jueves, 7 de noviembre de 2013

POR LA SOLANA DE LAS BELLAS FUENTES

        
    El arroyo Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y después de casi roer los muros de las viviendas del pueblo, por Pozancos y Ures, se une al Salado cerca de El Atance (el pueblo que tomaron por suyo las aguas del pantano), para emprender juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de Palazuelos hacia estos pueblos de la solana seguntina, lo hace en dirección contraria a las aguas del arroyo.
            He pasado repetidas veces por estos solitarios lugares del norte de la provincia. Me gustan estos pueblecitos en los que es difícil encontrarte con persona alguna en las mañanas de invierno. Con la entrada de la primavera todo comienza a ser distinto. La mañana es hermosa, limpia como el celofán. El sol cae sobre los campos de un intenso verde esmeralda, la brisa de la media mañana dibuja ondas en los sembrados de la veguilla. En los abrigos a pie  de carretera pica sobre la piel el sol de las doce y media.
            Ures se adormece entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente de Ures invita a adormecerse pensando en viejas historias que debieron ocurrir por estos campos. Ures en vasco significa agua. Cuentan que el nombre se lo pusieron al pueblo no sé muy bien si los pastores o unos frailes vascongados que anduvieron por allí hace casi mil años. Todavía queda su recuerdo en la ornamentación de la chiquita iglesia románica, que encuentro cerrada. No me importa. Tuve la suerte de encontrarla abierta en otra ocasión, hace mucho tiempo. Un joven sacerdote hijo del pueblo, Juan Martín, celebraba misa en solitario. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de san Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con sus ornamentos episcopales, y no como es lo habitual montado a caballo y repartiendo su capa con un mendigo. Solamente ocho bancos para la feligresía ocupaban la pequeña nave. Desde el interior de la iglesia se sentía el zurar de las palomas por encima de la cubierta. Desde fuera, los detalles arquitectónicos del siglo XII se aprecian desgastado por la lima del tiempo
            No veo una sola persona por la pequeña placita. Ha habido temporadas en las que el pueblo se ha quedado completamente solo. Algunos fines de semana suele pasar durante algunas horas, cuando los pocos que son se bajan al mercado de Sigüenza. Los cerros del Picozo y de la Cruz protegen al pueblo de los vientos fríos que a menudo soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos plomizos el cerro del Mediodía, el que durante siglos la sombra  de las peñas sirvió de reloj a los lugareños para orientarse sobre la hora del medio día.
            Supe por el joven sacerdote, don Martín, del convento de monjas que Ures tuvo extramuros y de la importancia de la vaquería que en su tiempo debió de poseer. Anoto el encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de aguas fresquísima con sabor a agua, de correr rumoroso y abundante. En unos azulejos junto al chorro reza la siguiente inscripción: “Agua del valle Bayo”. Se refiere al lugar de su procedencia en los altos, recordando a Bayo, el apellido de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para servicio del pueblo. En el apartado de rivalidades entre los pueblos, consta el dato del perpetuo mal entendimiento con los vecinos de Pozancos, precisamente por el lugar de origen de esta agua, que los vecinos de Ures necesitaban para poder subsistir.
                                                                                            

            Hasta Pozancos se llega enseguida. Dos kilómetros a lo sumo es la distancia que separa a uno y a otro pueblo. Aunque su población también es exigua, no más de treinta habitantes durante el invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al lado de Ures. He llegado ya. Cruzo el pueblo en toda su longitud. Me sigue un perrillo color canela. Hay estacionado a la entrada un todoterreno con las ruedas llenas de barro. Las calles de Pozancos tienen sus nombres en las esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La instalación del alfar del Monte distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha y acaba en una luminosa plazuela en la que concurren todos los elementos de mayor interés que hay en Pozanco: la fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública a la sombra de un castaño corpulento;  la iglesia de la Natividad con su arcada románica, apoyada sobre capiteles y columnillas alineadas, desgastadas también como las de la iglesia de Ures. Iglesia en la que se conserva una capilla gótica con el enterramiento del capellán Martín Fernández, señor de Pozancos, y de la que procede la pintura “El Entierro de Cristo”, del siglo XV, y las estatuas de Adán y Eva, actualmente en el Museo Diocesano de Sigúenza. La fuente vierte por los dos caños de un monolito central sobre el largo pilón de piedra labrada; a cada lado tiene otros pilotes similares, de tamaño menor. Consta que esta fuente se construyó en el año 1923.
            Recuerdo cómo en uno de mis primeros viajes las mujeres que faenaban en el lavadero me explicaron que en la casona palacete de los señores por aquellos días vivía gente, que la habían restaurado. Los aleros son de una solidez y de una elegancia comparable para mi uso a los que se lucen en la plaza de Atienza.
            En las inmediaciones de la iglesia, del palacete de los señores, del lavadero y de la fuente de la plaza, están los huertos. Una pareja de buitres planea en vuelo majestuoso girando sobre el limpio cielo de Pozancos. Los buitres otean el paisaje y levantan vuelo en las peñas de los cerros que rodean al pueblo, cerca del repetidor de televisión.
            Tanto uno como el otro, Pozancos y Ures son pueblos de los que la gente dice “con historia”. Como otros muchos de la comarca están integrados en el consistorio seguntino, la ciudad madre desde tiempos antiguos. La historia de Sigüenza está directamente ligada con la pequeña historia de estos pueblos, y los nombres de algunos personajes que figuran en las páginas de la historia de la Ciudad Mitrada, tienen en estos olvidados lugares de la provincia de Guadalajara documentadas ramificaciones, cuya memoria quedó inscrita en libros y legajos desde hace muchos siglos; valga como muestra el hecho -del que su autor dejó constancia escrita al final de la obra- de que fuera precisamente aquí donde el infante don Juan Manuel concluyó uno de sus trabajos principales, el Libro de los estados, el día 22 de mayo del año 1330. Sirva el dato.