domingo, 27 de abril de 2014

HISTORIA DEL "MAMBRÚ" DE ARBETETA


Se trata de una de las leyendas más conocidas por aque­llas serrezuelas que quedan en el mapa de la provincia de Guadalajara entre la Hoya del Infantado y el Alto Tajo; una extensión a la redonda de cinco o seis leguas, según la más popular de las medidas itinerarias, y que viene a ser la dis­tancia en línea recta que separa a los dos pueblos que compar­ten protagonismo en esta tierna historia de amor imposible.
            Los furtivos amores entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla los he llegado a conocer por dos cauces diferentes: por los textos del doctor Layna Serrano, y por el más sencillo de la tradición oral, escuchado de viva voz a un anciano de Escamilla, sentados plácidamente los dos en la solana allá por el barrio alto de su pueblo, hace cuando menos una docena de años. Las diferencias apenas son de matiz. En la exposición del Dr. Layna prevalece su decir impecable, la referencia culta, el detalle histórico oportuno; en el relato del anciano de Escamilla aflora el poso de lo auténtico, de lo increíble, de lo que solamente él -y alguien más de su gene­ración- conoce, y que varía de vez en vez según el estado de ánimo del narrador y los dictados de la memoria, tan voluble a ciertas edades.
            Lo que conviene saber es que, como toda leyenda, se trata del fruto maduro de la imaginación popular con referencia a un tiempo y a un espacio, como aquí se da, y que, por tanto, se trata de una manifestación de reconocido valor que jamás debiera perderse. El lugar de los hechos nos es conocido, y el tiempo suponemos que también, tal vez la década central del siglo XIX, cuando al soplo de la corriente romántica fueron apareciendo aquí y allá historias de este tipo, historias anónimas cuyo principal exponente pudiera ser el famoso drama de los "Amantes de Teruel" que inmortalizó Hartzenbuch y quedó para la posteridad en el anaquel de la literatura romántica.
            La moza, guapa y agraciada en extremo, vivía en Escami­lla. Dicen que era hija del labrador más envidiado del pueblo, dueño de una de las haciendas más fuertes de la Alcarria. El mozo era de condición mucho más humilde; hijo del sacristán de Arbeteta, honrado, trabajador y de muy agradable presencia. El amor entre ambos surgió apenas conocerse, en un encuentro casual con motivo de las fiestas mayores del pueblo de la muchacha. A partir de entonces ninguno de los dos podía vivir sin el otro. Los días resultaban interminables en la distancia y en sus mentes y en su corazón sólo flotaba una idea y un momento: el soñado matrimonio que uniera sus vidas para siem­pre.
            Cuando el padre de la muchacha tuvo noticia del idilio bajo cuerda de su hija con el hijo del sacristán de Arbeteta, se opuso de un modo rotundo a que tales amores siguiesen adelante. Pesaba que su hija merecía algo más y que al zagal lo único que le interesaba de ella era su dinero y la inmensa dote que tenía detrás de su sombra. La oposición del padre concluyó de manera tajante; pues encerró a la muchacha en la habitación más segura de su casa palacio y mandó a los criados más fieles que la vigilasen con todo rigor, para que cualquier comunicación con el mozo de Arbeteta fuera imposible.

            Aseguran que el muchacho, confiado en que ella lo espera­ría el tiempo preciso, se marchó a la guerra. Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor frente a los ejércitos enemigos. Regresó a su pueblo al cabo de un tiempo vistiendo el lujoso uniforme de sargento de Granaderos de la Guardia Real, y con una buena bolsa de monedas de oro como pago a su comportamiento. Las gentes de Arbeteta no salían de su asombro, y desde entonces lo empezaron a llamar "Mambrú", en memoria de un general inglés Malborough que luchó en España durante la Guerra de Sucesión,  y que pasó a ser personaje popular de las canciones infantiles.
            El domingo siguiente al día de su regreso, con su unifor­me de Sargento de Granaderos se presentó en la misa mayor de la iglesia de Escamilla. Ni qué decir cómo a la salida fue la admiración de chicos y mayores, pero sobre todo el capricho de las muchachas que se paraban a mirarlo a hurtadillas, retiran­do disimuladamente el velo de tul que cubría sus cabezas.
            Tales pruebas de admiración no debieron de hacer demasia­da mella en el padre de la muchacha, pues al enfrentarse con él el Sargento de Granaderos con intención de pedirle la mano de su hija, el viejo adinerado insistió en su negativa al tiempo que le rogaba que se marchase del pueblo, amenazando con encerrar a la muchacha durante el tiempo que fuera preci­so.
            El mozo salió desconsolado. Luego de contemplar absorto la altura y la elegancia del campanario, pasó unas horas en la casa del sacristán, amigos de la familia, cuya hija era incon­dicional confidente de su novia. Cuentan que a media tarde salió a pie con dirección a su pueblo. Por el camino tuvo tiempo de lamentar su fracaso, de acrecentar su amor por la muchacha y de planear lo acordado horas antes con la hija del sacristán amiga de su novia. Era injusto dejar perder aquellos amores limpios por el simple deseo de un padre tenaz y ambi­cioso.
            Al cabo de unos días, la gente de ambos pueblos pudo observar cómo mientras sonaban las campanadas del Ángelus, el mozo, vestido con su correcto uniforme, ondeaba un banderín desde lo alto del campanario de su pueblo mirando hacia Esca­milla, al tiempo que su novia, siempre acompañada por su amiga la hija del sacristán, hacía lo propio con su delantal en el campanario de la iglesia de su pueblo mirando hacia Arbete­ta, desde donde aseguran que durante los días claros se dejan ver en la distancia los dos chapiteles. Era la llama encendida del corazón de ambos, imposible de apagar.
       

     Un día notaron los vecinos que el toque de campanas era demasiado largo; que el agitar del banderín de él y del dela­tal de ella duró hasta que el sol se escondió por el poniente. A la mañana siguiente el muchacho salió de su pueblo para incorporarse de nuevo al ejército y alcanzar una graduación más alta que lograra complacer al padre de su novia. Murió en campaña cuando ya había conseguido el grado de capitán. La muchacha enfermó de melancolía al conocer la noticia. Dicen que siguió subiendo hasta el campanario al toque de oración y desde allí, con lágrimas en los ojos, agitaba cada tarde un pañuelo negro. La muchacha murió meses después.
            El hecho, dicen, encogió el corazón a las buenas gentes de aquellos pueblos, de manera que, para perpetuar su memoria, en los dos concejos se acordó coronar sus respectivas torres con las siluetas de un granadero y de una muchacha que a la vez sirvieran de veleta. De ese modo seguirían mirándose de continuo y manifestándose su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
            Lo hicieron así, y el recuerdo de los amantes siguió vivo durante muchos años, hasta que un rayo, a ella primero y a él después, los hizo desaparecer de sus respectivos campanarios en época todavía reciente.

            El Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla pasaron al recuerdo; se convirtieron en un mito que conviene arropar dando vida a la leyenda. Las veletas originales, en uno y otro lugar, fueron sustituidas por sendos muñecos de metal bri­llante que la gente acepta de no buen grado; pero ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imagina­ción, que no necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.

martes, 22 de abril de 2014

SEMANA SANTA EN EL SOTILLO



Las fechas de la Semana Santa han ido perdiendo durante las últimas décadas una parte de su antiguo contenido popular, no sólo en el aspecto religioso, que por sí mismo significa la desaparición de toda una serie de valores nobles difíciles de recuperar, sino también en el aspecto costumbrista, unido al anterior de modo inseparable como producto de los años y de los siglos emanado del ambiente rural principalmente. Las costumbres desaparecidas fueron el fruto caduco de generaciones pasadas, al que nosotros, los que ahora vivimos, no hemos sido capaces, o no hemos querido mantener por considerarlo intemporal, poco rentable, y ahora nos estamos quedando sin ello como pilar de nuestra cultura autóctona. Hago votos por que jamás nos tengamos que arrepentir, a la vez que invito a quienes les sea posible para que lleven al papel escrito lo que a este respecto su memoria no sea capaz de mantener por mucho tiempo, entre otras razones porque la vida es breve y otros vendrán después que podrían necesitarlo.
Y entrados en tema, aprovecho la ocasión para felicitar una vez más y agradecer su trabajo, al que tituló “Cancionero tradicional de Guadalajara” a María Asunción Lizarazu de Mesa, autora de tres volúmenes que son un verdadero tesoro. Si los pueblos y sus costumbres desaparecen, como está ocurriendo y ocurrirá en lo sucesivo, bueno es que se queden en el papel impreso, o en cualquier otro sistema al que nos lleve la tecnología moderna, como única manera de perpetuarse y de llegar, al cabo de los años y de los siglos, a quienes alguna vez precisen de ello.

Después de este prólogo imprevisto a mi trabajo de hoy, les animo a viajar, como casi siempre por los pueblos de nuestra Provincia. Lo haremos hacia uno de los lugares más escondidos y más interesantes de los que yo conozco: El Sotillo, en la Alcarria de Cifuentes, camino de Las Inviernas, donde la gente, los pocos que ahora son y los que fueron antes, acostumbran beber el agua riquísima de una fuente de seis caños que allí conocen como de “La cabeza del perro”, debido al relieve de una cabeza esculpida sobre un lateral, que más parece de un ternerillo lechón que de un perro, como desde antiguo dicen allí.
            Hoy no tomamos por nuestro el pueblo de El Sotillo por el agua de su fuente generosa, ni por los bellísimos parajes que tiene alrededor, sino por algo bien distinto, y que como antes dije, conviene dejar marcado en letra impresa, porque mucho me temo que ya, en estos años primeros del siglo y del milenio, se trate de algo que marchó sin billete de vuelta. Me lo contaron hace algunos años las mujeres del pueblo, y tal cual fue, en ello me baso.
            Doña María y doña Marciana Barbas fueron entre algunas más las que me contaron todas estas cosas dentro de la pequeña iglesia que, por cierto, aún tenían a la vista de todos colocada sobre sus andas a la  Patrona del pueblo, la Virgen de Aranz. Unas y otras, todas las señoras del lugar que habían acudido como cada tarde del sábado a rezar a la iglesia, me intentaron explicar aquello de “los mil Jesuses”, de “los treinta Credos”, de “los cantos penitenciales de la Sagrada Cena y del Reloj de Jesús”; pero hablando todas al mismo tiempo. Luego de poner las cosas en orden, fue lo primero que me enteré de la costumbre antiquísima que allí tenían de cantar en la noche del Jueves Santo el “Reloj de Jesús”, compuesto por veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la noche, y que comenzaba con ésta a manera de introducción:

            Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.

Una manera seria, acorde con las circunstancias y con el momento, que las buenas mujeres del lugar empleaban por tradición para entrar con las debidas disposiciones en el Viernes Santo.
            Sin que nadie del pueblo, ni aun los más ancianos, pueda dar noticia del cuándo y el porqué de su origen, fue costumbre en El Sotillo que el día de Viernes Santo, bien por la mañana o bien por la tarde se rezaran “los treinta y tres credos” que manda nuestra señora la Tradición sin volver la cabeza atrás por nada del mundo, y en caso de hacerlo por descuido o por cualquier otro motivo, tenían que empezar de nuevo. Jamás había oído hablar de nada semejante hasta el día que estuve allí por primera vez, y la verdad, me cogió de sorpresa. Procuraré llevarlo al conocimiento de nuestros lectores, aprovechando las mismas palabras con las que me lo contó doña Marciana Barbas aquella tarde del mes de octubre de 1985. Ella lo dijo así: «Pues es muy fácil de entender. Nos juntamos unas cuantas mujeres, nos vamos a un camino por el campo, y nos rezamos treinta y tres credos sin mirar atrás. Cuando éramos chicas, venían los mozos a seguirnos y nos tiraban piedras. Entonces, siempre había alguna que no aguantaba sin mirar y nos costaba empezar otra vez. Antes de cada credo se dice: Satanás, en mí no has tenido parte, ni tienes ni tendrás. Treinta y tres credos he rezado sin volver la cabeza atrás.»

            Estas costumbres en la Semana Santa del pueblecito alcarreño de El Sotillo,  deberían esperar para ser completas hasta el día de la Cruz de Mayo, cuando las mujeres volvían a reunirse otra vez para rezar “los mil Jesuses”. La cuenta, para no perderse, la llevaban valiéndose de un rosario. Veinte vueltas a las cincuenta cuentas del rosario diciendo “Jesús” en cada cuenta y la costumbre estaba cumplida: mil veces justas. Cada cincuenta Jesuses entonaban un canto piadoso y seguían adelante con otros cincuenta. Un canto como éste que transcribo, tomado de viva voz para la ocasión en el mismo pueblo:

            ¿De dónde vienes, mi buen Jesús
            tan triste y desconsolado?
            Vengo recién azotado
            y de espinas coronado,
            a cuestas traigo la Cruz.


            No hay duda de que la Semana Santa, como la Navidad y algunas fiestas locales con raigambre y tradición en muchos de nuestros pueblos, varias de ellas con un riquísimo fondo sobre el que investigar en busca de su origen y sentido, son piezas de un extraordinario valor cultural, y en ocasiones también literario si se tiene en cuenta el ambiente primitivo en el que debieron de nacer. Preferimos dejar a un lado tan hondos caminos para el estudio e insistir, en cambio, acerca de la urgencia por conservar lo que tenemos y aquello otro que nos sea posible recuperar. Se ha hecho mucho durante los últimos años en ese sentido, ciertamente. Etnólogos, costumbristas y escritores, se marcaron la tarea de extraer del fondo del arca con olor a alcanfor la letra y el espíritu de muchas de nuestras tradiciones ya olvidadas, y lo hicieron bien; pero no es suficiente. Confiamos en que las generaciones jóvenes, más desarraigadas del medio rural, pero mejor preparadas para hacerlo, retomen el testigo usando como base lo que ya hay, y empleen algunas de sus horas de ocio en indagar y en recuperar cuanto todavía quede escondido en el ambiente pueblerino de sus mayores y sea susceptible de ser sacado a la luz. Seguro que se llevarán muchas satisfacciones.

sábado, 12 de abril de 2014

CAMPISÁBALOS, EN EL PÁRAMO NORTE

       
     «Y hasta el can pisábalos». La frase, como para fijar a partir de ella en su origen el nombre del pueblo, carece de rigor topo­nímico suficiente, hasta el punto de que para muy poco nos podría servir en ese sentido; pero así recuerdo que me lo contó hace años un anciano erudito del lugar, asegurando como dogma de fe que en tiempos muy lejanos -siglos más bien, si es que por siglos se pudiera medir el tiempo de Maricasta­ña- se dio una batalla cruel por aquellos páramos, y fueron tantos los muertos que no sólo el caballo y el caballe­ro pasaban por encima de los cadáveres de los vencidos, sino que "hasta el can pisábalos", y de ahí el nombre con el que este simpático lugar de la serra­nía atencina, a tiro de piedra de las tierras de Soria y de Segovia, ha llegado hasta nosotros.
            Y puestos a referir anécdotas, de aquellas que se perde­rán en el tiempo irremisiblemente si antes nadie se preocupa de asentarlas sobre el papel escrito para que perduren, ahí va otra inocente historia que tiempo atrás alguien me contó en aquella amplia y cuestuda Plaza Mayor de Campisábalos y que, por segunda vez después de muchos años, vuelvo a contar a nues­tros lectores.
            Dicen -o por lo menos así me lo contaron los más viejos del lugar-, que siendo rey de las Españas Fernando VII, un ricachón de Campisábalos apostó con él que sus perros ses­teaban en una cama de mucho más valor que la del propio rey. La apuesta, con hombres de solvencia como testigos, quedó en pie. Se compararon las camas en las que dormía el rey y las que usaban para sestear los perros del referido ricachón serrano y, efectiva­mente, el adinerado del lugar ganó la apuesta; pues si bien las alcobas reales eran, como cabía suponer, extraordinariamen­te ricas, todavía eran de mucho más valor los diez mil vello­nes de lana de ovejas y carneros sobre los que pasaban la noche y sesteaban durante el día los perros del aludido magnate. Eran otros tiempos, qué duda cabe; no obstante, la historia es muy posible que tenga algo de verdad; pues este límite entre las dos Casti­llas debió de ser una especie de tierra de promisión, a pesar de sus bajas temperaturas, en tiempos de la Mesta, cuando la lana llegaba a las ferias de toda Europa a precio de oro, y la trashumancia del ganado lanar durante el invierno a tierras más cálidas, una manera de vivir para ricos y pobres: para acaparadores de fortuna, prestamistas y otras malas hierbas del pasado, y para los humildes servidores de aquellos que no tenían otra salida para sobrevivir y sacar adelante a sus fami­lias.


            Sí es cierto que El Empecinado, en sus muchas incursiones desde su Castilla natal a esta otra de las Alcarrias, asentó por estos recovecos serranos de Campisábalos y Somolinos repetidas veces, donde parece que el invasor francés no tenía entrada o, por lo menos no la supo buscar. En cualquier caso, uno se encuentra, urgido por la historia y la leyenda, en la plaza de este pueblecito singular, diezmado en población de lo que fue antes, y teniendo frente a sí una de las muestras más admirables de nuestro arte medieval, que bien quisieran contar entre su patrimonio muchos pueblos y ciudades próspe­ros. Falta la presencia humana en éste como en tantos lugares más de su entorno geográfico en muchas leguas a la redonda, el latir del corazón del hombre se echa en falta, pero ahí queda, estirada sobre el muro de su iglesia de San Bartolomé, la huella del pasado en una serie de altorrelieves esculpidos sobre la superficie de la piedra caliza de finales del siglo XII, y que significa, cuando menos, una carta de saluta­ción valiosí­sima de nuestro pasado lejano. Y ahí está mirando al sol de la mañana, burladora de siglos, de guerras, de soles tórridos, de hielos e intemperies, para quienes deseen comprobar sobre pétreo documento, el vivir diario de nuestros campesinos por aquellos tiempos en los que hacer frente a la vida en su humilde condición, debió de ser obra de excepcio­nal mérito.
            No creo que sean muchos más de cincuenta los habitantes de Campisábalos en un día cualquiera que no coincida con el fin de semana. Cuando llegué a este pueblo por primera vez, y en él pasé por azares del destino la primera noche en la sierra, eran muchos más de esa cifra los niños que tenía en edad escolar. Campisába­los sufrió con saña el azote del éxodo en los años sesenta, lo que en nada afecta al encanto de su antigüedad, como podrá comprobar in situ quien vaya a cono­cerlo.

            Eran las doce de la mañana. El párroco de ésta y de algunas más de las feligresías serranas, se dispone a celebrar misa en la capilla anexa a la iglesia local. La capilla se abre tras una extraordinaria portada románica, herma­na gemela de la que tiene la iglesia bajo el atrio acolumnado y familiar no lejano de aquella otra que podríamos ver en Villacadima, a cuatro pasos de allí, y que por su indudable mérito habremos visto tantas veces fotografiada en libros y en revistas de arte.
            La capilla es pequeña: una nave con un presbiterio chi­quito y cinco o seis bancos de madera donde se sientan los fieles. Los capiteles sobre columnas que separan al presbite­rio de la pequeña nave, se adornan con figuras mitológicas en relieve, casi irreconocibles. Dentro de un nicho abierto en la pared lateral, protegida por una reja secular de buena forja, hay una urna sepulcral con una lápida cuya larga inscripción sobre la piedra comienza así: "En esta capilla donde está la rexa de hierro está enterrado el caballero Sangalindo, y de la dicha capilla y ospital y vienes y rentas suyas son patronos la Justicia y Regimiento de la villa de Atienza..." Referida al insigne hidalgo del que hay constancia que empleó una buena parte de su hacienda en favor de los enfermos y menesterosos de la comarca.

            Campisábalos no es pueblo para ser contado con palabras, ni con el frío de la letra impresa sobre el papel de una guía turística o de un periódico, sino para ser visto. La transpa­rencia de la mañana a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar, el color de la piedra, el silencio de sus calles, el balido lejano de un rebaño de ovejas, el rostro de la viejita que te mira al pasar desde el ventanuco de la puerta de su casa..., también es Campisábalos. Y a cuatro pasos más al norte la Sierra de Pela, la sierra por la que anduvo el Cid camino del destierro. Páginas desvaídas de la historia y del arte de Castilla expuestas al sol y a las lluvias de abril en pleno páramo de la Sierra Atencina.    

domingo, 6 de abril de 2014

EN LAS VIEJAS CALLES DE SIGÜENZA



            «Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto, le produjo a Alvarito gran afecto. El arriero llevó al prestidigitador, a su criado y a Álvaro a una posada de la calle Travesaña Baja, donde él paraba. La posada, medio derruida, ostentaba este letrero, escrito con letras negras en la pared: SE GISA A LA PERFEZION. A Alvarito le llevaron a un cuarto grande y destartalado, frío como el Polo Norte, con telas de araña en el techo» (Pío Baroja "La nave de los locos")

            Nadie duda que si don Pío hubiese podido volver en este tiempo nuestro a la ciudad de Sigüenza, la encontraría muy parecida a lo que el describe, al menos en lo fundamental, en su esencia, en su verdad histórica; pero muy distinta en lo accesorio, en lo que en ella ha surgido después. No son demasiado afortunadas las palabras del insigne vascongado, pero ahí están. Aún así, no deja de ser un honor personal para Sigüenza el aparecer en un título de la famosa serie de novelas que, bajo el apelativo genérico de “Memorias de un hombre de acción”, escribió don Pío y que a instancia de amigo os recomiendo.
            Pocas experiencias debe de haber tan placenteras y sedantes, tan confortables y aleccionadoras, como un paseo a pie en tarde de abril por las calles más antiguas de Sigüenza, por el trecho de ciudad que se extiende desde la Catedral hasta el Castillo, desde la Casa del Doncel hasta el arquillo románico -y romántico- del Portal Mayor allá por las murallas, donde uno ha de esforzarse siempre que sube con el fin de retener en la memoria la realidad del tiempo en el que vive; pues pisar sus piedras, vagar a la sombra de los añosos edificios que delimitan sus añosas rúas y sus pequeñas placitas, es trasladarse por artes de hechicería al mismo corazón de la Castilla del XVI, de la de capa y espada, de malandrines y de esquinas en penumbra, de la que tan cumplida referencia nos dejaron los clásicos de la época.


            La Calle Mayor y su paralela de Arcedianos se empinan al subir hacia el Castillo por entre los cruces de las dos Travesañas. Todavía quedan en los húmedos portales de las casas, donde tal vez ahora nadie habite, recuerdos turbios de aquellas humildes tiendecillas de los siglos de penuria, de cuando no había con qué comprar y el pueblo llano se las iba arreglando -qué remedio- con mucho menos medios de lo imprescindible.
            Una anciana sube jadeante, al lado del hombre que la acompaña, con la cesta de la compra, que medio llenó en el mercadillo de la Puerta del Toril, colgada de la mano. Es sábado por todos que la Plaza Mayor y sus aledaños son durante la mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros que acuden, fieles a la costumbre, desde todos los pueblos de la comarca, desde las vegas del Henares y desde la propia Sierra.
            Arriba luce su arcada en medio punto la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia de los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes hasta ella van, con tanto o más esplendor de aquel que tuvo en el glorioso siglo de don Cerebru­no, el obispo que allá por la Alta Edad Media sembró la ciudad de joyas arquitectónicas según el estilo al uso, como las arcadas de acceso a la Catedral o la portada, no menos interesante, de la iglesia de Santiago.
            Uno se da cuenta al caminar por estos recovecos de que el seguntino de buena ley siente un respeto profundo por las calles que ahora piso, y que el viajero de ocasión prefiere perderse por estos rincones de piedras desgastadas donde todo, en su silencio, tiene algo importante que decir: las nuevas torres del viejo Palacio de los Obispos, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del Doncel, el solitario arquillo del Portal Mayor que siempre que paso se me antoja cargado de misterio, el Hospital de San Mateo, donde cuentan que existió la botica poseedora del más artístico botamen de Talavera y que -para mal suyo y de toda Sigüenza- se tragó el demonio  en persona durante la guerra civil, el Primitivo Ayuntamiento, la Posada del Sol, aquella que aparece reflejada en el falso Quijote de Avellaneda, los cubos maltrechos todavía en pie y los lienzos de muralla, las fachadas de sus iglesias adornadas con florituras y con bellísimos entrelazados sobre la piedra, el silencio anodino de sus rincones engalanados con farolas de aquellas que iluminaron las noches con el aromático crepitar de la resina, luego con el acetileno y más tarde con el hilillo incandescente de la lámpara de Édison, que acrecienta si cabe el silencio de las noches y la oscuridad en cada esquina...

            ¿Quién es capaz de ofrecer más al viajero ávido de saberes que estas viejas calles de Sigüenza, en un espacio tan diverso y tan reducido como el suyo? Más abajo, como término a todas las hileras de viejas mansiones blasonadas y de balcones de llamativo herraje, las torres almenadas de la Catedral, las dos torres castilleras, acerca de las cuales el maestro Ortega y Gasset, admirador sin condiciones de la antigua ciudad, dejó escritas, y ahí quedan para la posteridad, frases como éstas: «...tuvo que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra...»

            Con el ánimo recogido y las alas de la imaginación dispues­tas para volar a través del tiempo y del espacio al que invitan las prometedoras mañanas de abril, uno sigue de un lado para otro caminando por las viejas callejuelas de la Ciudad Mitrada, colocando con las flores de la imaginación aquí un espadachín, allí un truhán, más adelante un miembro del cabildo arropado en su manteo, en aquella esquina un ciego pidiendo limosna, y tras la cancela el taller de un artesano... No es la primera vez que anduve por aquí sin una misión predeterminada, sin algo específico que me atrajera hacia la vetusta imagen de la ciudad, donde uno sospecha que bajo el peso inamovible de tantos sillares mohosos, oscurecidos por el paso lento de los siglos, debe de ocultarse alguna leyenda hermosa, repleta de nombres desconocidos y de aconteceres que se perdieron y que jamás se volverán a escribir. Esto es Sigüenza, amigo lector: ciudad levítica, universitaria, mercantil, pequeño paraíso de esparcimiento para las tórridas jornadas del castellano estío. Sigüenza para ver, para vivir, para soñar, para sentir; para admirar y para amar sobre todas las cosas, como lo hacen sus hijos, los fervientes seguntinos a los que yo conozco: Sigüenza, París y Londres, siempre por ese orden…, y no se hable más.