martes, 28 de febrero de 2012

Rutas turísticas: LA ALCARRIA BAJA (I I)

MONDEJAR.LA ALCARRIA VINATERA

     La villa de Mondéjar viene a ser, por el número de habitan­tes y por la holgada manera que tiene de desenvolverse, la capi­talidad indiscutible de una serie de pueblos que ocupan el pico más meridional de la provincia de Guadalajara; a modo de cuña que se incrusta entre la de Cuenca y la de Madrid por los cauces del Tajo. El aspecto dilatado de los campos mondejanos recuerda a veces las llanuras manchegas de más allá, donde se dan con exce­lentes calidades el trigo y la vida, el pan candeal y el vino de buena cepa, santo y seña de los más genuinos menesteres de la Castilla eterna. Mondéjar, es hoy por hoy, a pesar de los deva­neos migratorios de las últimas décadas, una villa bien poblada, en donde la actividad de sus gentes y la casi óptima condición de   sus campos, la han convertido en uno de los focos más prósperos de toda la Alcarria y de sus tierras colindantes. En cualquier caso ahí está, laboriosa y fecunda para quien guste comprobarlo.

     Las crónicas de hace siglos cuentan que Mondéjar fue cabece­ra de marquesado desde el año 1512, con título de nobleza que recayó en la persona de don Iñigo López de Mendoza, hijo del conde de Tendilla con su mismo nombre, por lo que, de alguna mane­ra, al poco de haberse iniciado el siglo XVI, sus tierras pasaron a engrosar las ya de por sí extensas posesiones del poderío mendocino.

     Hay en la villa de Mondéjar una espaciosa plaza de clásica hechura castellana. El ala sur la cubre el imponente frontal de la parroquia, una de las primicias del Renacimiento en España. La comenzó a levantar en 1516 el segundo marqués de Mondéjar, don Luis Hurtado de Mendoza. Consta la iglesia de tres naves largas con arcadas góticas, apareciendo más elevada la nave central que las dos laterales. El magnífico coro se debe al arquitecto Nico­lás de Adonza. La portada principal que da a la plaza es una muestra fiel del estilo plateresco por entonces al uso, mostrán­dose en ella, además de los elementos arquitectónicos propios de su fastuosa ornamentación, una imagen desgastada de la Magdalena y los escudos familiares de los segundos marqueses.

     Aún quedan restos de lo que fuera palacio residencial de los segundos marqueses de Mondéjar por detrás de la iglesia, así como las ruinas venerables del antiguo convento de San Antonio en las afueras, mandado construir a finales del siglo XVI por don Iñigo López de Mendoza, su primer marqués, quien había conseguido del Papa Inocencio VIII las oportunas licencias para levantar en aquel sitio un convento de Franciscanos. Es muy probable que corriera con el proyecto y con los trabajos de construcción de este convento el arquitecto Lorenzo Vázquez. La desamortización de 1835 obligó a desalojarlo, después sobrevino la ruina. Sólo quedan en pie, para testificar otra de las primicias del Renaci­miento en España, algo de la portada principal, así como el remate de bóvedas y de columnas a los lienzos de muro que, mila­grosamente, todavía se sostienen. Como detalle curioso, cabe decir que el convento franciscano de Mondéjar fue declarado monumento nacional en 1921, cuando ya se encontraba prácticamente destruido.

     Lo que sí resulta aconsejable, para todo aquel que vaya por primera vez a la villa mondejana, será que dedique algo de su tiempo a visitar in situ la ermita de San Sebastián. Se trata de un santuario encalado y blanco como las ermitas cordobesas de don Luis de Góngora, situada a diez minutos de camino a pie en las orillas del pueblo con buena carretera de acceso, en medio de frondosa arboleda y sobre un altillo desde el que se domina una amplia panorámica del poblado y de sus campos linderos de viñedo y de olivar. En esta ermita precisamente se encuentran los famo­sos Judíos o Pasos; interesantes grupos escultóricos, muy anti­guos, tal vez de finales del siglo XVI, que ocupan toda una serie de capillas subterráneas a lo largo de una cripta habilitada exclusivamente para ellos. Ahí se pueden advertir, en imaginería bastante elemental por cuanto a ejecución se refiere, varias escenas de la Pasión de Cristo, de su Muerte y de su Resurrec­ción, sin que se conozca, ni siquiera se sospeche, quién pudo ser su autor. Después de haber sido reconstruidos por un fraile del monasterio de Lupiana en 1719, y restaurados recientemente, re­sulta un espectáculo curioso sobre todo, imprevisible y Pío, muy digno de irlo a visitar. 

     La producción bien llevada de la vid, y como consecuencia las industrias vinateras de elaboración y embotellado con las que cuenta la villa, han ido colocando a Mondéjar en los primeros peldaños, por cuanto a interés y a medios económicos de sus habitantes se refiere, de toda la Alcarria. Hace poco, se trató con éxito en las bodegas mondejanas la elaboración del cava, o del vino espumoso, llámese como se prefiera; no para competir necesariamente con las industrias especializadas de Cataluña ni del sur de Francia, pero que pudiera acrecentar en un futuro próximo la condición vinatera y el buen nombre de este lugar de la Alcarria.

     Con sus envidiables campos de vid, y con su característica actividad de cada día, dejamos Mondéjar atrás y seguimos nuestro camino con dirección al curso medio del río Tajo.  Llegamos muy pronto a los pueblos colindantes de Driebes, de Mazuecos y de Almoguera; interesantes los tres, cada cual por una distinta razón.

     Driebes y sus tierras más próximas debieron ser durante los períodos de auge de la España Ibera, lugares preferidos por aquellos remotos pobladores de la Meseta. Al sur del pueblo existen restos de un castro perteneciente a aquella época, siendo de gran interés arqueológico e histórico el llamado "Tesoro preimperial de plata de Driebes", expuesto a la vista del público en el Museo Arqueológico Nacional; más de treinta kilos de plata elaborada entre monedas, adornos y otros objetos de enorme valor, que proceden de la época inmediatamente anterior al Imperio Romano, dos siglos antes de Cristo.

     Mazuecos es pueblo de especial interés debido ‑entre otras razones más, como pudiera ser su exquisita repostería‑ a la fiesta anual de La Soldadesca; grupo de jóvenes ataviados con uniforme similar al que emplearon nuestros soldados en la batalla de Lepanto, quienes, coincidiendo con la procesión de la Virgen de la Paz, el día 24 de enero de cada año, pasean las calles del pueblo constituidos en pequeña escuadra, y corren la bandera a petición del vecindario repetidas veces. Se celebra esta fiesta en memoria y honor de un hijo de la localidad, al que, después de haber perdido un brazo como consecuencia del enfrentamiento naval del 7 de octubre de 1571 contra la escuadra turca, por interce­sión de la Virgen de la Paz, celestial patrona de su pueblo a la que con fervor se había encomendado, lo consiguió recuperar sano y salvo.

     Muy cerca de Mazuecos, siguiendo ahora en dirección norte, intentando buscar el camino de vuelta, está la histórica villa de Almoguera. El nombre de Almoguera se lo dieron los moros antes de ser reconquistada la villa por el rey Alfonso VI. La Historia cuenta que fue pueblo de bravas milicias concejiles en la lucha contra el invasor musulmán, lo que le valió en más de una ocasión el favor y el reconocimiento de los monarcas castellanos, como pudiera ser el fuero personal otorgado por Alfonso X el Sabio. En las campañas para la reconquista de Al‑Andalus, sus hombres participaron con notorio heroísmo.

     Hacia el año 1344, Alfonso XI entregó las tierras de Almo­guera a la Orden de Calatrava, pasando a ser una de las encomien­das más ricas y residencia habitual del Comendador. Fue cuna y habitáculo de familias hidalgas, cuyos escudos y viejos palacetes todavía pueden verse por las calles del pueblo ruinosos o trans­formados. De Almoguera fue natural el canónigo de Toledo don Domingo Pascual, portador del guión arzobispal de don Rodrigo Ximénez de Rada en la memorable batalla de las Navas de Tolosa.

     La iglesia de Santa Cecilia de Almoguera tiene, curiosamen­te, la torre campanario separada del edificio parroquial sobre el cerro peñascoso en el que estuvo su castillo. Son de notable interés en esta villa, dentro de sus costumbres heredadas, la llamada "Cofradía de Hidalgos", así como la conmemoración anual de la fiesta de la Santa Cruz el día 3 de mayo, con siete siglos de antigüedad.

     Durante las últimas décadas se han establecido en Almoguera varias granjas avícolas, así como una prestigiosa industria pele­tera que, no sólo han contribuido al freno de la emigración, sino que cooperan de manera positiva y eficiente a su desarrollo y a su bienestar económico.

(Las fotos representan: un detalle urbano de Mondéjar, un paso de "Los Judíos", y una toma de la Soldadesca de Mazuecos)

viernes, 24 de febrero de 2012

Rútas Turísticas: LA ALCARRIA BAJA ( I )


A partir de hoy, y con cierta periodicidad a lo largo del presente año, iré incluyendo en este blog todo el contenido de mi libro “Rutas turísticas de la provincia de Guadalajara”. Serán 13 rutas diferentes que presentaré en tres páginas consecutivas cada una de ellas, comenzando por la primera que figura en el libro, y que corresponde a la Alcarria Baja. Confío que os sea de mucha utilidad. Guadalajara tiene cosas únicas, que bien vale la pena conocer.
                              

     Vamos a tomar como punto de partida en el viaje de hoy la ciudad de Guadalajara. Ya hemos salido de ella, dejándola como tenderete urbano de moderna traza a nuestra espalda. La ciudad de Guadalajara, que abre y que cierra al mismo tiempo la puerta de todas las Alcarrias, se nos ha quedado atrás, extendida sobre el rellano que bordea por el mediodía el cauce del Henares; con las lejanas crestas del Ocejón y de Somosierra como cortina de fondo.
     En la agria vertiente alcarreña más próxima a la capital  se dispersan sin demasiado orden los hoteles de la urbanización "El Clavín", pulmoncillo de la ciudad y abierto mirador sobre las tranquilas tierras de la Campiña. "El Clavín" ‑ya es dato para la Historia‑ fue testigo de primera mano en la mañana del 19 de octubre de 1989, cuando al académico don Camilo José Cela, resi­dente a la sazón en una de las recogidas mansiones de recreo que hay en aquella vertiente, se le comunicó de manera oficial la noticia de haberle sido concedido por la Academia Sueca el Premio Nobel de Literatura en aquel año.

     Con el Valle del Henares a la derecha, y una fosca serrezue­la sin nombre a nuestra izquierda, el camino sigue adelante salvando infinidad de curvas, y algún que otro barranco hasta los altos de Chiloeches. El pueblo de Chiloeches, desde el mirador de la carretera, ofrece al que viaja una indefinible sensación de calma. Luego, campos abiertos de encinares y de prometedora mies nos acercan hasta el lugar de El Pozo, ya en los rayanos con la porción de Alcarria que a estas alturas queda medio encajada en la provincia de Madrid. En El Pozo de Guadalajara hay una bonita iglesia parroquial, con pórtico arqueado gótico‑mudéjar, dedicada a San Mateo Evangelista. También poseen, para engalanar con ella el camino de paso, una picota o rollo jurisdiccional sobre gradas de piedra, rematada en artístico capitel con cuatro cabezas de león como adorno.


     La carretera, a partir de aquí, continúa hacia Mondéjar en dirección sur. Muy cerca nos sale  al paso el pueblo de Pioz; antiguo feudo mendocino, cuyo sello en piedra centenaria pervive aún convertido en severo castillo, sobre el que se mecen bandadas de palomas. El castillo de Pioz lo mandó edificar, a mediados del siglo XV, el Gran Cardenal de España, pero lo entregó inmediata­mente, apenas se vio colocado el último sillar sobre la torre del homenaje, al entonces secretario del rey Enrique IV, don Alvar Gómez de Ciudad Real, a cambio de su villa de Maqueda. Se trata de un hermoso ejemplar de fortaleza civil, propia de aquel tiem­po, al menos según parece en una visión general desde fuera, ya que el interior no es sino un bosquecillo de zarzales, de jarama­gos, de ortigas y de correhuela, consecuencia lógica del abandono    en que se encuentra. Todavía se advierte en el castillo de Pioz la hondonada del foso que impedía la entrada, y que era preciso salvar a través de un puente levadizo. Los torreones redondos de las esquinas guardan con rigor, respetado por los siglos, su primitiva forma. A través de algunas saeteras rematadas en cruz que hay en sus torres, se cuelan las aves con libertad en las horas de calma, y se divisa en derredor el plácido espectáculo de los primeros llanos alcarreños. Varios detalles, al gusto italia­no de los inicios del Renacimiento, hacen pensar que en su con­strucción intervino el arquitecto mendocino Lorenzo Vázquez, autor, entre otros, del palacio ducal de Cogolludo, del de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, del convento de San Antonio de Mondéjar y del vallisoletano de Santa Cruz. Una visita a lo que todavía queda del castillo de Pioz, es introducirse de hecho en el doliente espectáculo de los oropeles alcarreños del pasado, de los que tan sólo la piedra, es en este siglo nuestro su más fiel testimonio.

     Pero sigamos campo abajo, ahora con la silueta inconfundible del castillo de Pioz como pantalla de los siglos y de la Historia mirándonos de espalda. Adelantemos un siglo en el tiempo y unos cuantos kilómetros más en la distancia. Estamos ya cerca de Mondéjar. Siguiendo el desvío que a nuestra mano izquierda nos lo indica convenientemente, entramos en Fuentenovilla, lugar situado a la vera de lo que en el pasado fuese el Camino Real. Fuenteno­villa aparece, casi todo él, empinado frente a nosotros según subimos. En el centro mismo de la Plaza Mayor del pueblo se alza la picota más impresionante y más artística de las muchas que existen en la Alcarria. Es obra renacentista del siglo XVI. Por encima de las estrías de su elevado fuste, se adorna con cabezas de león orientadas a los cuatro vientos, y por un templete calado con pequeños balaustres de piedra. Como remate, levanta un piná­culo de dos cuerpos bien definidos y una cruz de forja. Tan sólo la picota de Ocaña, aquella sobre la que Bécquer montó una de sus más románticas leyendas, y la de Villalón de Campos en las hazas trigueras de Valladolid, aún más complicadas y esbeltas, pueden compararse en toda la región castellana con este bello ejemplar de la plaza de Fuentenovilla.
(En las fotografías: Plaza de la Picota de Fuentenovilla y Castillo de Pioz)

lunes, 20 de febrero de 2012

AL OTRO LADO DEL RÍO JARAMILLA

            Me gusta ofrecer a nuestros lectores la fotografía en la que aparece el nuevo puente sobre el río Jaramilla; pienso que es aquel uno de los parajes más impresionantes de nuestra provincia, donde hay tantos que nos puedan sorprender. Ahí pues, amigo lector, la tienes una vez más para dar rienda suelta a tu imaginación, ahora cuando los primeros avisos del invierno que viene los estamos comenzando a notar.
            Durante muchos años, seguramente que desde que los sistemas de locomoción a motor existen, los sufridos habitantes de aquellos pueblecitos se vinieron quejando por carecer de un camino propio para poderse unir en automóvil con el resto de los pueblos de su comarca, y lo mismo que los demás tener acceso libre a la provincia, incluyendo la capital, sin necesidad de atravesar un buen trozo de la sierra de Madrid y llegar hasta nosotros por Montejo y Torrelaguna.
            Hace unos cuantos años que se buscó solución a aquel problema de siglos, venciendo como se pudo las serias dificultades que para ello ofrece el terreno. Ahora es posible viajar -con las debidas precauciones- desde Campillo de Ranas a Corralejo, atravesando el puerto a manera de hocino del río Jaramilla, por un entorno bravío y pintoresco que hasta hace muy poco había que salvar cruzándolo a pie o a lomo de caballerías. Media docena de pueblos, situados en aquellos parajes maravillosos donde se dan las mayores alturas de la provincia de Guadalajara. Colmenar, Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo, y El Cardoso que cuenta en lo administrativo como cabecera de todos ellos, tienen salida al resto de la provincia a través del dicho puerto, sin que sea preciso pisar -rodeando como ocurría antes- caminos de otra comunidad autónoma a falta de una carretera adecuada por donde poderlo hacer.
            No es aconsejable circular por allí si se sospecha que el pavimento no se encuentre en las mejores condiciones a causa de los hielos y de las nieves, tan frecuentes por aquellas latitudes durante los meses de invierno. El paso es paisajísticamente excelente, pero irregular; las pendientes en algunos tramos de curva alcanzan una inclinación extraordinaria, en algunos tramos hasta el 30%, y aunque se ha tomado la precaución de estriar el pavimento, a fin de evitar que los neumáticos se deslicen, el paso por allí debe de resultar difícil y peligroso, prácticamente imposible en temporadas frías, aun tomando la precaución de viajar con cadenas. Eso sí, pueden ser unos días de riguroso invierno a lo largo del año, lo que no es razón para dejar de aplaudir el mérito de las obras, y celebrar con el ciento de habitantes que en su conjunto viven en aquellos pueblos, el milagro de su nueva carretera. A los autobuses, por su peso y tamaño no les es posible el paso por aquellas curvas tan cerradas y pendientes.
            A pesar de sus provocadoras bellezas naturales, sigue siendo esta la comarca más desconocida de la provincia de Guadalajara. No me atrevería a juzgar si es la más bonita o no; sí, en cambio, se puede decir que es la más agreste, la más singular de todas, la más al amparo de la madre naturaleza, o dicho de otro modo la más auténtica de nuestras comarcas de montaña y en la que se dan las especies más puras y originales en la flora y en la fauna, en el carácter humano y en las costumbres, en los modos de vida y en la viveza del paisaje; aunque también es cierto que los tentáculos, no siempre óptimos de la nueva civilización, hayan entrado allí de forma avasalladora como en otros lugares más o menos cercanos.
            Vamos a tomar en los aledaños de Campillo y sin entrar en él la carretera que parte hacia Roblelacasa. El pueblecito de Roblelacasa no se alcanza a ver desde el camino, queda escondido tras una cuesta, extendido al otro lado de la vertiente sobre su peana de enormes peñas pizarrosas. En los bajos se aprietan los robles y los álamos desnudos. Algunas reses de vacuno, negras como la mora, se ven en ocasiones mordisqueando la hierba dentro de las cercas de piedra o de alambre espino entre la maleza. El descenso al puerto llegará enseguida. Las curvas se suceden cada cincuenta o cada cien metros en la bajada, dibujando de cara al barranco las formas del terreno. Nada se oye alrededor. Por el cielo extraordinariamente azul merodean los aguiluchos, y más al fondo se deja sentir el rumor de las aguas del Jaramilla colándose por entre las peñas y la maleza que crece junto a su cauce. Dicen los expertos que las truchas de montaña prefieren para vivir y desarrollarse las corrientes de agua clara y los escondrijos que hay a estas alturas del río. El viaducto sobre el río es una magnífica obra de ingeniería; está levantado con lajas de pizarra superpuestas y sobre tres ojos con una altura de treinta o cuarenta metros sobre el paso de la corriente.
            El agua limpísima del río se alcanza a ver desde lo alto con dificultad. En ambas vertientes se retuerce la carretera flanqueada por murallones violentos de pizarra, de piedras resbaladizas, de tierra oscura y de pequeñas láminas entre las que se crían las jaras y los chaparros. Ahora toca subir. A mitad de cuesta, los viajeros que pasan por allí se detienen junto a una especie de terraza que hay al borde del camino, contemplan el espectáculo y sacan fotografías desde el mirador. Más arriba, sin haber concluido el ascenso, se empiezan a ver las primeras casas del nuevo lugar de Corralejo, el pueblecito de los chalés y de las modernas mansiones para el veraneo, al que apenas reconocí hasta que llegué a la placita en donde está la iglesia, una pequeña ermita que cumple el papel de parroquia, precedida de un leve tejadillo que se sostiene sobre dos columnas de madera, y que tanto me impresionó años atrás en mi primer viaje.

            Con el pueblecito de Corralejo a nuestra espalda, se asciende cómodamente hasta casi la misma altura que las cumbres de las montañas que nos rodean en cualquier dirección. Uno siente encontrarse como en el techo del mundo. Los picos de San Cristóbal y el Corralejo son dos de los más robustos galanes de entre los que tenemos al alcance de la mano. Muy pronto el cruce de caminos. Los indicadores de carretera señalan la ruta a seguir y la distancia a cada uno de los pueblos a los que se accede desde allí a derecha e izquierda del camino. El más lejano es Peñalba de la Sierra, y el más próximo Cabida. El pueblecito de Cabida es también el más pequeño de todos. Al entrar en Cabida uno se da cuenta de que ha llegado a una aldehuela serrana eminentemente residencial, a un paraíso de verano donde los dueños de los chalés que se pueden contar por sus calles deben disfrutar de lo lindo durante el buen tiempo. En invierno las puertas de los chalés están cerradas. Sólo había tres vecinos en Cabida la última vez que pasé por allí. Igual que Corralejo, el pueblo tiene una simpática placetuela a mitad de la calle, con un piloncillo en el que daban de beber a las caballerías. Por debajo de la iglesia quedan los huertos, sombreados de frutales. La iglesia de Cabida está dedicada a San Migue Arcángel, cuya fiesta celebran en el mes de agosto. La torre de la pequeña iglesia de Cabida es la más elegante de todos los pueblos de la comarca, pese a ser el más pequeño. Consta de dos cuerpos levantados, sobre todo el superior del campanario, con piedra sillar de color gris labrada con limpieza. El portalejo da a la solana, mirando a los tablares de los huertos vecinos, donde algún jubilado del lugar se entretiene a lo largo del año.
            Del resto de los lugares que componen esta reserva de pequeñas entidades, cuya cabecera es el pueblo de El Cardoso, hablaremos en otra ocasión. La naturaleza, y la vida en la naturaleza da para mucho, y aquellos pueblecitos nuestros merecen, cuando menos, una atención especial
            Viajar por las sierras del Macizo es algo recomendable. Hasta el mes de noviembre, o tal vez hasta algo más adelante, es tiempo de hacerlo con todo a favor. No se puede hablar del paisaje en medio rural de Guadalajara sin haber pasado por allí. Solo es cuestión de hacerse la idea y de ponerse en camino. Vale la pena una salida así, entrados ya en estos variopintos días del otoño. 

(Las fotografías corresplonden a Corralejo y a Cabida)
           

domingo, 12 de febrero de 2012

HORTEZUELA DE OCÉN


            Desde el santuario de la Patrona, arriba sobre las peñas, el pueblo se deja ver en toda su longitud destacando sobre un extremo de la colina su iglesia de San Sebastián. Abajo la ancha vega que cruza un arroyuelo exangüe, y junto a él la carretera de Alcolea a Buenafuente por la que van y vienen los camiones de las obras cargados de materiales. A esta leve explanada de la Virgen de Océn sobre la altura, acuden en romería cada año las gentes de la comarca el último domingo del mes de mayo. Dicen que aquí, en estos llanos que hay sobre las peñas, existió un poblado muchos siglos atrás, incluso una especie de fortaleza de vigilancia tan vieja como la Historia. Dicen también que la parte más antigua del santuario se corresponde con la iglesia de Océn, viejo pueblo de origen medieval ya desaparecido, excepción hecha de la cúpula visiblemente posterior, y los arcos del atrio porticado que apenas tienen cien años. El lugar, en una de estas serenas mañanas de otoño, es como una especie de olimpo en donde uno se siente a gusto al amparo del sol de las doce.
            Con la tranquila vega extendida al pie y el pueblo al otro lado, uno se detiene a pensar en cómo es probable que fueran estas las tierras de la provincia en la que se han encontrado las mayores y las mejores muestras del primer paso del hombre por la actual Guadalajara, mientras no se demuestre otra cosa en esta carrera imparable con cuyos resultados nos sorprenden tan a menudo los investigadores; como así fue cuando el marqués de Cerralbo descubrió por estas laderas cercanas una necrópolis celtibérica. El Museo Arqueológico Nacional es un importante depósito de hallazgos, monedas y otros objetos pertenecientes a lejanas civilizaciones, encontrados aquí, en los campos de Luzaga, en estos altos y desniveles que tenemos a la vista, y que cuentan como principal punto de atención con la Cueva de los Casares, ahí, a cuatro pasos de La Riba de Saelices, donde las figuras de animales y las escenas de caza grabadas en la piedra, con muchos miles de años de antigüedad, nos dan idea de que eso fue así, de que el agua clara de estos arroyos y la oportunidad de tantos refugios abiertos en la solana, atrajo y retuvo durante largas temporadas a los primeros hombres que pusieron su planta en nuestro suelo; circunstancia que no ha cesado hasta nosotros, aunque por paradoja estas tierras cuenten hoy entre las más despobladas de la Meseta.
 
           Pero es preciso descender de este imaginario paraíso en los altos de Océn y entrar en el pueblo. El ayer tuvo su momento y el hoy también tiene el suyo. Los camiones que trabajan en los arreglos de la carretera siguen atravesando el valle de tiempo en tiempo. Un hombre con una cesta de mimbre otea por el erial buscando setas. Tres o cuatro parejas de aves rapaces se ocupan dibujando círculos en el intenso azul de la mañana sobre las casas de Hortezuela, adonde acabo de entrar y de detenerme en la Plaza Mayor, en la plaza del obispo don Juan, que es sobre cualquier otro el obligado lugar de parada cuando se llega a Hortezuela. Los dos arbolillos que conocí años atrás en un lateral de la plaza, tapan hoy completamente la fachada del ayuntamiento.
            El obispo don Juan, personaje al que está dedicada la plaza del pueblo, nació allí, en Hortezuela, el año 1864. Fue profesor de Religión y de Moral Católica en el seminario de Soria. En 1913, el Papa San Pío X lo nombró obispo titular de Hippo y administrador apostólico de las diócesis de Calahorra y de Santo domingo de la Calzada. En 1920 pasó a ser obispo de Santander, diócesis en la que creó varios colegios. Murió en la capital montañesa en el año 1927; pero su recuerdo permanece vivo entre sus paisanos, al que conocen como el Obispo don Juan. Don Juan Plaza era su nombre.
            La plaza divide al pueblo en dos barrios: el Alto y el Bajo, según queramos subir hacia las eras del cementerio por el saliente, o tomemos la dirección opuesta. En cualquiera de los casos uno se encuentra al andar con calles limpias, con viviendas de recia factura en las que nos sorprende el bien trabajado dovelaje de piedra arenisca que dibujan sus portadas en arco. Dicen que hay siete casas como estas, y que son las más antiguas del pueblo. Una de ellas en el barrio Bajo tiene desgastadas las piedras laterales; quiero recordar que en otra de mis visitas me contó el dueño que era porque toda la vida habían afilado en esas piedras los cuchillos, y a veces las hachas. Hoy, por el aspecto, la casa está deshabitada.
            Poco más arriba me ladra un perro en la calle Travesaña. Es la media mañana y las calles están vacías. Un señor de la Travesaña sale a la puerta avisado por los ladridos del perro. Se llama Valentín Layna este señor, y se me confiesa como suscriptor y lector asiduo de nuestro periódico.
            - Sí señor; la Nueva Alcarria la recibo todas las semanas. Algunas veces habla de estos pueblos. La semana pasada sacaron el museo de Alcolea.
            - Encuentro al pueblo muy tranquilo –le digo.
            - Sí; cuando se acaba el verano solo quedamos aquí la gente mayor.
            - ¿Cuántos son ustedes en un día cualquiera; hoy por ejemplo?
            - Pues no sé, unas sesenta personas.
            - Ah, pues no es poco para lo que se ve por ahí.
            - Claro, si va usted a Padilla, que está ahí detrás, todavía son menos.
            Concluimos la conversación al pie del campanario de la iglesia. El perro sigue ladrando. Junto a las tapias del cementerio viejo, detrás de la iglesia, el panorama que se divisa es fantástico: la vega toda; más hacia el poniente el pueblo de Luzaga; aquí, aunque no se ve detrás de los árboles, está la laguna; y al otro lado de la vega, ahora con una mejor perspectiva sobre las peñas, la ermita de la Virgen de Océn, donde estuve hace sólo unos instantes. Hortezuela, amigo lector, es uno de esos pueblos que lo tienen todo para alimentar la vista y el espíritu, para gozar de la paz y del descanso.
            Por los alrededores de la iglesia de San Sebastián, bastante bien atendidos, encontré hace muchos años a una viejecita de cuerpecillo enjuto y maltrecho que pasaba con un haz de leña debajo del brazo. Se llamaba Sabina Gutiérrez aquella mujer. No dudo de que por la edad que tenía y por los años que han transcurrido, más de veinte, ya no está entre nosotros.
            En compañía de doña Sabina visité la iglesia, cerrada en este momento. Recuerdo cómo pasamos bajo el arco de piedra en el que está escrito: “Se hizo siendo cura el licenciado Diego Sanz”. No me consta después de tantos años que estuviese en el patio, junto a la puerta de la iglesia, la fuente que ahora hay de un agua excelente, fresquísima, que hago salir girando un grifo cuya manivela tiene la figura de un pequeño gallo de metal.
            Además del retablo mayor que cubre el muro del ábside y preside la imagen de San Sebastián, hay seis retablos menores con otras tantas imágenes que enriquecen la ornamentación de la iglesia. Supongo que todavía estarán allí, en el altar de Santa Bárbara, las dos bombas que colocaron, una a cada lado de la imagen de su Patrona, los artilleros destacados en el pueblo durante la guerra. Y atrás, en uno de los laterales del coro, la armadura completa del órgano parroquial que robaron hace muchos años. Son los detalles que malamente se conservan en la memoria junto a la figura, borrosa también por el paso del tiempo, de aquella buena mujer.
            Desde la calle Travesaña me acerco después hasta los huertos del barrio Bajo, donde la fuente de la Poza vierte abundante sobre un pequeño pilón y que luego pasa al lavadero. El agua de la fuente se pierde al final por un canalillo que riega a su paso los crisantemos. Cerca de la fuente tiene su residencia de temporada el periodista Víctor Márquez Reviriego, al que me hubiese gustado saludar aprovechando esta visita un tanto fugaz a Hortezuela. No pudo ser, la puerta de su casa estaba cerrada, y el personaje por el que uno siente fundada admiración como escritor y como persona, después de haber leído algo de él y de haberle escuchado en alguna conferencia, no se concentraba en Hortezuela en aquel momento.
            Al regreso, las laderas del baldío y los pinares de Luzaga eran un andar de un lado para otro de los buscadores de y níscalos, al favor de las abundantes lluvias de días atrás y de las buenas temperaturas con las que el otoño nos regala por estas fechas.   
(En la fotografía: "Ermita de Nuestra Señora de Océn")

martes, 7 de febrero de 2012

C I N C O V I L L A S


            Aunque para el resto de la gente sean las Cinco Villas una importante comarca del reino de Aragón, famosa por sus cosechas de cereal, nosotros entendemos con ese nombre a algo más pequeño, menos conocido, pero no menos entrañable. Cincovillas, amigo lector, es un pueblo de nuestra provincia, un pueblo escaso en número de habitantes, pero con una bien marcada personalidad. Si viajas con dirección a Soria por la carretera 101, te encontrarás en Cincovillas apenas hayas dejado atrás el empalme de Atienza. Es éste el primero de una serie de pueblecitos situados al norte dela provincia, todos interesantes por una u otra razón; Alcolea de las Peñas, Tordelrábano, Paredes de Sigüenza, son los nombres de los otros lugares vecinos a los que me refiero.
            Lejos de lo que en mí es costumbre, que prefiero para viajar las primeras horas del día, llegué a Cincovillas después de la media tarde, de una de esas tardes serranas en las que el cielo parece más azul y las puestas de sol más encendidas, más trasparentes y tornasoladas. Aún quedaban en el pueblo veraneantes, casi todos jubilados, de esos que acostumbran estirar su tiempo de vacación mientras que el cuerpo resista, es decir, hasta una semana antes o después de la fiesta de Todos los Santos, que por estas latitudes suele ser cuando los primeros avisos del invierno aconsejen ponerse en marcha.
            Cincovillas debe de andar entre los treinta y los cuarenta habitantes con carácter fijo. El pueblo conserva su ayuntamiento propio, sin depender de nadie, primera prueba de esa personalidad de la que antes hablé y que no es demasiado frecuente en entidades de tan escasa población. Su clima es frío, pero tiene una estupenda vega para el cultivo, aparte de otros parajes de su término considerados de inferior calidad, que en su conjunto se encargan de mover entre tres agricultores; para los demás es la paga mensual de la jubilación la principal, cuando no la única, fuente de ingresos.

El pueblo en la vertiente
            Como tengo por costumbre, entré en Cincovillas un poco a la aventura. La tarde invitaba a viajar y lo hice con gusto, con el recuerdo en mente de mi primer paso por allí en los primeros años de la década de los ochenta. Como es fácil suponer encontré al pueblo diferente, bastante más cuidado, y con el principal problema que en aquella ocasión me contó su alcalde felizmente resuelto, y que no era otro que el arreglo de las calles, de la calle principal, dividida en tres tramos y con nombres distintos cada uno: Bajera, de la Iglesia, y calle Alta, además de las otras callejuelas laterales, y placitas de las que quiero recordar que vi dos, además de la del juego de pelota entre la Calle de la Iglesia y el Ayuntamiento.
            En la leve explanada que hay junto a la ermita de la Soledad, saludo a un señor que en aquel momento venía del barrio de abajo, del pequeño barrio en donde está el antiguo caserón de la venta de San Vicente, venta de arrieros acondicionada hoy como vivienda, al otro lado de la carretera. El hombre en cuestión no era otro que don Paulino Rodríguez, alcalde actual de Cincovillas, y alcalde así mismo de su pueblo cuando hace veinticinco años anduve por allí la primera vez. Nos tuvimos que presentar de nuevo, por aquello de que el tiempo afecta seriamente en el aspecto físico de las personas y porque la memoria también tiene sus limitaciones.
            -¿Todos esos años lleva usted como alcalde?
            - No. Han habido algunas temporadas en las que han sido otros.
            - El pueblo ha cambiado bastante desde entonces.
            - Sí; tenemos las calles arregladas y se han ido haciendo algunas cosas. Se han restaurado varias viviendas y el pueblo se nota que está mejor.
            Don Paulino Rodríguez me dice que es asiduo lector de nuestro periódico, que lleva suscrito a “Nueva Alcarria” cerca de cincuenta años porque le gusta estar al corriente de lo que pasa en la provincia.
            - ¿Sabe usted lo que costaba la suscripción entonces?
            - Pues no señor; ni me lo imagino.
            - Costaba cien pesetas por todo el año. Tenía menos papel que ahora, y era una cosa más sencilla.

Una visita fugaz
            Como en aquella ocasión, el alcalde de Cincovillas no tuvo inconveniente en acompañarme durante las escasas dos horas que estuve allí. Subimos calle arriba, y a la altura de la iglesia, dedicada a San Vicente que es a la vez patrón del pueblo, me detuve ante el portalejo que cubre la entrada, y todavía con mayor interés ante el enorme garitón esquinero añadido a la iglesia en algún momento de su historia, en que pudo servir como parapeto de defensa, según nos dan a entender los pequeños ventanucos en aspillera que presenta a diferentes alturas, o bien, y más probable, como almacén de productos del campo en la época del diezmo. En el cuerpo lateral de la iglesia se alcanzan a ver bajo el alero la serie de canecillos que avalan su antigüedad.
            -Siempre hemos oído decir que esta iglesia se empezó a construir en el siglo doce y se terminó en el catorce –explica el alcalde. 
           Al otro lado de la calle juegan al frontón un grupo de muchachos, residuo de los muchos más que vienen al pueblo durante los meses centrales del verano. El frontón de pelota es una de las instalaciones deportivas más comunes en casi todos los pueblos de Castilla, aunque se echa en falta aquellas recias partidas que nuestros mayores solían jugar a mano limpia en las grandas solemnidades.
            - Antiguamente se jugaba más con la mano. Los de ahora lo hacen con raquetas, y algunos juegan muy bien. Estos meses de atrás había tantos para jugar que tenían que esperar su turno. Los muchachos aquí se lo pasan bien en verano. Dentro de cuatro días ya no queda ni uno.
            - ¿A qué lugares se marchó la gente de aquí en aquellos años del éxodo?
            - Se fueron a muchos sitios, pero sobre todo a Madrid.
            Pasando junto a los jugadores de pelota, y en compañía de otros dos amigos más: José María García, que es agricultor y vive en el pueblo, y Serafín que vive fuera, pasamos a ver el salón del antiguo horno del pan habilitado ahora como barbacoa, con su fuego bajo chimenea, sus sillas, y unas mesas alargadas capaces para cualquier evento festivo que en el verano de los pueblos suelen ser bastante frecuentes.
            - Sí, lo hemos tenido que dedicar a barbacoa porque ahora, como no se puede hacer fuego en los espacios abiertos, la gente se mete aquí y se lo pasan de miedo, sobre todo los jóvenes.
            Bien, pues esto y poco más puede servir como instantánea en el vivir diario de uno de nuestros pueblos, de uno de los más desconocidos y más bonitos de nuestros pueblos en esa franja septentrional del mapa de la provincia. Allí está Cincovillas, orientado hacia la vega fértil en una de las comarcas donde la tranquilidad y el orden parecen ser dos de sus notas más características; con el arroyo Alcolea a cuatro pasos, y algo más al norte los conocidos Altos de Barahona, barrera natural con los primeros campos de Soria.

viernes, 3 de febrero de 2012

H O M B R A D O S


              Cuando el verano ha tocado a su fin, los pueblos poco a poco se nos quedan sin gente. Pienso que septiembre es el mejor momento del año para ir a los pueblos, incluso para pasar en ellos alguna temporada. Es un tiempo en el que se vive en ellos como nunca la tranquilidad del campo, lejos del agobio de los veraneantes que dan (que damos) a los pueblos una imagen que no es la suya; y lejos también de ese mutismo casi sepulcral de los inviernos, tan crudos y tan desapacibles en nuestra tierra de Castilla, donde a veces resulta difícil encontrar por las calles una sola alma, esas calles de puertas cerradas en las que apenas se encuentra como única manifestación de viada el ladrido de un perro, o el tintineo lejano de alguna res que pasta aburrida más allá de las últimas casas. En septiembre no se da ninguno de esos dos extremos; la gente se fue, pero todavía queda ese puñado de incondicionales que no tienen prisa por marchar hasta que el rigor de la climatología les eche fuera, personas maduras que seguramente como tú y como yo han nacido en alguno de ellos y guardan entre los dientes el lejano sabor a la tierra de su niñez y de su juventud, aprovechando el tan manida símil de Paul Claudel. Hombrados, el pueblecito molinés hacia el que ahora voy, podría servirnos de ejemplo para justificar lo que acabo de decir.
            De hecho acaba de entrar el otoño. Son pocos, pero todavía quedan algunos de esos jubilados que estiran sus vacaciones sin tener en cuenta el cambio de estación. Hombrados, el recio lugar que hoy nos acoge en el silencio casi místico de sus calles desiertas, es un pueblo cuyo nombre me gusta pronunciar con un extraordinario respeto. Han pasado muchos años y muchas cosas desde que lo conocí y anduve por sus calles la primera vez: Por los amigos con los que me encontré en aquel primer viaje: don Fernando, el alguacil; don Andrés, el alcalde; o don Juan Herranz, el del teleclub, ni se me ha ocurrido preguntar, pues sé por experiencia lo doloroso que resulta pensar que aquellas buenas gentes, con las que en tiempo ya lejano compartí algunos minutos o algunas horas de mi vida, sin haber sabido de ellos nada después, puedan no contar siquiera en el mundo de los vivos, como casi siempre ocurre.
            Una fuente baja junto a la carretera, el característico pairón molinés por enseña, una leve costanilla que sube hasta la plaza, han dado conmigo en el pueblo de Hombrados después de más de dos horas de viaje, cuando la vieja villa comienza a desperezarse bien entrada la mañana.
            He dejado el coche junto al juego de pelota y me he puesto a mirar con detenimiento la casona que tengo a mis espaldas, modelo de palacete molinés, con su escudo de armas presidiendo la estructura frontal y sus sólidas piedras labradas en las esquinas, detalle éste que en su momento fue señal de señorío, y sin duda que así debió de ser; pues se trata, aún en estupendo estado de conservación, del palacete de los González Chantos-Ollauri, familia riojana que en el siglo XVIII plantó sus reales en aquel lugar, y de la que salieron algunos personajes merecedores de engrosar la nómina de molineses ilustres, como lo fue don diego Eugenio González Chatos-Ollauri, pensador y autor de algunos importantes tratados de historia; Maestrescuela del Cabildo de la Catedral y titular de la cátedra de Vísperas de Teología en la extinta Universidad Seguntina. La llegada de los Chantos-Ollauri supuso una total renovación para este pequeño burgo molinés, que todavía hoy rezuma en la piedra mate de algunos de estos sólidos edificios el espíritu ilustrado del siglo XVIII.
            Me dispongo después a dar un paseo por las calles del pueblo hasta las afueras. Sigo sin encontrarme con persona alguna. Desde muy cerca llega a mis oídos el tintineo de las esquilas de algún rebaño que no alcanzo a ver. Las sillas blancas se encuentran recogidas, unas sobre otras, en un rincón dentro de la explanada del teleclub; los columpios descansan hasta el fin de semana o hasta el verano próximo que vuelvan los niños. “TELECLUB DE HOMBRADOS” dice en letras grandes sobre la puerta de entrada. Está cerrado. El teleclub de Hombrados es la sede de la primera asociación que se formó en aquella comarca, fruto del tesón de hasta cuatrocientos socios empeñados en que la llama vital de su pueblo no se acabase por extinguir como ya había ocurrido en otras partes. Hace ya años que este teleclub contaba con una de las mejores bibliotecas que pueden verse por allí, donación para disfrute de sus paisanos como herencia de un canónigo llamado don Máximo, y que en el momento de la entrega superaba en número los mil volúmenes, cifra que de entonces a hoy deberá haber aumentado considerablemente.
     
            La iglesia se encuentra a cuatro pasos sobre una leve prominencia. Lo mismo que el palacete de los Chantos-Ollauri y que algunas más de las casas centenarias que hay en el pueblo, la iglesia está construida con piedra rojiza, y según tengo entendido, salvo su aspecto exterior en perfecto estado guardando la línea dieciochesca como tantas más de su misma época, no debe tener en su interior nada destacable. También está cerrada.
            Desde el llano de las Eras se alcanza a ver en la media distancia la Sierra de Caldereros, con el soberbio torreón sobre las rocas del castillo de Zafra, uno de los hitos más conocidos de la particular historia del Señorío; pues fue allí donde se refugió el tercer señor de Molina, don Gonzalo Pérez de Lara, cuando el rey Santo, Fernando III, le puso sitio durante cuarenta días por haber intentado extender sus dominios por tierras de Castilla.
            También queda desde allí a nuestro alcance sobre su cerrillo la ermita de San Segundo, importante lugar de romerías para los habitantes del pueblo y de la comarca, sin que a este santo lo tengan como patrón, que lo es San Agustín, con fiesta local el 28 del mes de agosto.
            Y busco ahora, al otro lado del pueblo muy en las afueras, la ermita de la Soledad, que es en importancia, con la iglesia y con el palacete de los Chantos-Ollauri el tercero en importancia de los monumentos todavía en pie que se conservan en Hombrados y que vale la pena conocer. Se trata de una muestra magnífica del arte religioso popular del siglo diecisiete, levantada “A honor y honra de Jesús y de Santa María”, cuyos anagramas aparecen grabados sobre la piedra del dintel, junto a la fecha de 1698. Recuerdo haber visto también su interior en mi primer viaje, una nave grande con crucero, presidida por la venerable imagen de Nuestra Señora de la Soledad y otra de Jesús Nazareno; colgaduras en las paredes, estampas y exvotos sin otro valor que el del cariño de quienes los que pusieron, y una curiosa colección de óleos del XVIII representando escenas del Vía Crucis,  pintados por vecinos de Hombrados según se hace constar en la leyenda que figura en cada pie, con aires manifiestos de pintor bisoño.
            Dos hombres con sombrero de paja salen de un almacén próximo y se acercan hasta donde yo estoy. En todos los pueblos molineses la gente es amigable y fácil a la conversación, aun con personas a las que no conocen.
            -¿Le gusta la ermita?
            - Sí señor, mucho. Pero esto es más que una ermita.
            -Dicen que está hecha en dos siglos distintos. La parte de atrás y esto de delante se llevan cien años.
            - Es posible, yo creo que hasta se nota un poco.
            Y nada más. Allí quedó, atrás, después de dos horas de estancia, aquel pueblo pequeño, pero con empaque de gran señor, al que les invito a pasar si es que en alguna ocasión viajan a Molina y cuentan con tiempo suficiente para acercarse hasta él. Se encuentra a muy pocos kilómetros de distancia del límite de nuestra provincia con la de Teruel. Todo es proponérselo. Hombrados, su pasado y su presente merecen una visita.