jueves, 30 de diciembre de 2010

PAREJA


Andaban por Pareja en plena euforia festiva cuando estuve en el pueblo la última vez. Fue en la segunda semana del mes de septiembre y en el pueblo celebraban su fiesta en honor de la Virgen de los Remedios. La Plaza Mayor, que es la de la copuda olma y la de los palacios y casonas dejados al olvido, respiraba aires de cansancio. En toda la Alcarria, y en Pareja de manera muy especial por tratarse de uno de los pueblos más ligados al hilo de la costumbre, las fiesta mayores se viven con entusiasmo, pues es bien entrada la mañana cuando a la gente joven que aún deambula por las calles se le ve derrotada a causa de los excesos. Quedan bajo la vieja olma y aledaños los cachivaches de la fiesta, unos cuantos hombres cumplidos en edad y algunos niños que saltan en la cama elástica como únicos supervivientes. Mañana de resaca la que me llevó por allí, que en nada me privó para recorrer por enésima vez las calles del pueblo, un pueblo y unas calles que siempre se me antojaron cargadas de misterio, tal vez por esos rincones antiguos con los que uno se encuentra al andar adornados de flores y de rejas centenarias, por la estampa decrépita del palacio de los obispos de Cuenca que sirve de fondo a la plaza, por el sueño alabastrino de los escudos de armas con los que se ven selladas algunas de sus casas viejas, o quizás por el recuerdo de aquellas pobres mujeres del siglo XVI que la gente tildó de brujas y sobre las que vino a caer, según queda constancia en los archivos de la Inquisición, lo más duro del peso de la ley.
Pareja se dispone a recibir al otoño en silencio, sonando muy de lejos los últimos clarines de su fiesta mayor, y preparado para seguir adelante en ese andar sin tregua del vivir de los pueblos.
Unos dicen que tres, otros que cuatro, pero no es posible dar noticia exacta de cuántos son los siglos que la olma de Pareja lleva dando sombra a las gentes del lugar desde el centro mismo de su Plaza Mayor. Aseguran que las raíces se extienden por todo el pueblo. Una de sus ramas se desprendió del tronco a la altura de la cruz hace algunos años, sin causar mal alguno a las personas, lo que no deja de ser sorprendente, sabiendo que casi siempre, y en aquel instante también, hay algunos jubilados de tertulia bajo su sombra.
-Pues se libraron de puro milagro. Había unos cuantos ahí debajo y no les pasó nada. Se cayó una de las ramas principales, que debía de pesar bastantes cientos de kilos. Ahí se ve bien la señal que quedó en el árbol. Se le ha venido tratando y de momento se mantiene viva.
En un lateral de los tres que tiene la plaza, se ve sobre la pared de la antigua posada el juego de azulejos que recuerda el paso de Camilo José Cela en su primer viaje el día 11 de julio de 1946. Allí durmió y allí, por lo que se desprende de sus escritos, tuvo algún problema serio con el personal de la casa.
-Ya, claro; así lo cuenta él. Pero lo que no dice es que desde ese balcón de arriba le meó un chaval en la cabeza.

Como pueblo antiguo que es, y así lo acreditan los edificios y los escudos de armas que los sellan en varias de sus calles, la historia de Pareja, tan olvidada como intensa, merecería se entrase en ella con cierta meticulosidad por parte de quien corresponda. De su origen no será fácil recavar información fidedigna; sí, en cambio, de tiempos posteriores aunque lejanos a nosotros, sobre todo a partir de los últimos años del siglo XII y primeros del XIII, cuando Alfonso VII, el Emperador, donó la villa al obispo de Sigüenza, entrega que nunca se llegó a consumar, y sí cuarenta y dos años después con Alfonso VIII, que hizo efectiva la donación al obispo de Cuenca, San Julián, con algunas aldeas de su entorno, tales como Parejuela, Tabladillo, Chillarón y Hontanillas, entre otras.
En los aumentos a las Relaciones Topográficas enviadas a Felipe II durante su reinado, don Juan Catalina García López, insigne cronista que fue la provincia, da muchos e importantes datos acerca del pasado de Pareja así como de su vida y costumbres. Sirva de ejemplo la nota 22, que haciendo referencia a un acto que solía tener lugar en la fiesta de la Epifanía (cuaderno escrito en el año 1541) se dice: “Día de Reyes. Hay fiesta por Juan Montes, clérigo. Celebra Julián Toribio. Ha de llevar cada un año un ramo de un árbol con hostias y naranjas, cinco rollos grandes al pie, los cuatro para los beneficiados y el uno para el sacristán. Llevan el ramo tres diáconos, uno el ramo y los otros dos con dos cálices, y en el uno media libra de incienso para la iglesia y en el otro cincuenta maravedíes para el cabildo, y ofrécese toda la misa mayor. Se menciona en el libro de Memorias el altar y devoción de “las plagas”, y se citan las ermitas de Nuestra Señora de las Nieves, de San Gil, de Santa Ana y de algunas otras.”
A la vista del interesante tratado sobre la historia particular de esta villa, remito al lector a la citada obra de Juan Catalina García, editada en soporte CD recientemente por la Editorial Aache, junto a las relaciones y aumentos de otros 165 pueblos de Guadalajara.

En Pareja se respiran, no obstante, aires de renovación. Me he asomado, desde el final de una calle que parte de la plaza, a las instalaciones del polideportivo, de la piscina municipal, y he dado después una vuelta completa por el pueblo, comprobando que las nuevas infraestructuras que, según parece, no son otra cosa que el pórtico de lo que Pareja pretende ser en el futuro, pensando en la única salida que tantos de nuestros pueblos tienen para sobrevivir con cierta dignidad: el turismo. Como monumentos a destacar cuenta el pueblo con la monumental iglesia de la Asunción y con el Torreón, aparte de los palacios de la plaza propiedad de particulares y de una valiosa rejería que completa con todo lo demás la herencia de su pasado; pero tiene también a cuatro pasos las aguas del pantano que, si se las respetasen, significarían una importan ayuda para ese desarrollo turístico del que nos habló Francisco Javier del Río, el joven alcalde de la villa, que sueña con el azud ya concluido y con tantas cosas más en favor de su pueblo.
-Sí; el azud es un proyecto ilusionante para el que se colocó la primera piedra en el pasado mes de enero, y que será de gran beneficio para ese desarrollo turístico en el que pensamos. Estaba incluido en el Plan Hidrológico Nacional. Nos gustaría verlo acabado para el verano próximo. Serviría para llevar acabo actividades náuticas, un deporte para todo tiempo, pero que en determinadas épocas del año traería turismo al pueblo.
-Y un “paseo marítimo” –pregunto-, que tanto agracia a los municipios de la costa, incluso del interior, que tienen el agua tan cerca como la tienen aquí. Me consta que es parte también de su preocupación como alcalde.
-Claro que lo es, e igualmente lo tenemos en proyecto. Sería como un camino que uniese directamente al pueblo con el pantano. Un camino peatonal con mobiliario público suficiente e iluminación, y un carril de bicicletas que hiciera más fácil el trasladarse hasta el pantano, sobre todo para la gente joven y para quienes deseen emplear ese medio de transporte.
-¿Cómo son sus conciudadanos en relación con el ayuntamiento, y en particular con el alcalde?
-Supongo que habrá de todo; pero lo cierto es que la gente en Pareja es excepcional. Es lo mejor que hay en el pueblo. Eso nos anima cada día a trabajar y a dar por buenos los inevitables sinsabores y preocupaciones que, por lo general, los cargos de alcalde y de concejal llevan siempre consigo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

POR LAS LEJANAS VERTIENTES DEL CABRILLAS



Si alguna porción de tierras se da en la provincia de Guadalajara que se preste como ninguna otra a lo exótico, a lo legendario, a lo increíble, es precisamente aquella, la que próxima a las fuentes del Tajo sirve de límite entre las tres provincias: Guadalajara, cuenca y Teruel, y de divisoria de aguas entre dos cordilleras también diferentes: el Sistema Central de las Castillas y el Ibérico que baja desde Aragón.
Taravilla, Peñalén, Peralejos, Poveda de la Sierra, son para cualquier amante de los campos y de los paisajes, nombres señeros que vienen repletos de connotaciones excelentes, casi inaccesibles. Nombres de parajes remotos donde se puede dejar a la imaginación que vuele a su santo capricho, sin miedo a que llegue, por florida que sea, a la verdad de cuanto por allí se da.
Desde los altos de Orea discurren las aguas vírgenes del río Cabrillas abriendo paso entre los barrancos que les quedan al pie, en busca de otras tierras mansas que las acojan. Son aguas frías de cañada y de torrontera, aguas que salieron a la luz en las falducas escarpadas de los montes y que bajan hasta el cauce común arrastrándose en suaves canalillos como de cristal líquido, jolgorio a veces de truchas y alevines, revitalizador de la corriente que arrancaron casi en la cumbre misma del pico de la Nevera, el más galán de todas aquellas cumbres afines a la Sierra del Tremedal.
El río Cabrillas se enseñorea de un paisaje simpar por los alrededores de Checa, uno de los pueblos con mayor fortuna en bellezas naturales con que se pueda soñar, y allí se bebe las aguas de otro arroyuelo saltarín que atraviesa el pueblo. Entre Checa y Peralejos levanta su crestón plomizo el Pico del Cuerno, de 1663 metros de altura sobre el nivel del mar, que no es poco decir. Y río adelante Chequilla, el irrepetible lugarejo de Chequilla, espectacular y diferente como él solo, con sus casas blancas que crecieron entre los peñascos fantasmales que hay a su alrededor, raza de gigantes en roca fuerte vecinos del pinar y de los huertos, que comanda el mítico Trascastillo. En las afueras de Chequilla -y bien conocido es en horas de bullicio por toda la comarca- se encuentra la única plaza de toros natural que existe en el Planeta. Las rocas -figúrense- sirven de burladeros y de tendidos en los que se acomoda la gente, mientras que la lidia tiene lugar abajo, sobre la pradera, en el rellano que queda entre las peñas.
El cauce del Cabrillas deja a mano izquierda el otro paraíso de junto al Tajo: Peralejos de las Truchas, el de las recias casonas que en otro tiempo fueron cuna de personajes y de familias distinguidas, y al salir desciendo buscando las puestas del sol con dirección al Pico de la Machorra, otro mito de aquella peculiar orografía.
Más adelante recoge las aguas, cuando las hay, del arroyo Jándula, al poco de haber regado, campo atrás, las huertas de Megina, otro paraíso anónimo que adorna con su estampa aquellas tierras frías y preside con la mirada atenta hacia todas las tierras de la vega, la torre campanario por encima de las últimas casas al final de la cuesta. Luego, dejando a un lado y al otro los campos de Traid, de Pinilla, de Terzaga, y de Poveda en dirección contraria, la corriente baja mansa o precipitada, depende, hasta las proximidades de Taravilla.
El pueblo de Taravilla, a pesar de su mérito y de sus encantos bien visibles como pueblo serrano, hubiera pasado a un discreto olvido a no ser por los impresionantes alrededores con los que cuenta en dirección al Tajo. En las enrevesadas tierras de Taravilla conviene detenerse a disfrutar el sosegada paz, a dar quehacer a los sentidos y a la imaginación por ser aquellas tierras de ornatos y de rememoranzas insospechadas. Desde los altos de la pista se oyen al pie los murmullos enardecidos de la chorrera entre la masa de los pinares. Muy cerca de allí la famosa “Laguna”, paraje romántico que se goza reflejando como en un espejo inmenso el azul de los cielos sobre la limpia superficie de sus aguas. Por allí precisamente, por las profundidades inaccesibles de la laguna tan cargadas de misterio, deben de andar envueltas entre el lodo de los siglos las joyas y la rica pedrería de Florinda, la hija del Conde don Julián, que prefirió mandar al demonio todo su atalaje, antes de que los moros invasores se hicieran con él por la violenta razón de la fuerza. La Muela del Conde, el cerro de leyenda donde los nativos aseguran que tuvo su casa el Conde don Julián, queda por aquellos alrededores entre el olor penetrante a campo, al pastoso aroma de los pinos y al de las florecillas silvestres de la vertiente donde las abejas sacan cada primavera las finas mieles de la serranía.
Y luego Peñalén, como remate al cabo del día, con todo el encanto provocador de su vecina la Serranía de Cuenca a cuatro pasos, al que gusta sumar la gracia particular de su propia imagen. Peñalén, como varado en el centro mismo de la amplia caldera que forman los montes, lima su piel poco a poco con el soplo delicado de los fríos vientos ibéricos que descienden hasta el barranco en espiral, dibujando sobre su celaje de embudo los puros contornos de una caracola etérea, parto de los montes.
Aguas abajo, como por encanto también como lo parece todo por aquellas sierras, el Cabrillas desaparece, se lo sorben de un trago las corrientes del Tajo para engordar su cauce y adentrarse en los primeros llanos de la Alcarria con discreción, dejando atrás olvidados para siempre los cien avatares de su juventud.


(En la fotografía, un aspecto de la famosa laguna de Taravilla)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

TORTUERO AL SOL DE INVIERNO



No sé si fue un capricho o una corazonada, pero lo cierto es que una de esas pasadas tardes del mes de enero, fría y soleada, se me abrieron las alas del deseo, y sin otra razón que el puro antojo me tiré al camino a esas de la media tarde con dirección a los valles del Jarama, hacia aquella comarca tan entrañable como olvidada, tan solitaria como agradecida, aunque no sea éste de los sonados hielos mesetarios el momento más oportuno para perderse por allí.
Tortuero es un pueblo chiquito, con veinte o treinta personas escasamente como población de hecho, extendido en el fondo de un valle al que rodean cerros grises y laderucas ásperas de jaral y de piedra oscura, de breña y de olivos en las solanas, mientras que en las vertientes en sombra todavía es posible que a estas alturas todavía queden residuos de la última nevada.
Hace diecinueve años que anduve por allí la primera vez y el pueblo me gustó. También la gente con la que traté, servicial, correcta y amable en exceso. En esta última ocasión llegué con el propósito de no molestar a nadie, de pasar desapercibido con la sola intención de comprobar el cambio habido en el pueblo durante los últimos veinte años, que, naturalmente ha sido mucho, aunque quizá no tanto como en otros lugares de su entorno propiciado especialmente por el interés de los veraneantes. No obstante Tortuero, tal vez debido al favor de las montañas, de las huertas y del río, resulte más apetecible a la hora de pasar las vacaciones en épocas de calor que, como sabido es, en esta tierra nuestra suele apretar sin misericordia durante un par de meses cada verano.
Se llega hasta Tortuero por un ramal de carretera estrecha que parte a mano derecha de la que sube hasta Valdepeñas de la Sierra, una vez dejado atrás el cauce del río Jarama.
A sólo cuarenta kilómetros de distancia desde la capital el mundo que nos rodea parece otro. Se entra en la sierra de manera brusca apenas cruzar los últimos llanos de la Campiña. El pueblo de Casas de Uceda señala el límite de ambas comarcas y el río Jarama la línea divisoria. Tortuero aparece al instante asentado en la solana, todo al descubierto desde el mirador de la carretera al volver de una curva. Las casas, allá abajo, quedan separadas del arroyo Concha por unos huertos en hibernación. A la caída del profundo terraplén que queda al pie de la carretera, levanta sus cruces blancas y grises el solitario cementerio junto al arroyo. La tarde clara del mes de enero ha cubierto de sombras el vallejo del camposanto, mientras que el sol débil de las cinco ilumina de plano las casas del pueblo, con su magnífica iglesia de San Juan Bautista en mitad sostenida por gruesos contrafuertes. El contraste entre el sol y las sombras se rompe con el silencio absoluto de la media tarde en el pueblo y en el campo.
Sin duda que hay habitantes en Tortuero, incluso a algunos de ellos me hubiera gustado saludar al haber dispuesto de más tiempo y si mi propósito hubiera sido otro que el de pasar desapercibido. Adolfo Gamo, por ejemplo, el cartero rural de casi toda aquella comarca durante tantos años y alcalde que fue del pueblo, cuenta entre los amigos cuyo nombre tiene su lugar en mi memoria, y Javi que ya será un hombre hecho y derecho, y su madre doña Pilar, a la que sorprendí en mi primer viaje doblando unas sábanas al sol en la Plaza de la Fuente, una tarde de invierno como la de hoy casi dos décadas atrás.
La de la Fuente es una de las cuatro plazas que hay en Tortuero a pesar de su escasa entidad. Las otras serían la Plaza Mayor, la Plaza del Puente Romano y la Placetuela. La Plaza de la Fuente es la mayor de todas, con su piloncillo en mitad, luminosa y abierta. La Plaza Mayor es más sombría y recogida, queda al pie del campanario y goza por tradición de la categoría suprema que le da su nombre. La Plaza del Puente Romano es más moderna, la han debido de rotular con ese nombre en época reciente, queda también junto a la iglesia abierta a la portada y dando paso a las corrientes del arroyo que bajan desde el mismo puente, romano indica su nombre, o románico, como parece ser según su estructura, que es cosa distinta. En todo caso, el Puente romano es de alguna manera la novedad del pueblo, como también lo es la piscina “natural” que tiene cincuenta metros más arriba, ahora rebosante de contenido, pues por ella y por los espacios laterales entre las dos laderas que la encajan, corre el agua del deshielo que baja de la sierra. Hace años era un balsón de agua corriente, más natural todavía, lo que atajaban allí cada verano para bañarse, con el peligro de tener como fondo el pedregoso asiento del arroyo y a los lados las afiladas peñas. Hoy es aquello una piscina estupenda, con agua cambiante de manera continua, paredes y piso adecuado, y hasta alguna escalera y trampolín como creo advertir desde lo alto del puente.
La Calle Mayor atraviesa al pueblo por mitad de parte a parte, desde la entrada hasta el campanario ya cerca del río. A un lado y al otro de la Calle Mayor van saliendo algunas otras que el ayuntamiento ha tenido el gusto de nominar en cada esquina, tales como la del Pilar que baja hasta la Plaza de la Fuente, o la Travesía Mayor, la Calle del Campillo, la de los Olivos, o la Calle del Cuatro. Todo en un espacio reducido donde convive en curiosa armonía, como en casi todos los pueblos de Castilla, lo viejo y lo nuevo, rincones que son testimonio vivo del pasado y casas nuevas de cómodo y saludable aspecto que, por lo general, sus dueños usan sólo a temporadas. En ambas márgenes de la vega los cerros que en el pueblo conocen por El Campillo en la solana, y el cerro de la Cresta en la umbría.
Ya no es el de ahora aquel ayuntamiento en estado de ruina que conocí en mi primer viaje a Tortuero, ni las calles presentan el lamentable aspecto que tenían entonces. El edificio del ayuntamiento tiene su sede en la Calle Mayor, en el mismo lugar que estuvo el antiguo, pero construido con nuevas formas y con nuevos materiales. La bandera de España cuelga de su mástil en el balcón corrido, y como remate, al sol y a los vientos que corren por el valle, el solemne carillón con su correspondiente campana para dar las horas de un imaginario reloj municipal que ni siquiera existe, aunque sí su espacio redondo marcado en la fachada, pero que, por lo que se ve, las arcas municipales no han dado hasta el momento para cubrir esa deficiencia. Tengo por seguro que el día en que el ayuntamiento de Tortuero sostenga su reloj flamante sobre la torreta del ayuntamiento, y las horas caigan acompasadas a lo largo del valle y suban hasta la cima de los montes, el pueblo habrá puesto a funcionar –y no es una simple metáfora- su aparente corazón moribundo. Confío en que este deseo, que a buen seguro compartirán también una buena parte de los vecinos, se cumpla en breve.
Este bonito lugar de nuestras primeras sierras, que me dispongo a dejar cuando el sol de la media tarde comienza a desaparecer por los altos de poniente, es reflejo fiel de lo que es y de lo que ha sido el medio rural hoy en tan profunda crisis. Llegó a contar hasta con 160 almas a mediados del siglo XIX; se sostuvo un siglo después superando las 100; veinte años atrás, es decir, hacia 1980, había descendido hasta la cifra ya alarmante de 31, y en este momento, en circunstancias normales y como población de hecho, seguramente que la cifra es todavía menor. Solo la vega, los montes, el agua encajada del arroyo que baja, y el vientecillo suave que sopla del poniente en esta tarde fría, es lo que permanece, la pincelada constante de un pequeño paraíso perdido en los valles del Alto Jarama.
(En la fotografía: Puente sobre el arroyo Concha en las afueras del pueblo)

sábado, 18 de diciembre de 2010

UNA HORA EN PEÑALVER



«Los meleros ambulantes son casi todos de Peñalver y, como los afiladores de Nogueira de Ramuín, en Orense, se sienten capaces de llegar al fin del mundo sin dar demasiada importancia al suceso. Santos del Castillo vendía miel en Madrid y en media España antes y después de la guerra». (C.J.Cela, “Nuevo viaje a la Alcarria”)

Nada ha tenido que ver mi último viaje al pueblo de los meleros alcarreños con el que en su día, como parte de un todo, llevó a cabo nuestro ilustre académico ya fallecido. Ni en el fondo ni en la forma ha tenido algo que ver, aunque al final aparezca de modo inevitable el tema de la miel a colación. Don Camilo apareció un buen día por allí con toda la parafernalia y con el pomposo séquito que lo acompañó en su segundo viaje. Yo he procurado hacerme presente con la mayor discreción que me ha sido posible, como tengo por costumbre. Don Camilo pasó por Peñalver con fines eminentemente literarios, y un poco también atraído por la reconocida gastronomía de la comarca. Quien esto escribe, siempre salvando las inmensas distancias para no dar alimento a los suspicaces, lo hizo cámara en ristre con un fin la más de sencillo: fotografiar a su gusto el bellísimo cuadro de Rafael Pedrós titulado El Cristo de la Miel, cuyo propietario y viejo amigo, Teodoro Pérez Berninches, guarda como oro en paño, pues, en efecto, lo es, en el salón de su casa del pueblo.
Ese bellísimo cuadro de Pedrós es otro regalo para la Alcarria, al que los pocos que lo conocen no saben dar importancia, o por lo menos la importancia que merece, cuando se trata, salvo mejor opinión, de la esencia pictórica de la verdad de esta tierra, de su paisaje, de sus sentimientos, de su historia, recogido todo ello en un par de metros aproximadamente de superficie, sin un solo centímetro cuadrado carente de mensaje. Lo ofrezco a los lectores en este trabajo convencido de que el tiempo hará de él uno más de los símbolos de la Alcarria. Ahí está Cristo en la Cruz con motivos alcarreños como fondo, de cuyo costado abierto no le brota sangre y agua, sino miel de esta tierra, que recoge en un puchero de barro la reina María de Molina en presencia de personajes históricos tan nuestros como el Marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza, el científico guadalajareño de religión judía Ben Sem Tob, entre algunos otros.
Me acerco hasta Peñalver bien entrada la mañana en un día festivo, cuando la gente está por la calle. El pueblo se ve casi al completo desde el mirador que hay junto a la carretera. Aparte de su interés como pueblo productor y distribuidor de miel a lo largo de su historia, uno piensa que algo o mucho tendría para ofrecer también al visitante en el aspecto turístico. Peñalver es un pueblo distinto a los demás, queda extendido a lo largo de una vertiente que baja desde el Castillo hasta el Barrio del Río. Entre ambos barrios hay un sinfín de calles en cuesta, de callejones y pasadizos estrechos cargados de carácter, de rincones evocadores que al instante nos llevan la imaginación cien años atrás. La portada de la iglesia de Santa Eulalia, al sol de una plaza chiquita, es un ejemplar único del arte renacentista alcarreño. Dentro se conserva un retablo del siglo XVI difícil de comparar con otros de su tiempo. Henos, pues, ante un pueblo singular, escondido como el buen paño en un barranco de la Alcarria, del que uno siempre que fue salió habiendo visto y aprendido tantas cosas.
He bajado hasta el Barrio del Río, donde Teodoro Pérez Berninches luce en el salón de su casa el magnífico óleo del Cristo de la Miel, motivo de mi viaje. Como estaba previsto, con la autorización y la ayuda de su dueño le he hecho todas las fotografías, en conjunto y en detalle, como he creído conveniente. Luego, sentados frente a otro estupendo lienzo que representa a Don Quijote y Sancho cabalgando por tierras de la Mancha y que ilumina un tragaluz, nos hemos dedicado a hablar del pueblo y de su vocación apícola desde los tiempos en que aparece noticia escrita de esa especialidad, que llevó a muchos de los nativos a ofrecer su producto por ciudades y tierras lejanas. Fueron los famosos meleros alcarreños del pasado, hoy en la memoria y en los ojos de sus paisanos materializado para la posteridad en un monumento que el pueblo colocó junto a la plaza en lugar bien visible.
- La tradición mielera es muy antigua en Peñalver. En el catastro del Marqué de la Ensenada ya se dice que nuestros antepasados salían por pueblos y ciudades vendiendo miel y otros productos del campo, como el carbón de encina y las legumbres. El queso alcarreño y el buen salchichón hecho en casa nunca faltaba en sus alforjas.
Hay casi medio centenar de oriundos de Peñalver que trabajan la apicultura, sus productos y materiales, por toda España. La miel con la que trabajan, salvo en algún caso excepcional, no es de su propia cosecha, porque el campo de Peñalver no da para tanto, como tampoco da la Alcarria para tanto si hubiera que considerarse, en verdad, como fuente de toda la miel que se dice de aquí. Los industriales de la miel no la producen por lo general, sino que la compran y la elaboran a su gusto. Como dato de interés para el consumidor habremos de decir que una buena miel es la de la flor del romero, y mejor todavía la miel bronca del espliego, dos productos propios de la Alcarria que ponen su miel en la cumbre de toda la que se produce en la Península Ibérica. La miel que llaman de mil flores es de buena calidad, y su nombre le viene dado por no poderse precisar de qué plantas procede. La del brezo y la encina, oscura en su color, cuenta así mismo entre las de mejor calidad del país. Para los amantes de las estadísticas hemos de decir que durante los últimos diez años el consumo de miel en España ha pasado de 550 gramos por persona y año, a 760 gramos. En la Alcarria el consumo anual ronda los 1300 gramos por persona, cosa que no está nada mal si se tiene en cuenta que los muchos componentes naturales que aporta favorecen el buen funcionamiento del organismo. Los nuevos sistemas para su tratamiento, así como la inquietud de ciertos industriales, con nuestro paisano Pérez Berninches a la cabeza, han llevado los beneficios de la miel a otros muchos productos de consumo, no sólo alimenticios.
- Sí; cuando yo empecé con ello ya se habían hecho pruebas, sobre todo en otros países. En productos alimenticios, como los caramelos o el chocolate, lo que hemos hecho ha sido sustituir el azúcar por la miel, que siempre aporta un sabor diferente y un beneficio mayor al organismo. También hemos aplicado las grandes ventajas del polen y de la jalea real a los cosméticos, tales como a la crema de las manos y de la cara que están dando un resultado excelente. A la crema para zapatos, cueros y madera, le aplicamos cera en un ochenta por ciento de su composición. El resultado es fácil de imaginar a favor de esos materiales.
Teodoro Pérez Berninches es amigo de los viejos recuerdos del pasado, sin perder el hilo a las grandes ventajas del presente. En un almacén que tiene en las orillas del pueblo guarda toda clase de cachivaches en desuso, de placas y de trofeos, de maquinarias hogareñas y de instrumentos musicales que para nada sirven; pero siente verdadera pasión por las romanas, una maquinaria sencilla y fiel en extremo como instrumento de medida. Decenas de ellas cubren el muro frontal de aquel su entrañable refugio, inmenso salón para gozar de la familia, de los amigos, y de los recuerdos en un lugar famoso por sus meleros y por la rica miel que las abejas de la Alcarria elaboran en sus solanas.
Terminamos con dos sentencias que en este momento se me antojan oportunas: “Ni todo el monte es orégano, ni toda la miel es de Peñalver”. O ésta otra, más conocida y con ciertas variantes según el lugar donde se escuche: “En Irueste, en Ruguilla y en Peñalver, fabrican las abejas la mejor miel”.

(En la imagen, "Monumento al mielero alcarreño", plaza de Peñalver)

lunes, 13 de diciembre de 2010

VIAJE AL OTOÑO DE LA SIERRA NORTE


Que el estado del tiempo influye en el ánimo del hombre es un hecho que pocos se atreverían a negar, aunque quien esto dice debe confesar que hasta no hace mucho fue uno de ellos. La situación de los astros según las estaciones, en ese maravillosos funcionar del reloj del universo, el color de las hojas de los árboles, el comportamiento variable de la atmósfera, suelen llevar al hombre a un estado de languidez que a lo largo de la vida se viene repitiendo siempre que entra el otoño.
Hace algunos días, el tibio sol de la media mañana me empujó a tomar en compañía de nadie el camino de una zona norteña de la Provincia, la de los pueblos abandonados que se recuestan en las leves solanillas del campo de Sigüenza, y que hoy, por lo menos nominalmente, forman parte de su ayuntamiento, o del de Sienes, más hacia los páramos sorianos.
Una tierra hermosa, fría sí, pero de feraces vegas y de campos de labor que han dado trabajo y alimento a centenares de familias desde los lejanos siglos de la repoblación hasta hace escasamente media docena de años en que los pueblos se quedaron solos, las casas se fueron viniendo abajo, y las calles y plazuelas se convirtieron en verdaderos museos del silencio, en nidos de fantasmas, donde he tenido el placer agridulce de pasar unas horas dando suelta a los hilos de la imaginación, al recuerdo feliz de mi infancia pueblerina, perfectamente a juego con ese estado de ánimo al que nos lleva el otoño.
Mucho me temo que con estos pueblos a los que hoy nos habremos de referir, y de algunos más de la misma comarca, día llegará en el que se tenga que establecer, no sé si pensando en el turismo o en algo peor, la que podría llamarse Ruta de los Pueblos Abandonados. Lo sería con la consabida indignación de muchos de los nativos que se marcharon de allí, y con la protesta, a veces airada, de algunos ediles incapaces de asumir la situación, de comprender que el haber llegado a tal extremo no ha sido culpa de nadie y que lo ha sido de todos, que los caprichos de la vida con el correr del tiempo (nos lo dice la Historia) son los de jugar con los hombres, con sus intereses y sus proyectos, permitiendo que ocurran estas cosas, estos desajustes entre ciudades superpobladas hasta la temeridad y los pueblos vacíos con sus fuentes que corren, su campo fértil, y el claro sol que alumbra al soplo de una brisa sana e incontaminada, siempre con el correspondiente perjuicio para la sociedad, que tal vez intentará deshacer el entuerto cuando sea demasiado tarde, y que para muchos de estos pueblos ya lo es. Se quitó al médico, se cerró la escuela, la atención religiosa flaqueó por falta de vocaciones y de personal al que atender, la gente se marchó a lugares donde el porvenir le ofreciera una perspectiva diferente, y los pueblos se quedan solos.
La imagen todavía reciente en la memoria y las fotografías que tomé en todos estos pueblos, me son de gran valor a la hora de coger la pluma para contar a nuestros lectores lo que vi por allí, vaciando un poco en el recuerdo la impresión primera que produce la cruda realidad de la piedra desmoronada y los palitroques y enseres inservibles que salen de las ruinas.
¿Cuántos de nuestros lectores han oído hablar de Valdealmendras como pueblo de la provincia de Guadalajara? Seguro que muy pocos. Pues bien, viajando por la carretera que sube desde Sigüenza hacia Paredes, saldrá el empalme que le lleve a este pueblo por el mismo ramal que gira con dirección a Villacorza. En Valdealmendras, salvo un par de ellas aparentemente habitables, el resto de las casas presentan un aspecto desolador. La hierba se ha comido lo que en otro tiempo fueron calles, y en la que suponemos fue su pequeña iglesia, se guarda un tractor, con sus aperos y los bidones del combustible. Según alguien me dijo, solo un vecino cuenta hoy en el pueblo, manteniendo encendida la llamita vital que lució durante siglos.
Y a cuatro pasos de Valdealmendras, resplandecen en la soleada mañana de noviembre las viviendas, unas en pie y otras en estado de ruina, de la Torre de Valdealmendras; con su fantástico pilón de piedra trazado como abrevadero para las caballerías, con su iglesia en aceptable estado, con el enorme tronco muerto del árbol concejil a manera de monumento, con sus huertas, y con un ligero aliento de vida y de deseos de vivir a pesar de los pesares. Un grupo de albañiles que trabajaban sobre el andamio de una casa en obras, me informó de que también allí vivía un solo vecino de manera continua. Nunca fue grande este pueblo, pero llegó a contar con más de cincuenta habitantes, una escuela mixta en funcionamiento y buena fiesta local en honor de San Martín, titular de aquella parroquia.
Poco más allá, retomando la carretera que dejamos atrás, próximos los tres a la villa de Sienes, podremos conocer a Querencia, a Tobes, y a Torrecilla del Ducado, nombres a incluir, ya de hecho, en esa lista fatal de pueblos abandonados en nuestra provincia durante los últimos veinte años. En Querencia vive un hombre dedicado al pastoreo. Pienso que de todos los ya dichos y por decir, éste ofrece un estado más ruinoso. Las hierbas, las zarzas y los jaramagos, no sólo han invadido sus calles, sino también los zaguanes y portales de las casas hundidas. No obstante, debió de ser bonito en tiempo pasado el pueblo de Querencia. La arboleda que crece a trechos entre los escombros, nos habla de un pueblecito saludable, colocado como fondo a una vega feraz que surtió de cereales y de exquisitas hortalizas a los campesinos. Hoy, ninguna otra cosa se advierte en él que no sea desolación y amenaza constante de hundimiento, como el del arco interior de su iglesia a la intemperie, cuyas piedras labradas se mantienen en pie milagrosamente, tal vez por poco tiempo.
A Tobes lo encontramos poco más adelante. Creo que de todos ellos es el que me produjo un mayor pesar. Entre las casas derruidas se mantienen todavía en pie muchas otras, casonas antiguas con cierto aire señorial como de ganaderos ricos. En Sienes me pondrían al corriente poco después de que en Tobes no vive nadie durante todo el año, quizá tampoco en verano, sobre todo por el estado intransitable de las calles plagadas de verdín. La fuente pública continua manando en mitad de la plaza, al lado de las cuevas. La iglesia, precedida de un sólido arco de piedra del XVIII, tiene la puerta tabicada. A un lado y al otro, con el pueblo en silencio colocado sobre un altillo, las dos vegas aptas para el cultivo.
Y Torrecilla del Ducado como final. Para llegar a Torrecilla hay que viajar desde Sienes por una carretera estrecha en estado infernal. En Torrecilla del Ducado, según me dijo Lucas, un hijo del pueblo que en aquella mañana había venido desde Madrid a su tierra de origen a buscar setas, tampoco vive nadie de manera continua, aunque, apenas apunta el verano, suelen acudir hasta media docena de familias. Se sube hasta el pueblo en coche por una senda que es preciso adivinar, por un camino verde como el de la vieja canción, librando regatos y piedras. Desde el mirador natural que hay junto a la iglesia, se alcanza a ver muy cerca el primero de los pueblos sorianos que se lucen al sol por aquel campo: Conquezuela. He leído en antiguos escritos que Torrecilla llegó a tener hasta 150 habitantes. Recuerdo y nostalgia para quienes nacieron y vivieron allí, como Lucas, el buscador de setas, que me contó con indignación cómo en varias ocasiones han forzado la puerta y las ventanas de la casa de su tío que está junto a la iglesia, arrancando la reja, hasta el punto de haber llegado a encontrar dentro a cuatro o cinco individuos extraños durmiendo en las camas, y que obligaron a que fuera la Guardia Civil para arrancarlos de allí.
Es la cara negra de algunos de nuestros pueblos, la espina imposible de sacar que hiere el corazón de tantos, pero que no por eso deja de ser un hecho real, palpable, que ahí está a la vista de todos, quién sabe si como un tributo que hay que pagar a la sociedad moderna, a este mundo loco que no es capaz de andar por los caminos de lo mejor sin despreciar lo bueno.


(La fotografía corresponde al pueblo de Tobes)

viernes, 10 de diciembre de 2010

M A R A N C H Ó N


Maranchón es un pueblo con amplia resonancia en el pasado por toda la Castilla rural desde hace muchos años, siglos también, como podemos comprobar en uno de los capítulos de la obra “Narváez” de Pérez Galdós, en el que se cuenta de la entrada de los muleteros de Maranchón a la villa de Atienza, como uno de los espectáculos de alcance popular más deseados en cada temporada. Maranchón fue un pueblo activo y rico, como enseguida se adivina al andar por sus calles, pues se sale con mucho el campo de la mediocridad y te va poniendo al tanto de su condición antes de llegar a él. Ya a la entrada nos saluda con la lozana arquitectura de sus torres: la de Los Olmos, entre el espeso ramaje que rodea al santuario, y la torre de la iglesia, que asoma hasta su mitad tras el declive del Torojón y del Altollano.
En Maranchón coincide la calle principal con la carretera que sigue hacia Molina y lo parte en dos. A un lado y al otro se ven fachadas señoriales, palacetes que uno difícilmente recuerda haber visto, por lo menos en tal cantidad, en ningún otro lugar de la provincia; mansiones que con el expresivo silencio de sus piedras y de sus formas, hablan de un pasado grandioso, no demasiado lejano, que se fue a pique, nadie lo diría, por culpa del progreso. Del progreso, sí; pues cuando en los años cincuenta comenzaron a aparecer en el campo las mulas de metal, los tractores y otras maquinarias para el trabajo, aquella preponderancia de siglos fue decayendo hasta desaparecer en el corto espacio de una década.
Pero a pesar de todo la distinguida imagen de Maranchón está ahí, testigo de lo que fue, como si el tiempo y los reveses que da el tiempo no contasen.
En mi primer viaje a Maranchón con fines periodísticos, que debió de ser en el año ochenta y uno, y mes de enero porque había nieve, recuerdo haber charlado con quienes andaban metidos en tales ocupaciones, de otra actividad característica, propia del lugar y por lo que pude saber de origen antiquísimo, que era la compra y el tratamiento de la cera, y más concretamente de la obtención de la cera virgen una vez trabajada en los lagares (lagares fue su nombre), de los que aún tuve ocasión de poder ver el último de ellos, que por aquellos años andaba en pleno funcionamiento, si bien bajo la seria amenaza de desaparecer no muy tarde. Era el lagar de don Melchor Tabarnero, un señor ya muy anciano por entonces que vivía en la Casa de los Picos, cara poniente del parque de la Alameda.
De la actividad cerera en la villa de Maranchón quiero recordar que hace un cuarto de siglo todavía existían cuatro familias que se dedicaban a ese menester, pero que tiempo atrás los cereros llegaron a sobrepasar el número de veinte. Su quehacer principal era el de comprar los cerones por Aragón, la Rioja, la Alcarria, las provincias de Segovia y Soria, incluso algunos pueblos de la parte de Valencia; y una vez extraída la cera la llevaban a vender por toda España.
El lagar de don Melchor Tabarnero estaba a la entrada del pueblo, junto a la carretera. Era una nave sombría, oscurecida por el humo de muchos lustros de actividad, en la que destacaba la viga de madera descomunal de la prensa y un pedrusco en forma de tronco de cono que durante el trabajo del prensado hacía de contrapeso. Un horno, dos depósitos llenos de un líquido viscoso sobre el suelo, y varias pilastras labradas en piedra arenisca alrededor donde se solidificaban y se endurecían los panes de 30 o de 35 kilos que servirían después para la venta, y, sobre todo, para la exportación. Era cuanto completaba todo el instrumental de la primera industria de Maranchón por aquellos años, y posiblemente la más antigua de la provincia; pues según me contaron, aquellos eran los mismos medios con los que se había venido trabajando desde el año 1712 en que, así pude saber por el propio dueño, comenzaron a laborar la cera sus antepasados. Pienso que aquel lagar ya no funciona, pues son varios los años que al pasar por allí veo las portonas cerradas.
Vale la pena detenerse en Maranchón cuando se viaja por la carretera que lo atraviesa, no sólo para tomar café o algún refresco en cualquiera de los bares de aquella que es su calle principal, sino para otear la grandeza dormida de sus recias casonas repartidas por todos los barrios, la riqueza artística de su rejería, la tranquilidad de sus plazas que son dos: la de Juan Antonio Bueno y la Plaza de España. Juan Antonio Bueno fue un honrado servidor del orden que murió asesinado en Madrid el 20 de diciembre de 1973, volando por los aires en el vehículo que servía de escolta al entonces presidente del Gobierno, Carrero Blanco, en aquel recordado magnicidio perpetrado por ETA. No obstante, el rincón más selecto de la villa es el parque de la Alameda, situado también junto a la carretera, del que siempre cuidaron los vecinos con prioridad y como cosa propia, siendo uno de los dos asuntos en los que el pueblo supo poner especial empeño; el otro fue llevar para la fiesta de septiembre un orador sagrado re nombre que cantas desde el púlpito las excelencias de su patrona la Virgen de los Olmos.
Por una pista flanqueada de árboles que hay junto al pueblo se puede ir hasta el santuario de los Olmos en un breve paseo a pie. Dicen que a cualquier hora del día hay gente que sube o baja a ver a la Virgen. La experiencia me ha dicho que es verdad. La devoción de los maranchoneros a su patrona es grande, tanto o más para los que viven fuera como para los que están allí. Cuenta la leyenda que durante la primera o segunda década del siglo XII, la Virgen María se apareció en aquel lugar a un ganadero del pueblo, llevando en la mano una rama de olmo. Fue el origen de una devoción arraigada que reúne cada 8 de septiembre a cientos de maranchoneros llegados desde los puntos más dispares de España, incluso del extranjero.
El santuario que hoy podemos ver fue reconstruido en el siglo XVIII sobre el mismo lugar en que estuvo el anterior, es decir, sobre el leve rellano en el que asegura la tradición que se apareció la Virgen. Es un edificio sólido al que se entra bajo un arco de sillería. El agudo capitel del campanario se divisa a distancia. Parece ser que un hijo ilustre de la villa, el arzobispo de Santa Fe de Bogota, don Juan Bautista Sacristán, nacido en 1759, favoreció de manera notoria al santuario, llegando a ser uno de los más importantes y mejor dotados de la diócesis, como aún los sigue siendo a pesar de los robos sacrílegos sufridos durante los últimos años, a los que, me consta se han puesto medidas para evitar que se repitan. Cuando el santuario está cerrado, que son la mayor parte de las horas y de los días por razones de seguridad, los devotos contemplan y rezan a su patrona por una mirilla con cristal que hay al respaldo del edificio.
– Abren sólo los fines de semana ¿sabe usted?. Para el verano, que hay más gente, seguro que estará abierto todos los días.

LA LLEGADA DE LOS MARANCHONEROS A ATIENZA, SEGÚN PÉREZ GALDÓS:
«La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros. Son estos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que, desde tiempo inmemorial, viene consagrado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra de carácter nómada, que se internó en el país de los “Antrigones y Vardulios”, y les enseñaba el comercio y la trashumancia de ganados. Ello es que recorren hoy ambas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y por su conocimiento de tantas distintas regiones, son una familia, por no decir una raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Alegran a los pueblos y los sacan de sus somnolencia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobranza se hace después en estipuladas fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tendencias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chalecos; calzan borceguíes; y usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos bordones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que, al entrar en los pueblos, anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía» (De “Narváez” Episodios Nacionales).

lunes, 6 de diciembre de 2010

DESDE EL MIRADOR DE LA PEÑA BERMEJA


Las ciudades y villas mayores de Guadalajara, cabeceras de comarca en todo lo ancho y largo de su mapa provincial, gozan de una personalidad bien marcada; pero de todas ellas, quizá sea Brihuega la que ofrezca un carácter personal más sobresaliente.

No sé si serán diez, o veinte quizá, las veces que he viajado hasta Brihuega por el simple placer de andar por sus calles, de escuchar el rumor de sus fuentes, o de contemplar el augusto panorama de la vega del Tajuña desde el mirador de sus Jardines o desde el herraje de los Guinches en el Prado de Santa María. En Brihuega, amigo lector, nunca se acaba de ver todo, de saberlo todo, de disfrutarlo todo. Su pasado y lo que éste dejó para la posteridad en piedra antigua, de leyenda siempre a flor de piel en el saber de sus gentes, o en el propio carácter de quienes viven y nacieron allí, son como un pozo mágico al que, por mucho que uno se empeñe, jamás consigue tocar fondo. Es demasiado el contenido de la pequeña ciudad como para dominarlo todo: cuna de una extensa nómina de hijos ilustres, escenario de batallas memorables, terreno propicio para que el misterio de la fe envuelto en tules de leyenda tomase cuerpo y lugar, y morada, en fin, de una clase distinta de alcarreños, tal vez por su carácter heredado, abierto y con cierta inclinación a los festivo y jolgorioso.
Siempre que viajo hasta Brihuega me gusta dejar el coche junto al parque de la Alameda. Luego, libre de ataduras y con la cámara de fotos terciada al hombro por toda impedimenta, me cuelo bajo el arco conmemorativo de la Puerta de la Cadena hasta la Plaza de Herraderos, la que tiene un copudo tilo en mitad. Una vez allí, toma parte del ritual acercarse hasta la fuente Blanquina, con sus doce caños de abundante manar, y luego, por la calle de las Armas, en la que hay varios escudos y formas barrocas adornando la fachada de la casa de los Gómez, llegar entre columnas y soportales hasta el corazón vital de Brihuega, la Plaza del Coso. En la Plaza del coso sigue corriendo a ambos lados el agua de las fuentes, se abre en ojiva la puerta al subterráneo de la Cueva Árabe, se anuncia con su vieja piedra inscrita la cárcel de Carlos III, y se engalana con modernas formas la fachada del Ayuntamiento que remata el carillón municipal. En la Plaza del Coso todavía pueden adivinarse con los ojos de la imaginación las antiguas mercaderías en las que expusieron sus productos por riguroso turno, y siempre dentro de un orden, judíos, moros y cristianos.
Desde la Plaza del Coso se puede pensar en distintos itinerarios para conocer Brihuega. Por mi parte he preferido seguir adelante en primer lugar hasta el Prado de Santa María, noble rincón de la villa en el sentir y en el querer de los Brihuegos; pues por ello están allí, en una distancia mínima lo uno de lo otro, la iglesia de Santa María , donde veneran a su Patrona la Virgen de la Peña, y el legendario castillo de la Peña Bermeja, ocupado hoy en parte por el cementerio local, desde donde se alcanza a ver una buena parte de la vega del Tajuña, con sus tablares de tierra removida y sus hortelanos trabajando sabia y pacientemente.
Un pequeño grupo de jubilados toman el sol junto a las verjas que miran al barranco. Les pregunto por la aparición de la Virgen de la Peña a una princesa mora en aquel lugar y por la semana de los bombardeos. De lo primero saben poco, discuten entre ellos intentando ponerme al corriente, pero del desastre de la aviación en aquel desdichado mes de marzo del año 37, varios de ellos guardan un recuerdo vivísimo; dicen que se echan a temblar cuando refrescan la memoria.
– No se puede contar con palabras lo que fue aquello. Tampoco queremos recordarlo ¿Para qué?
La puerta de la iglesia está cerrada. Me vuelvo a detener ante la portada tardorrománica con falso parteluz, otro más de los signos de Brihuega.
Por la puerta de la Guía salgo hacia el arco de Cozagón, allá en las afueras. Se trata de una de las antiguas puertas de entrada cuando la ciudad estaba rodeada de murallas. Hoy es otro de los emblemas, tal vez el más representativo que tiene Brihuega. Una portada enorme acabada en ojiva da paso, mediado el grosor del muro, a otro arco similar de menor altura en la parte que da a la villa. Sobre las piedras labradas destacan las marcas de los canteros.

No es posible –ya se dijo– conocer o hablar de Brihuega cuando se dispone de un tiempo o de un espacio limitados. Conviene acercarse hasta sus monumentos más representativos y disfrutar de ellos, una vez restaurados después de los crueles avatares en los que se vieron envueltos. Me refiero sobre todo a las iglesias románicas de San Felipe y de San Miguel, magníficas, sobre todo la primera de ellas; construidas ambas, como la de Santa María, en la primera mitad del siglo XIII a instancia del célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, su señor y gran mecenas.
No obstante, es muy posible que el toque personal más importante lo tenga la villa en sus famosos “Jardines” y en la histórica Fábrica de Paños acabada de construir en el año 1787, bajo el reinado de Carlos III. En una visión general de Brihuega su Real Fábrica de Paños, o lo que aún queda de ella, se distingue en la lejanía por su forma circular, teniendo frente al arco que mira a la vega la gracia de unos jardines, románticos en extremo, montados al gusto versallesco aunque posteriores en el tiempo a la instalación de la fábrica, y que como ella parecen estar llamados al abandono o a la desaparición paulatina, lo que no dejaría de ser una pérdida lamentable, no sólo para Brihuega, sino para el Patrimonio Provincial, tan maltrecho durante los dos últimos siglos, entre cuyos principales valores se debe contar, más si se tienen en cuenta las muchas posibilidades de servicio a la sociedad, una vez que el turismo español, y aun el que nos viene de fuera, parecen apuntar hacia lo cultural de tierra adentro. Desde la primera vez que anduve por allí me interesó el futuro de estos sorprendentes rincones, únicos en la Provincia y en España me atrevería a decir, de ahí que recavase información sobre el asunto de quien pudiese darla con mayor conocimiento de causa.

La primera autoridad en Brihuega se llama Jaime Leceta, un alcalde joven, capaz, de carácter natural tirando a serio, y preocupado no sólo por el presente, sino por el futuro de esta hermosa villa cuya autoridad y responsabilidad ostenta. El cuidado de los monumentos es una de sus principales preocupaciones:
– Sí; con respecto a la Fábrica de Paños seguimos con el mismo proyecto que iniciamos en el año noventa y ocho, que fue cuando solicité la primera entrevista con la Presidenta de Paradores, para conseguir la instalación de un Parador Nacional de Turismo en ese edificio. Desde entonces llevamos luchando por ello y no vamos a cejar en el empeño, por lo que seguiremos insistiendo con la nueva Administración hasta que se vea convertido en realidad el viejo proyecto.
– ¿Le interesa al público de fuera conocer Brihuega?
– Según datos de la Oficina de Turismo el número de visitantes va aumentando progresivamente. Desde los 5.300 que tenemos como primeros datos allá por el año 1998, hasta los 21.000 del año pasado, vemos cómo cada año va aumentando el número de habitantes a nuestra villa.
– ¿Qué es lo que más atrae de Brihuega a los que vienen de fuera?
– Son varias cosas. Principalmente la riqueza monumental que tiene el pueblo; la riqueza paisajística; los parques y jardines; la gastronomía que es rica y variada en cualquiera de los establecimientos de restauración; y, desde luego, yo creo también que la hospitalidad y el carácter de sus gentes.

Dejamos así, en este ligero apunte, lo que hoy se nos ocurre contar acerca de Brihuega. El primitivo Castrum Brioca de los romanos se discute el título de capitalidad de la Alcarria con Cifuentes y con Pastrana. Nada tiene que ver lo uno con lo otro. Con las demás villas señeras es motivo suficiente para disfrutar de esta Alcarria, ahora más interesante y espectacular que nunca, a la que a la gente ya le va dando la gana de venir. Motivos hay para ello

jueves, 2 de diciembre de 2010

BAIDES, EN LA RIBERA DEL ALTO HENARES



El pueblo de Baides, situado a la vera del Henares y de las vías del ferrocarril en tierras de Sigüenza, podría servir de ejemplo de lo que ha sido el cambio a favor en su aspecto externo de los pueblos de Guadalajara durante los últimos veinte años.

Baides en su actual imagen, ocupando un llano de tierras de labor al principio de la inmensa vega, es algo así como un delicado paraíso repleto de privilegios donde vivir cómodamente al menos durante el verano, un paraíso que apenas se percibe desde las ventanillas del ferrocarril cuando cruza la ribera, y nunca desde las del automóvil, pues tan sólo el indicador que hay al borde de la carretera cuando viajamos hacia Sigüenza nos habla de él, haciendo constar que la distancia que nos separa es de seis kilómetros, distancia que es preciso recorrer entre curvas y vericuetos, áspera al principio en su paisaje, pero luminosa, abierta y prometedora al final, ya junto a las primeras casas en plena vega.
No encontré en mí último viaje tráfico al bajar. El pueblo aparece al final con su calle larga, la Calle Mayor, con su tapial a mano derecha que nos aparta de la finca de los señores, con la mimosa fuentecilla en mitad adornando una plaza chiquita, la Plaza Mayor como paradoja, y más allá el puente sobre el río, la vía muerta del ferrocarril, y el Camino de la Estación al que desde hace un par de décadas se conoce oficialmente como Paseo del Escritor Ángel María de Lera, en honor a su hijo más preclaro.

El puente sobre el Henares que hay al final del pueblo, con sus alrededores de junto a la vía muerta, es para quien esto dice uno de los rincones más apacibles y románticos que pueda imaginarse. Se adivina estando allí, y mirando fijo al correr de las aguas, que Baides es un pueblo distinto a los demás, un pueblo para contemplación y para el ensueño. A la sombra de los árboles que hay al lado del puente, es el canto de los pájaros y el suave rumor del agua lo único que altera el silencio de la mañana, hasta que de tiempo en tiempo bufa sobre el paisaje el soplo de la velocidad que arrastran los trenes. Una anciana está sentada sobre un banco en la esquina. La señora me mira atentamente. Seguro que le gustaría saber quién soy, y, sobre todo, qué es lo que hago por allí con una cámara al hombro y un cuaderno de apuntes en la mano.
– Buenos días, señora.
– Hola, buenos días.
– Cuánta tranquilidad tienen en el pueblo.
– Demasiada. Antiguamente el pueblo era más alegre. Había más de noventa mozos; y mucha riqueza, y mucho trabajo.
– Trabajo del campo, claro.
– Del campo y de la fábrica de yeso y escayola que había. Otros trabajaban en la finca del palacio. Y la estación del tren, que nos daba tanta vida.
El palacio al que se refería la buena mujer era el de los condes de Salvatierra, que todavía se sostiene en pie, maltrecho, como pude comprobar desde fuera de la puerta de hierro que cierra la finca.

Por ambos lados de la carretera que sale hacia Huérmeces el campo es llano y feraz. Debió de ser en otro tiempo terreno de regadío el de aquellos llanos próximos al cauce del Henares que enmarcan las choperas, hoy hazas extensísimas dedicadas al cultivo del cereal. Junto a la carretera hay una ermita con la puerta cerrada, arco en ojiva y techumbre que se remata con un solitario campanillo que alguna vez habrá servido para avisar a los actos. La iglesia no es ésta. La iglesia se encuentra sobre una cuesta a la entrada del pueblo. Tiene casi nueve siglos de antigüedad, y hace tan sólo unos años que, al restaurarla, salieron a la luz varios de sus admirables valores románicos. Debe costar trabajo subir hasta la iglesia de Santa María Magdalena a la gente mayor. Resulta larga y demasiado pina la escalinata de hierba y guijarrillo que lleva hasta los pies del campanario, o hasta las comedidas plataformas de las eras que hay al lado de iglesia, y desde donde se contempla, como abierta a los ojos y al mundo, la hermosa vega del Henares por la que baja el río entre choperas y el tren silba corriendo por mitad.

El Henares pasa manso, bien surtido de caudal a la salida del invierno, por un ensanchamiento que hace la calle entre el Puente de piedra y el Salón de los Mozos, instalado desde hace años en una casa distinguida que hay al principio del Camino de la Estación, o Paseo del Escritor Ángel María de Lera. Es un camino hermoso, recto como una vela y casi con un kilómetro de longitud, arqueado de ramaje y de apretadas sombras que, por lo general, le dan los árboles que tiene a uno y otro lado. Los árboles son viejos, de grueso y arrugado tronco, y por estos días los están desramando casi completamente. Al final, siempre al lado del río, la Estación del ferrocarril.

La Estación, escrito con mayúscula, porque es un barrio por el que pasan los trenes, viene a ser como un segundo Baides. La Estación, vista en la actualidad cuando el pueblo se ha quedado sin gente, es una barriada residencial, con docenas de viviendas más recientes quizás que las que vimos en el pueblo. El apeadero del tren, o estación propiamente dicha, es un edificio bien conservado, al pie de la vía, con la consabida placa de metal que lo mismo que en las demás estaciones señala la altura sobre el nivel del mar: 844 metros. En las proximidades, el agua y las sombras. Baides es un pueblo de aguas y de sombras, ya que no de público a diario, pues andará con el medio centenar de almas en un día cualquiera, algo así como la quinta o la sexta parte de lo que tuvo antes, en tiempos de nuestros abuelos, cuando los lobos andaban en manada por entre la maleza de los cerros y los ánades criaban en las hierbas del río.

lunes, 29 de noviembre de 2010

BUDIA, UN ALARDE DE TIPISMO ALCARREÑO


A cualquier hora del día, con los ojos de la cara bien abiertos y no menos con los de la imaginación, no es preciso hacer esfuerzo alguno para trasladarse en el tiempo a la España rural del siglo XVI. Estoy en la plazuela de las Cuatro Calles de la villa de Budia, uno de los lugares más representativos de toda la Alcarria, y, quiero pensar, que lo es también de los más desconocidos para el público que viaja.
Por las calles de Budia uno va de sorpresa en sorpresa. Sin que sea preciso hurgar en las entrañas de su pasado, que al decir de algunas de sus recias casonas centenarias y del largo listín de hijos ilustres que la villa dio al mundo, uno sospecha que debió de ser realmente brillante. Queda en pie el escenario en el que actuó la Historia, el pueblo con sus escudos heráldicos y sus portadas de piedra, el peso de su antigüedad y sus calles en cuesta; un pueblo hermoso y tranquilo para vivir, pero en el que cada vez se hay menos vida porque la gente se fue, llegando hasta el límite de las 250 almas como población de derecho, de las cerca de dos mil con las que debió de contar hace algo más de medio siglo. A pesar de todo, y teniendo en cuenta que el fenómeno de la despoblación afectó por igual a los pueblos vecinos, Budia sigue siendo la capitalidad de la comarca sin que le falten motivos para que sea así.
El centro vital de esta villa es la Plaza Mayor, como lo fue siempre, espléndida, señorial, de bella estampa que engalana como fondo el artístico edificio del ayuntamiento sacando a la calle sus nueve columnas de la planta baja, seis arcos en la galería superior, y la enhiesta torre del reloj que le sirve de remate. La plaza, que a don Camilo le pareció en su primer viaje la de un pueblo moro, hoy, a cualquier hora y en cualquier día, podría servirnos como muestra de lo que cinco siglos atrás debieron ser las plazas mayores de cualquiera de las villas renacentistas que hay en Castilla.
He bajado la cuesta de Santa Ana hasta las gradas de la picota. Son huertos lo que hay a un lado y al otro de la vertiente, y agua, mucha el agua la que se siente correr por una reguera oculta entre la hierba. Sobre el alto y hacia el poniente algunos chalés, y cuesta arriba los viejos callejones cargados de misterio. Calles y callejas con nombres expresivos que andan a juego con las viviendas –desocupadas muchas de ellas– que las enmarcan. Entre otras, he leído al subir escrito sobre las carteletas, viejas y nuevas, de las esquinas, Calle de Tras Reló, Calle de la Lechuga, de la Estepa, del Medio Celemín, Calle del Bronce. Pienso que directa o indirectamente los nombres de estas calles tendrán algo que ver con los viejos oficios de los artesanos que durante los siglos XVII y XVIII vivieron allí, cuyos trabajos se llevaron a vender por toda la Alcarria y hasta muy lejos de sus fronteras comarcales, y que fueron entre varios más curtidores, tejedores, zapateros, sastres, coleteros..., de los que nada queda como enseña que fueron de la villa por tanto tiempo, como tampoco queda nada de algo que le dio cierta nombradía durante los últimos cincuenta o sesenta años: los bizcochos crispines, producto de una pequeña industria familiar que ha desaparecido sin dejar paso a la continuidad, lo que ha supuesto una importante pérdida para la repostería alcarreña.
A pesar de todo, la nota fundamental de esta villa prevalece, sus monumentos y sus costumbres. Me quiero referir, además de al indecible encanto de sus callejuelas y rincones, a ese par de monumentos dignos de ser vistos: la iglesia parroquial de San Pedro, y el santuario mariano de Nuestra Señora del Peral situado sobre un altillo en las afueras, todo un emblema en la villa de Budia.
De la iglesia de San Pedro hay razones para admirar su bellísima portada plateresca, inspirada cuando menos en Alonso de Covarrubias, y diseñada probablemente por cualquiera de los grandes artistas que imitaron su estilo, tanto en el siglo XVI como en épocas posteriores. Lo que todavía queda en el presbiterio, como resto de aquel magnífico frontal de plata que desapareció incendiado cuando la Guerra Civil, sigue siendo de un valor único en la iglesia de Budia, como sin duda también lo son los bustos del Ecce-Homo y de La Dolorosa, firmados por Pedro de Mena y tallados en su taller de Málaga en el año 1674, y que, expuestos dentro de sus respectivas urnas, uno a cada lado del presbiterio, continúan siendo el principal motivo de atracción para quienes van al pueblo. Ambos bustos, de los que nada se sabe por cuanto al cómo y al cuándo llegaron al pueblo, pertenecían a la ermita del Peral, pero en el siglo pasado, siguiendo un buen criterio, fueron bajados hasta el pueblo por razones de seguridad.
De la ermita patronal se tienen más datos. Con las de Auñón y Alhóndiga, esta de Budia viene a ser uno de los tres santuarios marianos más importantes de la Alcarria. Sobre la portada principal se ve inscrita sobre la piedra la fecha de 1688, que bien pudo ser la de su término. Aunque no existe documento alguno que lo acredite, existe una piadosa tradición por la que sabemos que la Madre de Dios se apareció a un pastor sobre el tronco de un peral en aquel mismo sitio. Desde su hornacina, la venerable imagen de la Señora preside la nave central de la iglesia donde con frecuencia, y con heredado fervor, recibe el homenaje y la veneración de los hijos de Budia. Su fiesta mayor se celebra el domingo siguiente al 8 de septiembre, también el primero de enero, fecha en la que desde hace algunos años se tiene la costumbre de subir en acción de gracias y se cantan villancicos.
Las costumbres y tradiciones que desde tiempos que nadie recuerda se vienen manteniendo a lo largo del año, son muchas. Haremos referencia a dos de ellas y de manera muy breve: las hogueras de San Pedro y los Soldados de Cristo. Para la fiesta de su patrón se canta el “sampedro” y se queman los cueros de vino en las hogueras públicas durante la noche. Los antiguos cueros de vino se sustituyen hoy por ruedas de caucho. El “sampedro” consiste en coplillas que la gente conoce, todas con algún mensaje según el sitio y las circunstancias:

Virgen santa del Peral,
cuándo llegará tu día,
para ver pasar los toros
por debajo la Tobilla.

Entre coplilla y coplilla la gente responde: ¡Sarna, Sarna, que pica que rabia! El Sarna es un personaje maléfico que anda haciendo de las suyas en torno a las hogueras, y recibe de palos.
La reaparición de los soldados de cristo es relativamente reciente, si bien su origen en el costumbrismo local es muy antiguo. Los Soldados de Cristo son doce hombres del pueblo, más uno que actúa de capitán, y que en la tarde del Jueves Santo se colocan en dos filas a la puerta de la iglesia armados con lanzas. Durante la misa están en el presbiterio, siempre de pie, y en el momento de la consagración rinden sus armas e hincan una rodilla en el suelo. Después de la procesión de la tarde se quedan custodiando el Monumento. La indumentaria que antiguamente vestían los Soldados de Cristo debió tener cierta similitud con el traje festivo del siglo XVI, con un parche y una cintas como distintivo en el hombro derecho. Actualmente visten con traje ordinario de color oscuro, sombrero negro, y una banda roja con enseña terciada al hombro.
Budia hoy es un pueblo vivo, distinto a lo que fue en décadas anteriores cuando los medios eran pocos y las aspiraciones escasas. Sabemos de la transformación habida en él y del buen hacer de sus últimos ediles, de Rafael Taravillo, siempre en nuestro recuerdo, cuyo testigo ha tomado después Ana María Sánchez, la actual alcaldesa, con demostrado acierto en su gestión, a la que pregunto si de verdad Budia debe tener un sitio en el escaparate provincial con vistas al turismo.
– Claro que debe tenerlo; desde luego que sí. Quien viene alguna vez por aquí, es seguro que repite. Los amigos del arte tienen en nuestra iglesia cosas muy buenas que ver. Y el tipismo de nuestras calles es de lo poco que va quedando como auténtico en toda la Alcarria.
– ¿Qué es lo que el ayuntamiento tiene como proyecto más inmediato?
– Queremos convertir en hecho real lo antes posible una Casa Tutelada para Mayores. Levantar y poner en funcionamiento una residencia es algo inalcanzable para nuestras posibilidades. Entre otros proyectos, que son varios tanto para Budia como para los anejos, tenemos muy a la vista la construcción de ocho o diez viviendas de protección oficial.
– En pocas palabras ¿Qué diría a nuestros lectores para terminar?
– Les diría que no se lo piensen, que vengan a conocer Budia, nuestro arte, nuestro tipismo tan antiguo y tan bien conservado, nuestras fiestas... En fin, que se pasen por aquí, con la seguridad de que se marcharán contentos.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

UNA IMPROVISADA RUTA POR LOS CEMENTERIOS


Estamos en el mes de los cementerios. A manera de contraste con lo que suele suceder en el siglo presente respecto a la morada temporal en el mundo de los vivos, quitasueño de unos y delirio de confort para otros muchos, surgen los severos camposantos en donde la opulencia y la vanidad no cuentan, y el mero representar apenas si en ellos tiene cabida. Existen sonadas excepciones de panteones que son verdaderos derroches de suntuosidad, en los que parece se ha intentado prolongar por encima del tiempo la presencia terrena de quienes allí encontraron lugar para su descanso hasta el fin de los tiempos. La muerte, suprema manifestación de justicia y de equidad para todos los hombres, acaba con la función de cada cual en este mundo igualándolos sin distinción posible. Cervantes lo explica perfectamente en el capítulo doce de la segunda parte de su obra maestra, poniendo la reflexión en boca de Sancho, que compara la vida del hombre con las fichas de ajedrez, “que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabando el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.”
De siempre he sentido un gran respeto por estos dormitorios de muertos donde los vicios se acallan por tiempo sin término, donde el silencio y la paz emergen de la tierra endurecida, de los mármoles y de los epitafios. Ante la palpable realidad de los cementerios, el alma, viajera sin billete de regreso en este correr caduco del tren de los años, se siente estremecida e insignificante.
Dudo si será de tu agrado, amigo lector, que en tu compañía vaya pasando revista a la huella que me dejaron marcada en la memoria -éste por una razón, aquél por otra bien distinta- algunos de los cementerios guadalajareños que hasta el momento he tenido ocasión de conocer. Los hubo que produjeron en mi ánimo una profunda tristeza debido a su estado de abandono, pero que después han sido restaurados y dignificados, como corresponde a su sagrada misión.
Como lugar vistoso y ordenado te invitaría a visitar, si tienes ocasión para ello, los pasillos que quedan entre las hileras de tumbas en el cementerio de la Capital; bosque de cruces enarboladas, de imágenes piadosas sobre el perpetuo lecho de los difuntos, de ángeles con rostros de dolor sobre cuyos ropajes de granito se apoyan las coronas de flores adornadas con cintas lilas o moradas, en las que unas cuantas letras de papel de oro intentan perpetuar el recuerdo de los vivos. El cementerio de Guadalajara conserva aún el sabor inefable de lo íntimo.
En las villas de Atienza, de Brihuega, de Albalate y de Uceda, impresiona el lugar elegido para su emplazamiento. En todos ellos se aprovechan retazos de muro que en otro tiempo fueron almenares o murallas, cuando no el interior mismo de templos medievales, de los que la piedra gris sigue siendo fiel testimonio.
Resulta digno de mención el cementerio de Atienza, recortado entre la antigua muralla que asoma al precipicio y la portada románica de Santa María del Rey, al pie del castillo roquero. Desde su silencio se domina una panorámica extensa de campos que limitan a no poca distancia las cumbres del Santo Alto Rey, del Ocejón y de Somosierra. Cada vez que paso por allí, salgo con la sensación de que nunca encontró la muerte mejor aposento que aquellas ruinas venerables del castillo de Atienza, donde todo parece dormir en eterno sueño bajo el regazo maternal de la Historia.
Los muertos descansan en Brihuega en un escenario bastante similar, encajados entre los viejos paredones del castillo de la Peña Bermeja, junto a la patronal de Nuestra Señora de la Peña, dando vista a la ancha vega de hortalizas que durante la noche adormecen las corrientes mansas del Tajuña.
Albalate de Zorita guarda los despojos de sus hijos en el interior de la que fuera en otro tiempo su ermita de Cubillas, al que se accede por una bella portada tardorrománica con origen cierto en el siglo XIII. Para reforzar todavía más el misterio de lo que aquello pudo ser, cuentan en el pueblo que se trata de un viejo convento de Templarios.
Una de las fotografías que acompañan a este trabajo la tomé en el cementerio de Uceda. Se trata de las naves, hoy al descubierto, y del triple ábside de la primitiva iglesia románica de la Virgen de la Varga. Sin desmerecer en nada la filigrana medieval de su arco apuntado que sirve de entrada, deseo resaltar el impresionante espectáculo de la sillería del XIII distribuida en arcos, bajo cuyas sombras conventuales destaca el gris granítico de las cruces de mármol, el reflejo tibio del sol poniente sobre la superficie de las losas, y el color desvaído de los manojos de flores artificiales o la natural languidez de los lirios. A la caída, mirando hacia las sierras, se alcanza a ver al fondo de un hundido el fértil valle del Jarama.
Pero continuemos sin distraer el vuelo por los pequeños lugarejos cuyas necrópolis -corral de muertos, les llamó Unamuno- nos impresionaron en su día y hoy son razón de recuerdo que nombrar aquí.
En Aragosa, a la vera del río Dulce, y bajo el solemne planear de los buitres por encima de los peñascos que rodean al pueblo, hay un cementerio chiquito y romántico del que fijé en mi memoria el simple detalle de una losa pegada al muro de la barbacana, discreta y olvidada. Aparece en recuerdo de Domingo Leoncio, fallecido a los 18 años, 5 meses y 22 días, allá por el año de 1858, tal vez de tisis, la enfermedad de moda; justo cuando Bécquer, tan joven como él, se sintió tocado del mismo mal y publicaba una de sus más célebres leyendas, la de El caudillo de las manos rojas.
Los difuntos de Huertahernando esperan la hora de la resurrección al amparo de la fe, de la esperanza y de la caridad, muy juntos a la sillería de la iglesia. Desde las tumbas sólo hay que ponerse en pie para vislumbrar en la distancia la adusta piel de la Alcarria en generosa panorámica, y las primeras sinuosidades y barrancos del Alto Tajo.
Tortuero es pueblo serrano y campiñés, tan bello como olvidado, perdido al fondo de uno de los valles que humedece el río Jarama. A la caída de un hondo terraplén junto a la carretera, queda su pequeño camposanto. Cuatro tapias de argamasa y piedra oscura enmarcan el filo de tres cipreses y de otras cuantas crucecillas de madera pobre. Por entre las yerbas asoman su pálida tonalidad malva las flores de lis.
Y ya en las sierras, Cañamares y La Cabrera son pueblecitos entrañables que llevan parejo a su pequeñez el don del silencio y el de la paz perdurable en donde descansan sus muertos. Para no interrumpir tan suprema quietud, ni siquiera el viento rompe apenas la calma, quizá en las noches de invierno lo sean, pero muy levemente, los rumores del arroyo cercano invitando a la oración y al sueño sin final. El cementerio de La Cabrera se asegura con artística verja de hierro, forjada por el artista local Adrián Escudero en 1928.
Y seguiríamos más, por lo menos hasta perdernos en el alto del castillo de Motos, tan lejos de aquí, para acabar esta improvisada ruta por una docena de cementerios guadalajareños, con la boca cerrada y con los ojos de la cara y los del corazón bien abiertos, allí lo sería para admirar la magnífica forja que da paso al humilde camposanto pueblerino, junto a la ermita patronal de los santos Fabián y Sebastián que se asoma al pueblo y al campo.
Después de todo lo dicho, y de lo que uno sospecha que le falta por decir si hurgase un poco más entre los pliegues de la memoria, el final del viaje viene a ser cuando menos halagador, al pensar que Guadalajara es tierra en la que hasta la muerte puede resultar hermosa si se sabe morir, capítulo aparte del libro de las ciencias humanas que no todo el mundo conoce.

(En la fotografía, un detalle del cementerio de la villa de Uceda, bajo el triple ábside de la antigua iglesia románica de la Virgen de la Varga)

domingo, 21 de noviembre de 2010

EN LAS SOLEDADES DEL ALTO BORNOVA


Es tiempo de salir de la ciudad en la primera ocasión que se nos ponga por delante. En Guadalajara, como lo es en general por toda Castilla, estaremos faltos de otras muchas cosas en nuestro medio rural, como de gente, por ejemplo, que ya es dolorosa deficiencia; pero tenemos unos pueblos y una naturaleza alrededor de ellos que ya quisieran para sí en tantas ciudades y en tantas regiones, más ricas quizá en comodidades, en medios y en servicios, pero donde la saludable mano bienhechora de la madre naturaleza apenas se deja ver, y si lo hace es envuelta en contaminaciones, en medio de masas humanas, en olores y en ruidos a veces insoportables.
Unos parajes y unos pueblos para gozar en estas fechas en que se avisa el verano, podríamos encontrarlos con mérito bastante similar en cualquiera de nuestras cuatro comarcas características; pero es en esa franja de tierras guadalajareñas en las que, para disfrute de los sentidos y del corazón en un día cualquiera, concurren más y mayores motivos de interés como para dedicarles una jornada. La bonanza del clima, la extrema galanura del paisaje, los monumentos perdidos a veces en el campo, la caricia del agua y del viento, el silencio más absoluto, en fin, dentro de una naturaleza viva, con no sé cuantos datos más a su favor que anotar en el haber de estos lugares, son los que me llevaron de viaje una vez más por aquellos pueblecitos que avecinan al nacimiento del río Bornova, y que forman parte a su vez de la llamada Ruta del Románico Rural, una de las más aconsejables pensando en el ocio y la cultura dentro de esta provincia.
Acabamos de dejar atrás, escondida entre el verde de las choperas, la iglesia románica de Santa Coloma junto al cementerio de Albendiego. Merecía ser pecado grave no conocer el ábside afiligranado, judaizante, de esta iglesia escondida en la paz de los campos. Es una herencia ésta de los monumentos artísticos, perdidos en medio de los huertos y de las arboledas de nuestros pueblos, que no nos merecemos, o por lo menos que hacemos muy poco por merecerlos; pero la verdad es que ahí están desde hace siglos, para ser vistos y para gozar de ellos, aunque sean muy pocos los que los vean y los disfruten.
Valle arriba, situado en plena vertiente al pie de un cerro enorme de caliza mirando a la solana, luce sus casas blancas y sus tejados ocre Somolinos, echado por encima de las huertas de verdura y de frutal a un lado y al otro del arroyo que baja desde la laguna. En Somolinos quedan muy pocos habitantes en invierno, debido al empuje de la emigración durante los años sesenta y a las temperaturas desapacibles de sus inviernos crudos, a pesar de su buena situación al resguardo del cerro de la Cocinilla.
En Somolinos la parada se hace obligatoria, más por el interés de sus alrededores que por el propio pueblo al que corta la carretera por mitad. Ante el impresionante abrigo rocoso a mano derecha sobre el que vuela el ave rapaz, y ante las tranquilas aguas de la laguna, cuya superficie brilla como un espejo a las del alba y las puestas del sol, uno se sorprende en cada viaje como si se tratase de una impresión nueva. Los entendidos dicen que la laguna de Somolinos es de origen glacial. No hay duda de que todas aquellas tierras de calizo color debieron de estar cubiertas por un mar inmenso mucho antes de que el hombre existiera. La gran cantidad, y variedad, de fósiles marinos que aparecen por los blancales de toda la comarca lo acreditan. Magnífico refugio debieron de ser aquellos escondrijos serranos por los que nace el Bornova para los guerrilleros del Empecinado, lugar de paso en sus correrías desde la Alcarria al corazón de Castilla en aquel continuo ir y venir al amparo de la naturaleza cuando la francesada.
Y más arriba, alcanzadas las tierras llanas por las que la carretera sigue con dirección a Aranda, la sorpresa es doble. A lo largo de la leve colina que va de este a oeste en la Sierra de Pela, límite por aquellas latitudes entre las dos Castillas, las aspas de decenas de aparatos altísimos de metal destinados a producir energía movidas por el viento, giran lentas al mismo compás punzando el horizonte. Al otro lado de la carretera, ya casi al alcance de la mano, el pueblo de Campisábalos, conocido por su situación en medio del páramo, a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar, y, sobre todo, por ser depositario de una de las muestras del arte medieval única, tanto en el friso exterior de su iglesia, como en el interior de la llamada capilla de Sangalindo, que son a la vez que valiosas piezas de arte un libro abierto acerca de la vida y costumbres de los campesinos castellanos del siglo XII, y de los guerreros, clase social muy a tener en cuenta en una España continuamente en guerra.
Ha llamado la atención poderosamente a historiadores y a estudiosos del arte medieval el friso-mensario de la iglesia de San Bartolomé de Campisábalos por dos razones principalmente; en primer lugar por tratarse del único dentro del arte románico español que aparece esculpido de manera longitudinal, a todo lo largo del muro en perfecta línea recta; también porque las escenas relativas a los meses del año van apareciendo inscritas en orden inverso al de la escritura, es decir, de derecha a izquierda, seguramente por influencia mudéjar, detalle que así mismo se advierte en las portadas gemelas de la capilla y de la iglesia, ésta última bajo techado que sostienen cuatro columnas.
Después de una escena bélica en primer término, siempre de derecha a izquierda, en la que dos guerreros cruzan sus armas montados a caballo, y de otra la mar de curiosa referente a la caza del jabalí con perros, comienza el mensuario propiamente dicho. Allí van saliendo, en meritoria procesión de piedra antigua, las distintas actividades del campesino castellano a lo largo de los distintos meses del año. Algunas escenas en mejor estado de conservación que otras. Guardan cierta viveza expresiva, después de nueve siglos, los relieves tallados en la piedra de la cava de las viñas en el mes de marzo, la escarda en junio, la siega de las mieses en el mes de julio, aventando la paja de la era en septiembre, la matanza del cerdo en noviembre y el trasiego del vino al final del año.
Es preciso aprovechar las épocas del año más propicias para conocer tantos motivos de interés como tenemos tan cerca. Por fortuna contamos con medios cómodos y rápidos para ver cumplida esta necesidad impuesta por el buen sentido. No es lo mismo observar las imágenes en un libro bien editado o en la pantalla de un televisor aun tratándose de un estupendo documental, que tener la realidad palpable delante de los ojos con todo el ambiente cercano que tuvo siempre. En Guadalajara hay mucho que conocer. La gente se va interesando lentamente, muy lentamente, por lo que tiene cerca. Hemos llegado a un tiempo en el que la expectación debiera ser mayor, por lo menos en el número de personas interesadas por todo lo nuestro. Por un lado a los nativos y a los residentes de toda la vida; por otro a tantas caras nuevas que se van incorporando a nuestro vivir diario. Sería un hecho muy de lamentar que fueran éstos últimos quienes descubran Guadalajara antes que los primeros. En nuestros lugares turísticos de marcado interés, son muchos más los foráneos que los naturales del país los que acuden a lo largo del año a conocer, a admirar y aprender, de lo mucho que por toda la Provincia tenemos repartido. Hoy ofrecemos a nuestros lectores una muestra más, un proyecto factible para salir de casa.

(En la fotografía: Iglesia románica de Campisábalos)

viernes, 19 de noviembre de 2010

DURÓN, EN LA ALCARRIA DEL TAJO


El pueblo de Durón en la Alcarria del Tajo, situado sobre una ladera junto a la encrucijada de caminos que le llegan desde Budia, desde Cifuentes y Sacedón, en tres direcciones, es uno de los lugares de nuestra provincia en donde las piernas, los ojos y la imaginación, no dejan de funcionar de manera constante. Las piernas, porque hay calles en cuesta para dar y tomar; los ojos, porque son infinitos los detalles en los que la vista se ha de fijar a cada paso, al volver de cada esquina; la imaginación, porque se advierte en cada viejo edificio de otros siglos un halo de misterio.
No sé si es ésta la tercera o la cuarta vez que viajo hasta Durón, siempre por diferentes motivos, y en cada viaje he ido descubriendo cosas nuevas. El más completo y el más ilustrativo de todos ha sido el último, gracias a que un buen amigo del lugar, Julián Larroja, hombre atento y servicial donde los haya, tuvo la gentileza de acompañarme y de ir delante de mí abriendo puertas donde creí necesario. Hoy, como en anteriores y posteriores semanas alternas, recorriendo los monumentos religiosos de los nueve pueblos de la mancomunidad de municipios ribereños, por encargo de la central nuclear de Trillo, como atención al patrimonio de cada uno de ellos.
La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Cuesta está situada en lo más alto del pueblo. Para llegar hasta ella desde el barrio de abajo es necesario salvar el pino obstáculo de los muchos escalones de la Cuesta del Horno, que al final nos deja en la Plaza Mayor, una placita cómoda, adaptada para las grandes manifestaciones festivas del pueblo, incluida la capea de vaquillas en la fiesta de agosto, y con una fuente sobre el lateral que mana abundante en un leve piloncito redondo. Unos cuantos escalones más y llegamos a la explanada de la iglesia donde espera Julián. Son las doce de la mañana. Desde el atrio de la iglesia se domina todo el pueblo, todo el valle, y al otro lado el reconstruido santuario de la Virgen de la Esperanza, la Patrona de Durón, adonde subiremos más tarde.
La portada de la iglesia se nos ofrece a primera vista grandiosa y elegante, de corte clásico, como corresponde a la época en la que se debió construir, el siglo XVII, sellando la fecha de su final en 1693, según figura grabado sobre la piedra en un pequeño ventanal en forma de aspillera, que se abre en el primer cuerpo de la torre.
-Por dentro está muy mal, ya lo verá usted. Arreglarla un poco para que vaya tirando cuesta más millones de los que tenemos. El piso se va levantando por muchos sitios y las paredes están llenas de grietas. La humedad acabará con ella en cuatro días, si no se le da antes alguna solución.
No es pesimismo infundado, sino realidad en el más estricto significado de la palabra lo que dice Julián. Debió de ser un templo hermoso en siglos pasados esta iglesia de Durón. En su interior la forman tres naves, un coro con escalera, y el presbiterio bastante deteriorado por la humedad como el resto de las paredes. Junto a las baldosas levantadas del presbiterio han colocado un tiesto para que no tropiece la gente. En la sacristía conservan un cuadro -lámina en color de muy baja calidad- en el que está representada la figura de uno de los hijos más ilustres de la villa, el obispo don Antonio Carrasco Hernando, nacido en Durón el 13 de junio de 1783, y fallecido en la isla de Ibiza en 1852, como último obispo que fue de aquella extinta diócesis balear.
La ermita-santuario de Nuestra Señora de la Esperanza fue nuestro siguiente objetivo. Recogimos las llaves en casa de Julián, que vive en el barrio de abajo, y nos pusimos en marcha hacia el nuevo santuario de la Patrona, que se encuentra como a media hora de camino a pie, aunque subimos en coche por un ramal estrecho, algo abandonado, que al instante nos dejó en la explanada previa al santuario.
Resultan curiosas e interesantes de saber las vicisitudes que antes debieron de ocurrir hasta verlo aquí, en este mirador sobre el pantano, transportado piedra a piedra desde el primitivo que cubrieron las aguas, y reconstruirlo, tal cual, como lo era antes allá, en el emplazamiento anterior de la ribera, junto a las aguas del Tajo.
La devoción a la Virgen de la Esperanza tiene en el pueblo una antigüedad de siglos. Ocurrió -cuenta la tradición- que la Virgen se apareció sobre las ramas de una encina a un pintor natural de Palencia y de nombre Fernando de Villafañe, que vivía por aquellos contornos. El pintor, cumpliendo los deseos que le había manifestado la Virgen, y que no eran otros sino que se construyera una ermita en aquel mismo lugar, comunicó enseguida al pueblo y a las autoridades el mensaje; pero el pueblo hizo caso omiso de lo que le decía el vidente. Es el caso que, seguido a la negativa rotunda de los munícipes, se declaró una fuerte epidemia de peste entre el vecindario, hecho que obligó a replantearse en la opinión de la gente si convendría o no obedecer al mensaje que les venía del cielo. Así que, más por temor que por deseo, convinieron en que sí, en comenzar las obras de la ermita con toda celeridad, aunque no en el sitio exacto en que ocurrió el hecho milagroso de la aparición, sino en otro más o menos cercano, a orilla del río. La leyenda añade que lo que construían durante el día, aparecía desmoronado por la noche de forma misteriosa. La ermita se levantó, al fin, en el lugar exacto de la aparición, y allí permaneció, recibiendo el fervor de los hijos del pueblo hasta que, casi trescientos años después, fue sustituida por un santuario (año 1629), dirigido por Juan García Ochaíta, que duró poco, pues hacia el año 1700 fue precisa una nueva reconstrucción, ahora bajo la dirección del maestro Pedro de Villa y Monchalián -el mismo arquitecto que dirigió las obras de la iglesia de Jadraque- y que ha permanecido en aquel lugar de la ribera hasta que la construcción del pantano aconsejó quitarla de allí y ponerla a salvo en un lugar distinto, y aun distante, en la misma forma y el mismo tamaño, aprovechando las mismas piedras en lo que fue posible. Los gastos de construcción y transporte fueron sufragados por la Confederación Hidrográfica del Tajo.
Impresiona en su interior el tamaño de la nave única, grande, desnuda de toda ornamentación; de líneas severas, sin retablos, con una cúpula en media naranja cubriendo el presbiterio, algún cuadro piadoso pendiente de los muros, y la imagen venerable de la Patrona, la Virgen de la Esperanza, puesta sobre unas andas sencillas por dosel. Me habló Julián, y yo pude comprobar, de los desperfectos y grietas que se aprecian en el interior del edificio, debido, al parecer, a que el terreno ha cedido durante los cuarenta o cincuenta años que la ermita lleva construida.
- Es sitio es impresionante, Julián. En esos atardeceres del verano, donde parece que se está mal en todas partes, aquí, a la sombra de los árboles se debe de estar divinamente.
- Sí, todo esto es muy bonito, con el pantano ahí abajo, y esas vistas. En verano se está muy bien. En otro tiempo a lo mejor no tanto, sobre todo si hace frío y corre el aire. El día 15 de agosto, que se sube en romería, se llena de gente la explanada y los alrededores.
Y abajo, extramuros del pueblo y junto al cruce de carreteras, otra más de las ermitas de Durón: la de Santa Bárbara; restaurada, sólida, con una pequeña imagen de la santa mártir colocada en una hornacina frontal, y un altar en el que los días no festivos se suele celebrar algún acto de culto a lo largo del año.

viernes, 5 de noviembre de 2010

ALARILLA, A VUELO DE PÁJARO


Permitirse el placer de dar una vuelta por el Cerro de la Muela, es un ejercicio que se debería practicar con cierta frecuencia. La subida en coche, siempre que la pista no esté helada, resulta relativamente cómoda; sólo la fuerte inclinación del pavimento en alguno de los tramos presenta cierto inconveniente fácilmente superable. En las mañanas luminosas y en los serenos atardeceres de la Alcarria, nada hay mejor que contemplar el mundo desde aquella escogida plataforma natural desde donde todo es distinto. Para no pocos barceloneses es verdad de fe que la última de las tentaciones de Cristo de las que nos habla la Biblia (Mat. 4.9) tuvo lugar en el Tibidabo, “te daré”, donde el demonio propuso a Jesús que se postrara de hinojos delante de él y le adorase, y como compensación a tan sublime acto de obediencia le daría todo lo que se alcanza a ver desde allí, con la ciudad al pie y el mar al otro lado. Estoy seguro de que quienes defienden la tal teoría, fruto de la imaginación de algún iluminado, jamás han contemplado el mundo en plácidas tardes de otoño, desde el Cerro de la Muela.
Tan escondido está el pueblo entre los cerros del Colmillo y de la Muela, que no se deja ver hasta que no se está en él. Desde Humanes hay que atravesar el llano del mediodía, cruzar el Henares que pasa por mitad y en cuyas aguas tranquilas se reflejan como en un espejo las tierras y los árboles, y después, dar casi completa la vuelta al cerro de la Muela hasta que nos salga al paso la moderna ermita de la Soledad, como primer anuncio junto al campo antes de subir a la plaza que alcanzaremos enseguida. La distancia desde la capital se cubre, viajando en coche, en no más veinte o de veinticinco minutos, bien dirigiéndose a Humanes por Fontanar y Yunquera, o por Cañizar y Torre del Burgo desde Torija. Desde Guadalajara resulta más cómoda y recomendable la primera ruta.

El pueblo
Alarilla es un pueblo hermoso, que al paso de los tiempos ha ido cambiando en su favor durante los últimos treinta años. Uno piensa que los pocos habitantes que han ido quedando deben de sentirse a gusto allí: lugar tranquilo y de abiertos horizontes, bellísimos alrededores, y resguardado de los perniciosos vientos de poniente por La Muela, su eterno vigía y protector, que allá por la media tarde lo cubre de sombras.
- Y que lo diga usted. Aquí, si queremos que por la tarde nos dé el sol, nos tenemos que ir hasta eso de detrás del juego de pelota. Por las mañanas y al medio día nos salimos a tomar el sol a la plaza, o adonde quiera cada uno.
La plaza de Alarilla tiene en mitad una fuente redonda, con farola sostenida por el rollo concejil que durante muchos años ha servido de asiento a la gente mayor. Junto al rollo se levanta, fino él y burlando las alturas, el típico mayo, como prueba material de que en los pueblos todavía se suelen seguir los viejos mandatos de la costumbre.
Tras el rollo y en la misma plaza queda el edificio del ayuntamiento, con sus órdenes y avisos escritos junto a la puerta, y en frente el angosto callejón de Abrazamozas, ahora me ha parecido más estrecho todavía que otras veces.
Hay mucha gente joven, con equipaje de excursionista junto al juego de bolos, a cuatro pasos de la plaza. Se ve que no son de allí y que han venido al pueblo en grupo numeroso. Desde que hace bastantes años se puso a funcionar la primera pista de lanzamiento en lo alto del cerro, la afluencia de gente joven en Alarilla, sobre todo en los fines de semana, es importante. Una manera al fin de que la vida en el pueblo no vaya desapareciendo paulatinamente, después de la huída de población tan generalizada, que comenzó a mitad del pasado siglo en el medio rural y que ha dejado en nuestra provincia pueblos y comarcas prácticamente vacíos.
Cuentan los más viejos del lugar que el primitivo poblado de Alarilla estuvo en el sitio que dicen El Campanillo, pero que las hormigas lo acabaron destruyendo; que hay unas cuevas por allí en las que nadie ha llegado a su final, y de las que se han sacado piedra, lápidas y enseres, como si fueran restos de alguna extraña civilización desaparecida. Detalles inexplicables de este tipo son muy corrientes no sólo en Alarilla, sino en otros pueblos más de la provincia en todas sus comarcas. Es la voz del misterio, de la leyenda, desaparecida en parte porque nunca nos hemos propuesto llegarla a controlar, pero que no por eso deja de ser una de las piedras claves de nuestra cultura autóctona.
A quienes visitan Alarilla por primera vez les aconsejo que suban hasta el pórtico de la iglesia. Casi con toda seguridad la encontrarán cerrada, pero se trata de un ejemplar curioso de la arquitectura de compromiso que se llevó a cabo en España durante los años de posguerra; en este caso guardando algunos de los elementos que se pudieron conservar de la anterior iglesia destruida, y supliendo otros con formas románicas verdaderamente chocantes. En su interior hay un mural de gran tamaño pintado sobre el ábside, que representa “La Asunción de la Virgen”, obra de un pintor mejicano que cayó por el pueblo hace más de medio siglo.

El parapentódromo
Pero la novedad en Alarilla -aunque después de tanto tiempo en uso, ya no lo sea tanto- es para quienes no lo conocen el acontecer deportivo que, casi todos los días del año en los que el tiempo lo permite, tiene lugar en la explanada que corona el Cerro de la Muela y en el espacio libre más próximo. No sé si la palabra correcta sería “parapentódromo” para referirse al sitio desde donde se lanzan al espacio los aficionados al deporte del parapente; en el diccionario de la R.A.E. no figura como tal, aunque pienso que alguna vez debería tenerse en cuenta, a la vista del importante incremento que esta actividad deportiva ha llegado a tomar entre los jóvenes amigos del riesgo, e incluso entre la gente mayor. Lo cierto es que en una tarde cualquiera de fin de semana, el Cerro de la Muela se puebla de coches y de practicantes de este deporte, acompañados por lo general de sus familias, que cuando menos pueden disfrutar, como así es, del saludable ambiente de la altura, a lo que hay que añadir la panorámica completa que se divisa desde allí en todas las direcciones: el bello espectáculo de la Alcarria Alta al caer la tarde, con su diversidad de ocres y de sienas, punteado con el verdioscuro gris de los olivos, y abriendo el horizonte en completa claridad hasta los altos de Trijueque, con el cerro de Hita en mitad como principal referencia; y al norte y noreste las montañas serranas que en la lejanía comanda el Ocejón, con el cerro del Colmillo a nuestro lado, y los pueblos, como blancos caseríos aquí y allá, siendo el más cercano a nosotros el propio Alarilla, ahí a nuestros pies por debajo de las peñas, a estas horas de la tarde tomado por las sombras.
Y aquí, bajo las rocas que sostienen la cruz de piedra, cuentan los que lo conocieron que había un refugio en tiempo de guerra, con habitaciones encaladas de un blanco riguroso, donde poderse librar de los bombardeos y servir de observatorio sobre un espacio amplísimo; pero que terminada la guerra se tuvo que tapar, se terraplenó la puerta para evitar ser ocupado por gentes ambulantes.
Hoy, todo aquello es un lugar para el disfrute, adonde los más arriesgados acuden en infinidad de ocasiones a lo largo del año, y que si en sus inicios llamó la atención a las gentes de la comarca, ahora no es otra cosa que un elemento añadido, pero imprescindible, en el paisaje general de esta comarca, tan singular y tan diversa, testigo de la unión en plena vega de dos de nuestros ríos más importantes: el Henares, que viene de tierras de Sigüenza, y el Sorbe, portador de las ricas aguas que bajan de la sierra.
En tardes en las que el tiempo acompaña, el altiplano de la Muela toma cierto aspecto festivo. Entre los deportistas, que con el aire que allí se recoge a los cuatro vientos intentan elevar su voluminoso paraguas de colorines; sus familias, con niños incluidos que juegan a placer; y los curiosos, que a veces suben a pie desde el pueblo, y otras en vehículos para evitar la escalada, aquello toma un ambiente la mar de atrayente y familiar, que como no podía ser menos, aprovecho para recomendar a nuestros lectores. No olvidando que en la noche del cinco de enero, Sus Majestades los Magos de Oriente se permiten bajar hasta la vega colgados en parapente con todo su séquito, rodeados de bengalas encendidas y de luz en medio de la oscuridad de la noche, dando lugar a un espectáculo emotivo y único que nadie debería perderse.