lunes, 27 de agosto de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO TAJO (y III)


 
Por estos parajes de Cobeta y de sus villas menores se da con profusión la sabina. Las tierras han cedido en espectacularidad, que no en encanto. Al fondo de un vallejo se divisa el corpachón conventual de Buenafuente con todos sus edificios ane¬xos: la hospedería, la recepción, las salas de servicio, la igle¬sia y los huertos de alrededor. En Buenafuente del Sistal habitan aún dieciséis religiosas de clausura, más otras cuatro o cinco de Santa Ana que atienden la residencia y asisten a los ancianos de la comarca, internos y externos.
La fuente milagrosa, la "buena fuente" de la que tomó nombre el monasterio, está en el interior de la primitiva iglesia. Su caudal sale íntegro al exterior, chorrea en un monolito levantado para su aprovechamiento en 1898.

El monasterio de Buenafuente tiene su origen en la segunda mitad del siglo XII, cuando unos frailes franceses de San Agustín afincaron allí en el año 1177. La construcción del monasterio y su repoblación con monjas procedentes de Casbas (Huesca) llegaría algo más tarde. Cuenta la leyenda que don Alonso, señor de Molina, quedó curado de una enfermedad penosa al beber de las aguas que manaban a la sazón por aquel vallejo; se lo hizo saber a su hermano, el rey Fernando III, hablándole de una "buena fuente" con cuyas aguas había recobrado la salud, y sobre ella se construyó la primitiva iglesia. Lo del Sistal es palabra que deriva de Cister.

Perteneció en propiedad al Arzobispo de Toledo Ximénez de Rada; a doña Berenguela, hija de Alfonso VIII; al ya referido don Alonso, señor de Molina; al abad de Santa María de Huerta; y por último a las monjas de Casbas, luego de Buenafuente. Contó con el favor de los reyes de Castilla y de los señores de Molina, hasta que, tras una serie de vicisitudes históricas, comunes a los demás monasterios no lejanos, el de Buenafuente llegó a sentir en sus piedras la garra demoledora del abandono amenazador de ruina. Fue en 1971, gracias al celo pastoral y apostólico de un joven sacerdote, don Ángel Moreno, cuando estas piedras venerables y estos caminos perdidos comenzaron a renacer. En 1973 se cuenta con los primeros "Amigos de Buenafuente", y en 1977 se funda la Misión Rural, que tiene como principal cometido el atender a un buen número de ancianos de la comarca en sus propios domicilios, además de los que viven allí como residentes perpetuos y son atendidos en las modernas instalaciones preparadas con ese fin.

En la nueva iglesia, preside los actos de culto una talla de Cristo en la Cruz del siglo XII. La primitiva iglesia conventual es tardorrománica, del siglo XIII. Tiene una sola nave y está completa y perfectamente restaurada. La bóveda del presbiterio tuvo una buena pintura mural, con un Pantocrator románico rodeado de los cuatro Evangelistas, del que apenas queda señal. Recientemente se ha colocado en una hornacina protegida con rejas, la urna que contiene los restos mortales -así lo aseguran- de doña Sancha Gómez, fundadora del monasterio, y de su hija doña Mafalda, ambas señoras de Molina en el siglo XIII, que fueron enterradas en el centro de la iglesia últimamente restaurada. El altar mayor se adorna con un bello retablo barroco del XVII, presidido por una hermosa talla de la Madre de Dios, y las de dos santos señeros en la Orden del Cister: San Benito y San Bernardo.
De entre los muchos e interesantes documentos relativos al monasterio, cuyas reproducciones se pueden admirar en la sacristía, merecen especial atención el más antiguo de todos, firmado por Alfonso VIII y fechado en 1177, así como el que pudiera considerarse más importante para la vida del secular cenobio, fechado el 17 de mayo de 1245, por el cual se autoriza a las monjas de Casbas para que vengan a Buenafuente a ocupar las nuevas instalaciones. Las monjas bernardas vendrían un año después, es decir, en 1246, un poco amedrentadas debido a la extrema soledad de estos parajes.
Otro último rincón de extraordinario interés paisajístico se esconde en estas tierras del Alto Tajo; justo en los estrechos rocosos a que da lugar el cauce del arroyo Arandilla, afluente a su vez del río Gallo, entre los pueblos de Cobeta y de Torremocha del Pinar, con acceso posible en automóvil, aunque no fácil, desde ambos municipios, y que, sin duda, viene a ser uno de los anónimos paraísos perdidos con los que cuenta la provincia de Guadalajara. Por supuesto que las referencias anteriores van dirigidas al Barranco de Montesinos: santuario, hospedería y otras dependencias en las que tuvo asiento desde tiempo inmemorial la piedad popular de la comarca, convertidas hoy, al fondo de aquellos impresionantes crestones rocosos, en mito para el recuerdo y en lugar común de almas románticas y de amadores hasta el delirio de la Naturaleza dentro de la más exquisita variedad y en su propio jugo.

Se adorna, por si lo antedicho fuera poco, el Barranco de Montesinos con una hermosa tradición en la que se cuenta cómo, allá por los años mediados del siglo XII, una pastorcilla natural de Cobeta vio curada milagrosamente su mano seca por intercesión de la Virgen, lo que trajo como consecuencia inmediata la conversión a la fe cristiana del capitán árabe Montesinos, que ocupaba a la sazón el castillo de Alpetea, en las cercanas tierras de El Villar, personaje que anduvo a partir de entonces morando como ermitaño en la soledad y en la penuria por aquellas cuevas. Fue durante siglos lugar -y todavía lo sigue siendo- de romerías y de fervores en honor de la Madre de Dios que, desde entonces, se venera por toda la comarca bajo la advocación de Nuestra Señora de Montesinos.

(En las fotografias: Vita general e Iglesia del monasterio)

martes, 21 de agosto de 2012

Rutas tirísticas: EL ALTO TAJO ( I I )


DE LA RUTA DEL CAOLIN AL PUENTE DE SAN PEDRO

      Pinos madereros y sabinas de las que no mueren se van  re­partiendo  el espacio hasta caer de hecho en Villanueva  de  Al­corón.  El pueblo saldrá más adelante, como de puntillas,  encima del  otero limpio que cubre con las corazas ocre y tierra  rojiza de sus tejados. En Villanueva todo es subir. Las calles vienen  a ser un complicado laberinto de entrantes y de salientes que con­cluyen arriba, en la plaza, junto al campanario y al rejuveneci­do edificio del Ayuntamiento. En el centro de la Plaza Mayor  han colocado una fuente sobre peana de escalones, cercada con  cuatro columnas que forman un enorme cubo de aire.

     En Villanueva de Alcorón, a 1275 metros de altura sobre  el nivel  del mar, las casas más antiguas lucen todavía un  señorial rusticismo con sus portadas en arco de piedra, unas en semicírcu­lo,  otras en ojiva. Dicen que los antiguos montaron sus  puertas de duro dovelaje, porque no se fiaban de las vigas de madera para los dinteles. Sea cual fuere la razón, son las portadas de piedra haciendo  arco uno de los detalles que más resaltan las  excelen­cias de esta importante villa. Ya en las afueras, es también  una  característica  del pueblo, el tamo blanco que sobre los  ejidos, igual que una nevada, arrojó la fábrica del caolín.

     Desde la propia Villanueva parte un ramal de carretera  que sube  hacia Armallones. El pueblo está a ocho kilómetros,  más  o menos.  En  el término municipal de Armallones  se  encuentra  el famoso Hundido, paraje de extraordinario efecto visual al que  se puede  acceder sin demasiadas dificultades por camino de  tierra. El Hundido no es otra cosa sino el primitivo cauce del río,  que, hace  cuatro o cinco siglos se hubo de desviar como  consecuencia de una tremenda riada asoladora de campos; y, como señal  perma­nente  de lo que antes fue, queda este bellísimo rincón del  Alto Tajo, compendio impresionante de roca y de vegetación, de agua  y de viento, en conjunto incomparable que, por supuesto,  aprovecho para recomendarles.

     Situados de nuevo  en  Villanueva de Alcorón, todavía  está lejos,  pero es aconsejable acercarse a Peñalén,  aunque  después nos cueste regresar al punto de partida como nos acaba de ocurrir con la escapada al lugar de Armallones. La carretera a seguir nos vendrá  a  la derecha apenas hayamos iniciado la salida por el camino de  Zaorejas. Es la carretera que emplean en sus  idas  y venidas  hacia las canteras de Peñalén y de Poveda  los  camiones del caolín.


     Cuando uno se asoma a Peñalén desde los altos que dicen del Portillo, y contempla por primera vez la estampa serena del pue­blo en el fondo de la hoya, la visión permanece inamovible en  la memoria  durante mucho tiempo. Peñalén es uno de los lugares  más fotogénicos y mejor  situados de todos los  pueblos  de  España (entiéndase que por cuanto a su función estética, en juego con la naturaleza  que  le rodea). Los cerros arropados de pinar  y  los cortes  rocosos tan propios de esta serranía, son por los  cuatro costados su principal atractivo. Aquí podríamos contar con el  de La Machorra, de aterciopelada piel; el de Fuentecillas, que  tuvo las  entrañas repletas de caolín; los peñascales abruptos  de  La Muela del Conde, donde dicen que vivió doña Florinda, la hija del conde don Julián, aquella que arrojó las joyas en el fondo de  la laguna de Taravilla para evitar que los moros se  apoderasen  de ellas; el cerro del Castillo que se encresta en la Peña del Agui­la, y siente a sus pies, muy profundo, el despeñadero de Cagarra­tones. El río pasa cerca del pueblo,  al otro lado  de los cerros que  tenemos frente a nosotros. Un bello paraje -qué decir- para deleitar la vista, los pulmones y el corazón, y un plácido refu­gio donde sacudirse durante una temporada, si ello fuera posible, de los devaneos y de las presiones de nuestro siglo.

     Huertapelayo viene a caer muy próximo a las corrientes  del río; allá por donde el Puente de la Tagüenza da nombre a otro  de los más bellos espectáculos naturales del Alto Tajo. La carretera de Huertapelayo nos sale a mano izquierda,  tres o cuatro kilóme­tros antes de llegar a Zaorejas. El acceso es estrecho, enrevesa­do y con subidas y bajadas harto pendientes. Ya casi a la entrada de Huertapelayo se pasa bajo el hosco arco de triunfo que  llaman "El  Portillo del Salvador"; es a manera de túnel que  horada  la peña  dejando paso libre; a su vera hay una estruendosa cascada que completa con creces el encanto indescriptible  de  aquellos rincones. El Portillo del Salvador, se consiguió abrir taladran­do  la roca que por siempre impidió la entrada al pueblo, a  ins­tancia y efectiva gestión ante las autoridades competentes de don Salvador Embid Villaverde, hijo predilecto de  Huertapelayo;  de ahí  el  nombre por el que sus paisanos lo reconocen.  El  pueblo cuenta  con una docena de habitantes inscritos en el censo,  como anejo que es del Ayuntamiento de Zaorejas. Hace unos años  estaba completamente vacío. Dos enormes crestones rocosos: el  de  La Cadena  y el de Las Covachas, se yerguen por encima del  caserío, uno a cada lado, dejando en mitad el silencio y la soledad de las noches, para uno de los lugares de la provincia en que, con mayor rigor, se vivieron las rurales costumbres de antaño, al amparo de su singular escenario.

     A  las  puertas de Zaorejas, el tendido de bosque  que  nos vino acompañando durante todo el viaje desaparece con brusquedad. Entramos  en  un páramo más serio, no menos bello pero  falto  de vegetación. Los cortes aparatosos del terreno en la lejanía dela­tan  a  distancia los muchos paraísos que rodean a  Zaorejas:  el Puente de San Pedro -por ejemplo- que visitaremos a continuación; el  valle que dicen de Los Cholmos, con su delicada fuente de  La Falaguera; el vallejo del Losar, que tiene como fondo el cerro de la Canaleja, allá en tierras de Huertapelayo; el nuevo mirador sobre unos valles fantásticos que dejan al descubierto los altos del extinto castillo de Alpetea, y tantos  rincones más  de agresiva belleza perdidos en su término, que los  vecinos conocen, y que con no mal criterio se sienten por ello  sencilla­mente  honrados.  Por los cielos de intenso azul en el  campo  de Zaorejas, merodea el buitre y planea el quebrantahuesos a la  que salga, a la busca de algo que llevarse al nido.

     Zaorejas  conserva  en sus viejos edificios el porte  y  la elegancia de los pueblos que fueron algo importante en el pasado. Tiene  dos plazas: la Vieja y la Nueva. Varias  casonas  muestran triple  planta en su estructura, y se adornan con fina  balconada de  forja.  La portada de la parroquia, bajo  saliente  tejadillo protector, se ve con cierto deterioro por efecto, tal vez, de  la climatología. Los detalles ornamentales del arco son de ejecución tardorrenacentista.

     Fueron  nota característica del costumbrismo zaorejano  los "Cantos  de la Pasión", con sentido verso popular en cadencia  de romance,  donde  se recoge la Pasión completa  de  Nuestro  Señor Jesucristo, y se solía cantar en los actos solemnes de la  Semana Santa.  Visto cuanto es aconsejable ver en Zaorejas, contando siem­pre con el tiempo del que cada cual disponga, salimos junto a  la Casa‑Cuartel  carretera  adelante hacia el mítico Puente  de  San Pedro. Una escala obligada; un paraje ideal donde perderse.

     EL PUENTE DE SAN PEDRO

      Es de alguna manera la estrella del Alto Tajo por cuanto se refiere  a  recepción de visitantes; el lugar  común  de  gentes molinesas y de otras muchas procedencias en las horas del  solaz o  de las conmemoraciones  familiares. En el Puente de San  Pedro se  dan ‑a menor escala, pero todos ellos reunidos‑ los  delirios paisajísticos de la comarca, con la nota a favor de una excelen­te  comunicación  por carretera. La práctica de la pesca  en  sus alrededores, es una actividad doblemente atractiva.

     Deben  ser cuatro o cinco kilómetros de carretera  los  que separan a Zaorejas del Puente de San Pedro. Como consecuencia  de las excelencias del paisaje antes de llegar al curso del río,  en este breve trayecto se hará preciso detenerse en más de una oca­sión para admirar la altivez espectacular de unos crestones roco­sos;  la asombrosa profundidad de una barranquera; el remover  de las  aguas  en las albercas de un criadero de  truchas;  las  mil covachas  con estalactitas -destrozadas casi todas ellas-  en  la superficie  vertical de las peñas; el ambiente, en fin, a que  da lugar  y en el que se desenvuelve este espectacular rincón de  la provincia, para el que toda palabra de elogio resultará en cual­quier caso desajustada e insuficiente. Ya cerca del Puente de San Pedro  propiamente dicho, se alza a nuestra izquierda  un  enorme cabezo  rocoso de piedra oscura, que tiene la  particularidad  de simular  por su forma todo un grupo apretado de setas  colosales. Por  encima  de esta extraña formación rocosa  crecen  los  pinos silvestres, como suele ser natural en los abruptos peñascales  de todas las sierras de la Meseta.

     El actual Puente de San Pedro sobre el río Tajo es de  re­ciente construcción. El anterior, el que conocimos siempre, queda a solo unos metros aguas abajo. Por un paraje de adusta  vegeta­ción y de apuntados farallones de piedra, que se recortan en di­rección saliente con el azul de los cielos serranos, baja solemne y apretado, de pared a pared, el padre Tajo. Ya en el mismo puen­te  se escalona en una chorrera de extremada pulcritud.  A  pocos metros  recibe  las aguas subsidiarias del  Gallo,  el  histórico Gallo molinés, cuchillo milenario facedor de profundos cortes que dieron lugar a su famosa Hoz. Todo un espectáculo. Por debajo del puente,  los vehículos de los pescadores esperan a la  sombra  el regreso de sus dueños, que andan Gallo arriba estirando el  sedal por entre las mimbreras, las espadañas y los sargatillos en ambas márgenes.

     Con  el murmullo incesante de las aguas en los  oídos,  uno piensa  en los rincones perdidos que deberán quedar al otro  lado de las peñas, en los pasadizos inaccesibles que sólo las  águilas tienen  el  singular  privilegio de ver y de  gozar.  La  fortuna querrá  que, poco después, sea posible desde otro punto  de  esta serranía,   contemplar  algo de lo mucho que la mente adivina viendo correr las aguas del Tajo, limpias todavía,  momentáneamente tranquilas,  en  tarde estival dada a  la  contemplación,  aquí, donde la Naturaleza lo domina todo. 

     Es posible viajar en cuestión de minutos desde el Puente de San Pedro hasta el Monasterio de Buenafuente, detalle  histórico‑artístico más considerable de esta ruta. El viaje hacia el anti­guo  cenobio  incluye, como ahora veremos,  otra  nueva  sorpresa paisajística.

     Si  continuamos carretera adelante, sólo a medio  kilómetro del  Puente de San Pedro, parte a nuestra izquierda una pista  de tierra  que  es la que debemos seguir. Salvo en  caso  de  lluvia reciente,  el firme de la pista resulta consistente y cómodo.  El sendero nos acercará en seguida hasta Villar de Cobeta, ya en los aledaños de Buenafuente del Sistal. Pues bien, ahí, en ese  breve recorrido sobre pista de tierra, surgen al volver de cada  curva, los  más aparatosos espectáculos visuales de toda la jornada.  En principio  serán abruptos precipicios de roquedal por cuyo  fondo discurren  serpenteando  las  aguas del río;  luego,  cortes de vértigo, aterciopelados de bosque incipiente, los que reclamen nuestra  admiración; después, el soberbio meandro del Tajo,  des­cribiendo  una curva colosal en las profundidades del barranco, como si pretendiera abrazar, con la tremenda faja de su cauce, el corazón mismo del paisaje sobre el que sobrevuelan las aves rapa­ces  que anidan en las altísimas covachas de junto al  río,  allá donde la planta del hombre no tiene posibilidad de acceso. Lásti­ma que la tarde no dé para más. El sol de caída anima a marcharse de allí, dejando la cinta plateada del río brillando abajo  entre las  sombras. La luz tibia de la atardecida descompone en  ricos dorados las tierras del Villar.

(En las fotos:  Panorámica desde el mirador de Zaorejas; Detalle del pueblo de Peñalén; y el río Tajo por el Puente de San Pedro)


jueves, 9 de agosto de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO TAJO ( I )



ALGUNAS CONSIDERACIONES ANTES DE PONERSE EN CAMINO

He visto el Alto Tajo por tercera o cuarta vez después de mucho tiempo y debo confesar que he vuelto impresionado. En ocasiones precedentes lo había ido visitando a trozos, fraccionado, sin ligazón, ahora esto y dentro de una temporada lo otro. Jamás pude dedicar una jornada completa, de sol a sol, a seguirlo de cerca y contracorriente, sin otra misión que no fuera la de gozar de él. Hace tan solo algunas fechas se ha visto cumplido un viejo sueño. Desde luego, el viaje mereció la pena.

Señalar una ruta, para ser recorrida sin perderse absolutamente nada del curso alto del río, es una utopía que ni siquiera nos debe pasar por la imaginación. Al Tajo por aquellas latitudes es imposible seguirlo de cerca constantemente. Hay veces en que la orografía tan singular de aquellas sierras, y la disposición suigéneris del terreno, obligan a separarse hasta varios kilómetros del hilo de la corriente para volver más tarde de nuevo a él en otro punto y en otro paisaje. Es en realidad el entorno de la corriente lo que aquí nos interesa, el ambiente natural que va dejando a su paso, del que gozan, casi por igual, todos los sentidos. Las tierras de una belleza tal como son éstas -ya lo adelanto-, resultan imposibles de ser descritas, de ser fotografiadas con fidelidad, de ser transportadas al lienzo sin que les falte el retoque definitivo que aporta el ambiente en todo su entorno. Por muy hábil e inspirado que sea quien maneje estos medios tradicionales de expresión, nunca podrá llevar al ánimo de quien viere o leyere la sensación exacta del frescor ribereño que sube hasta la piel, por ejemplo; el canto punteado de los pájaros que sale por entre las mimbreras; el rugido del agua en los despeñaderos, o el murmullo que, como una constante, lleva el río al colarse por cualquier angosto entre los roquedales; el olor, en fin, de la menta, del cantueso, del romero, de la tierra húmeda o de la flor de té.

Para conocer el Alto Tajo se puede tomar otra dirección en cualquier punto del camino, sin salirse por ello de la comarca natural que conocemos con ese nombre; aquella sierra da para mucho más de lo que pudiera ser una jornada de viaje, por muy bien que se aproveche el tiempo. A pesar de todo, sin restar por ello mérito alguno a los infinitos rincones más que en buena ley debieran figurar aquí y no aparecen, como mero guía o animador de aquellos parajes selectos, parajes que, con sólo volverlos a evocar en el silencio de una mesa de escritorio, a uno le ponen las carnes de gallina, no hay más remedio que ceñirse a una ruta lo más extensa posible pero concreta, y eso será lo que a partir de ahora comience a contar.

 

ALLÁ EN EL ALTO TAJO

De buena mañana uno puede situarse en Ocentejo. Hay dos caminos para ir: vía Sacecorbo por Cifuentes, o vía Sacecorbo por Torremocha del Campo, Laranueva y Abánades. La segunda de las dos es la que tomé en la última ocasión, sin ningún motivo especial, por cierto.

Ocentejo es un pueblecito sorprendente, de casas nuevas y ordenadas donde la gente, por lo que se ve, debe vivir a gusto. Está colocado a propósito en un rellano al pie de soberbios montículos que preludian con bastante exactitud lo que vendrá después. Ocentejo es pueblo de huertas y de leyendas, de árboles frutales que los vecinos cuidan con mimo y de una inimaginable paz. El voluminoso chopo que presidió la Plaza del pueblo muestra aquí su tronco muerto como consecuencia de los años y de la enfermedad. El canal de las avenidas desciende calle abajo con su nueva estructura de hormigón. Dos cosas sobre todas las demás destacan por encima del limpio caserío de Ocentejo: la espadaña barroca de la iglesia, y el erguido farallón de piedra, en donde estuvo la mínima fortaleza de los Albornoz, que en el pueblo conocen por "El Castillo". Ya en las afueras, el cauce del río es todo un espectáculo.

El Alto Tajo -tomando como tal los ciento cincuenta primeros kilómetros de su recorrido, desde su nacimiento en los Montes Universales hasta Entrepeñas- es todo un revoltillo de novedades paisajísticas encadenadas, irrepetibles, que cambian al torcer de cada curva. Con Ocentejo a la espalda, absorbido por las sinuosidades violentas del terreno y también por la distancia, cambia por completo el horizonte y se pone delante de los ojos una nueva panorámica visual. Aquí opta el conductor por detener el vehículo a cada paso, y sentarse a observar plácidamente desde los bordes de la carretera, como atónito espectador delante de la bravura del campo.

Subimos con dirección a Valtablado para descender más adelante. Creo que es ésta la única ocasión en todo el recorrido en que se viaja a favor de corriente. En un determinado momento, uno se crea la obligación de dejar el automóvil arriba, junto a la carretera, y bajar a pie por un camino hasta tocar las aguas del río. El Tajo anda por aquí con una relativa tranquilidad. Aguas arriba se oyen los lejanos murmullos de alguna chorrera que no se alcanza a ver. Por la ribera ha florecido el espliego, huele el romero, y se van muriendo poco a poco, comidas de yerbajos, las cepas raquíticas de una viña. El río comienza a colocar a sus lados enormes moles de piedra caliza, cortadas a cuchillo en vertical desde el santo cielo hasta el mismo nivel de las aguas. Los pescadores aguardan pacientes que pique la trucha, escuchando por entre las espadañas y en el ramaje de los primeros árboles el canto del cuclillo, el silbo de la oropéndola o el trino acristalado del jilguero común. Las choperas se alinean en perfecto orden por detrás de las mimbreras, dibujando a doble fila el cauce del río. Otra curva, otro paisaje, otro meandro espectacular en forma de herradura al fondo del barranco, otra panorámica impensable y distinta de la anterior. Hay que detenerse una vez más ante lo irresistible de la curiosidad y el deseo casi lujurioso de la vista por recibir impresiones nuevas. Acto seguido, el río prefiere emparedarse, oprimir su cauce entre murallones gigantescos de piedra blanca y ocre. La carretera, ciertamente, no es una autopista ni muchísimo menos; es estrecha y va pasando por el sitio justo que el paisaje le permite pasar, por el único lugar de la vertiente reservado para ella.


El Tajo se abre a la luz en el Puente de Valtablado, una vez que quedó atrás el paraje de bosque bajo que los campesinos de la comarca conocen desde antiguo por la Umbría del Estepar. En ambos lados del Puente de Valtablado dejan sus coches los pescadores de caña. El puente tiene seis ojos: dos mayores en el centro, y otra pareja más de ojos menores a cada lado por los que no corre el agua, salvo en extremas circunstancias de riada. Los vecinos aseguran que han visto varias veces colarse el agua por todos ellos.

Valtablado del Río, el pueblo, queda algo más arriba. Visto a distancia es un lugar bonito, con cuatro docenas de casas en las que habitualmente suelen vivir no más allá de las veinte o de las treinta personas.

No es mucha, en realidad, la distancia que hay entre Valtablado y Arbeteta. Ahora viajamos tierra adentro sin esperanzas de volver a las ariscas riberas del Tajo, ni a sus inmediaciones siquiera, hasta llegar a Peñalén o a Huertapelayo, ya veremos. En el bosque de Rascosa se da el pino; más adelante compartirá su predominio con el carrasquillo y con la encina en partes prácticamente iguales. Los bosques del Alto Tajo debieron tener en principio su vegetación peculiar, su flora autóctona, en donde no debió contar para nada el pino como planta específica, sino el quejigo, la encina y el boj. Uno piensa que el pino, aunque viejo ya como especie predominante en estas sierras, es un árbol advenedizo, impuesto por el hombre; en tanto que el bosque bajo y fragoso, hubo de brotar en parto espontáneo cuando la primera noche de la Creación, y lo sigue haciendo con la misma espontaneidad sin que nadie lo empuje, ni lo desee siquiera. Es la ley suprema de la Naturaleza, contra la que el hombre algo tiene que hacer, pero muy poco.

El castillo de Arbeteta nos sorprende de inmediato haciendo equilibrios encima de la roca que le sirve de peana. Queda muy poco de él: los cuatro muros. En el castillo de Arbeteta el murallón y la roca bajan en correcta verticalidad hasta los pequeños huertos que hay al pie, junto al arroyo. Ahí debieron habitar a temporadas, hace más de cinco siglos, servidores y afines a los duques del Medinaceli, que en tiempo de los Reyes Católicos fueron los dueños y señores de muchas de estas tierras.

El flamante Mambrú danza a capricho de los vientos sobre el pináculo de la torre de la iglesia; una de las torres más galanas y hermosas de la provincia de Guadalajara. El nuevo Mambrú de Arbeteta es voluminoso y sólido, forjado en plancha de hierro oscura, moldeado a conciencia por el artista de Alcolea del Pinar, García Perdices, y colocado en su lugar de destino a expensas de la Diputación Provincial en 1988. Dos años antes fue destruido el anterior por un rayo, lo que supuso para el pueblo un trago amargo, una vez que constituye con mucho su principal seña de identidad.

En Arbeteta existen todavía antiguas casonas con puertas adoveladas y escudos de armas que adornan las paredes; rincones de añosa aristocracia y una envidiable paz. Arbeteta, la histórica villa serrana, es hoy por hoy otro de los paraísos perdidos por las tierras de Guadalajara, en donde el corazón se hace grande y el alma se afianza como los cimientos sobre la dura peña de su castillo.

Hacia Villanueva de Alcorón se sale por la misma carretera que llegamos, pero en dirección opuesta a la que hemos empleado para venir. Al cabo de unos minutos de viaje se llega al cruce en perpendicular con la carretera de Villanueva. Por el momento no tiene indicador. Debemos seguirla torciendo en el empalme hacia nuestra mano izquierda.

Las fotografías nos muestrtan: Puente de Valtablado, sobre el río Tajo; un meandro en el curso alto; chapitel de la iglesia de Arbeteta con el famoso "Mambrú"