lunes, 28 de febrero de 2011

UN PASEO POR LAS NAVAS DE JADRAQUE


El pueblo de Las Navas es uno de esa docena de peque­ño lugares que rodean por todas sus caras a la Montaña Sagra­da, al Santo Alto Rey de la Majestad en las sierras del norte de la provincia. Su nombre coincide casi en todo con otro pueble­cito que hay algo más allá, serrano también y en dirección poniente, La Nava, en singular. Uno y otro se apellidan de Jadraque para mayor confusión, pero la verdad es que, aparte de eso, nada tienen que ver el uno con el otro, ni se parecen en nada. La Nava está en un llano entre dos montañas, y sus alrededores son de huertas y de árboles frutales, mientras que Las Navas en plural, porque, efectivamente, tiene por vecinos a más de un valle, asienta sobre un suelo más en vertiente, no tiene huertos alrededor, sino una pradera salpicada de robles en donde pastan las vacas, y su color es gris mate, mientras que en La Nava predominan los verdes de las huertas, los claros y los ocres. No sé si el lector lo habrá entendido bien, pero es así. En todo caso considero un buen consejo el animarle a que se pase por allí, por La Nava y por Las Navas, cualquier mañana o cualquier tarde, y goce como yo lo hice del paisaje y de la agradable temperatura de la serranía. Una liberación en ciertos momentos de la insufrible sofoquina de la ciudad, al tiempo que se regala unas horas de bien para los ojos y para el corazón.

Antes de llegar a Las Navas de Jadraque entré, digamos que por curiosidad o por capricho, a Gascueña de Bornova, a Villares de Jadraque y a Bustares. Los dos últimos como paso obligado para llegar a Las Navas. Gascueña es un pueblo de mucha altura, queda al pie mismo del Alto Rey en su cara sureste; se trata de un pueblo saludable de montaña rodeado de vegetación, con una plaza extensa y bien cuidada y una iglesia chiquita, en realidad tiene todo el aspecto de una ermita que sustituye a la iglesia que queda más arriba, entre los robles, quiero recordar que en estado de ruina. Villares es un pueblo de escaparate, un pueblo para ver; sus vecinos rayan el sobre­saliente en atención con el viejo habitáculo de sus mayores; la plaza-jardín del Ayuntamiento y la que tiene más abajo a distinto nivel, donde están la fuente y el lavadero, son dignas de verse; muchas de las viviendas han sido restauradas, no sólo con sentido común, sino incluso con elegancia, sin que para ello se hayan tenido que desviar del estilo tradicional de los pueblos de la comarca. Bustares ya es distinto, más grande que los demás, de mayor renombre, con varias casas en obras y en estado, digamos, de restauración, cuyos resultados se verán más adelante.
Pero es el pueblecito de más allá por el que hoy nos interesamos: Las Navas de Jadraque. Estuve una vez en él hace bastantes años, quince seguramente, y desde entonces no había vuelto a pisar sus calles polvorientas e incómodas. Desde Bustares se llega enseguida. Tres o cuatro kilómetros son los que separan a ambos pueblos, distancia que se salva viajando por una carretera de asfalto muy estrecha, en estado casi aceptable, pero que no quiero pensar en lo que ocurrirá cuando en ciertos tramos se junten en dirección distinta dos vehícu­los de buen tamaño.
Ya he dicho que en Las Navas predomina el color gris mate, con cierta tendencia al oscuro. Es el color de las lajas de piedra en grandes planchas que se dan por las cante­ras del término, y que las buenas gentes de siglos atrás em­plearon para edificar sus viviendas, para cubrir los tejados y para pavi­mentar en no pocos casos la planta baja de sus casas. Las Navas, también en proceso de restauración, está cuidando el viejo estilo autóctono, hagamos votos porque continúen en esa línea; pues, no muy lejos existe algún pueblecito anclado en un valle donde las viejas maneras han desaparecido y en sus calles y plazuelas comanda la anarquía, el descontrol, y los materiales y tonos que desdicen penosamente de la recia perso­nalidad de quienes antes vivieron allí y del carácter íntimo de la comarca. No es el caso, por fortuna, de Las Navas de Jadraque, en donde acabamos de entrar.
La iglesia, con campanario al poniente y portalejo reju­venecido por la mano del restaurador, queda al fondo de la primera plaza. Al otro lado de la iglesia una cuadrilla de albañiles andan de arreglos encima de un tejado. Poco más abajo me encuentro a una señora a punto de entrar en su casa. Es una mujer amable, educada, se llama Gregoria y en su cara y en su conversación se traslucen las buenas maneras y el seño­río de los castellanos viejos. La señora Goya me ha dicho que las casas del pueblo son casi todas viejas, que la suya la construyeron hace 227 años. Nunca tuvo muchos habitantes Las Navas -me sigue explicando la buena mujer-, pero que dentro de unos días el pueblo se volverá a quedar medio desierto cuando pasen unos días, porque sólo son cuatro o cinco las casas abiertas que quedan en el pueblo durante el resto del año.
En Las Navas de Jadraque no se han visto en la obligación de cambiar su fiesta a mediados de agosto, como ha ocurrido con cientos de ellos, sencillamente porque siempre tuvieron por patrona la Asunción de la Virgen con fiesta el día quince, como siempre. Durante esos días las casas abiertas son casi todas, excepción hecha de las pocas que se dejaron hundir, que, como cabe suponer, ha sido otro de los males endémicos de tantos pueblos de Castilla parejo al éxodo de sus habitantes sus habitantes durante casi toda la segunda mitad del siglo XX.
Una calle más larga que las demás y con pavimento recien­te de planchas de piedra y hormigón, me conduce hasta la plaza de abajo, irreconocible desde mi anterior viaje. Dentro del ruralismo de su estampa, es una plaza hermosa, con una fuente abrevadero en mitad y dos piedras planas en pie como remate, que quienes viven en ella procuran cuidar con decoro y sentido común.

A Las Navas lo rodean más allá de los valles próximos que le dan nombre, montañas en todas direcciones; montañas grises, cubiertas apenas de matorral y de estepas, de roble y de cualquier otra especie casual de esos cientos o miles de variantes que enriquecen la flora por estas serranías. Como nota señera por el saliente, las torres metálicas en la cima del Alto Rey.
Bajo el tibio sol de finales de agosto, Las Navas de Jadraque, el pequeño lugar de nuestro macizo norte, se dispone a atravesar en paz el complicado puente de un nuevo otoño y de un nuevo invierno, en uno de los parajes más recónditos y distinguidos de nuestra geografía.

jueves, 24 de febrero de 2011

ALOVERA ALGUNOS AÑOS DESPUÉS


La primera vez que estuve en Alovera fue en el mes de diciembre del año ochenta y seis. Con ese espacio de tiempo de por medio he vuelto a leer lo que dejé escrito a raíz de aquel viaje, y noto que la inclinación por la cultura, por la buena imagen, por distinguir lo realmente válido de lo mediocre que ya entonces hallé en el pueblo, ha venido a dar al cabo de los años fruto abundante, a pesar que desde tiempos antiquísimos la primera, casi la única actividad de sus vecinos, haya sido el cultivo del campo y en muy menor escala también el pastoreo, actividades éstas nada en línea con los movimientos culturales que pudo haber en el pasado.
«Alovera se ofrece al viajero como un pueblo llano, eminentemente campiñés, de casas bajas en las que predominan el adobe y el ladrillo enrojecido, de calles largas y rectas como velas. Su entorno es todo campo de labor, tierra riquísima donde los antiguos dejaron, en tiempos ya olvidados, mucho de su sudor y no poco de sus vidas». El párrafo entrecomillado pertenece al largo artículo que publiqué con motivo de aquel primer viaje, hace ahora dieciséis años, y al que nada debería quitar en este momento y sí añadir, porque Alovera es uno de esa media docena de pueblos del valle del Henares, cuyo cambio a favor durante las dos últimas décadas ha saltado muy por encima de lo imaginable.
Ya no es Alovera el pueblecito campiñés con 1200 habitantes o poco más que tenía en aquel momento; donde la gente dependía del campo en un porcentaje elevadísimo; donde mi amigo Antonio Inés luchaba contra las circunstancia adversas a golpes de paciencia empeñado en sacar adelante una banda de música juvenil, sin escatimar esfuerzo en horas de trabajo con los muchachos en su tienda de ultramarinos y estanco de la Calle Mayor; donde don Sebastián Sanz López, cura del pueblo, mostraba con entusiasmo a quienes pudiera interesar, lo poco que de arte se guarda en la iglesia de San Miguel y en las dos ermitas que hay en el pueblo, necesitadas todas ellas de un repaso minucioso con una buena parte de sus enseres y ornamentos: el bello retablo mayor de González de Vargas, el Cristo de Alonso del Arco o La piedad de la escuela de Morales. Hoy todo es distinto. La iglesia ha sido restaurada con meticulosidad, aseada, ampliada en servicios parroquiales por don Pedro a la cabeza de la feligresía. El esfuerzo y la ilusión de Antonio Inés se vieron recompensados cuando en 1998, por fin, se fundó la banda municipal como entidad, que de vez en cuando ofrece algún concierto a sus convecinos y el Ayuntamiento le nombró hijo predilecto como justo premio al esfuerzo y tesón de tantos años.
En fechas muy recientes hice una escapada hasta Alovera. La tarde era fría y desapacible, una de esas tardes crudas que lo que menos aconsejaba era callejear como suele ser mi deseo en cada salida. En Alovera, en sus calles y fuera de ellas, siempre hay algo que ver y que descubrir. La Casa de la Cultura, nueva, flamante, cómoda, completa, ha sido para mí uno de esos descubrimientos, y como tal juzgué que podría ser el sitio adecuado en donde detenerme, pues uno sospechó que la vocación cultural de Alovera (lástima que no se repita en tantos sitios más) tendría allí su sede. Enseguida supe que no me había equivocado, que las autoridades locales se muestran especialmente sensibles hacia ese hermoso tipo de menesteres, lo que a largo, incluso a medio plazo, tiene una repercusión notable en la vida del pueblo, cosa que no todos los mandatarios suelen tener en cuenta, y en tantos sitios, sólo por eso, así les luce el pelo. El bien vivir, con una formación cultural y humana deficientes, es algo que no se concibe.
Aunque en veinte años se haya multiplicado por tres la población de Alovera, el pueblo debe de andar no mucho más allá de las tres mil almas, es cierto que las instalaciones y servicios de los que dispone en su moderna Casa de la Cultura podrían servir perfectamente para atender las necesidades de una ciudad con un censo no inferior a las quince o a las veinte mil almas. Seguro que se pensó antes de construirla en lo que Alovera llegaría a ser en un periodo de tiempo no demasiado largo. Actuaron con visión de futuro y eso merece aplauso aun en el peor de los casos, que no es el de este pueblo precisamente según las expectativas. Cuentan con un salón de actos cómodo y amplio, capaz de acoger a más de trescientas personas –y no hablo a humo de pajas, porque lo he visto lleno alguna vez- y que muy bien pueden dedicar a actuaciones musicales, a representaciones teatrales, a salón de conferencias, y a tantas cosas más de carácter usual en la vida moderna, a poco que se tenga una programación cultural medianamente interesante como es la que tiene Alovera. Cuentan con una biblioteca pública, todo un reclamo, con 1.300 socios, casi la mitad de la población entre niños y adultos, y unos 10.000 volúmenes disponibles por el momento, de los que suelen hacer uso, tanto en la sección de niños como en la de adultos, con una asiduidad sorprendente. La literatura infantil para los más pequeños, la narrativa para los mayores, y los libros de consulta, sobre todo de carácter provincial y regional, para unos y otros, suelen ser los preferidos por el público, según nos informó Mercedes García, la simpática bibliotecaria que en horario de tarde está al tanto de todo aquello.
La sala de lectura es inmensa si se tiene en cuenta la entidad de población con la que cuenta el municipio, las estanterías pueden alcanzar hasta cinco metros de altura, con departamentos perfectamente organizados por secciones para facilitar la búsqueda, y un número suficiente de sillas-pupitre que permiten tanto leer como escribir con comodidad. Eso sí, también hay que decirlo, los mejores clientes de la biblioteca son las mujeres y las niñas, que, como en casi todas partes, en asuntos referentes al saber ganan al otro género por goleada. En Alovera, por lo que se ve, las mujeres tienen mucho que decir y bien que se nota, aunque no tanto como componentes de la banda municipal de música (que es cultura, y de la buena), pues tengo idea de que todos son chicos.
Cerca de 600 vídeos y 450 discos compactos de música clásica completan las actuales existencias, siempre con los libros, de la biblioteca, todo a disposición de un pueblo empeñado en viajar por los carriles del siglo XXI con un importante vagón dedicado exclusivamente a la cultura en el convoy de esta vida que nos lleva. El día 8 de enero pondrán en funcionamiento la sala de Nuevas Tecnologías, con servicio público de internet y de otros medios tanto o más necesarios.
Tal vez me haya entretenido demasiado tiempo en la Casa de la Cultura al hablar de Alovera. Pienso que el hecho lo requiere y que es una simple razón de justicia. El pueblo, antes agrícola y ahora industrial por lo menos en partes iguales, merecía llevarlo a nuestros lectores como ejemplo vivo de lo que se puede hacer cuando los encargados de llevar las riendas se empeñan en ello. Pero Alovera da para mucho más. Espero que en otra ocasión podamos hablar de su desarrollo, y de un Aula de la Naturaleza que hace años puso en funcionamiento allí la Diputación Provincial, y sigue cumpliendo con su misión formativa para niños y jóvenes sobre todo, aunque ello queda anotado en la agenda para una ocasión futura. La tarde anda de caída, y sigue lloviendo sobre las tierras de la Campiña.

sábado, 19 de febrero de 2011

SABINAS, PINOS Y CARRASCAS


Esas son las especies arbóreas que tiñen el paisaje de un verde ceniza, de un verde mate y tristón por las tierras de la provincia que hoy elegí para salir de viaje en una mañana soleada y fría del mes de noviembre. El invierno según el calendario todavía tardará en venir, pero por estas soledades hace tiempo que se instaló de hecho. La Alcarria como comarca geográfica ha quedado atrás, para mi uso el cauce del río Ablanquejo sirve de límite entre la Alcarria y los primeros páramos molineses del alto Tajo.
Estoy a punto de llegar al pueblo de Huertahernando, una villa antigua y a trasmano, pero extraordinariamente hermosa. El pueblo deja ver arriba las casas que miran al barranco donde están los huertos, con la espadaña de su iglesia desafiante mirando hacia las puestas del sol. Por aquí son las sabinas las que puntúan la ladera que cae sobre el pueblo. Una vez arriba, dejando el pueblo atrás a nuestra mano izquierda, el terreno se allana y los pinos, las sabinas y el encinar, se reparten la superficie del campo dejando pequeños claros para el barbecho. Siempre que paso por aquí me viene a la memoria la figura mítica del obispo don Bernardo, que murió según la tradición peleando por estos páramos cuando los incondicionales de Alá ocupaban nuestro suelo desde hacía más de cinco siglos.
El monasterio de Buenafuente está más adelante. Antes de llegar a Buenafuente hay en el cruce varios indicado­res que informan sobre cuales son y adonde van los distintos ramales de carretera que parten de allí: el Monasterio, Mazarete, Ablanque y Villar de Cobeta. Según lo que tengo previsto es la carretera de Mazarete la que debo tomar. A Buenafuente del Sistal volveré en otra ocasión para dedicar al monasterio todo mi tiempo.
A partir de aquí el estado de la carretera es más deficien­te; corre entre bosque y calveras sin que en todo el trayecto me haya cruzado con vehículo alguno que venga o que vaya de un pueblo a otro. Ocurre a veces que al andar por lugares intransi­tados de la Provincia, como por el que ahora voy, de tarde en tarde aparece un vehículo conducido por alguna mujer joven, suelen ser la médica o la maestra itinerante que prestan sus servicios a la vez en varios pueblos de la misma comarca. Ni siquiera en esta ocasión me cruzo con el coche habitual conducido por manos blancas.
A mano derecha surge muy pronto otro desvío de carretera. Tomando ésta última se llega enseguida a Olmeda de Cobeta. Las casas del pueblo que dan a la umbría, con la espadaña de la iglesia al contraluz, se estiran de saliente a poniente a lo largo de un altillo. Ya he llegado al pueblo. A la entrada hay en Olmeda un pequeño monumento de piedra sillar acabado en una cruz de hierro; intento hacerme a la idea de que se trata de un pairón, pero nada tiene que ver con los característicos cruceros molineses, aun teniendo en cuenta que las tierras del Señorío llegan hasta aquí y que el suelo que piso es parte integradora de la antigua sexma del Sabinar. Pese a ser tierra de sabinas y no de olmos, el nombre del pueblo dicen que procede de los frondosos ejemplares de la especie que en otro tiempo debió de haber junto al arroyo.
Olmeda de Cobeta no es pueblo para el otoño, sino para el verano. Pequeño paraíso para el descanso en paz cuando las horas del día y de la noche se hacen insoportables en otras latitudes donde pica el sol, quema el asfalto y mortifican los ruidos incesantes de la ciudad. El campo está abierto para disfrutar de él. El frontón de pelota, construido en 1920 y restaurado después, queda en silencio con hojas secas sobre el liso pavimento. Un perro ladra allá abajo, por el fondo de la vega.
Espero que la villa de Cobeta sea el punto final de mi viaje según había previsto. Queda a poca distancia de aquí. La carretera entre los dos empalmes, el de Olmeda y el de Cobeta, está sencillamente aceptable; se nota que los restauradores se dieron una vuelta hace poco con la caldera del asfalto. Al cabo llego hasta la casilla de la que parte el otro ramal que baja hasta Cobeta. Hay un anciano sentado junto a la pared. Algo más abajo, me sorprende al lado de la carretera un banco de hormigón colocado a la sombra de una sabina. Seguro que los veraneantes de más edad suben de paseo y allí descansan, charlan un poquito bajo el ramaje de la sabina y se vuelven después al pueblo con la inclinación del suelo a su favor.
La villa de Cobeta saluda a los visitantes con el torreón completamente redondo de su castillo encima del otero que le sirve de peana. Y digo completamente redondo, como un tubo gigantesco de piedra rodena, porque es así, porque lo han completado con gusto y con acierto, sabido que hasta hace muy poco la torre estaba partida de arriba a abajo en su mitad.
Todavía conserva Cobeta la chispa señorial que tuvo hace varios siglos. Se nota su noble antigüedad en muchos detalles que se repiten a lo largo del pueblo y en su entorno más cercano. Es la villa de los Tovar que fueron los señores del Castillo, de los López Pelegrín que dieron a su tiempo personajes ilustres, posesión siempre en litigio hace más de cinco siglos de las monjas de Buenafuente, y escenario de duros enfrentamientos entre la francesada de Napoleón y los bravos molineses de la Junta de Defensa que aquí mismo, en este Cobeta donde acabo de entrar, instalaron su fábrica de armas.
En casi todos los edificios de Cobeta -los antiguos y los modernos- queda a la vista el color sanguino, amarronado, de la piedra dura pero fácil de trabajar de la arenisca, que sale de sus canteras próximas y tiñe al pueblo de unos tonos caracterís­ticos, exquisitamente elegantes. Lástima que a pesar de todo esto el pueblo se encuentre con su población diezmada con arreglo a lo que antes fue; prueba evidente de que son las condiciones de vida y las circunstancias personales de cada cual, lo que retienen al hombre en la tierra de origen, y no el ambiente urbanístico y climatológico del lugar, pues, de no ser así, la villa de Cobeta sería un paraíso lejano, perdido entre dos sierras, donde sólo unos cuantos podrían gozar de la dicha infinita de vivir al amparo de la naturaleza madre. Bien lo previeron los dueños de estas casas nuevas, medio castillo, medio chalé, que hay en la ladera, marcadas por el gusto y por la personalidad de acuerdo con el paisaje; serie de viviendas de ensueño, todas nuevas, impecables, que parecen inspiradas cinco siglos después del alma del castillo, cuya torre se yergue justamen­te al otro lado.
Hace muchos años, veinte quizás, que anduve por primera vez por las calles y plazuelas de Cobeta. El pueblo ha mejorado mucho desde entonces, no parece el mismo. Hoy no he visto aquellos pequeños corrillos de mujeres hablando y cosiendo a la puerta de sus casas y en el escalón de la iglesia; tampoco a los hombres faenar en los huertos de la veguilla. Era otro tiempo, es verdad; quizás vivan aún algunos de ellos intentando cruzar como buenamente puedan el túnel del invierno. Es la eterna cantinela de nuestros pueblos, donde la modernidad se llevó a pesar de todo la mejor parte: el elemento humano imposible de recuperar. Al salir, la fuente de la carretera rumorea sobre su leve piloncillo de piedra.

(En la foto, un aspecto de la villa de Cobeta)

martes, 15 de febrero de 2011

ALMOGUERA EN VIAJE DE PASO


La simple visión escrita de su nombre (Almoguera: Almugara, que en árabe significa “cueva”) nos viene a decir que esa raza, el moro, tantas veces presente en nuestra historia nacional, algo tuvo que ver con los orígenes y con los primeros vagidos como municipio de esta importante villa situada en la Alcarria Baja. La cueva, o las cuevas en el cerro son una de sus señas de identidad.
La presencia musulmana, porque los azares y las circunstancias lo quisieron así, nunca ha sido ajena a la vida de Almoguera y así lo sigue siendo también en nuestros días, pues en su escudo de armas, con cuatro siglos de antigüedad como mínimo por insignia, figuran cortadas las cabezas de tres moros: enseña hoy, botín en otro tiempo, cuya razón figura en las páginas de la Historia de Castilla como centro de una de las más sonoras victorias conseguidas por el rey Alfonso VIII contra los almohades, la de las Navas de Tolosa en 1212, donde parece ser que algunos componentes de sus milicias concejiles se hicieron notar por su osadía, incluso un personaje destacado y nacido allí, el canónigo de la catedral de Toledo Domingo Pascual, que fue el portador durante la pelea del guión personal del arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. De todo ello existen datos suficientes y precisos que permiten, sin mucho margen para el error, reconstruir los momentos más importantes del pasado de la villa, y del que es un resumen su escudo de armas, cuya descripción transcribo de un antiguo original, del Diccionario Madoz escrito hacia el año 1850: “Hace Almoguera por armas tres cabezas de moros, dos banderas encarnadas con unos signos árabes, y en medio una cruz y un castillo”. Después se ha sabido que en las dos banderas de color rojo lo que hay escrito, en tipografía árabe, es la frase “Gua-la Galib-ila-Allah”, es decir, “No hay vencedor sino Dios”, traducido a nuestro idioma.
Después de un largo periodo de tiempo sin entrar en Almoguera, salvo viajando de paso hacia alguno de los pueblos de su comarca, me doy cuenta de que la villa ha cambiado mucho desde la última vez que anduve por allí; y ha cambiado, sobre todo, por cuanto se refiere a infraestructuras en defensa de su seguridad frente a las fortísimas avenidas de los arroyos y en la edificación de nuevos barrios alrededor del pueblo antiguo, del Almoguera conocido por todos anterior a las riadas, y, desde luego, sin descartar la gracia del castillo, reconstruido de manera testimonial sobre la misma base que antes tuvo la fortaleza histórica y que ahora sirve como espacio libre de recreo para quienes deseen aprovecharse de él. Una idea feliz y un logro que, cuando menos, merece la aprobación y el aplauso de quien hace años lo conoció como un altiplano inmundo, como fondo a la iglesia y a la torre de la iglesia, que en Almoguera como en Chinchón son edificios aparte.
En la media mañana de un día de invierno, las calles de Almoguera nada tienen que ver con aquellas otras que vi en ocasiones precedentes, cuando la fiesta del Cristo de Septiembre o el día de la Cruz de Mayo, coincidiendo con sus fiestas mayores. No recuerdo cuál fue con exactitud el año aquel en el que se dieron cita en Almoguera, con motivo de la Cruz de Mayo, varios poetas y oradores de lo mejorcito que había en España en el arte de la palabra (Ochaíta, Suárez de Puga, el padre Venancio Marcos, Rafael Dullos y Fray Justo Pérez de Urbel, entre algunos más), para deleitar al auditorio con su ajustada palabra a lo largo de las catorce estaciones de un Viacrucis por el camino de la ermita. Recuerdo que siendo muy joven anduve por allí como espectador. Debió de ser en la primavera del sesenta y seis, año antes o año después; pero fue sin duda una jornada memorable en la historia cultural de la villa. Don Cayo Martínez, sabedor como pocos del pasado reciente de su pueblo, me lo confirmó ilusionado en la plaza del ayuntamiento:
— Sí; tiene usted razón. Aquello dejó nombre en el pueblo. Nunca más se ha vuelto a hacer cosa semejante.
La situación del pueblo, entre el cerro de la Magdalena y el altiplano que dicen de las Sierpes, resulta comprometida. Queda en la confluencia de dos arroyos, habitualmente secos, que le vienen de dos vallejos con ancha vertiente y que se unen justamente allí, junto al mismo pueblo, donde en épocas no lejanas el medio natural advirtió al vecindario con algo más que un aviso, y con ello me refiero, sobre todo, a la tragedia ocurrida el 25 de julio de 1987, cuando una tremenda avenida de agua de tormenta asoló una buena parte de la villa, destruyó varias viviendas, acabó con la vida de miles de animales, arrastró vehículos y convirtió al bello pueblo en un enorme fangal. Se han tomado medidas importantes para evitar que el hecho se repita, los canales de recogida de agua, potentes y capaces, que, aunque han cambiado de alguna manera la imagen urbana del lugar, también es cierto que han devuelto la tranquilidad al vecindario ante cualquier otro imprevisto semejante con el que hay que contar, como aquel que es sin duda una de las páginas más amargas del libro de su historia.
En Almoguera uno se encuentra con dos plazas, vistosas y muy próximas las dos: la Plaza de España que preside el edificio del ayuntamiento, y la de la Constitución, en la que concurren un parque, el frontón de pelota y un leve monolito colocado el primero de mayo de 1995 en recuerdo y homenaje a don Carlos Fernández Estrada. Los álamos que rodean al pequeño parque se alzan rectos como velas y con el ramaje acabado de cortar. Arriba, sobre el cerro de la Magdalena, los repetidores de la telefonía móvil se pierden en el gris azulado del cielo como útil tributo a la modernidad.
La iglesia parroquial de Santa Cecilia queda al final de una calle que sube escalonada con dirección al Cerro del Castillo. Por detrás de la iglesia debe de estar abierta en el cerro la cueva o cuevas de las que procede seguramente el nombre musulmán que lleva el pueblo, y en la que, según he leído en alguna parte, sirvió antiguamente de refugio a los mendigos que durante el invierno pasaban por allí. La visión desde la altura es completa sobre los barrios y los chalés edificados después de la última riada. Los patos navegan y se zambullen en las pequeñas pozas que hace el arroyo al bajar.
La iglesia nos da idea en su interior de la importancia del pueblo. Está formada por una sola nave, un hermoso retablo mayor de fondo al presbiterio y dos capillas laterales, de las cuales, una ellas perteneció a la familia de los Manriqués y fue fundada por don Juan Francisco Manrique de Lara y Bravo de Guzmán, obispo de Plasencia y de Oviedo, nacido en Almoguera de familia noble en el siglo XVI.
Excepción hecha de los cuatro ancianos que toman el sol en las esquinas de la plaza, en la villa cada cual está en lo suyo. Almoguera es un pueblo activo y sus gentes pasan las horas metidos en sus ocupaciones agrícolas, industriales o de servicios. En el bar Herreros, sito en la calle de Castilla-La Mancha, sirven un café que pone a tono el cuerpo y el alma del viajero a la hora de emprender el viaje de vuelta.

sábado, 12 de febrero de 2011

UCEDA. UN BALCÓN SOBRE EL JARAMA



Cuando se han dedicado tantas horas a visitar, uno trás otro, todos los pueblos y villas de la Provincia durante años y años, se siente en el ánimo el deseo de no cesar en esa actividad tan fructífera en conocimientos; aunque dando la vuelta a la moneda, se nota también el cansancio que lleva consigo el ejercicio de la repetición, y entonces comienza a bullir en aquel rinconcito de la voluntad donde se fraguan los torpes pensamientos, la tentación de apearse de la cabalgadura, y al momento surge la ristra inconveniente de los paraqués: ¿Para qué molestarme? ¿Para qué volver a lugares tantas veces vistos? ¿Para qué repetir y cargar las tintas sobre temas tan sabidos? ¿Para qué…? Luego viene la reacción oportuna que a Dios gracias nunca suele faltar: se sacude uno el duendecillo rondador de la pereza, se pone en camino, y al final descubre que las gentes y los pueblos, los paisajes y los senderos, las horas y los días, nunca son iguales, siempre tienen algo nuevo sobre lo que fijar la atención, alguna novedad merecedora del mayor interés y que antes había pasado desapercibida.
Con la villa de Uceda siempre ocurre lo mismo, jamás se llega a sentir ni a conocer como merece ser conocida, por muchos viajes que se programen y se lleven a cabo con más o menos tiempo de por medio. Es el encanto indefinible de los pueblos de Castilla que los siglos dejaron a la posteridad como sedimento y ahí están, para que la gente ponga los ojos en ellos aunque solo sea una vez de tarde en tarde.
Aparte de su situación, bien elegida por quienes la fundaron (dicen que Ptolomeo la cita como Barnacis entre las ciudades carpetanas), la villa de Uceda siempre tiene algo nuevo que ver y algo nuevo que decir. Los recuerdos del pasado se dejan caer poderosamente frente a cada piedra sostenida en un muro que tarda en desmoronarse, frente a cualquier escudo de armas incrustado en la pared, o frente a cualquier placa conmemorativa donde, grabado a fuego o a cincel, se dice alguna cosa acerca de cualquier personaje de la Gran Historia que en su tiempo anduvo por allí y cuyo nombre bien vale la pena traer a colación, aunque sobre las tapas de sus sepulcros se haya amontonado el polvo de los siglos: «Esta histórica villa al genio de la raza latina el cardenal Fray Francisco Ximénez de Cisneros, famoso arcipreste de Uceda», leeremos después al poco de haber entrado al pueblo, escrito sobre una placa de mármol en una fachada humilde, al lado de un escudo de caliza desgastado por vientos y aguas de muchos siglos, que hay tras el ábside de la iglesia cuyo campanario se alza por encima del hábitat de la villa renovada.
Al fondo los cerrucos encadenados, grises y mondos de la sierra, y a la caída, más cerca de nosotros, el valle del Jarama salpicado de pueblos, de caminos, de vegetación exponiendo a la luz del día su infinita variedad de verdes, hasta perderse aguas abajo por Torrelaguna, la villa natal de Isidro, el labrador, y de Cisneros, el cardenal, y panteón hasta el fin de los tiempos del poeta Juan de Mena —casi nada—, tres de esos personajes a los que antes me referí y que, dos de ellos, Isidro Labrador y Francisco de Cisneros, algo tuvieron que ver con la histórica Uceda en la que, de un momento a otro, nos disponemos a entrar veladamente, sin que nadie lo note.
Una ermita dedicada a San Roque, chiquita a la vera del camino, es el primer detalle con visos de antigüedad que anoto en mi cartera, como parte de aquel Uceda que aparece en los libros de Historia y que en esta ocasión fue el motivo principal de nuestro viaje.
Como pueblo importante que es, tiene Uceda una calle mayor larga y espaciosa. Desde la puerta de la iglesia —monumental como ninguna otra en su comarca— se domina la calle mayor, calle de San Juan, a todo lo largo. Hasta cuatro bares se dejan ver desde allí, uno tras otro, los cuatro situados en la misma acera: bar Rafael, bar Cape, bar Los Luises y Casa Palomo, lo que en principio nos da idea del ambiente de la villa, sobre todo en los días de fiesta, y no en una mañana cualquiera de un día de trabajo cuando, como mucho, son media docena de personas las que vemos conversando en la calle o sentadas al sol; el resto, como es natural, estarán en ese momento ocupadas en sus obligaciones.
Las cigüeñas tocan las castañuelas (crotoran) puestas a la pata coja en su nido de la torre. La Plaza Mayor queda al respaldo de la iglesia. Es una plaza bien cuidada, hasta un poco coquetona, con una cruz de piedra de moderna factura a la sombra de un pino en uno de sus laterales. Se nota que es una plaza digna de esta villa señora, en cuyo centro los chiquillos jugarán a placer.
La mayor prestancia de la iglesia parroquial la tiene cuando se ve des fuera con cierta perspectiva: “Iglesia Nuestra Señora de la Varga. Estilo clásico, siglo XVI-XVII” dice una carteleta asida al muro que encontramos al volver de la plaza. Se sabe que la iglesia de Uceda fue mandada construir a mediados del siglo XVI por el cardenal Siliceo, arzobispo de Toledo y señor de la villa; pero que las obras, de manera definitiva, no vieron su final hasta ochocientos años después, en 1800, a expensas de la feligresía y apoyada en lo económico por otro arzobispo toledano, el cardenal Lorenzana.
Desmerece el templo en su interior. Es la tercera o cuarta vez que voy a visitarlo y siempre salgo de él contrariado, manteniendo la misma opinión. Es completamente blanca la iglesia por dentro la iglesia de Uceda. No tiene ornamento alguno que por su arte o antigüedad se pueda destacar. Una gran cruz forrada de papel me llama la atención en el presbiterio. Las imágenes de San Isidro y de Santa María de la Cabeza, su mujer, ocupan respectivas peanas a un lado y otro del ábside. Santa María de la Cabeza era hija de este pueblo, y, por tanto, nacida dentro de la actual diócesis de Sigüenza-Guadalajara, donde, por cierto, ni siquiera en la liturgia de la iglesia diocesana se guarda su memoria. Quiero recordar que en Madrid celebran su fiesta el día 9 de septiembre, como copatrona que es en la Villa y Corte con su esposo el Santo Labrador.
Conviene no salir de Uceda sin haberse acercado durante algunos minutos hasta la ruinosa iglesia de la Virgen de la Varga extramuros, cuyos restos, con el triple ábside todavía en pie como bella muestra de lo que debió de ser, sirve al pueblo de cementerio. El románico tardío de la mejor clase se ofrece allí en exposición permanente, compartiendo silencio y soledad con las tumbas y los epitafios. La vista a los entornos de la primitiva iglesia de Uceda es un regalo para el corazón y para los ojos. Las cuatro piedras de su famoso castillo, donde sufrieron prisión en otra hora el contador real en la Castilla de Juan II, Alonso de Robles, y luego el Duque de Alba, quedan casi anexos a la joya derruida de la Varga; y al otro lado los pueblos blancos, uno, dos, tres, entre lo verde del campo: Patones de Arriba, Patones de Abajo y Torremocha de Jarama. Como fondo, algo más abajo, alzando sobre el noble caserío en la distancia, el augusto torreón de su iglesia, la ciudad de Torrelaguna, de la que ya tuvimos ocasión de hablar y de escribir detenidamente en otro momento, por lo que hoy la dejamos allí, con su historia y con sus recuerdos, en los últimos llanos de Madrid que preludian la sierra próxima, pero al margen de nuestro propósito.

(En la fotografía: Primitiva iglesia de la Virgen de la Varga, hoy cementerio)

martes, 8 de febrero de 2011

LA INDUSTRIA DE LA CERA EN MARANCHÓN


ENTREVISTA A D. MELCHOR TABARNERO. 1979


A fe de ser sincero, debo decir que no tenía noción de esta especialidad laboral en ningún pueblo de la provincia. Más tarde he podido comprobar que, sin salir de Maranchón y sin apartarse siquiera de la familia de don Melchor Tabarnero, son varios los siglos que la industria de la elaboración de la cera han hecho de aquel pueblo molinés un importante núcleo de acti­vidad en este curioso quehacer.
La vivienda de nuestro entrevistado de hoy desprende elegancia añeja a primera vista. La fachada, salpicada de pequeñas pirámides en línea, como la del Palacio del Infantado, nos habla de cierto señorío en la familia de sus moradores. Una idea que se refuerza después de comprobar el aspecto inte­rior de la casa y, sobre todo, la cuidada personalidad de su dueño.
Me dice don Melchor que nació en 1892. Tiene, por tanto, 87 años. Sa­lud delicada y, según pude ver, es un apasionado de la Institución familiar, del amor limpio entre los esposos. Yo pensé, mientras me hablaba, que si fumase un poquito menos viviría mejor. Encontré a don Melchor muy afec­tado por el todavía reciente fallecimiento de su esposa que, como es lógico, no se resigna a poner en olvido después de tantos años de compañía feliz. Hicimos amistad inmediatamente y, sin más nos pusimos a hablar.
-¿Cuándo comenzaron en Maranchón a trabajar la cera?
-Pues mire: Mis antepasados comenzaron en el año 1712; es decir, a principios del siglo XVIII. Yo, por mi parte, me hice cargo de ello cuando tenía 17 años.
-¿En qué consiste lo que ustedes hacen, don Melchor?
-Nuestro trabajo ha consistido siempre en recoger la cera de las colme­nas en la provincia y en muchos lugares de España. La cera en bruto, claro, y aquí la prensamos por el sistema de romana, que es el más antiguo y yo creo el único que existe. Luego se envía, ya purificada, a los muchos lugares del mundo que nos la piden.
-¿Podría decirme cómo se hace todo eso?
-Sí. Esto se hace ahora como se ha hecho siempre. Se funde la cera en calderas a base de vapor, se prensa y se coloca en moldes de doce o de quince kilos. Así se hace la cera amarilla. Para convertirla en cera blanca hay que exponerla al sol y al aire durante unos cuantos días. No olvide que, según sea la cera blanca o amarilla, se empleará después para unas cosas u otras.
-Eso quería preguntarle ¿Cuál es la aplicación actual de la cera?
-La cera tiene muchas aplicaciones. Se emplea, como todos saben, pa­ra velas, pero su aplicación principal está en la industria para aprestos de te­las. También se usa mucho para aislantes y en los laboratorios para produc­tos químicos y de belleza. Tiene muchas más aplicaciones, como en odontología, por ejemplo. Pero, eso sí, ha de ser la cera pura, que ya prácticamente no existe.
-¿Por qué no existe?
-No existe la cera pura porque las placas que se ponen hoy a las colme­nas móviles, para que sobre ellas construya la abeja el panal, no son de cera pura. Entonces, eso se funde también con la cera producida en la colmena, por lo que el resultado siempre lleva un pequeño tanto por ciento de impu­reza que no es cera. Yo creo que si no se prohíben estas láminas y en su lu­gar se construyen de cera pura, llegará día en que este producto no se en­contrará ni para los procesos químicos, donde es imprescindible.
-Corríjame si estoy equivocado, pero yo creo que en el mercado se en­cuentran velas corrientes por diez pesetas o poco más. ¿Por qué es la cera tan barata?
-No; no se equivoca usted. Lo que ocurre es que esas velas que hoy se venden en el mercado no llevan ni un 10% de cera. Son un compuesto de parafinas y productos raros, sin valor apenas. Por eso estas velas se gastan tan pronto.
-Creo que aquí, en Maranchón, se fabricaron velas de cera. ¿Qué hay de esto?
-Sí que se fabricaron en algún tiempo. Nosotros no, desde luego. Aquí se fabricaban velas de cerilla, que son esas velas finas que se lían y se va sa­cando a medida que se gasta. Pero cuando se murieron sus titulares se deja­ron de fabricar. No ha continuado nadie.
-Al principio de la conversación me dijo usted que enviaban cera a muchos lugares del mundo. ¿Podría decirme algunos de esos lugares en los que se ha­ya consumido cera de Maranchón?
-Pues hemos enviado cera a algunas poblaciones de Francia, Alema­nia, Inglaterra y prácticamente a toda Europa, incluso a Rusia. Polonia ha consumido mucha cera nuestra y también algunos países de América, como Canadá. Los envíos se hacen en fardos de dos panes de unos treinta y cinco kilos cada uno, cuidando mucho que no se coloque cerca de algún producto de olor fuerte, porque la cera coge ese olor enseguida.
-¿Aumenta o disminuye el consumo de cera?
-El consumo ha disminuido en un 40% en lo que va de siglo y, como es natural, en esa misma proporción ha disminuido la producción.
-¿Tendrá continuidad esta industria secular en su familia?
-No. Al desaparecer la cera pura por razones que antes le he dicho, creo que esta industria aquí se acabará pronto. En estas condiciones no me­rece la pena.
Salí de Maranchón bien entrada la tarde. Cuando hablé con don Melchor comenzaban en el pueblo las fiestas patronales en honor a la Vir­gen de los Olmos. En las calles, ambiente extraordinario y una animada partida de pelota en el frontón de la Alameda. Salí, pensando quizás con un poco de tristeza, en otra actividad tradicional que se nos va para siempre y que, aunque un tanto anónimamente para el resto de la provincia, ha venido marcando desde allí el carácter variopinto de Guadalajara durante más de dos siglos y medio. Por otra parte, me sentí un poco vanamente satisfecho de haber llegado a tiempo todavía para poder dejar constancia de su existencia.

(En la fotografía: "Casa de los Picos" de Maranchón, donde en el otroño de 1979 se realizó esta entrevista)

viernes, 4 de febrero de 2011

POR EL ALTO TAJUÑA


A mitad de semana, y a eso de las once en un día cualquiera del mes de febrero, los pueblos de Guadalajara se quedan desiertos; si además el tiempo es desapacible, los pocos que son se quedan dentro de sus casas y sólo salen a la calle si tienen algún trabajo que hacer o la necesidad les obliga. Cuando sale el sol los pueblos parecen otra cosa.
Anduve últimamente por algunos pueblos del Alto Tajuña en uno de esos días ingratos en extremo, en una mañana de aquellas que invitan a quedarse en casa sentado junto al fuego. Cuando llega febrero se nota que los días duran, pero la gente, por lo que vi, no suele tenerlo en cuenta; sólo los trabajadores de las obras públicas y los que laboran al resguardo de algo, suelen aparecer embutidos en sus monos de tela gruesa a pie de tajo, o dentro de la cabina de un tractor con las puertas bien cerradas.
Alaminos es un pueblo que por su situación en el llano, al cabo de una cuesta que sube dibujando curvas desde la veguilla de Cogollor, tiene la posibilidad de ver a lo lejos las montañas de la sierra del norte cubiertas de nieve. De unos años a hoy, la plaza de Alaminos parece otra; la espadaña de su iglesia, la fachada del ayuntamiento, la fuente pública y la picota que ha poco movieron de sitio y alzaron sobre triple grada en mitad, se presentan ante los ojos del visitante en un espacio realmente pequeño. Hace diez o quince años nada de esto era así. La picota y la fuente eran una sola cosa, y un olmo viejo las acompañaba como vecino. El olmo, que corrió la misma suerte que tantos más de los olmos de nuestros pueblos, se secó, y apenas queda de él tan sólo el recuerdo.
Cogollor queda poco más allá, camino abajo, escondido detrás de las choperas como un cogollo de casas -lo dice su nombre- por encima de las huertas y de los sembrados. Quien esto escribe tuvo un amigo en Cogollor, el señor Eugenio, un hombre de corazón grande y de difícil caminar, que ya no vive.
Con el Tajuña por testigo, verdadero río de la Alcarria que por aquellas fechas bajaba salido de madre, se encuentra uno en las vegas de Masegoso. Este de Masegoso, amigo lector que desconoces con detalle los secretos de la Alcarria, es uno de esos pueblecitos de la provincia de Guadalajara que durante la Guerra Civil quedaron convertidos en ruina por los bombardeos. A excepción de la iglesia, que queda subida sobre un altillo en las afueras, y de alguno de los corrales que dan al campo, el pueblo es todo nuevo, las casas iguales, todas pintadas de un ocre llamativo, y la plaza tajada en arcos perfectos, marcados a compás por la mano segura del aparejador en los talleres de diseño, que allá por los años cincuenta tuvieron por misión dibujar sobre el papel las calles y las plazas de los pueblos devastados, y así quedaron al final: limpios y hasta cierto punto elegantes, pero inexpresivos, monótonos y faltos de aquella personalidad que hasta antes de la metralla habían ganado con el correr de los siglos. En Masegoso hay que distinguir entre la zona de chalés ajardinados que coge a mano derecha de la carretera, y el pueblo propiamente dicho que cae en sentido opuesto, justo hacia donde deberemos girar, salvando el nuevo intríngulis de caminos, para seguir el viaje.
La carretera que lleva a Las Inviernas pasa entre la iglesia y la calle más alta de Masegoso. Durante un par de kilómetros anda paralela a las choperas que anuncian el cauce del río; luego tuerce con disimulo en dirección norte y se alarga dibujando curvas hasta Las Inviernas. Este pueblo, y aún más El Sotillo adonde iremos después, son pueblos situados a trasmano, pueblos en los que jamás se perderá uno por casualidad viajando de paso, porque es preciso ir hasta ellos para perderse, tomarlos como punto de destino, al resguardo de la vertiente o al fondo de la vega en aquel que, al menos para mí, es el corazón de la alcarria por infinitas razones, tanto geográfico-paisajísticas como económicas, costumbristas y humanas. La plaza mayor de Las Inviernas queda abajo, a la entrada, junto a la carretera. Subiendo la cuesta van apareciendo la fuente vieja, la iglesia parroquial y el pueblo en su conjunto con las puertas cerradas casi todas. El Paseo de la Soledad coincide con la carretera de llegada, y va desde la ermita que restauraron no hace mucho hasta la plaza. Sin duda, y pese a que en un día como aquel fuera difícil encontrar un alma deambulando por las calles, Las Inviernas es el mayor de todos aquellos pueblos.
La carretera sigue hasta El Sotillo. El arroyo de San Roque, condenado a la sequía durante largas temporadas, pasa lamiendo los cimientos y lavando el pie de los árboles, rebosante la salida de Las Inviernas. Hasta El Sotillo se va por una carretera enrevesada de enésimo orden, por una carretera cómoda de andar sin cruzarse con persona o vehículo alguno en el camino. Un tapiz inmenso de verde ceniza nos rodea por un instante en cualquier dirección. La carretera se retuerce entre el bosque de encinas. Una cuesta, un descenso, una curva junto al pedregal, el cauce de un regato por el fondo de un vallezuelo... El Sotillo aparece al final. Es un pueblo de mucha agua y está rodeado de montañas grises. Los desagües de la vertiente bajan hasta la carretera apenas entrar. A mitad de la calle que baja hasta la plazuela en la que está la pequeña iglesia, se siente el rumor de los seis chorros en línea de la fuente pública: "Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde D. Alejo Langa". Como hay avenida, también mana por la boca la cabeza del ternerillo que hay pegada al muro y que en el pueblo reconocen por "la cabeza del perro".
No es el momento más apropiado para ir a El Sotillo, pero a pesar de eso uno recuerda que se trata del más rico en costumbres acerca de la Pasión de todos los pueblos de la Alcarria, y posiblemente de toda la provincia de Guadalajara. Los "mil jesuses" del día de la Santa Cruz, y los treinta credos sin volver la vista atrás del día de Viernes Santo, son costumbres heredadas de la vieja piedad de sus antepasados que el pueblo no debería dejar perder por nada del mundo.
En El Sotillo, un pueblo bello como pocos, no se acaba el mundo, ni la carretera tampoco; pues, haciendo un viraje no lejos de allí se puede llegar, por tierras de La Tajera, hasta Torrecuadrada de los Valles, Renales, Laranueva, y entrar en la autovía por La Torresaviñán, muy cerca de Torremocha del Campo ya en tierras de Sigüenza.


(En la fotografía: "Fuente del Perro" en El Sotillo)

martes, 1 de febrero de 2011

DE NUEVO EN ALMADRONES



Me dolió mucho, esa es la verdad, leer ese párrafo en la revista periódica que arriba reseño. Para hacer referencia a uno de los desmanes más dolorosos, de los muchos que ha sufrido nuestra tierra en su patrimonio artístico a lo largo del último siglo, no es preciso tratar a la iglesia en la que tuvo lugar el saqueo de “abandonada”, entre alguna otra razón, por la más convincente de todas: porque no lo está ni tampoco lo estaba cuando se llevaron los cuadros, sino muy al contrario, Almadrones es hoy uno de los pueblos vivos y mejor cuidados de toda esta provincia, con el tanto a su favor, o tal vez por eso, de encontrarse junto la Nacional II y poseer en su término un campo de excelente calidad para el cultivo.
Ahora bien –y volviendo al hecho que nos ocupa-, si la consideración despectiva con respecto al pueblo intenta justificar el robo desconsiderado de la colección de Apóstoles pintados por el genial cretense, no deja de ser una crueldad sobre otra mayor que, por mi parte, intento desagraviar evocando ante los lectores mi paso por aquel bonito lugar de esta provincia tan cercano a nosotros. No obstante, quiero que acompañe a este breve preámbulo lo poco que sé –muy poco-, de aquel apostolado propiedad de la iglesia de Almadrones, robado y apartado de su lugar de origen con absoluta impunidad en los comienzos de la Guerra Civil española, días después del 25 de julio de 1936, fecha en la que se destartaló la iglesia, se destrozaron los retablos e imágenes, y se pretendió quemar el edificio, sin que esto último por fortuna tuviera lugar. El pueblo, ha lamentado desde entonces tan valiosa pérdida, con el agravante de no saber a ciencia cierta dónde se encuentran los grecos de su iglesia, ni siquiera el itinerario de su viaje desde el primer día. Se han dicho muchas cosas: Que si pasaron buena parte de la Guerra Civil guardados en el Fuerte de Guadalajara, que si luego se llevaron al Museo del Prado para su custodia quedándose allí un par de ellos como pago a tal servicio, que si el Obispado recibió alguna parte del capital por el que fueron vendidos…Divagaciones de escaso fuste, sobre las que se cierne una nube negra que es la única real: que la iglesia de Almadrones tuvo trece cuadros del Greco colgados de sus paredes, y que ahora no tiene ninguno, sólo le queda la indignación y el recuerdo. Se sabe que por lo menos dos de aquellos cuadros se encuentran en el Museo del Prado (un mal menor), que otros varios en colecciones particulares fuera de España, y que algunos más se cuelgan en el museo norteamericano de Indianápolis. Es todo.
Hace algunas fechas leí que se encontraban nada menos que tres de los Apostolados pintados por nuestro autor: el perteneciente a la Casa del Greco de Toledo; el de la colección del Marqués de San Feliz, ahora en posesión del Museo de Bellas Artes de Asturias, y el de la iglesia de Almadrones, en una exposición grandiosa que tiene lugar, o ha tenido, en la ciudad de La Coruña. Uno duda que estando tan repartidos por el mundo como están, puedan haberse visto las caras todos ellos en la ciudad gallega. No obstante la ocasión es, o ha sido, magnífica para empaparse de la incomparable pintura del Greco, y para conocer entre lamentos y sollozos del alma, una serie de cuadros que antes fueron nuestros.
Los más viejos del lugar que todavía viven en Almadrones, recuerdan perfectamente los cuadros colgados en la pared de la iglesia por encima de los arcos. Dicen que nunca se les dio la importancia que luego supieron que tenían, y, como los gustos de cada cuál andan a veces reñidos con el arte, los niños del pueblo tenían miedo de aquellas pinturas, y los mayores solían referirse a ellas como “los cuadros de los hombres feos”.
Un poco con el pesar de que, por ignorancia por parte del informador, se haya podido dañar el buen nombre y la merecida categoría de este pueblo de la Alcarria, y con mayor pesar aún por el hecho de que se llevaran de él todo un tesoro de la pintura más estimada de nuestros clásicos, me he sentado a escribir, con los honores que merece, unas cuantas líneas más teniendo al pueblo de Almadrones como protagonista. He vuelto a estar en él días atrás con el mismo motivo, y he vuelto a comprobar la imagen nueva de un pueblo que a nadie pasa desapercibido, pues aunque no está situado justamente al lado de la carretera (Nacional II), sino apartado como unos quinientos metros, su buena imagen nos lo recuerda al pasar por su famosa Venta, fundada en 1862 como venta para carreteros por una mujer llamada Celestina, y convertida hoy en un importantísimo complejo industrial de atención al viajero, ni qué decir que con arreglo a las exigencias de los nuevos tiempos.
Me acompañó en este último viaje a Almadrones su alcalde de casi toda la vida, Dionisio Juárez, un hombre cabal, un alcalde de los no muchos que han entendido bien y han puesto en práctica aquello de que la autoridad es un servicio, pero que opina que ya lo debe dejar, que ha llegado –y bien ganada, por cierto- la hora del relevo, aunque mucho me temo que en los tiempos que corren le va a ser difícil encontrar un sucesor, por lo menos un sucesor tan amante de su pueblo como él lo es, y tan dispuesto a soportar la llegada inoportuna de un forastero con la pretensión de que le acompañe.
- No, no. Tú no eres un forastero para mí; eres un amigo. Tampoco lo fuiste la primera vez que viniste a vernos.
Dionisio lamenta que su pueblo se vaya quedando sin gente, que ahora que tiene viviendas nuevas tantas de ellas y cómodas las demás, a la gente le haya dado por seguir con aquel empeño de marcharse que empezó hace más de cincuenta años y que ahora ha vuelto a sentirse de nuevo. Almadrones nunca fue grande, pero hasta no hace mucho sostuvo sus ciento cincuenta almas como población de hecho, cifra que ahora habría que dividir por tres como habitantes de manera continua.
Volví a ver otra vez la iglesia; bastante mejorada si la comparamos con la vez anterior que anduve por allí. Con su bellísimo retablo barroco, de retorcidas formas y ricos dorados, que se trajo desde la iglesia atencina de San Gil, la que ahora es museo, tal vez como compensación y desagravio al pueblo por el saqueo de marras. Después nos fuimos a ver en una casa próxima el escudo familiar de don Miguel del Olmo, gran personaje allá por los primeros años del siglo XVIII, nacido en Almadrones, y que llegó a la dignidad de obispo de Cuenca, al que se debe la llegada al pueblo de sus añorados relicarios de plata, y, posiblemente también, del Apostolado que a río revuelto alguien se llevó de su iglesia. Una historia triste, para mí tan triste como la del monasterio de Óvila o la de los tapices de Pastrana, ésta última, dentro de lo malo, con mejor final.
La Alcarria al fin, aquel “hermoso país al que a la gente no le da la gana ir” según don Camilo, y a lo que yo añado: ¡Ojalá, que algunos no la hubiesen conocido!


(En la foto, abside de la iglesia con el retablo actual, traido de la iglesia de San Gil de Atienza, que sustituye al desaparecido en la Guerra Civil)