arroyo. Tiene las puestas del sol como destino inmediato. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje, digamos que en dirección opuesta, hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
            Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, quince o veinte personas a lo sumo. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que baja desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y hasta un poco romántico en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.


            Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
            El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
            Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo indecible cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
            Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas sobrepasa los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos del cauce, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como veremos después.

            La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro albo que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que jamás faltase el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó el rayo el día de San Bartolomé de un año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.
            Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua  al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
            El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.


martes, 10 de febrero de 2015

EVOCANDO LA VILLA DE HORCHE

    
            No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los plie­gues de la Historia, en la singular condición de sus morado­res, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.
            Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."
            La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
            Desde la bajada de la calle de San Roque, por una calle­juela estrecha en flanqueada de bodegas subte­rrá­neas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventila­da, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos, alcarreños donde los haya.


            A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los ba­rrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos, quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron allí.
            La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevale­ce la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alca­rria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo lugar..
            Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Igle­sia, y sus paralelas, escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejer­ció su ministerio pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemen­te ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, qui­zás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carác­ter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo  que después se pondría en moda.


            Pese a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y, sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
            Desde un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta elegancia.    
            La tarde se nos va. El sol se ha tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispo­ne a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.