viernes, 16 de diciembre de 2011

BUSTARES EN EL CELOFÁN DE LA TARDE


            Y el pueblo lo estaba así, como escondido, como metido cuidadosamente en un enorme estuche de cristal. Perderse al caer la tarde por los llanos de robledal que hay a esas alturas de la sierra al pie del Santo Alto Rey, es entrar por sorpresa en un delicado paraíso de transparencias difícil de explicar. Un viaje a propio intento a este importante rincón de la provincia siempre vale la pena, y más en estos atardeceres apacibles del verano, cuando la naturaleza en medio del silencio se manifiesta joven, plena de vida, como recién salida de las manos de Dios.
            Llego a Bustares por retaguardia, es decir, de sierra para acá. Los densos pinares por entre los que se va abriendo camino, casi exangüe, el río Pelagallinas, darán paso poco después a las laderas suaves y a los llanos de roble y de matorral que se extienden al pie de la Montaña Sagrada. En el fondo de un valle profundo, junto a la carretera, se dejan ver por un instante los tejados ocre -antes lo fueron negros- del lugar de Aldeanueva. Una corza, ágil y huidiza, cruza de un lado a otro la carretera en un decir amén y se pierde en el interior del bosque. Las antenas y los radares brillan con el sol de las siete sobre la cima de la montaña. Y poco más allá Bustares, solitario, luminoso, como escondido dentro del cristal de la tarde.
            Antes de entrar me he detenido a ver a cuatro pasos del camino lo que no esperaba: casi un centenar de caballos hermosos, jóvenes, de pelo brillante y sano color, pastando en la pradera. Su dueño se llama Pablo Garrido, un hombre de Bustares que, según el mismo me explicó, llegado el momento oportuno se los llevarán para Cataluña con destino al matadero. Uno, que siente verdadera devoción por los de esa especie, no comprende que al animal más hermoso del mundo le espere ese final, sin haber sido útil para otra cosa; pero la vida es así, un revoltijo de contrastes bruscos y de realidades ilógicas, que cuando menos zarandean el ánimo.
            La Fuente Nueva atestigua en mitad de la Plaza los efectos de la escasez. La fachada de la iglesia de San Lorenzo es el motivo principal en la plaza de Bustares; tiene una portada románica interesante, y está casi toda ella construida con piedra ganéis, esa piedra de color plomizo, mezcla de pizarra y de granito, con la que los primeros habitantes de la comarca levantaron sus recias viviendas, de las que muchas de ellas todavía pueden verse. Algo así como la historia gráfica de otras maneras de vivir que ya muy pocos conocen.
            No es mucho, si lo comparamos con el que hemos dejado atrás en la capital, el calor que se siente a estas horas de la tarde en los pueblos de la sierra; no obstante, puede ser bueno el momento para entrar y tomar algo en el bar de Garrido. Juan no es el dueño del bar, pero está despachando tras el mostrador en este instante. Bustares es un pueblo afortunado en servicio de bar; pues son cincuenta y cuatro personas en invierno y lo tienen abierto casi todos los días del año. Durante el verano suelen abrir en el pueblo, además, algún otro establecimiento.
            La hermana de Juan se llama Rosario. La hermana de Juan está dispuesta a acompañarme a ver la iglesia. Por lo general, y a falta de sacerdote que resida en el pueblo, suele ser ella la que guarda la llave de la iglesia, pero que en ese momento no la tenía en casa. Mi interés por conocer la iglesia de Bustares es doble; por una parte me gustaría saber qué es lo que queda del enterramiento de don Juan Arias Saavedra, aquel hidalgo jadraqueño, íntimo en amistad con Jovellanos, y anfitrión durante algunos días de don Francisco de Goya, que por no sé qué avatares de la vida, murió en Bustares y fue enterrado en una capilla lateral de su iglesia; por otra parte me hubiera gustado ver la pequeña imagen de la Virgen de la Trapa, esa joyita emblema de la escultura barroca en piedra de alabastro que fue a parar allí, sin que se tenga una idea cierta del cómo y el porqué, aunque a mí, como simple opinión personal, se me ocurre pensar que pudiera proceder de la familia del antes dicho señor Arias Saavedra, por venir a coincidir, más o menos, el estilo con la época en la que aquella familia vivió: finales del siglo XVIII.

            Pudimos ver la iglesia al fin, pero antes fue preciso darnos una paseo hasta el huerto de la señora Concha, que viene a estar a diez o quince minutos de camino a pie por la Dehesa de la Iglesia. Por el camino, Rosario me habló de que el pueblo se ha quedado en una décima parte de lo que antes fue en número de habitantes, que mal que mal la gente fue aguantando hasta que les quitaron la escuela, medida fatal que obligó amuchas familias a marcharse de allí. Hablamos también del hecho vandálico que tuvo lugar durante el invierno del año pasado en la pequeña ermita que hay en la cima del Alto Rey, cuando algunos desalmados destrozaron las imágenes que había dentro. Su valor material era escaso, pues estaban construidas toscamente con cemento blanco, pero eran algo consustancial con la montaña, con la devoción de la comarca, con la ermita, con la leyenda y con la historia de aquel significativo paraje. Lo más triste del caso no es el hecho en sí de desconocer quién fue el culpable, sino que ha pasado más de una año, y unos por otros, a quienes corresponda, no se hayan tomado medidas para reponer las imágenes y asegurar mejor las puertas de la ermita.
            La dehesa, ocupada de robles y de pequeños huertecillos es uno más de los encantos que tiene Bustares en tiempo de verano. El campo ejerce hoy por estos pueblos de montaña una mera función de recreo. La abundante ganadería de la que vivieron en tiempos pasados tantas generaciones, y lo poco de agricultura que durante décadas y siglos ayudó a nutrir las despensas de cada familia, han disminuido en su actividad en la misma proporción que el número de habitantes, quedando reducido a poco más de medio centenar de reses vacunas, a alguna que otra manada testimonial de cabras que viven en el campo, y a los setenta u ochenta caballos que cría para la venta Pablo Garrido. La agricultura tiene su fuerte en las pequeñas parcelas o cercas de hortaliza que aparecen dentro o en las inmediaciones del pueblo, donde apreciamos cómo destacan las apretadas copas de los árboles frutales, cuya cosecha anual está condicionada por los rigores de la climatología, duros como cabe suponer durante los inviernos por estas latitudes.
            De regreso hemos visto a un grupo de hombres sentados junto a la Fuente Vieja. Es ésta la fuente de la que el pueblo se sirvió durante toda la vida, en la que nunca faltó el agua, con su largo abrevadero pegado al muro. Entre la Fuente Vieja y la Fuente Nueva está la calle Entrefuentes, por la que regresamos de nuevo hasta la plaza para ver cumplido mi antiguo deseo de visitar la iglesia, y comprobar in situ lo poco o lo mucho que gustaba conocer.
            Bustares, el pueblo con todos sus huertos, sus dehesas, y el extenso robledal que tiene a cada lado, se ha ido cubriendo de sombras. La tarde anda de caída. En la cumbre del Alto Rey, por encima de nosotros, todavía luce el sol, un sol limpio en tono anaranjado que preludia la llegada de la noche     

domingo, 11 de diciembre de 2011

CIRUELOS DEL PINAR


            Me había hecho a la idea cuando el terrible incendio de dejar pasar el tiempo antes de volver por allí. Uno guarda la estupenda imagen de tantos rincones de aquella comarca arrasados por el fuego no sólo en la memoria, sino también en el corazón; habían sido muchas las veces que me extasié desde lo alto de alguna peña contemplando el espléndido panorama de la masa boscosa más grande de España, que comienza allí, continúa por las sierras del Tremedal y de Albarracín, y se explaya en bellísimos paisajes de un verde intenso, en accidentes irrepetibles por la Serranía de Cuenca. Trece mil hectáreas de bosque nos arrebató la garra insaciable del fuego en aquellos días del mes de julio, y lo que todavía fue peor, pues por si lo demás hubiera sido poco, también se llevó por delante la vida de once personas en pleno desempeño de su trabajo, una herida que al tiempo le costará mucho borrar de nuestra memoria, si es que alguna vez lo consigue.
            Afectado, qué duda cabe, por el recuerdo de algo tan trágico que jamás debió ocurrir, tomo al fin el ramal de carretera que parte a mano derecha en la misma entrada de Maranchón, y sigo adelante camino de Ciruelos. La carretera no está en muy malas condiciones para andar por ella, pero es estrecha, apenas caben dos coches de tamaño normal si se cruzan de frente. Tierras de labor en los bajos, y laderas grises sobre las que se sostienen no lejos de allí, moviendo sus enormes brazos, los molinos de la luz, esos generadores de energía que poco a poco van adueñándose de las cimas de los oteros y colinas en varias zonas de la provincia, girando día y noche a impulsos del viento y cambiando de manera extraña la silueta de nuestros horizontes.
            A mitad de camino, con umbrosos álamos alrededor, hay una fuente abrevadero que nadie usa junto a la carretera, y una especie de refugio con chimenea interior, mesas de piedra repartidas por la pradera, una piscina abandonada, y algunas parrillas de las de asar que suponemos habrán sido clausuradas, quizás para siempre. Poco más adelante las viejas parideras del ganado, los llanos de las eras, y recogido como en mitad de la vega al volver de una curva, se deja ver el pueblo en su conjunto, con sus sólidas casas de piedra, la tranquilidad que le da el campo, contrastando en la media tarde con el sol poniente. Ya a la entrada, al otro lado de la carretera frente al lavadero y a la fuente del Sahúco, los almacenes de piedra o de metal al servicio de los agricultores. Una leve costanilla nos sube hasta la plaza, una de las plazas más elegantes y fotogénicas que uno recuerda en pueblos de su categoría
            Es sábado, y eso nos permite ver algunos coches estacionados en las calles. La plaza de Ciruelos tiene una pista rectangular en el centro, rodeada de bancos de piedra y una farola en mitad que la engalana. Al fondo la espadaña de la iglesia de la Magdalena, recogiendo en el campanario los últimos rayos del sol de la tarde.
            Por estas mismas fechas se cumplen veintitrés años de mi primer viaje a Ciruelos. El aspecto del pueblo no ha cambiado mucho desde entonces. Se han construido por las afueras algunas casas nuevas, se han restaurado otras, pero el pueblo sigue guardando aquel aspecto de velada distinción que tanto me impresionó en aquel momento. Pienso que el paso de los años se ha dejado notar, y que muchas de las cosas que ya existían se han ido envejeciendo. Hay que estar muy encima de plazas y jardines, no sólo en Ciruelos, para que se conserven en perfecto estado de revista, utilizando tal vez de manera inapropiada la terminología militar, como lo estaba el pueblo cuando don Samuel, el Secretario, me lo enseñó en su interior y en sus alrededores a bordo de su Citroen dos caballos, toda una institución, y un personaje importante, creo yo, del que en el pueblo seguramente que se hablará por mucho tiempo.
            Aparte del pueblo en sí, bello como pocos, fueron siempre sus alrededores la gran atracción, quiero pensar que bastante afectados como para ser vistos después del incendio, por lo que sólo he decidido salir dando un paseo hasta las orillas, donde ya aparecen sobre un alto junto a las últimas casas la muestra de la tragedia.
            - Fue una pena, señor; fue una pena –me ha dicho una señora que baja con un haz de matas secas debajo del brazo.

            Aunque la tarde que pasé por allí era una de esas puramente otoñales de mediados de octubre, el sol alumbraba con una claridad sorprendente. Me hubiera gustado volver a visitar la Fuente de la Pradera, o la Piedra del Cobertera, o contermplar de lejos el valle de los Milagros, como en aquella otra lejana ocasión lo hice acompañado de don Samuel que me sirvió de guía.
            El pueblo sigue estando limpio, guardando aquella velada elegancia de cuando lo conocí. Los membrillos de los árboles –abundantes, por cierto, y de gran tamaño- brillaban como lámparas amarillas a mi paso mientras subía hacia el Teleclub. El Teleclub de Ciruelos ocupa la planta baja de un edificio inmenso, ejemplo de aquella arquitectura de alcurnia tan propia de los pueblos donde los bosques, y sobre todo la ganadería, tuvieron su repercusión económica en épocas pasadas.
            El salón del Teleclub se conserva con su cumplida capacidad como para acoger en los grandes acontecimientos a toda la población. Varias mesas están repartidas por la ancha superficie del local, una mesa de billar en la que nadie juega, y una barra de mostrador larga tras la que una muchacha sirve a los tres o cuatro clientes que se encuentran allí en aquel momento. Los clientes del Teleclub hablan de caza y de la escasez de setas y de níscalos que hay en el pinar.
            - Si no ha llovido casi. No es posible que salgan níscalos –dice uno.
            - Desde que se quemó el suelo, no saldrán níscalos en muchos años –dice el otro.
            He pedido una infusión de manzanilla que me es servida al instante. Los clientes y la chica del bar me miran con extrañeza. No todos los días aparece por allí un forastero con una cámara de fotos, mirándolo todo y tomando nota con disimulo de lo que ve. Los avisos que a veces ponen en los bares junto a los anaqueles en donde están las botellas me gusta leerlos, porque suelen ser con frecuencia un dechado de ingenio. El que pende escrito tras el mostrador en el Teleclub de Ciruelos no lo había visto en ninguna parte:

            Abrimos cuando llegamos,
            cerramos cuando nos vamos,
            y si vienes y no estamos
            es porque no coincidimos.  
       
            El curioso monorrimo no creo que pueda pasar a la preceptiva literaria como modelo, pero de lo que no hay duda es de que tiene su aquel, y que muy bien pudiera servir de ejemplo para andar por casa en cualquier tratado de lógica. Algo hay que hacer, y que decir, cuando la población es tan escasa como la de Ciruelos del Pinar, reconociendo que algunos servicios, como éste de bar, no vale la pena tenerlo disponible sobre un horario continuo fuera de los dos meses de verano y durante algunas de las fiestas mayores a lo largo del año, que cada vez son menos. Otra de las muchas limitaciones a las que se han de acostumbrar los pueblos cuando su número de habitantes es inferior a las mil almas como población de hecho. Circunstancia bastante común en el medio rural y en cualquiera de sus comarcas.
            A pesar de todo, Ciruelos del Pinar es un pueblo que conviene ser tenido en cuenta. Confiamos, y sobre todo deseamos, que sea el menor tiempo posible el que haya de transcurrir hasta que su campo, sus bosques, y sus infinitos motivos naturales que tanto lo enriquecen, vuelvan a ser lo que antes fueron; aun así, vale la pena pasarse por allí. Si eres de los muchos para los que el campo es poco menos que una necesidad vital, te aseguro que saldrás satisfecho.     

lunes, 5 de diciembre de 2011

POVEDA DE LA SIERRA CON SOL DE OTOÑO

             Sí, con soles serranos del veranillo de San Martín que, fiel a la costumbre, nos trajo una bonanza climatológica que mereció la pena aprovechar. Es ese sol de otoño apetecible y crudo, un sol que torna las mañanas aún más transparentes y tiñe de brillo real las hojas de las choperas en las márgenes de los ríos.
      No ha sido fuerte el madrugón para estar allí, ni madrugón siquiera, en la mañana del sábado; pero a las once en punto me encontraba en la plazuela del olmo de Taravilla, la que tiene por vecina al frente la plaza del pueblo y el saloncillo de bar en el otro extremo. El olmo es allí, que nadie lo dude, el principal personaje. Es para mi uso -y creo que los conozco todos- el que tiene el tronco más rugoso y corpulento, más grueso y espectacu­lar de toda la Provincia. Tres metros quizá sean pocos para darnos una idea aproximada de su robustez, lo que supondría, al multiplicar esa medida por pi, un contorno próximo a los diez metros, es decir, que se necesitaría por lo menos de seis o siete hombres para abrazarlo alrededor. Y tiene hojas aún en su antiguo ramaje. Ha sido preciso llenar de piedras el vientre para que se sostenga e inyectarle por tres veces cargas de líquidos contra la grafiosis para que pueda seguir viviendo. Los ancianos del pueblo, aún se reúnen cada verano en tertulia mañanera bajo su sombra. Taravilla, pueblo del Alto Tajo, es conocido sobre todo lo demás por su famosa laguna nutrida de agua y de leyenda; también por el salto rugidor de la chorrera no lejos de donde está la laguna, y, desde luego, por la tranquilidad y el sosiego de su ambiente sereno, limpio y acogedor.
            De extramuros parte en Taravilla una carretera, valle abajo, que sigue hasta Poveda de la Sierra. Es una carretera por la que conviene viajar lentamente. Las curvas infinitas de su trazado así lo exigen, y lo recomienda la belleza agreste del paisaje, en todo similar a los más celebrados rincones de la Serranía de Cuenca con sus hoces inolvidables, sus farallones rocosos, sus mantos de peluche esmeralda cubriendo las laderas de las montañas tapizadas de pinos, las barranqueras oscuras, los arroyos y las fuentes de un agua delicada. Jamás había pasado por allí. Es ésta la primera vez que lo hago. Todo es por allí una lección variada de naturaleza selecta, de juegos de contraste, una página antológica de formaciones rocosas, a modo de madejas retorcidas, en los bruscos cortes de las peñas que, al no verlos con los ojos, costaría trabajo creer.
            A la vuelta de unas curvas, ya en el barranco, aparece la imagen más sorprendente y más grata a los ojos: el puente sobre el río. En mitad de un marco agreste, bravío, descomunal en dimensiones y rico en colores y en sonidos, transcurre manso y transparente -aguas verdes de cristal que permiten ver desde arriba el correr fugaz de los alevines- el padre Tajo, el río más largo de la Península Ibérica, muy joven aún, al que más los campos que los hombres por estas tierras le rinden culto. Y al lado del puente sobre el río, pero siempre dentro de la misma estampa, las vertientes pinariegas; allá en lo alto el cabezo rocoso que el sol dora y adornan los troncos canijos y las capotas de los árboles que crecen sobre él; raíces como serpien­tes gigantescas, retorcidas, que entran y salen por los agujeros de las peñas, y pinos haciendo equilibrios inverosímiles por encima de los crestones que se asoman sobre el precipicio. Unas aguas que braman al pasar como una constante, anulando el sonido del viento y los cantos de los pájaros que andan por aquel lugar. En los indicadores de junto al camino se lee: "Fuente del Berro", "Casas del Salto", "Acotado de pesca"... Y al punto, poco más allá, Poveda de la Sierra, con las heridas que le produjo la maquinaria del caolín abiertas a perpetuidad en la Cuesta de la Rastra, con sus fuentes hermosas -dos por lo menos-, sus casi doscientos habitantes de derecho, sus parajes irrepetibles y sus recuerdos. Un arroyo sin nombre al otro lado de la calle Real trae a la memoria del vecindario que por allí estuvo el molino de los Pastores, de cuya familia, Segundo Pastor, nacido en Poveda el 23 de junio de 1916, eminente concertista de guitarra y composi­tor de reconocimiento internacional, alcanzó las cotas más altas del gloria con las que pueblo alguno puede soñar; glorias a las que habría que añadir las de otro hijo ilustre en el campo de la política, don Pablo Arias Templado, nacido allí y bautizado en la pila de su iglesia, quien llegó a ser alcalde de la ciudad de Sevilla hacia la cuarta década del siglo XVII.
            Poveda de la Sierra tiene un plaza magnífica, amplia, con una fuente de dos caños en mitad que tiene otra réplica en la calle Real. Antes tuvo un olmo de apretada fronda en el centro, que se secó y ha sido repuesto con otro jovenzal, creo que sobre las mismas gradas. Una serie de casas antiguas y de otras reformadas rodean la Plaza Mayor por sus cuatro caras. De todas ellas, la más nueva es en la actualidad la casa-ayuntamiento, de piedra sillar fortísima y bien cuidada, que recuerda en solidez y estructura a tantos más de aquellos palacetes señoriales con los que uno suele topar a cada paso por los pueblos molineses. Por allí, a la puerta de su tienda en la plaza está Juanito Rico, un hombre observador, que sólo habla cuando se le pregunta y con respuestas breves, acertadas y contundentes. En la tienda de Juanito Rico he comprado algunas postales con temas del pueblo y de sus alrededores, que él se encargó de editar y ahora de distribuir entre la clientela.
            -Deseaba conocer la iglesia. Por lo menos la portada.
            -Mire, no tiene pierde. Desde aquí se ve el campanario.
            Han restaurado hace muy poco la iglesia de Poveda. Fue una obra hecha a conciencia y de gran mérito, en la que la gente y las instituciones contribuyeron creo que en algunos casos hasta de manera generosa. Han devuelto al mundo una valiosa obra de arte, por lo menos en lo que se refiere a su portada románica, que es lo único que he podido por hallar la puerta cerrada. Celebran en Poveda fiestas mayores en honor de San Roque y de la Virgen de los Remedios. Hace años el pueblo tuvo su romería hasta la ermita de la Patrona, costumbre antiquísima que venía del tiempo de los calatravos, y que llamaban de la Caridad, pues hubo por costumbre obsequiar a los transeúntes con pan y cañamones; luego -los tiempos son otros- con un troncho de salchichón y pan de panadería.
            Desde el pretil de la iglesia se alcanza a ver un panorama variado por los bajos de la vega: las canteras de la cuesta de la Rastra, las choperas de junto al arroyo, los cerros grises en la lejanía, los tejados rojizos de los chalés y el verde de los huertos y de los jardines que rodean las casas, y se recibe, casi como si en este tiempo comenzase a molestar, el soplo frío que sube del barranco. Desde el mirador de la barbacana, uno se da cuenta de que el pueblo, como tantos otros de por allí, queda encajado en el fondo de una hoya rodeada de cerros, de montañu­cas ásperas de gran altura y con nombres que la gente conoce (la Cumbre de Santa María, el Majadal, la Cruz de Gil, la Peña del Grajo). Una tierra que la distancia ha convertido para nosotros en exótica, en algo inalcanzable como no nuestro, que bien merece la pena conocer y visitar de cuando en cuando, y gozar de ella como ya lo hacen desde el día en que la descubrieron gentes y familias del Levante español, al decir de las matrículas de los coches que uno se encuentra por aquellos caminos, y que en días como el de hoy son quienes más la frecuentan.

viernes, 2 de diciembre de 2011

BRIHUEGA Y SANTA MARÍA DE LA PEÑA


            La importancia histórica de la Villa de los Jardines hizo de ella un nombre y un lugar harto conocido, no sólo de alcance provincial o regional, sino en un ámbito mucho más amplio. En España y en el mundo se conoce a Brihuega por motivos distintos, siendo los más importantes las dos batallas que se dieron junto a sus muros: la de 1710 que colocó en el trono de España de manera definitiva a la familia francesa de los Borbones, y la de marzo de 1937 en que la villa fue bombardeada repetidas veces en uno de los enfrentamientos más conocidos de la Guerra Civil. También en los ambientes literarios quedó impreso el nombre de Brihuega, aun fuera de nuestras fronteras, debido al sustancioso capítulo que C.J.Cela le dedicó en el “Viaje a la Alcarria”, el más memorable de los libros escritos por nuestro último Premio Nóbel.
            Las gentes de Brihuega andan por el mundo con fama de ser una raza especial. Defensores de todo lo suyo, fervorosos de sus tradiciones y costumbres, con un carácter distinto al de las demás gentes de la Alcarria, y muy amantes de la Señora, de la milagrosa imagen que para los brihuegos no es otra que la de Santa María de la Peña, un nombre que tantos de ellos llevan en los labios y guardan en el corazón.
           El fervor de los brihuegos hacia la imagen de su Patrona tiene su origen en la Edad Media, y se basa en una leyenda, que resumida, pudiera ser así: La princesa Elima, o Zelima, hija del rey moro de Toledo Al-Mamún, había nacido, lo mismo que su hermana Casilda -luego Santa Casilda- de una esclava cristiana ya fallecida, cuyos principios en la fe se supone que debería conocer aprendidos de su propia madre. Es el caso que en las serenas noches estivales de la Alcarria, la princesa, alma sensible y soñadora, acostumbraba a pasar muchas horas contemplando por las aspilleras de la torre mayor y desde los adarves del castillo el plácido panorama de la vega, adormeciendo su espíritu cada trasnochada con el murmullo de las aguas cantarinas que se despeñaban sobre el abismo, observando con admiración el fulgor nítido de los miles de estrellas que en las noches claras se asoman desde la bóveda celeste, centelleantes unas, inmóviles otras, a velar desde la altura el sueño en paz de aquel tranquilo rincón de la Alcarria. Cátedra ideal para escuchar de labios de sus hayas -cristianas a la sazón- los grandes misterios de su fe y los aleccionadores pasajes de la vida de Cristo y de su santísima madre, mitad rigor evangélico, mitad fruto de la imaginación a la que eran tan dadas las gentes de aquel siglo.
            Cuenta la tradición que en una de aquellas noches de vela, cuando la princesa se encontraba sola alimentando la paz de su alma con el silencio de los valles, levemente contrastados a la luz de la luna, vio en la pequeña oquedad de unas rocas sobre las que se sostenía el castillo, la imagen fulgurante de de la Madre de Dios con su Hijo en los brazos. Corrió despavorida a dar la noticia a sus servidores, y uno de ellos, llamado Ponce, se descolgó hasta la cueva donde Elima había sido testigo de aquel portento de luz. Después de apartar cuidadosamente el ramaje y el matorral que se interponían ante la entrada de la cueva, se encontró, efectivamente, con una imagen sencilla de la Virgen, la cual, nueve siglos después de que aquello ocurriera, y bajo la advocación de la Virgen de la Peña, el pueblo ensalza y venera como Reina y Señora de Brihuega.    
            El hecho histórico que dio pie a la leyenda, pudo tener lugar durante las últimas décadas del siglo XI, de donde procede ésta, una de las más arraigadas devociones marianas de toda la Alcarria.
            Más o menos parejo a este hecho portentoso, o quizá no mucho tiempo después, se iniciaron los primeros trabajos para la construcción de un templo en honor de la Virgen, sobre la vertical del precipicio en el que apareció la imagen. Iglesia bellísima que, tras una interminable serie de mejoras en tiempos diferentes, de cambios y añadidos, de profanaciones y reparos, hoy podemos contemplar como una de las más importantes, más sólidas y mejor conservadas de toda la diócesis, después de la catedral de Sigüenza. No es una iglesia monumental la de Santa María por cuanto a su capacidad y tamaño, pero sí que en su estructura e incontables detalles arquitectónicos es francamente hermosa. El celo de su actual párroco queda patente en muchos de los últimos arreglos, restauraciones y añadidos, que no sería fácil enumerar sin correr el riesgo de pecar por defecto.
            De una de las naves laterales parte de cara al precipicio la fortísima estructura de hierro en zig-zag que hace posible bajar cómodamente, salvando el vértigo, a la cueva abierta en la roca donde, según la tradición, fue hallada la venerable imagen de Nuestra señora de la Peña, que preside desde su luminosa hornacina en el presbiterio, la iglesia parroquial a la que nos hemos referido y que lleva su nombre. La cueva, asegurada con puerta para entrar a media altura del cortante rocoso, guarda en su interior una reproducción de la verdadera imagen morena de la Patrona, frente a un ventanal que sirve de mirador hacia la vega; todo un espectáculo de calma y de grandiosidad, que deja a su pie los cuartelillos de las huertas, dispuestos para la siembra o la plantación de especies hortícolas tan pronto como el tiempo lo aconseje, tarea en la que los campesinos de la villa tienen tanta experiencia y tan buen tino. Una visión incomparable que nada nos extraña fuese hace siglos un atractivo para reyes, para altas dignidades de la Iglesia, para princesas y sultanes moros tan ligados en la antigüedad a la historia de Brihuega.
            Pero, con el mayor respeto hacia toda opinión distinta, la iglesia de San Felipe es para mi gusto la más hermosa de las tres que desde hace ocho siglos enriquecen los muchos valores que tiene la villa. Entrar en San Felipe y contemplar en una primera visión de esta iglesia, es uno de los espectáculos más gratificantes que puede ofrecer un paseo por tierras de la Alcarria. Lo mejor del arte religioso tardorrománico puede apreciarse, y gozar de él, en el silencio interior de esta iglesia, cuya correspondiente réplica, aunque en peor estado, queda poco más abajo, en la misma calle y acera: la iglesia de San Miguel, que en la actualidad, después de varios arreglos, se dedica a actos de tipo cultural.
            La iglesia de San Felipe tiene tres naves, la central alcanza una altura mayor que las naves laterales. Dos filas de columnas dividen las tres naves, y el juego de arcos que queda entre ellas es una exposición perfecta de lo mejor que el arte del siglo XIII regaló a Brihuega, por obra y gracia de sus señores en aquel tiempo, los arzobispos de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, el abanderado de las Navas de Tolosa, su gran benefactor, un nombre marcado a fuego en el libro de oro de la historia de Brihuega, tan repleta de nombres y de acontecimientos que tuvieron su reflejo en la historia nacional.
            Brihuega es hoy por hoy, y por mil razones, una de las villas castellanas más reconocidas, no sólo por su pasado, sino por su presente también. Las gentes de fuera van reconociendo a Brihuega poco a poco. Son importantes los proyectos futuros que ya existen para mejorarla todavía más. En tanto ahí está, para ser vista y admirada, para descubrirla y disfrutar de ella. Los diferentes establecimientos hosteleros que allí han abierto, seguro que nos ayudarán a que el viaje a Brihuega nos sea más grato. 

(En la foto, un aspecto de la iglesia de la Virgen de la Peña)