sábado, 28 de junio de 2014

CÍVICA, UNA CURIOSIDAD MÁS EN TIERRAS DE LA ALCARRIA

«Cívica semeja una aldea tibetana o el decorado de una ópera de Wagner. El viajero no estuvo nunca en el Tíbet pero se imagina que sus aldeas deben ser así, solemnes, miserables, casi vacías, llenas de escaleras y balaustradas, colgadas de las rocas y también horadadas en la roca. Cívica fue del Císter de Villaviciosa y tuvo fábrica de papel, pero se quedó a ramal y media cuenta y hoy no le resta nada de cuanto tuvo, nada de nada ni de nadie, bueno le restan tres o cuatro habitantes, una cascada que canta al caer sobre el verde musgo, unas colmenas en la ladera y una paz reconfortadora y antigua meciéndole en su agonía».( C.J.C. “Nuevo viaje a la Alcarria”.)


        
    Yo no hubiese escrito “ramal y media cuenta” como lo escribió don Camilo, sino “ramal y media manta” como creo que sella el viejo dicho , y como siempre oí decir en toda la longitud y anchura –que ancha es- la tierra de Castilla. Es lo de menos, lo de más es que todo un Premio Nobel dejase escrito en uno de sus libros ese manojo de líneas dedicado a este concreto sitio de la Alcarria al que acabo de llegar en este preciso momento.
            Cívica no es un lugar, ni un pueblo, ni una aldea. Cívica es un sitio, un misterio paisajístico colocado en este lugar preciso a la vera del río Tajuña, donde la mano del hombre entró piqueta en mano, con el noble fin de acrecentar el embrujo con que le había regalado la Naturaleza. A Cívica no se va, se pasa al pie de sus llamativas formas, se mira, se piensa en su porqué si ha lugar, y se sigue adelante camino de Masegoso o de Brihuega, según el viaje que se lleve, en contra o a favor de la corriente del río.
            He pasado por Cívica infinidad de veces. En algunas de ellas me detuve a mirar desde la carretera sus escondrijos, o a tirar una foto en la solana si llevaba preparativos, y otras veces, las más, pasé de largo dando vueltas a un asunto que todavía no he conseguido comprender: que el mundo está lleno de pequeñas maravillas dentro de lo ordinario, maravillas que no somos capaces de descubrir porque se necesita una mínima dosis de sensibilidad y de empeño para entrar en ellas, a lo que el hombre de hoy no parece estar dispuesto…, y eso que se pierde. Aun con todas las deficiencias, y dentro del lamentable abandono en que se encuentra, Cívica, junto al camino y en el mismo corazón de la Alcarria, es una de esas pequeñas maravillas, que están ahí para que la gente se detenga.


            La de hoy es una mañana apetecible, de las pocas que el incipiente verano acostumbra regalar una vez dejada atrás la seca y nada generosa primavera. La gente lo ha entendido así. En Brihuega, por ejemplo, encontramos algún grupo de visitantes que pasan la mañana del sábado mirando sus calles, sus jardines y sus monumentos. En el pequeño ensanchamiento que hay en Cívica junto a la carretera, se pueden contar aparcados en batería tres o cuatro coches. Los dueños de los coches me imagino que serán pescadores que prueban suerte abajo, en las aguas del Tajuña; las señoras pasean por el arcén con un gorro de periódico cubriéndose la cabeza; los niños de los pescadores suben y bajan por las escaleras de Cívica, se sientan en las balaustradas de cemento, se orinan en las cuevas, pese a que un letrero al que nadie hace caso, tiene escrito: “Propiedad particular, prohibida la entrada”. Una pareja de recién casados, con acento levantino, se retratan delante de las piedras.
            - Somos de la provincia de Castellón, y venimos con el libro de Cela haciendo nuestro viaje a la Alcarria. Pero no habla de esto –dice sorprendida la mujer.
            - En el primero de los viajes no habla de esto -le aclaro; pero en el segundo sí que pasó por aquí y le dedicó algún párrafo.
            - Usted quiere decir del viaje que hizo con una choferesa negra ¿Verdad?
            - Sí, claro, a ese me refiero. Al viaje que hizo con una choferesa negra y con mucha gente más.
            - Claro, es que ese no lo hemos leído. Lo tendremos que leer.
            Tengo entendido que la obra con la que tomó todo su misterio el sitio de Cívica, la mandó realizar un cura de Valderrebollo que se llamaba don Aurelio. Es lo poco que, sin que haya entrado en demasiadas averiguaciones, se consigue saber cuando por aquellos pueblos se pregunta al primero que pasa. Lo que no deja de ser lamentable es que sus dueños, o las instituciones, o a quien competa, no se gasten allí un puñado de euros y lo limpien, y lo adecenten, y lo protejan, porque pensando en el turismo interior, como sabido es que últimamente parece que anda levantando el vuelo, el sitio sería algo digno de ver, por fuera y por dentro; y puestos a hilar fino, para crear al amparo de lo que hay hecho, algún puesto de trabajo. El sitio, con la explanada que tiene en el nivel inferior al lado del río, sería un importante reclamo en ciertas temporadas tanto para los que somos de aquí como para los que vienen de lejos, aparte de apuntar un motivo más de interés en la larga lista que ya poseen en cualquiera de sus comarcas las tierras de Guadalajara.
            Como antiguo poblado que fue por encima de las peñas, se sabe que mucho antes de los arreglos del cura don Aurelio, Cívica fue vendido en el siglo XV por sus dueños, Antón Díez y sus hijos don Ruy Gómez y doña Constanza, vecinos de Cifuentes, a los monjes Jerónimos del monasterio de San Blas de Villaviciosa por 14.000 maravedíes. Parece ser que los frailes instalaron allí una fábrica de papel que duró muy poco.
No he sabido hasta hoy que existía un pequeño bar en Cívica. Puede ser que cuando fui de paso no me diera cuenta, y las veces que paré lo hiciese con intención de ver tan sólo el juego de formas y el deseo de descubrir algo nuevo. El bar queda abajo, en la explanada que hay junto al río. Ocupa un edificio sencillo, construido con ese fin. Un mostrador de ladrillo, un pequeño estante con botellas, una cafetera, un fogón de leña para asar, dos o tres mesas con sus sillas correspondientes, una pintura sobre tema de pescadores, y una especie de tablón de anuncios donde hay papeles colgados con chinchetas, es lo que recuerdo haber visto allí. En esta ocasión, ni siquiera he bajado. Hace algunos años, la última vez que pasé por allí, sí que visité el simpático establecimiento de junto al río, donde, por cierto, recuerdo que se estaba muy bien. Atendía el pequeño negocio Juan Antonio Carrasco Letón, vecino de Barriopedro. 

Para quien esto escribe, Barriopedro le trae el recuerdo de una vieja y buena amistad. De Barriopedro es el primer amigo que tuve en Guadalajara. Se llama Álvaro Mayoral. Por aquellos años -ya hace muchos-, siendo ya un hombre hecho y derecho, Álvaro comenzó los estudios de Magisterio yendo a clase hasta Guadalajara en bicicleta. Lo conocí en una pensión de la calle Museo, y después lo he visto muy de tarde en tarde. Me consta que está bien y que tiene una buena casa en el pueblo. Juan Antonio me dijo que lo conocía, que tenía una buena amistad con él, y que por aquellos años se dedicaba a la fabricación de lavanda, un perfume muy fuerte que sacan del espliego. Sobre el anaquel, tras el mostrador, Juan Antonio tenía una botella llena de un líquido verde. Era lavanda, que le proporcionó mi antiguo amigo Álvaro mayoral.
Y así, con todo lo visto y dicho dejo Cívica. Las señoras de los supuestos pescadores siguen paseando con sus gorros de papel de periódico en la cabeza, y los niños gritan como condenados y se disparan tiros con una vara escondidos en los agujeros de las cuevas. El sonido ambiente, el eterno sonido de Cívica, lo pone la chorrera que vierte por delante de una cueva al caer, y desagua en la cuneta.    

                                                                                                    

miércoles, 18 de junio de 2014

LA HISTORIA NOVELESCA DE MARÍA CALDERÓN


En su tiempo y en los tratados de Historia que hablan de ella, se la conoce por el sobrenombre artístico que tuvo en vida: La Calderona; singular personaje del siglo XVII, que algo y no poco tuvo que ver, y aún tiene que ver, con la provincia de Guadalajara; pues fue en el monasterio de religiosas de Valfermoso, en la vega del Badiel, donde pasó la mayor parte de su vida como miembro de la Comunidad y allí fueron enterrados sus restos. La historia, aunque popular y harto sabido de La Calderona, es de lo más extraordinario y novelesco que uno pueda imaginar.
Se llamaba María Inés como nombre de pila, y Calderón como apellido familiar heredado de un padre cuyo oficio, en aquellos primeros años del siglo XVII, era muy afín al mundo de la comedia y de la farándula tan en boca en aquel tiempo. María Calderón, que por razones ya dichas había visto por primera vez la luz en ese curioso mundillo del teatro, se reveló muy pronto como una bella y excelente actriz, a la que su Madrid natal idolatraba y conoció por La Calderona. Había nacido en 1611. Con pocos años, sólo dieciséis, debutó en uno de los muchos corrales de comedias que por entonces se repartían en los distintos barrios de la Capital de España. Corral de la Cruz, se llamaba aquel teatro. No sólo su belleza, que con aquella edad derramaba frescura por todas partes, sino también por sus cualidades interpretativas, el nombre de La Calderona se paseaba a diario de boca en boca por los mentideros y por los ambientes de la alta sociedad madrileña, y, por supuesto, por la propia Corte; pues “El Rey Nuestro Señor, don Felipe IV de las Españas,  que Dios guarde” solía ser el primero en apuntarse al evento y a la aventura, siempre que hubiera una mujer joven y guapa de por medio. La historia de la decadencia Española aparece bien nutrida en monarcas con esa catadura, si bien, a Felipe IV —casado con la reina doña Mariana de Austria, y padre en la legalidad del más inútil e incapaz de nuestros monarcas, al que la Historia reconoce por El Hechizado— le privaba de manera especial el arte en cualquiera de sus manifestaciones; de ahí que las noticias acerca de La Calderona le llegasen con rapidez, por lo que su actuación, como cabe suponer con tales antecedentes, también fue fulminante.
Los comentarios en la Corte y fuera de ella sobre los amores ocultos del Rey con La Calderona ocuparon una buena parte del reinado del monarca, tiempo que se habría de prolongar más allá de su siglo debido a las circunstancias históricas que plantearía más tarde el problema de la sucesión. Las relaciones amorosas de la actriz con Felipe IV le obligaron a dejar los escenarios; pues, como fruto inmediato de aquella relación, dio a luz un hijo en el mes de abril de 1629, cuando su edad era de dieciocho años. Al niño le pusieron el nombre de Juan José, y por orden del Rey, pese al natural cariño de la joven madre, fue apartado de ella y de su ambiente para ser educado en el seno de otra familia, humilde pero más acorde con los deseos de Su Majestad. La nueva familia se lo llevó a León, después a la villa toledana de Ocaña, y cuando el chico cumplió 13 años, el Rey lo mandó llevar a su presencia para reconocerlo oficialmente como hijo, cosa extraña en él, pues de los seis hijos e hijas que tuvo fuera del matrimonio, solamente al hijo de La Calderona reconoció como tal, con todos los poderes, títulos y derechos, a su favor. Por expreso deseo de su padre el Rey pasó a llamarse desde entonces Juan José de Austria, seguramente que en memoria de aquel antepasado, bastardo también, vencedor en Lepanto.
                                                                        

De María Calderón son imprecisos casi todos los que se conocen, muchos de ellos faltos de la correspondiente documentación que los acredite como ciertos. Se sabe con certeza que ingresó en el monasterio de San Juan Bautista de Valfermoso en el valle del Badiel, pero los autores no se ponen de acuerdo sobre el momento exacto en que eso ocurrió. Algunos afirman que fue por orden del Rey, poco después de que hubiese dado a luz. Otros, en cambio, se inclinan porque, efectivamente, fue el Rey quien dio la orden de que fuese recluida en aquel monasterio, pero trece años después del nacimiento de su hijo, es decir, cuando el padre lo reconoció oficialmente. Aún hay algo más respecto a su entrada en religión con el nombre de María de San Gabriel, y es que también llevó consigo otra hija llamada Luisa Orozco y Calderón, cuyo nombre parece ser que figura entre las abadesas del convento por aquellos años con el nombre de Luisa Francisca Orozco y Móriz, según quedó escrito en los archivos de Valfermoso. Doña María de San Gabriel, María Calderón en vida y La Calderona en el mundo de la farándula, aparece así mismo en esa relación de abadesas del monasterio en el siglo XVII. ¿Hasta qué punto es todo verdad…?
El decir de aquel tiempo, incluso en documentos escritos no faltos de cierto tinte literario, se habla de que aun estando ella de monja en el convento, el Rey pasó a verla en varias ocasiones. Otros afirman que no era el Rey el alto personaje que de tarde en tarde pasaba por el convento a ver a María de San Gabriel y a su hija, sino su propio hijo don Juan José de Austria, cosa que nada nos debe extrañar, pues era su madre la que se encontraba al otro lado del torno como hecho seguro, y tal vez también su hermana de sangre como hecho más difícil de demostrar y, por tanto, de admitir como cierto.

Hace algunos años pasé por el convento de Valfermoso. Las religiosas que viven allí su vocación son unas mujeres extraordinariamente amables, pero nada o casi nada saben del paso por aquel cenobio de la abadesa María Calderón. Tampoco es posible encontrar en todo el monasterio algún detalle que la recuerde. Se cuenta que hasta mediados del siglo XIX existió en el convento un cuadro con la efigie de aquella mujer, tal vez una más de las viejas pinturas que suele haber colgadas en las habitaciones y en los pasillos de los monasterios, como recuerdo de religiosas venerables que en su tiempo fueron ejemplo de virtud; pero que un día desapareció el cuadro, tal vez consumido por las llamas en el fuego del hogar, condenado por una monjita de la Comunidad que, al enterarse de que toda su virtud había sido la de ser comedianta en los corrales de Madrid, amante del Rey y madre de dos hijos fuera de toda unión matrimonial lícita, consideró como lo más oportuno acabar con él. Hoy lamentamos su falta como único recuerdo, ya que tampoco se conoce el lugar exacto en el que fue enterrada. Los saqueos, las   guerras, la persecución y profanación tantas veces repetidas de todo lo religioso habidas desde entonces hasta hoy, acabaron con todo posible rastro. Sólo la tradición y lo que quedó escrito en los archivos y en los tratados de Historia, nos la recuerdan.

Por cuanto a don Juan José de Austria, el hijo bastardeo del Rey con María Calderón, seguramente que hubiera sido un gran sucesor y con él se hubiese evitado una guerra sangrienta. Se le reconoce como un magnífico estratega y un hábil político mientras que ostentó el poder que le otorgó su padre; pero al morir el Rey, chocó contra la voluntad de la Reina viuda, doña Mariana, y con la oposición frontal de los grandes de la Corte. Tuvo que ceder. Es tema que escapa a nuestro propósito, por lo que, dicho lo dicho y expuesto lo expuesto, terminamos aquí. Eso sí, invitando a nuestros lectores a repasar, si tienen ocasión, las páginas de nuestra historia en las que se refieren los hechos a que dio lugar la llegada del nuevo Rey, de Carlos II el Hechizado, que unida a su desgracia personal, trajo a nuestro país una guerra cruel por la sucesión en el trono.
(En la fotos: Detalle actual del convento de Valfermoso; y los retratos de La Calderona y de su hijo don Juan José de Aústria.)

martes, 10 de junio de 2014

SABINAS, PINOS Y CARRASCAS


            Esas tres son las especies arbóreas que tiñen el paisaje de un verde ceniza, de un verde mate y tristón por las tierras de la Provincia, a las que te invito a viajar si es que todavía no las conoces, el momento puede ser el ideal si es que alguna vez pensaste conocer, o conocer un poco mejor, esta subcomarca del Bajo Señorío Molinés. La Alcarria como comarca geográfica ha quedado atrás, para mi uso el cauce del río Ablanquejo sirve de límite entre la Alcarria y los primeros páramos molineses del Alto Tajo.
            Estoy a punto de subir hasta el pueblo de Huertahernando, una villa antigua y por situación siempre a trasmano, pero extraordinariamente hermosa. El pueblo deja ver arriba las casas que miran al barranco por donde están los huertos, con la espadaña de su iglesia desafiante mirando hacia las puestas del sol. Por aquí son las sabinas las que puntean en la ladera que cae sobre el pueblo. Una vez arriba, dejando Huertahernando atrás, a nuestra mano izquierda, el terreno se allana y los pinos, las sabinas y el encinar, se reparten la superficie del campo dejando pequeños claros para la siembra del cereal. Siempre que paso por aquí me viene a la memoria la figura mítica del obispo don Bernardo de Agén, el obispo guerrero, primero de Sigüenza y reconquistador de la ciudad en el año 1124, que murió según la tradición peleando por estos páramos cuando los incondicionales de Alá venían ocupando nuestro suelo desde hacía más de cinco siglos.
            El monasterio de Buenafuente está más adelante. Antes de llegar a Buenafuente hay en el cruce varios indicado­res que informan sobre cuales son y adonde van los distintos ramales de carretera que parten de allí: el Monasterio, Mazarete, Ablanque y Villar de Cobeta. Según lo que tengo previsto para este viaje es la carretera de Mazarete la que debo tomar. A Buenafuente del Sistal volveré en otra ocasión para dedicar al monasterio todo mi tiempo.
            A partir de aquí el estado de la carretera es más deficien­te; corre entre bosque y calveras sin que en todo el trayecto me haya cruzado con vehículo alguno que venga o que vaya de un pueblo a otro. Ocurre a veces que al andar por lugares intransi­tados de la Provincia, como por el que ahora voy, de tarde en tarde aparece un vehículo conducido por alguna mujer joven, suelen ser la médica o la maestra itinerante que prestan sus servicios a la vez en varios pueblos de la misma comarca. Ni siquiera en esta ocasión me cruzo con el coche habitual conducido por manos blancas.

            A mano derecha surge muy pronto otro desvío de carretera. Tomando ésta última se llega enseguida a Olmeda de Cobeta. Las casas del pueblo que dan a la umbría, con la espadaña de la iglesia al contraluz, se estiran de saliente a poniente a lo largo de un altillo. Ya he llegado al pueblo. A la entrada hay en Olmeda un pequeño monumento de piedra sillar acabado en una cruz de hierro; intento hacerme a la idea de que se trata de un pairón, pero nada tiene que ver con los característicos cruceros molineses, aun teniendo en cuenta que las tierras del Señorío llegan hasta aquí y que el suelo que piso es parte integradora de la antigua sexma del Sabinar. Pese a ser tierra de sabinas y no de olmos, el nombre del pueblo dicen que procede de los frondosos ejemplares de la especie que en otro tiempo debió de haber junto al arroyo.
            Olmeda de Cobeta no es pueblo para el otoño, sino para el verano. Pequeño paraíso para el descanso en paz cuando las horas del día y de la noche se hacen insoportables en otras latitudes donde pica el sol, quema el asfalto y mortifican los ruidos incesantes de la ciudad. El campo está abierto para disfrutar de él. El frontón de pelota, construido en 1920 y restaurado después, queda en silencio con hojas secas sobre el liso pavimento. Un perro ladra allá abajo, por el fondo de la vega.
            Espero que la villa de Cobeta sea el punto final de mi viaje según había previsto. Queda a poca distancia de aquí. La carretera entre los dos empalmes, el de Olmeda y el de Cobeta, está sencillamente aceptable; se nota que los restauradores se dieron una vuelta hace poco con la caldera del asfalto. Al cabo llego hasta la casilla de la que parte el otro ramal que baja hasta Cobeta. Hay un anciano sentado junto a la pared. Algo más abajo, me sorprende al lado de la carretera un banco de hormigón colocado a la sombra de una sabina. Seguro que los veraneantes de más edad suben de paseo y allí descansan, charlan un poquito bajo el ramaje de la sabina y se vuelven después al pueblo con la inclinación del suelo a su favor.
            La villa de Cobeta sorprende a los visitantes con el torreón completamente redondo de su castillo encima del otero que le sirve de peana. Y digo completamente redondo, como un tubo gigantesco de piedra rodena, porque es así, porque lo han completado con gusto y con acierto, sabido es que hasta hace algunos años la torre del castillo estaba partida de arriba a abajo en su mitad.
            Todavía conserva Cobeta la chispa señorial que tuvo hace varios siglos. Se nota su noble antigüedad en muchos detalles que se repiten a lo largo del pueblo y en su entorno más cercano. Es la villa de los Tovar que fueron los señores del Castillo, de los López Pelegrín que dieron a su tiempo personajes ilustres, posesión siempre en litigio hace más de cinco siglos de las monjas de Buenafuente, y escenario de duros enfrentamientos entre la francesada de Napoleón y los bravos molineses de la Junta de Defensa que aquí mismo, en este Cobeta donde acabo de entrar, instalaron su fábrica de armas.

            En casi todos los edificios de Cobeta -los antiguos y los modernos- queda a la vista el color sanguino, ligeramente marrón, de la piedra dura pero fácil de trabajar de la arenisca, que sale de sus canteras próximas y tiñe al pueblo de unos tonos sanguinos caracterís­ticos, exquisitamente elegantes. Lástima que a pesar de todo, esta antigua villa se encuentre con su población diezmada con arreglo a lo que antes fue; prueba evidente de que son las condiciones de vida y las circunstancias personales de cada familia en el pasado, lo que retienen al hombre en la tierra de origen, y no el ambiente urbanístico y climatológico del lugar; pues, de no haber sido así, la villa de Cobeta sería un paraíso lejano, perdido entre dos sierras, donde sólo unos cuantos podrían gozar de la dicha infinita de vivir al amparo de la naturaleza madre. Bien lo previeron los dueños de estas casas nuevas, medio castillo, medio chalé, que hay en la ladera, marcadas por el gusto y por la personalidad de acuerdo con el paisaje; serie de viviendas de ensueño, todas nuevas, que parecen inspiradas cinco o seis siglos después por los hombres de medievo, cuya torre se yergue justamen­te al otro lado.
            Hace muchos años, treinta quizá, que anduve por primera vez por las calles y plazuelas de Cobeta. El pueblo ha mejorado mucho desde entonces, no parece el mismo. Hoy no he visto aquellos pequeños corrillos de mujeres hablando y cosiendo a la puerta de sus casas y en el escalón de la iglesia; tampoco a los hombres faenar en los huertos de la veguilla. Era otro tiempo, es verdad; quizás vivan aún algunos de ellos intentando cruzar, como buenamente puedan, la recta final de su existencia. Es la eterna cantinela de nuestros pueblos, donde la modernidad se llevó a pesar de todo la mejor parte: el elemento humano imposible de recuperar. Al salir de Cobeta, la fuente de la carretera rumorea sobre su leve piloncillo de piedra.