viernes, 8 de junio de 2012

Rutas turísticas: ATIENZA Y EL ROMÁNICO RURAL (III)



   Continuamos  sierra adelante con dirección poniente por  la carretera de Ayllón y Aranda de Duero. Notamos que la temperatura ha  descendido  por  estas latitudes. Estamos a  1200  metros  de altura sobre el nivel del mar.

     Albendiego, planchado por su rojizo caparazón de tejados al otro  lado de una arboleda espesa, surge a la margen derecha  del tierno  cauce  del Bornova. Además de su indudable  interés  como pueblo  serrano,  Albendiego  merece una  visita  exclusiva  para contemplar  en  el lugar donde se encuentra la iglesia  de  Santa Coloma ‑Colomba, dicen otros‑, a quinientos metros del pueblo río abajo  y  muy cerca de la carretera que sube hacia  la  serranía. Antes de llegar a Santa Coloma hay un curioso Calvario de  piedra tallada,  posiblemente del siglo XIII, solitario y perdido en  el campo.  La  iglesia de Santa Coloma es el  máximo  exponente  del gusto románico en arte ornamental de todas las tierras de Guada­lajara.  Se  nota  que ha sido restaurada  en  varias  ocasiones. Viejas  crónicas fijan el momento de su construcción en los  años finales del siglo XII, por los monjes de la Orden de San  Agustín que  vivieron en los valles de junto al río por  aquel  entonces. Aunque una parte de la iglesia se retocó y se amplió  en el siglo XVI, queda en buen estado su primitivo ábside, en donde se lucen, perfectamente  conservados, los ventanales en bocina y  arcos  de medio punto que cubren las celosías caladas en las que se repro­ducen formas mudéjares en piedra de incalculable valor. Sin duda, en el ábside románico de la iglesia de Santa Coloma, los canteros de  la época dejaron para la posteridad la muestra  más  depurada del arte medieval.

     Muy  cerca de Albendiego está Somolinos, el  pueblo  rival, asentado  al  pie de enormes cerros calizos en la  carretera  que hemos  dejado  atrás y a la que habremos de  regresar  de  nuevo. Somolinos es lugar de escasa población, adornado por huertecillos y pequeñas heredades  en donde se cosecha, difícilmente, algo  de verdura  y un poco de fruta cuando las heladas no se  empeñan  en arrasar  lo uno y lo otro. A la salida, sorprende al  viajero  su famosa laguna, con las primeras aguas remansadas del Bornova  que nace  unos  metros más arriba. Se trata de  un  estanque  natural inmenso,  de forma ovalada, con aguas clarísimas que  rodean  los carrizales  y los chopos que salieron a su antojo en  los  mismos bordes. La laguna ‑dice la Geología que de origen glacial‑ se  ve vigilada de lejos por los farallones calizos que bordean al norte la  carretera; llamativo aquelarre de fantasmas petrificados,  en cuyos  escondrijos se alojó El Empecinado cuando las  guerrillas, seguro y a salvo del invasor.


     Una cuesta difícil nos sitúa al fin en las altas  parameras por  donde se juntan las tres provincias, en los ejidos de  Cam­pisábalos;  un pueblo que se diluye en su propio encanto, que  se adormece  allá en las alturas entre la leyenda, la realidad y  el mito.  Campisábalos,  con  una buena porción  de  sus  viviendas deshabitadas, nos saluda a la vera del camino en mitad del llano. Lugar  azotado temerariamente por la emigración que  amenazó  con asolar  la comarca allá por la década de los sesenta.  El  pueblo tiene para ofrecer a quienes a él acuden  el tesoro  arquitectó­nico  de  su  iglesia parroquial, en la que  es  justo  destacar, además  de sus dos portadas gemelas de exquisito sabor  medieval, la llamada Capilla de Sangalindo, así como el mensuario mural  de la fachada sur, único en su forma.

     Dentro de la referida capilla ‑en obras de restauración que jamás  concluyen‑ yacen enterrados los restos de un hidalgo  ape­llidado  Sangalindo,  quien  dejó en vida una gran  parte  de  su hacienda en favor de los enfermos y de los necesitados.  Resultan de  especial  interés   los capiteles que  rematan  las  columnas interiores  de  la  capilla, adornados  con  artísticos  relieves mitológicos y  motivos vegetales. En el exterior, entre la capi­lla de Sangalindo y el atrio de la iglesia, recorre todo el  muro una  insólita  cenefa o procesión de altorrelieves, a  manera  de zócalo, esculpidos sobre los bloques de sillería. Se trata de  un mensario, en donde se ven representadas las faenas ordinarias de un  campesino medieval a lo largo del año, según  los  quehaceres propios  de cada temporada y en un relativo orden;  concluye  con una curiosa escena cinegética: la cacería del jabalí con  perros, y otra final en la que dos caballeros justan sus lanzas desde  la grupa de sus respectivas cabalgaduras. El conjunto en sí, si bien algo  maltrecho por los efectos de la climatología  durante  ocho siglos  dañando la piedra, merece la atención de los  visitantes, de los estudiosos de la Historia y de los amigos del Arte.

     Dejamos  atrás  las ásperas llanuras de  Campisábalos.  Muy pronto  llegamos  a la vieja villa del Cadí,  Villacadima.  Desde 1980,  más o menos, el pueblo se encuentra despoblado. A un  paso de Villacadima se extiende la paramera soriana por la que cabalgó el Cid cuando el amargo trago de su destierro, así como el límite geográfico de las tres provincias ‑Segovia, Guadalajara y  Soria‑ en una especie de tierra improductiva y fría, que debió gozar  de cierto protagonismo allá por la decimosegunda centuria de nuestra era.

     En  el fondo del obligado silencio de Villacadima,  de  sus casonas  en ruina por aquello de que la dejación acaba con  todo, destaca  la fastuosa portada románica de su iglesia, remozada  en fechas  recientes. Los cánones del arte medieval se  muestran  en este  rincón  de la sierra como un libro abierto,  para  que  los hombres de todos los tiempos podamos tomar la debida nota  acerca del  buen hacer de nuestros abuelos los artesanos del siglo  XII. Se  compone de cuatro archivoltas en degradación, similar  a  las que  dejamos atrás en la iglesia de Campisábalos,  adornadas  con entrelazado vegetal y motivos geométricos, para concluir en nueve dovelillas  con  dentellones que aseguran al conjunto  un  remoto sabor mudéjar.

     El pueblo de Villacadima es un canto de dolor a los estra­gos  ocasionados por el abandono. Como fondo al silencio  de  sus ruinas, suena en el pueblo durante la noche el rumor constante de sus  dos fuentes allá por las afueras. Las viviendas  restauradas de  Villacadima se ven selladas con artilugios de  seguridad,  en previsión de los muchos saqueos de que fueron víctimas. Sobre  el caserío,  y  sobre  los escombros de Villacadima,  se  yergue  el severo corpachón del campanario, puesto en condiciones de aguan­tar como burlador del tiempo con los últimos arreglos.


      LOS HAYEDOS DE CANTALOJAS

     Cantalojas  dista de Villacadima ocho kilómetros.  Hay  que seguir para llegar a él la carretera que va con dirección a Galve de  Sorbe,  hasta el primer empalme que sale a la derecha  y  que concluye  en  las  puertas de Cantalojas. Desde  el  empalme,  se recorta  al  saliente la silueta inconfundible  del  castillo  de Galve  encima del otero que le sirve de peana. Perteneció  a  los Estúñiga, de cuya familia, don Diego López de Estúñiga, lo  mando edificar en el siglo XV, sobre otro anterior que había perteneci­do  al infante don Juan Manuel. Fue posesión  posteriormente  de los duques de Alba, y en la actualidad pertenece a un particular, quien inició las obras de restauración hace algunos años, sin que hasta el momento se hayan visto concluidas.


     Cantalojas,  el pueblo, queda extendido en el fondo de  una inmensa  hoya  de praderas acuarteladas por paredones  de  piedra oscura.  En su término municipal, en plena sierra, siguiendo  por pistas forestales con dirección a los montes que aparecen por  el poniente, se encuentra el bosque de hayas más meridional que  hay en  Europa. Hasta hoy, los hayedos de Cantalojas  fueron  parajes agrestes y vírgenes, de bravos declives tapizados de matorral, de ribazos  salpicados de brezo y de marojo a cuyos pies  discurren, frías y transparentes, las aguas del Lillas y del río de la  Hoz, por  cauces encajados de verdín y de planchas de  pizarra.  Aguas que bajan a beber desde los bosques de pinar silvestre los corzos fugaces, los dañinos jabalíes, y pueblan las truchas pintarrajea­das  que  dejaron los furtivos. Luego Puertoinfante,  testigo  en otro  tiempo de la liberación del rey niño Alfonso VIII  por  los arrieros de Atienza en huida hacia Segovia, para terminar con los impresionantes  hayedos de la Pradera del Ramo, del Barranco  de las  Carretas y de Tejeranegra, de sagrada paz, donde se han  ido desarrollando a favor de las bajas temperaturas y de la permanen­te  humedad  de la sierra, los gruesos troncos de las  hayas  que trepan monte arriba o se precipitan por la vaguada hasta el fondo de las barranqueras casi inaccesibles,  en magistral sinfonía de tonalidades  verdes y anacaradas, de silencio y de  luz,  escrita por  la Naturaleza sobre el extensísimo pentagrama de estas  cum­bres que delimitan las tierras parejas de las dos Castillas.

(Las fotografías presentan un detalle del ábisde de la iglesia románica de Santa Coloma de Albendiego, la iglesia románica de Campisábalos, y háyas jóvenes del hayedo de Tejera Negra (Cantalojas)