lunes, 18 de marzo de 2013

Rutas turísticas: LA CIUDAD DE GUADALAJARA (II)



A SAN GINÉS POR SANTA MARÍA DE LA FUENTE

            Como compensación a su riqueza monumental, no es Guadala­jara una ciudad aparatosa en bellezas naturales a su alrededor que ofrecer al visitante. Es más bien en ese sentido una ciudad monótona, sin más accidente natural que merezca interés que el cauce del Henares bañándole los pies por el lado norte. Como visión inmediata del balcón capitalino de todas las alcarrias, apenas cuenta con la llanura triguera de la Baja Campiña y con la recortada silueta del Pico Ocejón allá lejos, por las sierras que sirven de techo a la provincia.
            Como ciudad monumental, reflejo en piedra de las diferentes épocas por las que atravesó desde la primitiva Arriaca, Guadala­jara es un curioso laberinto de motivos en los que detenerse. Como prueba de ello, vamos a caminar a pie el kilómetro escaso que separa al Palacio del Infantado de la iglesia de San Ginés, pasando por la concatedral de Santa María.
            La Iglesia de Santiago será el primer eslabón de la apreta­da cadena de monumentos que cubren el recorrido. Se trata del extinto convento de Santa Clara, originario de la primera mitad del siglo XIV. Su estilo es gótico‑mudéjar, con un interior impe­cable, casi todo el montado sobre ladrillo que se puso al descu­bierto en una reciente restauración. La llamada "Capilla gótica" de esta iglesia se fundó en el año 1452, en tanto que la que sirve de fondo a la nave del Evangelio es obra visiblemente pos­terior, del siglo XVI posiblemente, con trazado que se atribuye a Covarrubias.
            A cuatro pasos de la iglesia de Santiago, frente por frente en la misma calle, hay un patio sombrío en cuya pared lateral izquierda se abre la portada plateresca de una capilla pertene­ciente al antiguo convento de La Piedad, fundado por doña Brianda de Mendoza, verdadera joya del arte renacentista castellano. Se montó en el año 1530, con trazado y participación directa durante las obras de Alonso de Covarrubias. La capilla queda anexa al Palacio de don Antonio de Mendoza, sobrino que fue del Gran Car­denal, en donde hay un artístico patio interior columnado y escalera de honor en tres tramos a base de piedra tallada. Es la primera muestra en España del Renacimiento en arquitectura civil. La fachada del edificio se debe a una restauración llevada a cabo a principios del siglo XX, obra del arquitecto Velázquez Bosco.

            El Convento de Carmelitas de San José queda en nuestro recorrido monumental un poco más adelante. Se construyó en el siglo XVII para recoger a la comunidad de religiosas fundada por doña Magdalena de Frías, siempre con el pláceme y la ayuda econó­mica de los duques del Infantado. Sencilla portada con una vieja estatua de San José y los escudos de Frías y Mendoza, es todo lo que el convento enseña como de más interés en su parte exterior. Dentro de la iglesia conventual cuenta con un bellísimo retablo barroco, buenas imágenes de talla en el mismo estilo, un lienzo representando a Santa Teresa con la firma de Andrés Vargas, y el moderno cofre que contiene los restos mortales de las Mártires Carmelitas de Guadalajara, puesto a la veneración de los fieles desde su beatificación en el mes de marzo de 1987.
            Los marqueses de Villamejor levantaron en el siglo XVIII un palacio frente al convento de San José y que hoy se conoce por Palacio de la Cotilla. Es un edificio de ladrillo con interior bastante bien conservado. Posee una curiosa "Sala Oriental", forrada toda ella con papel pintado a mano por artistas orienta­les, y unos jardines que, debidamente cuidados, podrían ser uno de los rincones más acogedores y apacibles de la ciudad.
            En la Cuesta de San Miguel, muy cerca ya de la Plaza de Santa María, se encuentra la llamada Capilla de Luis de Lucena, lo único que pervive de la que en otro tiempo fuera iglesia de San Miguel del Monte. La construyó a sus expensas y la diseñó el humanista guadalajareño Luis de Lucena, hacia el año 1540. Es toda ella de ladrillo, con meritorios motivos ornamentales conse­guidos con ese material. Los aleros, cornisas y contrafuertes, son modélicos, un juego de formas mudéjares la mar de original. El interior de la capilla es de doble planta, teniendo la primera en los techos y enjutas algunas pinturas interesantes de Rómulo Cincinato.

            La Iglesia de Santa María cuenta con el rango de concate­dral. Se construyó en el siglo XIII con el nombre de Santa María de la Fuente la Mayor. De la primitiva obra mudéjar queda el exterior casi completo. A principios del siglo XVI se le añadió un pórtico de elevadas columnas al gusto renacentista. Las puer­tas principales son de puro estilo mudéjar, con arcos de herradu­ra en dos de ellas y en otra tercera inutilizada sobre el muro de la antigua sacristía. La esbelta torre de Santa María, de planta cuadrada, concluye en afilado chapitel de conchas de pizarra. El interior data casi por entero del siglo XVII. Tres naves y algu­nas capillas laterales, empleadas como panteones de familias distinguidas de otro tiempo, ocupan prácticamente todo el espa­cio. El retablo mayor presenta artísticos relieves con tallas de mérito, en los que figuran escenas diversas de la vida de la Virgen. Su antigüedad se fija en el primer tercio del siglo XVII y es de autor anónimo.
            Existen en el entorno mismo de la Plaza de Santa María dos detalles históricos interesantes: el Torreón del Alamín, resto de la vieja muralla del siglo XII, con planta cuadrada y dos cuer­pos, y el Palacio de los Guzmán, casona solar reconstruida en el siglo XVII, donde nacieron y pasaron parte de su vida personajes tan importantes como don Nuño Beltrán de Guzmán, ilustre arria­cense a quien se debe la fundación de la ciudad de Guadalajara en México. Del palacio de los Guzmán, apenas si se salva de la ruina la fachada barroca con valiosos detalles ornamentales, así como el escudo de armas sobre el muro, perteneciente a las familias    Guzmán y Zúñiga.
            La Plaza de Bejanque representa para la capital un cruce importante de caminos, lo que la convierte en uno de los lugares más transitados de todo el casco urbano. Sobre un altillo situado al noreste de la Plaza de Bejanque se alza el antiguo  monasterio de San Francisco, ocupado hoy en su mayor parte por instalaciones militares y alguna colonia de viviendas. Su origen parece ser que se remonta a tiempos de doña Berenguela, que levantó un convento para los Templarios en aquel lugar. En su iglesia hubo siempre un magnífico retablo gótico con pinturas del guadalajareño Antonio del Rincón. Del primitivo convento franciscano se conserva su importante fachada neoclásica. Bajo el ábside de la iglesia queda la cripta panteón de la Casa del Infantado, que mandara construir para enterramiento de los suyos el décimo duque del Infantado, allá por los años finales del siglo XVIII, tomando seguramente como modelo el panteón de reyes del Escorial. Cuando la invasión napoleónica, los franceses saquearon el convento y profanaron las tumbas. Los restos de la insigne familia mendocina fueron recogi­dos algunos años más tarde, en 1859; confundidos y cargados en urnas mortuorias se llevaron a Pastrana para ser enterrados de nuevo en el panteón de la Colegiata, sin que haya sido posible precisar, después de tanto tiempo de abandono, cuales eran y a quién pertenecían.
            El más importante parque público con que cuenta Guadalajara comienza en las inmediaciones del convento de San Francisco, y se extiende hacia la zona céntrica de la capital en donde encontra­remos, al cabo de un rato, la iglesia de San Ginés. Este parque, La Concordia, se instaló como tal en 1854, aprovechando lo que hasta entonces habían sido las eras de pan trillar de los agri­cultores. Son magníficos sus paseos ajardinados, el templete central de la música en donde de tarde en tarde se suele progra­mar algún concierto a cargo de la Banda Provincial, así como una vistosa fuente surtidor de hechura reciente. El parque de la Concordia se prolonga en dirección este por el Paseo de San Ro­que, con plácidos rincones en sombra casi perpetua, modernas instalaciones deportivas y de recreo que se extienden hasta la ermita del santo, y la verja lateral de magníficos herrajes que limita con los terrenos y edificios de la Fundación de la Vega del Pozo.


            Acabamos el imaginario periplo monumental en San Ginés, ya en el centro de la ciudad moderna. Se trata de una antigua igle­sia conventual de los Dominicos, levantada en el siglo XVI por el arzobispo Bartolomé Carranza y Miranda, a quien la Inquisición desterró por atreverse a publicar un catecismo de la doctrina cristiana con ideas supuestamente heréticas. La iglesia de San Ginés tiene una sólida fachada de piedra de cantería, con dos machones laterales que acaban en sendas espadañas minúsculas para el campanario. El interior es de una sola nave con varias capi­llas laterales. A los lados del presbiterio quedan restos de los enterramientos de don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla, y de su mujer doña Juana de Valencia, violentados bru­talmente y deshechos durante la Guerra Civil de 1936. Se trataba de obras escultóricas del siglo XVI, procedentes del desaparecido convento dominico de Bolarque. En ambos brazos del crucero están los enterramientos de don Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, y de su mujer doña Elvira de Quiñones, traídos en el siglo XIX desde el monasterio jerónimo de Santa Ana, hoy en rui­na por las afueras de Tendilla. Como los anteriores, fueron prácticamente destruidos cuando la Guerra Civil.
            Mas no acaba aquí el legado artístico e histórico de Guadalajara. Fue una cumplida muestra que nos permitió conocer un poco la zona tradicional de la ciudad, pero nada más. En justi­cia, y sin salir del casco antiguo, habría que detenerse aunque fuera de paso en la iglesia jesuítica de San Nicolás, donde, aparte de un grandioso retablo churrigueresco, se conserva el sepulcro gótico de don Rodrigo de Campuzano, comendador santia­guista muerto en el siglo XV; en la iglesia del Carmen, regida hoy por padres Franciscanos,  donde está enterrada en sencillo mausoleo sor Patrocinio, "la monja de las llagas"; en la ermita patronal de la Virgen de la Antigua, vieja iglesia de Santo Tomé, obra mudéjar del siglo XIII, donde es de fe que rezó Alvar Fáñez de Minaya después de la reconquista de la ciudad en el verano de 1085; en la iglesia renacentista de Los Remedios, cuyos esbozos se atribuyen, como en tantos monumentos de la ciudad, al genio de Covarrubias; en los palacios de la Diputación Provincial y del Ayuntamiento, ambos de la segunda mitad del siglo XIX, aparte de otras muchas casonas solar, conventos y palacetes, que harían esta relación demasiado extensa.
            A pesar de todo, teniendo en cuenta su condición de monu­mento poco común, no demasiado conocido pero de gran significado para la moderna traza de Guadalajara, nos referiremos más cumplidamente al panteón en particular, y en general a la Funda­ción de la condesa de la Vega del Pozo

(Fotos de: Santa María de la Fuente, Ayuntamiento de Guadalajara, Convento de la Piedad y Parque de La Concordia) 

miércoles, 13 de marzo de 2013

Rutas turísticas: LA CIUDAD DE GUADALAJARA ( I )


    La ciudad de Guadalajara; la capital de la Alcarria por definición, y por añadidura de las demás comarcas que integran la provincia, no desdice en interés del resto de los lugares, tie­rras, villas y municipios que hemos venido conociendo, y de los cuales asume la responsabilidad de ser cabecera por razones históricas, o lo que es lo mismo, por motivos irrenunciables que el tiempo se encargó de irle colocando sobre la espalda.

            Cuesta trabajo, ciertamente, conseguir que aquellos que la desconocen entren de una vez por todas en la realidad presente y pretérita de esta singular ciudad castellana. Lo que significó en el concierto de la Historia de España en general y de la de Cas­tilla en particular; el legado artístico y costumbrista que to­davía poseemos; la manifiesta preferencia por parte de artistas y de hombres doctos que la eligieron para sus horas de expansión, cuando no para asiento permanente, son buena prueba de que esta capital de provincia en donde todavía se puede vivir y sacar partido del tiempo que se vive, posee ciertos encantos ocultos o no demasiado conocidos, cuyo descubrimiento ante los ojos de quienes la ignoran es misión que nos proponemos a partir de aquí, con la ilusión de quien aborda una tarea complaciente y por la que piensa que bien merece la pena tirarse al monte. Otra cosa es que esta ilusión de principio se vea cumplidamente correspondida. Como epílogo, pues, a toda esta serie de trabajos en torno a la provincia, vaya la presente referencia, ignoro si acertada o no, en favor y a honra de la ciudad que nos acoge.

        
                                      GUADALAJARA
           
            Se cree que Guadalajara tiene su origen en un viejo poblado carpetano que asentó sobre un vado del Henares, a poca distancia de donde ahora se encuentra, pero no exactamente en el mismo lugar. Se llamó Arriaca, que quiere decir "piedra", y con ese mismo nombre continuó durante la dominación romana y durante algunos siglos después. Dicen que, poco a poco, se iba extendiendo hacia esta otra parte del río en donde ahora se asienta, es decir, hacia la ladera y alto de una de las muchas sinuosidades que el Valle del Henares va dejando al pasar, en este caso a su margen izquierda. El nombre de Wad‑al‑hayara (río de las piedras) del que derivará su nominación definitiva, le fue impuesto por los árabes. Debió ser, tal y como lo deja entender la Historia, centro de extraordinaria importancia durante los primeros siglos de la dominación musulmana.
            Nos cuenta la leyenda que la vieja Wad‑al‑hayara fue re­conquistada a los moros por Alvar Fáñez de Minaya, pariente del Cid, la noche de San Juan del año 1085; noche de luna para más señas como así nos explica el escudo de la ciudad. El conquista­dor y sus huestes entraron ‑parece ser‑ por la "Puerta de la Feria", ahora "Torreón de Alvar Fáñez", sin que los moros ofre­cieran apenas resistencia para evitarlo. Es leyenda, naturalmen­te. La realidad histórica, que nada sabe de romances fronterizos ni de noches de luna, deforma un tanto los hechos, aunque los nombres de sus protagonistas sigan siendo los mismos. A pesar de todo es una visión bonita, muy en la conciencia de los arriacen­ses de hoy que para el caso no conocen otra, por lo que es preferible perderse en la penumbra de la vida medieval y dejarlo así.
            La hora de Guadalajara a lo largo y a lo ancho de su vida como núcleo de población determinado, fue la hora del Renacimien­to. En 1460 le concedía el rey Enrique IV el título de ciudad, tiempo justo en que comenzó a brillar, con una intensidad tal que trascendió a los diferentes reinos de España, la estrella recién encendida de los Mendoza, familia que desde entonces marcaría el devenir de la ciudad, convirtiéndola en un foco importantísimo de la vida renacentista española.
            De entonces a hoy las cosas han cambiado bastante. Guadalajara, a impulso de los tiempos y de las circunstancias, se ha convertido en una ciudad apacible, variopinta durante las últimas décadas en las que la población de hecho se llegó a tri­plicar, absorbiendo para sí a una buena parte de los habitantes de la provincia, y a muchos más de otras regiones de España al reclamo de sus fábricas; dependiente un poco de Madrid por aque­llo de la proximidad, y, desde luego, plagada de monumentos her­mosos y de un pasado histórico tan brillante que en ocasiones la llega a desbordar.
            Las costumbres más sobresalientes, un poco de su historia, y una referencia sucinta a lo más significativo del legado artístico de Guadalajara, es lo que pretendemos traer a colación como óbolo de la capital al conjunto de las tierras de la provincia. Para ello, nada mejor que entrar en materia haciendo alto en primer lugar en el edificio civil que más caracteriza artísticamente a Guadalajara; en el cenit del Renacimiento mendo­cino que contó entre sus moradores y huéspedes con personajes clave de la vida y de la cultura nacional, teniendo lugar en sus salones hechos que no son otra cosa sino páginas escogidas de la Historia, y cuya presencia en los tiempos modernos, como repre­sentación de una época, es muestra incomparable del arte español. Ni qué decir que nos estamos refiriendo al Palacio de los duques del Infantado.
           

           
            EL PALACIO DE LOS DUQUES DEL INFANTADO
           
            Seguro que ningún otro monumento de Guadalajara recibe a lo largo del año tantas miradas y tantas visitas como el Palacio de los duques del Infantado. La fachada sobre todo, y el patio interior que dicen de "los Leones", atraen a diario el interés del visitante y el de las cámaras fotográficas que acuden hasta él con el lógico deseo de llevarse, por lo menos la imagen como recuerdo, de esta maravilla única de la arquitectura civil de finales del siglo XV.
            El edificio ocupa el mismo solar en el que antes estuvieron unas casas principales propiedad de don Pedro González de Mendo­za, el Gran Cardenal de España. Lo mandó construir el segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, en un tiempo récord de diecisiete años, quedando, salvo algunos cambios y añadiduras posteriores, tal y como ahora se ve.
            De 1480 a 1483 se fue levantando la fachada, a continuación el patio columnado, y en poco más de otra década se acabó con el palacio entero. Años más tarde, hacia el 1570, el quinto duque, también Iñigo López de Mendoza como su antecesor, modificó la    fachada con algunos detalles renacentistas, al tiempo que ordena­ba decorar los techos de varios de los salones nobles con frescos realizados por pintores italianos, de los que a la sazón andaban por España con motivo de la pintura de El Escorial. De aquella época son de destacar los frescos de Rómulo Cincinato que todavía se conservan.
            Fue autor del trazado y director de las obras del palacio el arquitecto Juan Guas, a quien se le deben monumentos tan im­portantes como el castillo de Manzanares el Real o el monasterio toledano de San Juan de los Reyes. Intervinieron así mismo muchos artesanos mudéjares especializados en decoración: rejerías, fri­sos, azulejería, artesonados, etc.
            Describir con palabras lo que aquellos maestros renacentis­tas fueron capaces de conseguir con la piedra, es de alguna mane­ra pretender emparejarse con ellos, ponerse a su nivel, cosa que sencillamente resulta imposible. A pesar de todo, y contando con el apoyo de las fotografías que acompañan a este trabajo, el  lector que todavía no lo conoce, podrá sacar una idea bastante aproximada. Se puede apuntar cómo la puerta principal no ocupa el centro geométrico de la fachada, sino que queda bastante des­viada hacia la mano izquierda de quien la mira. Hileras de pirá­mides iguales clavetean toda la superficie de esta fachada, de­jando apenas los vanos en los que se sitúan media docena de ven­tanales renacentistas. La portada queda en medio de dos columnas que contienen entre ambas artísticos relieves góticos, con obje­tos y alegorías a la enseña familiar de la familia Mendoza. Por encima aparece la figura en altorrelieve de dos salvajes soste­niendo un artístico florón, en cuyo interior se destaca el escudo mendocino con una celada, un grifo, dos tolvas de molino y otros enseres relativos al árbol genealógico de la nobleza alcarreña. El remate de la fachada principal es obra grandiosa y delicada, más de orfebres que de canteros. Se trata de una serie corrida de ventanales y juegos de ajimez, colocados alternativamente entre garitones simétricos con idénticos motivos como decoración,  muy acordes con el gusto gótico‑mudéjar de todo el conjunto.


            El patio interior ─sonoro espectáculo de piedra aparente­mente moldeable─ tiene forma rectangular. Las columnas que sos­tienen la arquería baja son lisas con capitel dórico; portan sobre los respectivos arcos a los que dan lugar un conjunto re­cargado de motivos mendocinos: leones tenantes, tolvas, celadas, coronas ducales, y los escudos correspondientes de las armas Mendoza y Luna, alternándose por encima de cada capitel. La ga­lería superior recarga todavía más la ornamentación del primer cuerpo del patio. Las columnas aquí se muestran retorciendo en torno a su fuste con elaboradas estrías la forma de la piedra, los leones son grifos alados, en tanto que va sumando a su extraordinaria decoración de relieves la gracia de un barandal o pasamanos con calados, que sigue por sus cuatro caras todo el corredor de la galería.
            Algunos de los salones del Palacio sirven de albergue en la planta baja al Museo Provincial de Bellas Artes, donde pueden contemplarse, entre otras piezas de interés, la estatua yacente de doña Aldonza de Mendoza, bellísimo trabajo gótico de la prime­ra mitad del siglo XV; una "Virgen de la Leche" sobre lienzo de Alonso Cano; un "San Francisco recibiendo las reglas de su Orden"    de José de Ribera, y un "San Bernardo" de Carreño. En otro salón se guarda el famoso retablo de mediados del siglo XV, con pintu­ras de Jorge Inglés, que el Marqués de Santillana mandó montar con destino al hospital de Buitrago, en el que puede verse su propio retrato y el de su mujer en posición orante.
            La restauración del Palacio del Infantado, después de los tremendos desperfectos que sufrió durante la Guerra Civil, ha sido encomiable. Se ha devuelto al patrimonio artístico un valio­so edificio, orgullo de Guadalajara y regalo para la posteridad de la más insigne de las familias que por ella pasaron.