jueves, 31 de julio de 2014

VILLACADIMA EN TIEMPO REAL


            Sobre estas fechas publiqué el año pasado una nota a vuelapluma con el título de “Villacadima, un corazón que late”. En ella daba cuenta de la enorme satisfacción que me produjo el haber asistido a misa en su bellísima iglesia, una tarde de vacaciones después de su restauración. Se hicieron presentes en la ceremonia una veintena de fieles, casi todos los habitantes del pueblo en aquel momento. Una experiencia que a menudo, siempre en verano, se repite alguna vez. Villacadima, amigo lector, es un pueblo pequeño, situado al noroeste de Guadalajara, en los rayanos con las provincias de Soria y de Segovia. En lo administrativo está incorporado al ayuntamiento de Cantalojas. Hace treinta años, o quizá más, Villacadema se quedó vacío. La joya arquitectónica de su iglesia del siglo XII, convierte a Villacadima en estampa obligada de cualquier tratado sobre el arte Románico Español que se precie de serlo.
            Como en todos estos pequeños municipios del entorno de Cantalojas, donde suelo pasar algunas semanas cada verano, Villacadima cuenta desde muy antiguo como uno de mis lugares predilectos. Todos los años, por una u otra razón, y aun sin haberla, suelo darme una vuelta por Villacadima. En la presente temporada no podía ser menos, después de haber tenido el gusto de conocer a uno de sus hijos, nativo de condición, Leoncio Martín Hergueta, que tuvo que abandonar el pueblo cuando vio que se quedaba solo, y ahora, después de haber vivido en Getafe durante cerca de cuarenta años, tras el fallecimiento todavía reciente de su esposa, ha decidido pasar el resto de sus días en la Residencia para la Tercera Edad de Cantalojas, donde sospecho que se encontrará a gusto, a cuatro pasos del lugar de toda su vida, al que prometí llevar conmigo un día hasta su pueblo, para que me sirviese de guía. Compromiso que se cumple hoy, coincidiendo con una de las jornadas más calurosas de este mes de julio tan irregular, pero que por estas latitudes serranas, a más de 1.340 metros de altura sobre el nivel del mar, resulta de una placidez  inusitada.

            Hemos dejado atrás el castillo de los Estúñigas sobre el cerro de Galve. Un águila culebrera se balancea sobre la rama de un arbusto a nuestro paso. Centenares de vacas pastan en la pradera. Minutos después aparecerá Villacadima, como extendido al volver de una curva. El pueblo aparece escoltado, desde la colina que lo resguarda de los aires del norte, por una cadena de generadores de energía eléctrica que giran lentamente, acompasadamente, a impulsos de la brisa que baja desde el Pico de Grado.  
            Sólo unos minutos ha durado el viaje. Estamos en Villacadima. Dejado el coche en la plaza, el señor Leoncio, que para algo fue el último alcalde del lugar, me invita a sentir una vez más el deleite de la portada de la iglesia, enseña de la villa y dignísimo punto final de la conocida Ruta del Románico Rural, que se inicia con las iglesias de Atienza y concluye precisamente aquí, ante esta bella portada, frente a la reja que asegura el acceso, y que mi guía está intentando abrir para que la veamos por dentro. Después de la restauración a la que fue sometida a fondo hace dos o tres décadas, esta iglesia, al menos para mí que la conozco desde hace algo más de medio siglo, supone, siempre que la veo, un verdadero gozo tanto para los ojos como para el corazón.
            Hemos subido después a ver la doble fuente de la que el pueblo se sirvió durante casi dos siglos antes del despoblamiento. Aparecen seguidas la una de la otra, formando un solo conjunto. En la piedra se dice que la de arriba se construyó en el año 1847, y la de abajo en el año 1916. El agua que durante ese largo periodo de tiempo cubrió las necesidades del vecindario, procede de dos manantiales distintos. Al lado de las fuentes está lo que todavía queda del antiguo lavadero. Justo es decir que durante los últimos años, estas fuentes han ido perdiendo parte de aquel vigor y de aquella prestancia que tuvieron antes.
            Pese a encontrarse a seis o siete kilómetros de distancia nada más de sus vecinos Galve y Cantalojas, Villacadima fue un pueblo de agricultores y quizás también de buenos hortelanos, mientras que en los otros predominó siempre la ganadería como medio principal de trabajo y de subsistencia. Aquí se labraron los campos, como en casi todos los pueblos de Castilla, con yuntas de mulas como animales de tiro, en tanto que en Cantalojas y Galve fueron las vacas las que emplearon para tan duro servicio. En Villacadima se producían, hasta con cierta abundancia y calidad,  toda clase de cereales; de ahí que me recuerde Leoncio aquellos viajes clandestinos, cuando él era muchacho, a vender carros y camionetas de trigo hasta la no lejana Atienza.
            -El trigo de aquí –me dice-, lo pagaban a mejor precio que el de otros sitios.
            Máximo Monje y su familia son algunos de los pobladores de temporada en Villacadima. De su desaparición total, hace no mucho, a hoy, son nueve las casas abiertas en el pueblo durante el verano. Máximo se ha construido una casa nueva, perfecta, con un cercado de césped anejo que es una delicia. Máximo nos ha invitado a tomar un refresco en el patio de su casa y, aunque en el rato de conversación no ha surgido como tema, sabemos que durante su vida activa ha sido oficial del Ejército y que se ha jubilado con el grado de comandante. Nos hemos despedido de él con la promesa de volvernos a ver, tal vez dentro de este mismo verano.

            Seguimos después recorriendo el pueblo, visitando en sus casas respectivas a  Feli y a Elena, cuñada y sobrina de Leoncio. Un corto paseo por el que me doy cuenta que Villacadima tiene arregladas algunas de sus calles, además de luz eléctrica y agua corriente en las viviendas; de que las casas de nueva construcción, las antiguas y unas cuantas en estado de ruina, comparten espacio codo con codo en las calles del pueblo, predominando lo nuevo. De un año a otro se ve cómo el pueblo va tomando nueva vida, renaciendo de sus cenizas como el mitológico Ave Fénix, valioso detalle que hay que agradecer a los que se fueron, y a los hijos de los que se fueron, comprometidos en que su lugar de origen no desaparezca; un empeño que están acabando por conseguir.
            Hemos bajado hasta la pequeña ermita anexa al cementerio. Está cerrada. En el cementerio destacan unas cuantas cruces y algunas lápidas mortuorias, posiblemente de los últimos enterrados allí. Los campos más cercanos al pueblo están sin cultivar. La gente se pregunta si se iniciara y se llevase a término la Concentración Parcelaria, tal vez el pueblo volvería a recobrar sus viejos brios. No sé; pero sospecho que los pros, favorables a ese deseo, serían escasos, y abundantes los contras. Han cambiado las formas de vivir. En realidad, lo que nunca podrán fallar, en lugares como éste de la vieja Castilla, son las delicias de sus veranos, las claras mañanas de celofán y los atardeceres deliciosos y transparentes, al amparo del puro aire de la sierra, y la paz, la mucha paz que es su mejor oferta-

            Dejamos Villacadima cuando una bandada de rapaces se queda dibujando círculos en el azul del cielo, sobre estos campos y sobre estos pueblos, donde se dan las mayores alturas de todo la provincia.