jueves, 27 de enero de 2011

VIAJE A LOS VALLES DEL PIQUERAS


Son valles, sí, o pequeñas vegas de tierra fría las que abundan por allí, entre laderucas de poco valor donde se da el matorral, el carrasquillo y algunas plantas olorosas en el calizo, y de cuando en cuando el pino, el roble, la sabina, y toda aquella flora que da carácter al Bajo Señorío Molinés, dejando apenas las pequeñas hondonadas, resguardadas y a menudo fecundas, donde los expertos campesinos de la comarca hacen que produzca el trigo, la cebada, las hortalizas, y más raro como especie ajena a lo que son aquellas tierras, a veces también el girasol.
La mañana de un verano acabado de estrenar me empujó a poner en marcha el motor del coche y a partir hacia lo más lejano que pueda dar la Provincia, estirada en su forma y variadísima en pueblos y paisajes como sabido es, a todo lo largo y ancho de sus cuatro comarcas.
Puedo asegurar con datos fidedignos, comprobados en más de una ocasión, que el pueblo más apartado de la capital de provincia es Motos, allá en los rayanos con Teruel por la Sierra del Tremedal; pero que hay otros cuantos más que le andan rondando, siempre en torno a los doscientos kilómetros de distancia por aquella comarca, y que como suele ocurrir con lo desconocido, son por lo general los más dignos de verse. Ese es el caso de los pueblos más próximos al arroyo Piqueras (por tomar un nombre geográfico por referencia), pueblos que ya conocía, pero que esperaba la ocasión propicia para volver a verlos, es decir, días largos y ambiente climatológico seguro, como son los que a finales del mes de junio abren las puertas del verano.
Setiles y el arroyo Villares que pasa junto al pueblo, son como el pasillo de entrada hacia aquellos tres pequeños pueblos, tres, de la Guadalajara lejana, singular y menos conocida, no sólo por la distancia sino también por tocarles de lejos las principales y medianas vías de comunicación. Tordellego, Adobes y Piqueras, son los tres lugares que hoy visitaremos, y que muy en contra de lo que se pudiera pensar, desde hace veinte años que anduve por allí la primera vez, el cambio a favor habido en ellos está muy por encima de la mejora en general experimentada en el resto de los pueblos de la Provincia en ese mismo periodo tiempo, y que no ha sido poca.
Tordellego se deja ver en la lejanía confundido con los campos de labor que a principios de verano aún verdean por las tierras bajas que nos van quedando a un lado y otro del camino. Es como de un ocre terroso el aspecto general del pueblo de Tordellego visto desde la media distancia. La imagen del Sagrado Corazón, alzada sobre su histórica peana, es la enseña amable de aquel apartado lugar. Se puso a la entrada del pueblo en el año 1928, "A devoción del señor cura párroco D.Hermenegildo Malo y del pueblo de Tordellego, para perpetua memoria”. Por encima del noble caserío destaca la torre enhiesta de su iglesia parroquial de Santiago Apóstol, con su reloj que arroja sobre el silencio del campo las campanadas de las once. Dejo al pueblo a mano derecha, con sus fuentes callejeras y el estirado muro de hormigón que recorre de abajo a arriba la calle del Arroyo.
Situado en la distancia, aunque todavía le queda casi todo el día por delante, uno ni siquiera se detiene, prefiere concluir el viaje de ida a una hora prudencial, que le garantice el regreso alumbrado por el sol al ser posible, una medida que siempre le fue bien.
El pueblo de Adobes queda cerca. La carretera es estrecha y huérfana de tráfico. De entre la breña y el chaparral me ha salido al paso un ciervo enorme con una cornamenta descomunal. Yo había visto algunos ejemplares de la misma familia junto a las carreteras de nuestras sierras, pero siempre corzos huidizos y saltarines de un tamaño menor. Intento parar el coche para hacerle una fotografía. Hubiera sido un buen trofeo tras un viaje tan largo, pero el animal se dio la vuelta y se marchó sin correr, a paso solemne, dejándome como era su obligación, con la cámara en las manos.
Y luego Adobes. No era la del medio día la mejor hora para entrar en un pueblo. No vi a nadie. Anduve por Adobes, eso sí, y me admiré ante la realidad y el gusto que los vecinos han puesto en su restauración haciendo de él un pueblo cómodo y elegante. Se nota cómo los oriundos que pasan allí los meses de verano se han volcado sobre él. Desde el mirador de la Plaza de España, que es la de la iglesia y el ayuntamiento, verdean en la calma de la vega de Los Quiñones las espigas de los sembrados movidas por la brisa que sube del levante. Adobes ha colocado en las esquinas carteletas de pura artesanía con los nombres de sus calles y un dibujo alegórico a cada una de ellas: Calle de las Procesiones, Plaza Vieja, Plaza del Tiro de Barra, Calle de Buen Oriente. En su término municipal, recuerdo que alguien me contó hace años que se daban las trufas silvestres con la ayuda de perros buscadores. En pleno mes de agosto, este pueblo lejano y solitario, asentado en vertiente sobre la solana de un escogido rincón molinés, se puebla hasta los topes, y goza y festea con la doble celebración de sus dos patronas, la Virgen de la Cabeza y Santa Cristina, arrancadas las dos del calendario y puestas en otro lugar con arreglo a los tiempos.
Cinco o diez minutos más de viaje por aquellas serrezuelas pobres, y al poco Piqueras. Jamás he oído hablar de este Piqueras de nuestra Provincia por ninguna parte. Es un pueblo desconocido y especialmente hermoso y saludable como para vivir en él durante los días fuertes del verano. Cuando asome noviembre, es posible que las cosas para Piqueras y para el medio centenar escaso de personas que viven allí, sean distintas en ese sentido. ¿Se imaginan un puñado de casas blancas, de calles limpias, repartidas entre el uno y el otro margen de un arroyuelo bajo la sombra espesa de los árboles? Piqueras, ese pueblecito ignorado del Bajo Señorío es más o menos así. Y arriba el pórtico de su iglesia de la Asunción, con rica clavetería en la puerta de madera antigua y una portada renacentista del siglo XVI mostrando en la piedra tallada el mordisco de los siglos y también, quizás, del descuido.
La casa-ayuntamiento, el centro social y algún otro servicio, ofrece al visitante en la mañana su fachada blanca, con campanillo y reloj municipal por encima de las banderas. Y en un lateral de ese mismo edificio el bar del pueblo, limpio también, y extenso, demasiado amplio, creo yo, para un pueblo donde la clientela debe de ser más bien escasa. Atiende el mostrador una señora que colecciona las vistas desde avión de los pueblos de Guadalajara que publica nuestro periódico, con la ilusión de que algún día aparezca el suyo. Le digo que es sólo cuestión de esperar y se queda conforme.
A lo largo del pueblo, cruzando en mitad el puentecillo que comunica a los dos barrios, corre el arroyo Piqueras al poco de nacer, pero lejos aún de su desembocadura en el Gallo cerca ya de Molina.

(En la foto, ayuntamiento e iglesia de Santa Cristina en la plaza de Adobes)

lunes, 24 de enero de 2011

BAIDES, EN LA VEGA DEL HENARES


El pueblo de Baides, situado a la vera del Henares y de las vías del ferrocarril en tierras de Sigüenza, podría servir de ejemplo de lo que ha sido el cambio a favor en su aspecto externo de los pueblos de Guadalajara durante los últimos veinte años.

Baides en su actual imagen, ocupando un llano de tierras de labor al principio de la inmensa vega, es algo así como un delicado paraíso repleto de privilegios donde vivir cómodamente al menos durante el verano, un paraíso que apenas se percibe desde las ventanillas del ferrocarril cuando cruza la ribera, y nunca desde las del automóvil, pues tan sólo el indicador que hay al borde de la carretera cuando viajamos hacia Sigüenza nos habla de él, haciendo constar que la distancia que nos separa es de seis kilómetros, distancia que es preciso recorrer entre curvas y vericuetos, áspera al principio en su paisaje, pero luminosa, abierta y prometedora al final, ya junto a las primeras casas en plena vega.
No encontré en mí último viaje tráfico al bajar. El pueblo aparece al final con su calle larga, la Calle Mayor, con su tapial a mano derecha que nos aparta de la finca de los señores, con la mimosa fuentecilla en mitad adornando una plaza chiquita, la Plaza Mayor como paradoja, y más allá el puente sobre el río, la vía muerta del ferrocarril, y el Camino de la Estación al que desde hace un par de décadas se conoce oficialmente como Paseo del Escritor Ángel María de Lera, en honor a su hijo más preclaro.

El puente sobre el Henares que hay al final del pueblo, con sus alrededores de junto a la vía muerta, es para quien esto dice uno de los rincones más apacibles y románticos que pueda imaginarse. Se adivina estando allí, y mirando fijo al correr de las aguas, que Baides es un pueblo distinto a los demás, un pueblo para contemplación y para el ensueño. A la sombra de los árboles que hay al lado del puente, es el canto de los pájaros y el suave rumor del agua lo único que altera el silencio de la mañana, hasta que de tiempo en tiempo bufa sobre el paisaje el soplo de la velocidad que arrastran los trenes. Una anciana está sentada sobre un banco en la esquina. La señora me mira atentamente. Seguro que le gustaría saber quién soy, y, sobre todo, qué es lo que hago por allí con una cámara al hombro y un cuaderno de apuntes en la mano.
– Buenos días, señora.
– Hola, buenos días.
– Cuánta tranquilidad tienen en el pueblo.
– Demasiada. Antiguamente el pueblo era más alegre. Había más de noventa mozos; y mucha riqueza, y mucho trabajo.
– Trabajo del campo, claro.
– Del campo y de la fábrica de yeso y escayola que había. Otros trabajaban en la finca del palacio. Y la estación del tren, que nos daba tanta vida.
El palacio al que se refería la buena mujer era el de los condes de Salvatierra, que todavía se sostiene en pie, maltrecho, como pude comprobar desde fuera de la puerta de hierro que cierra la finca.

Por ambos lados de la carretera que sale hacia Huérmeces el campo es llano y feraz. Debió de ser en otro tiempo terreno de regadío el de aquellos llanos próximos al cauce del Henares que enmarcan las choperas, hoy hazas extensísimas dedicadas al cultivo del cereal. Junto a la carretera hay una ermita con la puerta cerrada, arco en ojiva y techumbre que se remata con un solitario campanillo que alguna vez habrá servido para avisar a los actos. La iglesia no es ésta. La iglesia se encuentra sobre una cuesta a la entrada del pueblo. Tiene casi nueve siglos de antigüedad, y hace tan sólo unos años que, al restaurarla, salieron a la luz varios de sus admirables valores románicos. Debe costar trabajo subir hasta la iglesia de Santa María Magdalena a la gente mayor. Resulta larga y demasiado pina la escalinata de hierba y guijarrillo que lleva hasta los pies del campanario, o hasta las comedidas plataformas de las eras que hay al lado de iglesia, y desde donde se contempla, como abierta a los ojos y al mundo, la hermosa vega del Henares por la que baja el río entre choperas y el tren silba corriendo por mitad.

El Henares pasa manso, bien surtido de caudal a la salida del invierno, por un ensanchamiento que hace la calle entre el Puente de piedra y el Salón de los Mozos, instalado desde hace años en una casa distinguida que hay al principio del Camino de la Estación, o Paseo del Escritor Ángel María de Lera. Es un camino hermoso, recto como una vela y casi con un kilómetro de longitud, arqueado de ramaje y de apretadas sombras que, por lo general, le dan los árboles que tiene a uno y otro lado. Los árboles son viejos, de grueso y arrugado tronco, y por estos días los están desramando casi completamente. Al final, siempre al lado del río, la Estación del ferrocarril.

La Estación, escrito con mayúscula, porque es un barrio por el que pasan los trenes, viene a ser como un segundo Baides. La Estación, vista en la actualidad cuando el pueblo se ha quedado sin gente, es una barriada residencial, con docenas de viviendas más recientes quizás que las que vimos en el pueblo. El apeadero del tren, o estación propiamente dicha, es un edificio bien conservado, al pie de la vía, con la consabida placa de metal que lo mismo que en las demás estaciones señala la altura sobre el nivel del mar: 844 metros. En las proximidades, el agua y las sombras. Baides es un pueblo de aguas y de sombras, ya que no de público a diario, pues andará con el medio centenar de almas en un día cualquiera, algo así como la quinta o la sexta parte de lo que tuvo antes, en tiempos de nuestros abuelos, cuando los lobos andaban en manada por entre la maleza de los cerros y los ánades criaban en las hierbas del río.

viernes, 21 de enero de 2011

UN ALTO EN LA SIERRA DE PELA


No tienen estas tierras un nombre con peso suficiente para ser visitadas, pero cuentan, eso sí, con un atractivo personal indefinible, un atractivo que no sabe ni quiere saber de masas humanas predispuestas a ver una cosa u otra, con arreglo a lo que ofrece antes de salir de casa la última guía de turismo; y bueno es saber que las guías de turismo suelen omitir rincones tan placenteros como los que hoy reclaman nuestra atención, tierras frías, casi vírgenes, pueblecitos en los que viven durante el invierno, privándose de todo lo que nosotros seríamos incapaces de hacerlo, un par de docenas de habitantes o poco más, pero que cuentan, como compensación a su heroísmo impuesto por las circunstancias, con esa paz tan deseada de la que carecen –y carecerán por siempre, visto lo visto- las ciudades en las que la gente vive, privada –también por siempre- de algo tan necesario como el contacto directo con los regalos de la naturaleza, pues naturaleza somos, por mucho que intenten distraernos de esa idea las filosofías caducas, la comodidad y las ofertas de un mundo en el que “hay de todo”. Entre lo uno y lo otro existe un término medio, un planteamiento de la vida bastante inteligente y que consiste en participar de ambas ofertas al mismo tiempo, de lo que para nuestro servicio hay en la ciudad, y de lo que también para bien nuestro ofrece la vida rural. Los modernos medios de desplazamiento lo hacen hoy posible, siendo, por tanto, una ocasión de oro que resultaría necio dejarla escapar; mucho más cuando los días son largos y el tiempo acompaña.
Estamos dando vista a la Sierra de Pela, la franja montañosa de no demasiada altitud que sirve de límite por el norte a nuestra provincia con las tierras de Soria. Cordillera huraña que hace mil años vio desfilar a lo largo de su altiplano los herrajes guerreros del Cid, y un milenio más tarde se adorna con los altísimos brillos metálicos de cincuenta o más torretas eólicas que imponen al paisaje una visión nueva. Hacia el saliente el castillo de Atienza y el cerro cónico del padrastro; abajo, frente a mí, pueblecitos de color tierra con los campanarios de sus iglesias alzándose por encima de los tejados que tienen alrededor: Miedes, Hijes, Ujados. Andaremos por ellos. Quizá por todos no por falta de espacio, y en el orden inverso al que se acaban de presentar.
Los pinos de la repoblación se han quedado atrás, a un lado y al otro de la carretera. Ahora son las jaras y las estepas las que se dejan ver en los baldíos y en las laderas de los bermejales. En las praderillas que hay junto al camino sacan sus piedras al sol las parideras en ruina del ganado. Más allá la sierra, y antes los campos de labor y los pueblos.
El cereal tardío, el fruto de los huertos y el ganado, fueron durante mucho tiempo el medio de vida ordinario en estos lugares. A pesar de las bajas temperaturas, las hortalizas y las nueces de Hijes y de Ujados fueron muy estimadas por toda la comarca, cuyos ejemplares de nogal enseñan su tronco voluminoso y su ramaje espeso en las orillas de los pueblos. Ujados, el primero de ellos, lo tenemos aquí. Ha cambiado mucho Ujados desde la primera vez que anduve por él. Como a casi todos los pueblos pequeños de Castilla, escasos en número de habitantes y casi moribundos, a Ujados le han dado la vuelta en menos de una década los que viven fuera. No obstante, aún se ven los tejados viejos de piedra negra por alguna parte, contrastando y conviviendo junto a los nuevos chalés. La piedra ocre enrojecida es la que marca el tono de las construcciones antiguas, incluso en algunas otras de nueva planta.
En la calle de José García Hernández, que es la calle principal de Ujados, despacha desde su camioneta el vendedor ambulante de Hiendelaencina. Como es fin de semana hay media docena de mujeres esperando turno. La plazuela de la iglesia es recogida y está muy limpia. Un humilde arco de piedra con un banco en donde sentarse recibe a media mañana el sol en la puerta de la iglesia de San Miguel Arcángel. La plazuela está completamente desierta. Los gorriones de los huertos pasan la mañana alborotadores y jolgoriosos en los huertos que hay tras al ábside.
Aquí, en Ujados, nació en 1867 el eminente escultor don Gaspar Cruz Martín, pastor de ovejas siendo niño, tallador de figuritas religiosas a corte de navaja en las largas jornadas de cuidador de ganado, y escultor anatómico de la Facultad de Medicina de San Carlos después, pasados sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando con una beca concedida por Romanones. La imagen de la Virgen de la Asunción rodeada de Ángeles que veneran como patrona en Torrelavega (Cantabria), pieza artística de incomparable valor, salió de sus manos. Murió este ujadeño ilustre, del que muy pocos teníamos noticia incluidos sus propios paisanos, en la Capital de España en 1909, víctima de la epidemia de tifus que aquel año asoló Madrid. Sin duda, uno más de los guadalajareños olvidados que bien merecen un puesto de honor entre los hijos más destacados de esta tierra. Lo hemos descubierto tarde, pero ahí lo dejamos sobre el candelero de los nombres con mérito, mientras viajamos hacia el pueblo vecino por estos campos en los que el artista debió de pasar jornadas de frío insufrible y de sol de justicia durante sus años de adolescente. Quede pues patente en estas líneas nuestro homenaje y nuestro recuerdo.
Muy cerca de Ujados, siempre tierra adentro y siguiendo el camino que nos llevó, entramos en el pequeño pueblecito de Hijes. Ya la primera vez que pisé sus calles me impresionó la grandiosa fábrica de su iglesia de la Natividad, cuya torre se alcanza a ver erguida en la distancia, siendo por su antigüedad y estilo una buena muestra de la arquitectura religiosa bajomedieval –culmen del arte románico- con retoques bien visibles probablemente del siglo XVI. De épocas anteriores se encontraron en su término cientos de tumbas celtibéricas y enseres varios de aquella cultura y de tiempos de la romanización, que en nuestros días se conservan en el Museo Arqueológico Nacional.
Se entra al pueblo junto al silencioso cementerio, al que linda una vieja ermita en mal estado. Los dos arcos de piedra arenisca del leve santuario en abandono se descomponen forzados por la dejadez y por las inclemencias del tiempo. Desde las orillas de Hijes se dominan extensiones grandes de la sierra, con las antenas del Alto Rey al mediodía y las viejas laderas de la Sierra de Pela en dirección opuesta.
Hay algunos coches estacionados en la plaza, bajo el grandioso respaldo de la iglesia. Casi todas las casas del pueblo se sostienen sobre un fortísimo roquedal plano. Por las orillas se han ido construyendo algunos chalés y viviendas cómodas, que, sabidas las bajas temperaturas de la comarca durante la mayor parte del año, es probable que sus dueños sólo las habiten en verano y en fines de semana durante el buen tiempo.
Tendremos que acabar aquí nuestro viaje y nuestro relato por hoy. Volveremos pronto. Poco más allá están Miedes, Romanillos y Bañuelos, pueblos en los que siempre se descubre algo nuevo en cada viaje, esencia del pasado rural en este retazo de Castilla (Soria a tiro de piedra), donde los escudos sobre las paredes y las leyendas, durarán seguramente más que los hombres y más que los pueblos como entidades administrativas; pues día habrá de llegar en que pasen a ser residencias de temporada, y así habría de ser, antes de que las nuevas maneras de vivir acaben con ellos.

(La foto corresponde a la Plaza de la Iglesia del pueblo de Hijes)

martes, 18 de enero de 2011

SAN ANDRÉS DEL REY EN BUENA HORA


Repasando escritos y atando cabos en la memoria acerca de lo que vi en tierras de la Alcarria quince o veinte años atrás, saco en conclusión que el pueblecito de San Andrés, situado en un alto sobre el estrecho valle del arroyo que lleva su mismo nombre, merece cuando menos una segunda visita más. En el primer viaje a San Andrés del Rey, allá por los primeros días del mes de abril del año ochenta y cinco, las buenas gentes del lugar me trataron con generosidad y con una natural delicadeza que no he olvidado nunca; y así queda en el recuerdo la figura entrañable del abuelo Eusebio Tomico, mi guía de entonces, un hombre llano que era todo corazón y que nos dejó para siempre pocos años después de haberlo conocido. En la segunda visita al pueblo, que he tenido la satisfacción de vivir días atrás por invitación expresa de los amigos que dejé allí, el trato ha sido tan generoso como lo fue en aquel primer encuentro, al tiempo que me dio la oportunidad de anotar en la agenda de los afectos el nombre de otros nuevos amigos.
Un frío intenso bajo el sol poniente era la nota caracterís­tica de la tarde en el último fin de semana que estuve allí. Había que mentalizarse, y que desperezarse, antes de salir de casa para ponerse en camino. La comodidad es uno de los vicios de nuestro tiempo más difíciles de vencer.
San Andrés del Rey, amigo lector, es un pueblo chiquito y muy familiar, donde la gente gusta vivir en paz y en común entendimiento, un pueblo cuyas casas que miran al Barranco se dejan ver en la altura cuando se viaja vega adelante desde los Yélamos hacia la villa de Budia. Los oriundos que viven en Madrid, en Guadalajara o en otras ciudades, han hecho de él su perpetuo paraíso; acuden a su nido de origen, salvo causa mayor, todos los fines de semana del año, y en él pasan felices como en el tercer cielo sus períodos de vacaciones cada verano. En San Andrés del Rey tienen dos fiestas patronales a lo largo del año, una a mediados de agosto en honor de la Virgen de los Remedios, y otra, menos concurrida pero no menos familiar, el día de San Andrés a finales de noviembre.
El pueblo se nos figura hoy bastante desconocido cuando sacamos de la memoria la imagen de aquel otro que conocimos hace casi dos décadas. Las casas las han mejorado mucho. La plaza, con el edificio nuevo del ayuntamiento presidiéndola, cambió en su favor de manera sensible desde la última vez que anduve por allí. Es la población de a diario lo que ha ido a menos, la común canti­nela que como un mal asumido se acaba aceptando en un porcentaje elevadísimo de los pueblos de Guadalajara por cualquiera de sus comarcas.
Llegué a San Andrés cuando el último sol teñía de un dorado fortísimo las antiguas eras de trillar y los nuevos almacenes de los agricultores. Por las Bodegas y Haciaelsanto haría casi una hora que cayeron las sombras. La ermita de los Remedios queda solitaria por allí, junto a las eras. A través del cristal de uno de los ventanillos se alcanza a ver al fondo, envuelta en la penumbra, la imagen de la Virgen ocupando la hornacina central de un pequeño retablo. La Virgen de los Remedios es una talla policroma con el Niño en los brazos. De su mano derecha cuelgan dos racimos de uvas de cristal. El rostro lo adornan con pendien­tes de gran tamaño y con dijes que tienen todo el valor del cariño de quien se los puso, pero que dan a la imagen el aspecto de una guapa gitana del Sacromonte.
No lejos de las eras, y siguiendo por allí campo abajo, está el monte en el que curan a los niños quebrados la mañana de San Juan empleando un rito la mar de curioso. Un hombre que se llame Juan y una mujer de nombre María, han de ser siempre los padrinos de la ceremonia; lo demás dicen que es cuestión de la fe que se tenga en que el chiquillo se habrá de curar. A niño lo pasan tres veces por encima de un marojo en el instante mismo de salir el sol:

Tómalo María,
dámelo tú Juan,
este niño ha de sanar
la mañana de San Juan.

Luego cortan un marojo y lo injertan de nuevo sobre su propia rama. Si el injerto prende, el niño quedará curado, pero si el injerto se seca por falta de fe en los padres, el niño no se cura. Suelen sanar casi todos los niños que someten a tan curiosa operación.
Cristina, una de las hijas de mi recordado amigo, el Tío Eusebio Tomico, nos esperaban junto a la puerta de su madre al lado de la plaza. Había que celebrar el encuentro invitándonos a merendar en el salón de Poli, porque la tarde estaba como para no exponerse a morir de frío en la bodega, que, sabido es, se trata del lugar ideal en tantos pueblos de la Alcarria donde la gente de bien se reúne en ocasiones como aquella y otras similares a celebrar cualquier acontecimiento, siempre al amparo de un grato menú pasado por las parrillas, y por uno, o más, vasitos del manso vinillo de la tierra que allí se pisa, allí se fermenta, allí toma el color y el grado justo, y allí se bebe.
Poli es un hombre simpático, amable y servicial, que no ha mucho, hasta el día de su jubilación, anduvo por esos montes y esos ríos de Dios, trabajando en el rodaje del programa "Jara y sedal" de Televisión Española. Edu, Francisco, Alfonso, Pepe, y quizá alguno más con sus respectivas esposas, formaron llegado el momento el cumplido grupo de comensales.
¿Pudiera ser ésta la cara amable del futuro en la vida de tantos pueblos pequeños, como San Andrés sobre un valle de la Alcarria? Tal vez lo sea. La vida en la ciudad se está poniendo demasiado complicada como para vivirla de continuo sin un respiro de vez en cuando. El ambiente impoluto de los pueblos, la paz profunda de sus calles y de sus campos, el recuerdo amable de tiempos ya idos y que al cabo de los años parece aflorar de nuevo en el corazón de los hombres, parecen ser entre otras las razones por las que cada fin de semana vuelve la vida a los pueblos, algo así como un halo de luz en la penumbra que, aunque a tiempo parcial, ilumina el medio rural con visos de no ir a menos.
Valga como ejemplo a seguir para tantos como un día dejaron el entrañable escenario de sus años jóvenes a cambio del asfalto de la ciudad, de los anuncios luminosos en la noche capitalina, de la deslumbrante estampa de los escaparates, el ambiente cordial de estos hombres y mujeres de San Andrés del Rey, que al cabo de los tiempos han descubierto en su lugar de origen cada fin de semana lo que el mundo no da: la alegría y el gozo de vivir, aunque se vaya notando sobre los cuerpos, y también sobre las almas, el peso de los años ya idos.

(En la foto, fachada del ayuntamiento nuevo en la Plaza Mayor)

viernes, 14 de enero de 2011

ATIENZA A CARA Y CRUZ


Suele ocurrir que cuando en la mente del autor acude en primer lugar el título de la obra, del poema, o del trabajo sea cual fuere, no queda después otra solución que la de ajustarse a lo anunciado, lo que supone correr un riesgo, pues no siempre se sale como estaba previsto o como al que escribe le gustaría salir. Ocurre a veces, pero muy pocas, pues lo normal es dar cuerpo al texto y luego encabezarlo con un título que le venga a la medida; es decir, primero se gesta y se hace nacer a la criatura y después se le da un nombre; nada más natural. Pues bien, debo confesar que en esta ocasión me he salido de la norma, lo de "Atienza a cara y Cruz" me ha parecido un título estupendo para volver a escribir sobre la Villa Realenga, y ahora habrá que ingeniárselas para captar ideas que no sólo puedan ser interesan­tes, sino que al mismo tiempo se ajusten a lo que en la cabecera se anuncia como reclamo al lector.
Atienza tiene una cara visible, qué duda cabe; pregúntese si no a los mieles de turistas que al cabo del año pasan por allí y que a la vez son el fermento de nuevos visitantes. Se trata, debido a su antigüedad, a su viejo costumbrismo, al arte que encierra en sus iglesias, de una de las villas castellanas capaces de ofrecer algo nuevo, de decir algo al hombre de hoy, poblador de mundos diferentes, al hombre que no sabe de piedras venerables, ni de escudos cargados de siglos, de callejuelas cuestudas, de arqueados claustros y de silencio, de mucho silencio, como uno ha podido comprobar en anocheceres de cellisca, cuando apenas se siente el quejido del viento al chocar con las esquinas desgastadas de las casas y se deja ver, desde el otro lado del cristal, la cortina de aguanieve que baja desde las peñas del castillo helando las ideas y las palabras.
¿Cara o cruz? ¡Vaya usted a saber! Seguro que ni lo uno ni lo otro, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. ¿Qué sería de las viejas ciudades de Castilla si se las despojase de sus escudos de piedra, de los arcos románicos de sus iglesias, del subir jadeante de las viejitas enlutadas por el empedrado de sus calles en cuesta, de sus atardeceres de invierno que hielan los guijarros y cubren las umbrías con ventisqueros que duran meses? Atienza, Sigüenza, Pedraza, Ayllón, Berlanga, San Esteban, Peñafiel..., y tantas más, estarían muy lejos de ser lo que son si les quitamos la gracia y el misterio infinito que le dan los años y los retazos de historia que el correr del tiempo dejó enredados entre la maraña de sus piedras y de sus herrajes.
Hago estas reflexiones, amigo lector, situándome con la imaginación en la leve galería embaldosada con lajas de pizarra que hay en lo más alto de la torre del homenaje en el castillo de Atienza. El agrio panorama de cerrucos y vallejuelos que se divisa alrededor te lleva a considerar lejanos tiempos. No puede ser de otra manera. En la media distancia, más acá de las últimas nieves de Somosierra, la cima oscura del Alto Rey, la montaña sagrada, punteada aún de radares y de antenas que se yerguen altísimas azotadas a diario por soles, por nieves y vientos. El Santo Alto Rey de la Majestad, memorial de añejas devociones y de leyendas que el soplo de los siglos se empeña en sacudir y de arrastrar al infinito mundo de las casas olvidadas a la vez que los pueblos de su entorno se van muriendo poco a poco. Unos al alcance de la vista y otros no: Albendiego, Somolinos, Aldeanue­va, Bustares, Gascueña, Prádena y El Ordial, son esos pueblos.
Y en dirección opuesta la veguilla donde los atencinos guardan y veneran la imagen de su patrona en una ermita que es reliquia, después de más de ocho siglos, de la burla por parte de los arrieros de la villa a los soldados del rey de León, al llevarse con ellos como un hijuelo más de la comitiva, al pequeño infante que años más tarde habría de ser el gran Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas de Tolosa y uno de los primeros impulsores de la tarea común de reconquistar España.
Y abajo las torres y los campanarios de las iglesias de Atienza. Ahora apenas quedan la mitad de las muchas que tuvo: Santa María del Val, La Trinidad, Santa María del Rey, San Juan del Mercado, San Bartolomé, San Gil y El Salvador, son las siete a las que me refiero, salpicadas por los distintos barrios junto a otras más antes que el dragón de la Historia las fuese desmantelando y haciéndolas desaparecer.
Ahí, al pie del castillo, el cementerio de Atienza, entre un retazo de muralla y la magnífica portada románica de la iglesia de Santa María del Rey. A la caída, malamente escalonada en la vertiente, el escenario de una estampa de la Historia que muy pocos conocen y que por mi parte me parece oportuno no silenciar. Se trata de la cita acordada entre el condestable de Castilla don Álvaro de Luna y el alcaide de la fortaleza don Rodrigo Robledo, cuando en aquel seco verano del año 1446 las huestes castellanas de Juan II, al mando del Condestable, decidieron tomar la villa y el castillo de Atienza en poder del otro rey Juan, también segundo, pero de Navarra. Pues, queriendo evitar en lo que fuera posible nuevos enfrentamientos entre ambos ejércitos, quedaron los dos representantes legítimos de uno y otro bando, don Álvaro de Luna y don Rodrigo Robledo, en verse allí, en plena ladera, acompañados cada uno de sus respectivos hombres de confianza bien armados; los del Alcaide en número de veinte arriba, sobre las peñas; los del Condestable, sólo cuatro, abajo, y ellos dos en mitad de la pendiente. El de Luna le pidió que entregase a su rey la villa y el castillo a cambio de alguna merced y del perdón por los muchos males que hasta entonces habían ocasionado al reino de Castilla. El Alcaide le respondió alegando que no era él la persona indicada para decidir en aquella situación; que pactase con su señor el rey de Navarra. No hubo nada que hacer en favor de la paz. Los ejércitos castellanos tomaron la plaza y el castillo días después, pero fue preciso arrasar parte de la villa, cobrarse muchas vidas humanas, inutilizar los depósitos del agua y sembrar de ruina y de dolor los campos y las humildes viviendas de cientos de atencinos.
Atienza a cara y cruz. En la villa deben de quedar como pobladores de hecho una cantidad exigua, apenas testimonial, menos de cuatrocientos entre los que se incluyen los habitantes de los pueblos anexionados; pero es una villa hermosa como pocas, una villa museo sobre la que comienza a pesar su propia herencia, el perpetuo influjo de su pasado que reclama ser atendido como merece, no sólo ahora, que bien lo está, sino después, en un futuro más o menos lejano al que las buenas gentes del lugar habrán de hacer frente, y ya es llegado el momento, al menos, de podérselo plantear.
En tanto ahí está la vieja Tithia de los celtíberos invitando a acercarse a ella; la villa castellana que a todos sorprende y que jamás defrauda: excesiva, creo yo, en motivos de interés como para dedicarle sólo unas horas.


(La fotografía de cabecera está tomada en la subida al arco de Arrebatacapas)

martes, 11 de enero de 2011

POR LA RUTA DE LOS BELLOS HERRAJES


La última vez que anduve por aquellos pueblos los almendros de la Alcarria ya estaban en flor, mientras que por allí el invierno no daba muestras de quererse apartar por el momento. Son quinientos metros de altura sobre el nivel del mar la diferencia entre las dos comarcas, y eso se nota. La mañana es, en cambio, soleada, aunque las ventanillas del coche se deben cerrar porque el viento que produce la velocidad arroja sobre el rostro efectos cortantes.
Estamos por aquellos pueblos cuyos términos sirven de límite con las tierras de Teruel a la altura de las sierras Menera y del Tremedal algo más abajo, para nuestro uso por los pueblos más apartados de la capital de provincia, cuya cota más alta señalará en el contador del coche el pueblo de Motos (206 kilómetros de distancia desde Guadalajara), lo que significa, a una velocidad media prudencial, dos horas y media de camino.
Setiles atrás; Tordesilos algo más adelante. A la salida de Setiles parte un ramal de carretera retorcida que llega hasta Piqueras, pasando por Tordellego y Adobes. Uno conoce aquellos pueblos y debe manifestar que, aunque el índice de habitabilidad se vino abajo durante las dos últimas décadas, los pueblos en su aspecto externo se han rejuvenecido de manera increíble; los nuevos edificios, cómodos y saludables, de dentro y fuera del casco urbano, invitan a quedarse allí cuando llegue el buen tiempo, que por aquellas sierras no suele ser antes del mes de mayo. Los campos de labor son aprovechables tan sólo en los bajos, habida cuenta de que la calidad del terreno y el casi continuo inconveniente de las bajas temperaturas, convierten al resto en improductivo, apto quizás para el pastoreo sin que sea mucho lo que se le pueda exigir. Las encinas, los chaparros, y alguna que otra sabina, suelen ser las especies a considerar en aquellos parajes desfavorecidos, donde por primera vez suele verse el boj, o buje, como por aquellos pagos suelen llamar esa planta de terrenos fríos y eminentemente serrana.
Tordesilos es un pueblo con nombre sonoro; un pueblo que ha dado al mundo personajes de un cierto relieve, como, de bote pronto quiero recordar al que fue ministro de Información y Turismo, don Alfredo Sánchez Bella, y su hermano don Ismael, primer rector de la Universidad de Navarra. Allí nació también, y con singular afecto lo recuerdo, don Pablo José, canónigo de la catedral de Sigüenza, fallecido hace pocos años.
Sin salir del camino de paso, nos sorprende gratamente en Tordesilos la múltiple rejería que adorna las ventanas de una casa del pueblo; alguien me dijo que era la casa del herrero, y que aquella muestra de trabajo magníficamente elaborado era a modo de escaparate, pues el dueño de la casa era el propio artista, lo que deja fuera de toda validez el viejo dicho de que en casa del herrero cuchillo de palo. Del pueblo, situado en escalón, destaca sobre lo más alto la espadaña de su iglesia de la Asunción, con la imagen del Sagrado Corazón como remate.
La carretera sigue adelante atravesando un paisaje árido, curvas y vericuetos en una docena o más de kilómetros hasta llegar a la villa de Alustante, de alguna manera la capitalidad de la comarca, que, como corresponde a su vieja y bien ganada categoría, tomó con buen pie el tren del progreso según se advierte apenas entrar, pues son muchos los edificios nuevos y otros restaurados que se pueden ver al andar por sus calles. El número de habitantes, a pesar de todo, ha seguido en proporción el ritmo decadente del que adolece toda aquella sierra.
Me gusta hurgar en el pasado de los pueblos y sacar de nuevo a la superficie las piezas de valor que el paso de los años ha ido cubriendo con un mantillo, y que apenas soplar sobre él vuelve a salir con toda su frescura. En Alustante hay mucho que decir en este sentido, pues, sin salir de la iglesia, es tanto lo que hay que contar para general conocimiento: el retablo mayor recién restaurado, posiblemente de la escuela de Giraldo de Merlo; la imagen de Jesús Nazareno, obsequio del rey Carlos III, dicen que a su médico que era natural de Alustante; el artístico relieve de la Ultima Cena, que permanece oculto en el interior del sagrario; la imagen del famoso Cristo de la Lluvia, que cuenta con una cofradía antiquísima, y su famoso "caracol" para subir a la torre, obra maestra de Juan y Pedro del Vado, helicoidal sin espigón en el centro, que sigue admirando a todo el que lo ve desde el año 1555 en que fue montado. De Alustante fueron naturales, entre otros, fray Francisco Berdoy, eminente hombre de letras que vivió en el siglo XVI, autor de una de las primeras gramáticas de la Lengua Castellana, al que se conoció en su tiempo como el "Nebrija redivivo"; allí nació un siglo después Bonifacio Fernández de Córdova, que llegó a ser virrey de México; y el médico del pasado siglo don Vicente Fernández, cuyo busto en bronce preside la plaza de su pueblo sobre un discreto monolito de piedra.
Será Alcoroches el pueblo al que arribemos al cabo de unos minutos. La distancia es corta entre uno y otro lugar. En las umbrías que apuntan hacia el pinar, todavía pueden verse algunos retazos blancos de la última nevada. Alcoroches al punto. La Cueva, sobre la que descansa una vieja leyenda, queda al entrar a mano derecha: Luego la iglesia de Santa María la Mayor, en cuyo interior dice la tradición que se guardan los restos mortales de San Timoteo, al que tienen en el pueblo por patrón. No es sólo la estupenda rejería que adorna sus calles lo que sorprende al llegar hasta él al visitante; Alcoroches sigue siendo, para nuestro uso, uno de los pueblos más elegantes de la Provincia, y uno también en los que mejor se debe de vivir durante el buen tiempo. No muy lejos del pueblo queda el merendero de la Fuente del Angosto, una prolongación del Paraíso en pleno pinar, suficiente para demostrarlo.
Y desde los alrededores de Alcoroches, salimos en busca de una naturaleza todavía más espectacular, de las enormes peñas de arenisca bajo las que se acogen las casas de los pueblos y corren su caudal las fuentes y los arroyos. Es la hora de comer. Llegamos a Checa, villa simpar de la que hablaremos en otra ocasión porque el sitio lo merece. El mesón que dicen El Pinar, apenas se llega al pueblo, es el sitio mejor para reposar un rato, para descansar y resarcirse del viaje. Todavía quedan, con casi toda la tarde por delante, otras dos o tres horas de camino para volver a casa.

(En la fotografía, una típica reja del pueblo de Alustante)

miércoles, 5 de enero de 2011

POR EL ARROYO DE LA SOLANA


«Hasta La Puerta el camino va siempre a orilla, o casi a orilla, del arroyo; algunas veces se aparta un poco y entonces, entre el arroyo y el camino aparecen las huertas. Para entrar en el pueblo se entra por un puente de piedra, pequeño, gracioso. El Solana pasa por debajo y se cuela después entre dos grandes grupos de rocas en forma de sierra o, mejor aún, de cresta de gallo.» (C.J.C. "Viaje a la Alcarria")

Los tentáculos del pantano, metidos en primavera y después de las generosas lluvias de un invierno llorón, se estiran a buen paso por los vallejuelos del arroyo de la Solana camino de La Puerta. Han conseguido llegar hasta el empalme con el camino que parte hacia Cereceda, que, por cierto, todavía están en obras. Por lo demás, la carretera que sigue hacia Trillo es nueva, espaciosa y limpia, como jamás lo fue.
Hoy, primeras horas de un sábado que amaneció con sol, he preferido escapar hacia estos recovecos alcarreños en los que desde hace años no pisaban mis pies. El pueblo de La Puerta primero, el de Viana después, y luego lo que salga, si es que la mañana diese para más.
La Puerta es un pueblo que se distingue, un pueblo diferente a los demás, un lugar de la Alcarria con un trazado urbanístico la mar de original. Se extiende todo él a lo largo de un canal de cemento, a la caída de una serrezuela violenta, a manera de crestón oscuro, de pedruscos descomunales que lo privan del último sol del día y de los vientos nocivos del poniente. En la mañana del sábado, ya de cara al medio día, los coches del fin de semana ocupan casi toda la calle a uno y otro lado del canal. Tengo la impresión de encontrarme -nada más incierto- en un pueblo de esparcimiento y descanso, en una barriada turística de cualquier villa porteña del Levante español. Al soberbio murallón de rocas que el pueblo tiene sobre sí como vecino y protector, le llaman el Cerro de las Piedras.
- ¿Y al arroyo que corre por dentro del canal, cómo le dicen?
- Este no tiene nombre. Baja desde aquellos cerros de arriba. Cuando yo era chico, recuerdo que siempre tenía agua; luego, con tantos años de sequía se conoce que se secó el manantial, hasta este año que, ya lo ve usted, aún baja un buen chorro.
El anciano, que anda gastando por las calles del pueblo el escaso carburante que todavía le queda al gastado motor de su corazón, se llama Florián, don Florián Benito, noventa y un años sobre sus piernas y sobre el bastoncillo que usa al caminar, lentamente, de un lado para otro hablando con la gente.
El pueblo es pequeño. Pese a encontrarlo hoy con una población que quizá supere las doscientas almas, en un día cualquiera que no coincida con el fin de semana, se reduce a cincuenta o tal vez menos. Cuando llega el verano, metidos en el mes de agosto hay días en los que su número de habitantes se multiplica por diez. Hace siglo y medio en La Puerta había muy cerca de las trescientas almas de hecho y de derecho.
Me doy un paseo por la calle principal siguiendo a lo largo el cauce del canal. Algún bar, alguna tienda, algún otro establecimiento de servicio..., La Puerta ofrece una impresión inesperada, nueva, sorprendente para un pueblo de tan escasa entidad. Como experto, y curtido en el ambiente rural de nuestros pueblos, no acabo de comprender el aspecto capitalino de la calle Mayor de La Puerta en lo más agreste y más severo de la severa Alcarria. Una placa bien visible, pegada sobre la pared a mitad de la calle, dice: «El Excmo. Ayuntamiento de Trillo a don Baldomero Martínez Fernández, insigne maestro, en agradecimiento a su labor docente desarrollada en este pueblo de La Puerta de 1925 a 1952». De puro infrecuente, uno piensa que el ayuntamiento de Trillo tuvo un detalle señor al agradecer públicamente el trabajo que supone veintisiete años educando, cuando menos a dos generaciones, en el ambiente monótono y siempre hostil de un pueblo pequeño.
La iglesia, dedicada a San Miguel Arcángel, es de origen medieval aunque a primera vista no lo parezca, románica del siglo XII, como adivinamos por algunos detalles que desde afuera se dejan ver.
El tiempo corre, el calor de la mañana se hace sentir y las abejas laboran en las flores amarillas de las aliagas que nacieron en el terraplén. Viana de Mondéjar queda a poco más de media hora de camino a pie y a cinco minutos si se va en coche. El pueblo de Viana, con sus casas antiguas, aparece al instante engarabitado al final de una cuesta. Son muy pocos los que deben de vivir allí de manera continua. Sólo he visto a dos o tres hombres, anciano todos, en aburrida conversación sentados al sol en una esquina.
En Viana hay dos motivos ineludibles a los que el cronista, el viajero o el curioso, se ha de referir necesariamente: sus famosas Tetas y la portada románica de su iglesia de la Zarza, solitaria, llamativa, refulgente al sol vivo de las doce y media. Esta es la iglesia pueblerina en la que José Luis Sampedro sitúa la fiesta litúrgica de Primera Comunión de un grupo de niños y niñas por aquellos años de las maderadas, uno de los episodios más auténticos y enternecedores de su estupenda novela El río que nos lleva: «Sonaron las campanas cuando ellos llegaban, y los niños penetraron en la iglesia ordenados en dos filas y con los brazos en cruz; primero las niñas de blanco; luego las otras, y, finalmente, los chicos. empezó la ceremonia, y cuando, al poco tiempo, el sacerdote se volvió para la plática, Paula dirigió hacia él su atención, acordándose conmovida del cura de Oterón.» La iglesia está cerrada, como por temor a los amigos de lo ajeno lo suelen estar en casi todas las iglesia de los pueblos. Al fondo del atrio queda la hermosa portada románica, con cuatro archivol­tas sobre capiteles de ornamentación vegetal y tres columnas a cada lado. Dentro, recuerdo haber visto en otra ocasión la no menos interesante estampa de su retablo barroco.
Desde las orillas del pueblo salgo dando un paseo hasta el pie de las Tetas. Voy siguiendo un camino en cuesta que tiene a mano izquierda un barranco tapizado de hierba. Al otro lado del barranco, cerca del pueblo, se ve una covacha enorme abierta entre las piedras oscuras. A las Tetas de Viana las conocieron los antiguos con otro nombre; las llamaban Peñas Alcalatenas o peñas del castillo. Son dos, como cabe suponer, las famosas Tetas, enseña incomparable del campo de la Alcarria. La visión desde algunos lugares es mucho más precisa y simétrica que desde otros. El acceso a sus cimas gemelas se me antoja complicado, como bien puede verse desde el mismo pie, cuando la verticalidad de la roca que las corona se aprecia como en realidad es.
Con los primeros soles del mes de abril, una visita a estos rincones de la diversa Alcarria resultan reconfortantes, el paisaje sorprendente, los pueblos tranquilos, y la gente, la poca gente que todavía queda por allí, amable y acogedora.


(En la fotografía: Plaza y calle principal de La Puerta)

domingo, 2 de enero de 2011

DE EL CASAR A VILLASECA DE UCEDA


Las condiciones atmosféricas en la tierra de Guadalajara parece que, por fin, invitan a viajar; por lo menos así lo es en esta mañana de febrero, cuando en el campo todavía se pueden ver las charcas que dejaron las últimas lluvias, y allá, al fondo, la cumbre afilada del Ocejón todavía mantiene a retazos su característica piel de armiño, que acabará por desaparecer cuando el sol salga con fuerza.
El de hoy es un viaje de placer, amigo lector, qué quieres que te diga. Cuando el invierno apunta en decadencia, después de tantos días grises como en el tiempo que corre hemos tenido que soportar (una bendición al fin, porque falta hacía), lo único que apetece es salir de casa, escapar al campo en un viaje fugaz con el propósito de regresar pronto, porque el vientecillo fresco que viene de la sierra todavía hiere la piel y los pies se hunden en los barbechos apenas se intenta salir del camino. Vamos, por tanto, a andar por andar, a vivir la experiencia de viajar por los pueblos sin entrar en sus calles siempre que sea posible, a sentir en la corta distancia el latido, a veces mortecino, del corazón en tantos de ellos; porque los pueblos tienen corazón, y alma, y un carácter propio que los distingue, y una historia personal, y unas costumbres que el sol y el viento de tantos años se empeñan en arrancar, pero que todavía quedan, por lo menos en su esencia, pegadas a las piedras de los viejos edificios, en las márgenes de los caminos, bajo la tapadera gris de los tejados que siempre quedan a la vista.
Viajamos por tierras de la Campiña. Esta comarca, la más chiquita en extensión de las cuatro que componen el mapa de nuestra provincia, guarda extraordinarias visiones, como ésta que ahora tengo delante de los ojos en la que se dan todos los ingredientes que tomaron por suyos los grandes autores del viejo romance: Santillana y Juan Ruiz entre algunos otros, y Sánchez Ferlosio en nuestro tiempo para demostrar que el campo y el paisaje no tienen edad. Desde la explanada del Calvario -villa de El Casar- se ve cómo suben la cuesta los automóviles que vienen de Torrelaguna, envueltos como en una luminaria de sol y frío. A un lado y a otro las urbanizaciones, los refulgentes chalés de los veraneantes, el fluir del progreso con el que jamás soñó El Casar ni la Campiña entera. Y a mi lado, como un símbolo, lo perdurable, lo eterno, el Cristo de piedra entre las cruces de los dos ladrones, que preside las tierras del Jarama nada menos que desde 1648: "A costa del bachiller Diego López, canónigo de Santa María de Arvás, presbítero de El Casar, a gloria y honra de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo".
Valdenuño Fernández será el pueblo por el que pasaremos poco después, luego de haber dejado atrás, a mano izquierda, el empalme de carretera que llega hasta Mesones. Valdenuño es uno de los pocos pueblos que se dejan ver desde arriba, a vista de pájaro. El pueblo reposa tranquilo en medio de un vallejo. Al vallejo, donde asientan los almacenes levantados modernamente por los agricultores, lo conocen en Valdenuño como Barrio del Arroyo. Allí, en la pradera, recuerdo que hace tiempo se dejaba ver en cada visita un rebaño de ovejas pastando en el verdín y bebiendo agua de las estanquetas que había unidas a los pozos. Hoy no he visto pacer por el llano al rebaño de cada viaje; tampoco suenan las gaitas ni los tamboriles, ni restallan los palitro­ques de los danzantes que bailan, a la vista del botarga, junto al soportal columnado de la iglesia en la fiesta del Niño Perdido. Hace ya tiempo que aquello pasó y el pueblo se ha vuelto a dormir en el silencio.
Buen terreno de labor el que tenemos por aquí a mano derecha y a mano izquierda según viajamos hacia Viñuelas. Las urbaniza­ciones van quitando, poco a poco, espacio a las tierras del labrantío. Tal vez no sea éste el mejor campo de la Provincia para la siembra, pero sí uno de los mejores. Viñuelas, el pueblo natal del pintor Alejo Vera, el que unos y otros de un tiempo a hoy hemos intentado resucitar, es por su situación uno de los puntos clave de comunicación en las tierras de la Campiña. La ermita de la Soledad de Viñuelas, con su estructura clásica y sus muros de ladrillo, nos habla a a la vez de sus pasadas glorias y del raudo correr de los tiempos. Desde el mirador que da al campo, ya en las afueras, se alcanza a ver en la distancia corta el terreno acuartelado de los huertos que, hasta hace poco, se regó con el agua sobrante de la Fuente Gorda. La sequía pertinaz de los últimos años y las nuevas maneras de vivir han trastocado un poco las cosas por estos pueblos. Desde la Bodeguilla, la tierra se hunde como se hunde el fondo de una cazuela inmensa, sobre cuyo borde opuesto se divisan recortados la torre y los tejados de Fuentelahiguera, y dentro las tierras labradas: el Reguero de los Huertos, el Charco de la Custodia, donde se alternan salpicados de algún chaparro los rastrojos y las barbecheras.
Además de la carretera que nos trajo desde Valdenuño, en Viñuelas pueden cogerse otras tres que parten de allí en todas direcciones a manera de estrella: la que nos devolverá a Guadalajara por Fuentelahiguera, la que sale en línea recta por entre los sembrados con dirección a El Cubillo, y otra lateral que baja hacia las vegas del Jarama por las Casas de Uceda y por Villaseca, el más pequeño en número de habitantes de todos los pueblos del llano, hacia el que ahora voy.
Todavía guardo en la memoria -no lo puedo evitar- la imagen de la cigüeña sobre el campanario cubierto de nieve, acurrucada en el nido y aterida de frío; fue durante los primeros días del mes de febrero del año 96. No sé si al final aguanto aquel invierno con garbo, y mucho menos si la amarga experiencia, fruto de la precipitación por veranear en la Campiña, le sirvió para algo. Después la he vuelto a ver en el mismo sitio, en mañanas radiantes bañadas por el sol.
Una calle que coincide con la carretera es la Calle Mayor; las de San Roque, la Laguna y la Calle Corrales, parten hacia un lateral con dirección al campo. Añoranzas, cantares de ronda, recuerdos y silencio, dibujan hoy la silueta perdida en el tiempo de este entrañable pueblo de labradores. San Miguel y el Angel de la Guarda vigilan de día y de noche a las tres o cuatro docenas de habitantes que todavía quedan por allí. A ellos encomendamos la supervivencia por muchos años del lugar, de sus gentes, de sus costumbres por conservar y por recuperar las perdidas, sentados en la solana bajo la alta techumbre de la iglesia restaurada mirando al campo.


(En la fotografía, "Panorámica del Calvario de El Casar)