lunes, 29 de noviembre de 2010

BUDIA, UN ALARDE DE TIPISMO ALCARREÑO


A cualquier hora del día, con los ojos de la cara bien abiertos y no menos con los de la imaginación, no es preciso hacer esfuerzo alguno para trasladarse en el tiempo a la España rural del siglo XVI. Estoy en la plazuela de las Cuatro Calles de la villa de Budia, uno de los lugares más representativos de toda la Alcarria, y, quiero pensar, que lo es también de los más desconocidos para el público que viaja.
Por las calles de Budia uno va de sorpresa en sorpresa. Sin que sea preciso hurgar en las entrañas de su pasado, que al decir de algunas de sus recias casonas centenarias y del largo listín de hijos ilustres que la villa dio al mundo, uno sospecha que debió de ser realmente brillante. Queda en pie el escenario en el que actuó la Historia, el pueblo con sus escudos heráldicos y sus portadas de piedra, el peso de su antigüedad y sus calles en cuesta; un pueblo hermoso y tranquilo para vivir, pero en el que cada vez se hay menos vida porque la gente se fue, llegando hasta el límite de las 250 almas como población de derecho, de las cerca de dos mil con las que debió de contar hace algo más de medio siglo. A pesar de todo, y teniendo en cuenta que el fenómeno de la despoblación afectó por igual a los pueblos vecinos, Budia sigue siendo la capitalidad de la comarca sin que le falten motivos para que sea así.
El centro vital de esta villa es la Plaza Mayor, como lo fue siempre, espléndida, señorial, de bella estampa que engalana como fondo el artístico edificio del ayuntamiento sacando a la calle sus nueve columnas de la planta baja, seis arcos en la galería superior, y la enhiesta torre del reloj que le sirve de remate. La plaza, que a don Camilo le pareció en su primer viaje la de un pueblo moro, hoy, a cualquier hora y en cualquier día, podría servirnos como muestra de lo que cinco siglos atrás debieron ser las plazas mayores de cualquiera de las villas renacentistas que hay en Castilla.
He bajado la cuesta de Santa Ana hasta las gradas de la picota. Son huertos lo que hay a un lado y al otro de la vertiente, y agua, mucha el agua la que se siente correr por una reguera oculta entre la hierba. Sobre el alto y hacia el poniente algunos chalés, y cuesta arriba los viejos callejones cargados de misterio. Calles y callejas con nombres expresivos que andan a juego con las viviendas –desocupadas muchas de ellas– que las enmarcan. Entre otras, he leído al subir escrito sobre las carteletas, viejas y nuevas, de las esquinas, Calle de Tras Reló, Calle de la Lechuga, de la Estepa, del Medio Celemín, Calle del Bronce. Pienso que directa o indirectamente los nombres de estas calles tendrán algo que ver con los viejos oficios de los artesanos que durante los siglos XVII y XVIII vivieron allí, cuyos trabajos se llevaron a vender por toda la Alcarria y hasta muy lejos de sus fronteras comarcales, y que fueron entre varios más curtidores, tejedores, zapateros, sastres, coleteros..., de los que nada queda como enseña que fueron de la villa por tanto tiempo, como tampoco queda nada de algo que le dio cierta nombradía durante los últimos cincuenta o sesenta años: los bizcochos crispines, producto de una pequeña industria familiar que ha desaparecido sin dejar paso a la continuidad, lo que ha supuesto una importante pérdida para la repostería alcarreña.
A pesar de todo, la nota fundamental de esta villa prevalece, sus monumentos y sus costumbres. Me quiero referir, además de al indecible encanto de sus callejuelas y rincones, a ese par de monumentos dignos de ser vistos: la iglesia parroquial de San Pedro, y el santuario mariano de Nuestra Señora del Peral situado sobre un altillo en las afueras, todo un emblema en la villa de Budia.
De la iglesia de San Pedro hay razones para admirar su bellísima portada plateresca, inspirada cuando menos en Alonso de Covarrubias, y diseñada probablemente por cualquiera de los grandes artistas que imitaron su estilo, tanto en el siglo XVI como en épocas posteriores. Lo que todavía queda en el presbiterio, como resto de aquel magnífico frontal de plata que desapareció incendiado cuando la Guerra Civil, sigue siendo de un valor único en la iglesia de Budia, como sin duda también lo son los bustos del Ecce-Homo y de La Dolorosa, firmados por Pedro de Mena y tallados en su taller de Málaga en el año 1674, y que, expuestos dentro de sus respectivas urnas, uno a cada lado del presbiterio, continúan siendo el principal motivo de atracción para quienes van al pueblo. Ambos bustos, de los que nada se sabe por cuanto al cómo y al cuándo llegaron al pueblo, pertenecían a la ermita del Peral, pero en el siglo pasado, siguiendo un buen criterio, fueron bajados hasta el pueblo por razones de seguridad.
De la ermita patronal se tienen más datos. Con las de Auñón y Alhóndiga, esta de Budia viene a ser uno de los tres santuarios marianos más importantes de la Alcarria. Sobre la portada principal se ve inscrita sobre la piedra la fecha de 1688, que bien pudo ser la de su término. Aunque no existe documento alguno que lo acredite, existe una piadosa tradición por la que sabemos que la Madre de Dios se apareció a un pastor sobre el tronco de un peral en aquel mismo sitio. Desde su hornacina, la venerable imagen de la Señora preside la nave central de la iglesia donde con frecuencia, y con heredado fervor, recibe el homenaje y la veneración de los hijos de Budia. Su fiesta mayor se celebra el domingo siguiente al 8 de septiembre, también el primero de enero, fecha en la que desde hace algunos años se tiene la costumbre de subir en acción de gracias y se cantan villancicos.
Las costumbres y tradiciones que desde tiempos que nadie recuerda se vienen manteniendo a lo largo del año, son muchas. Haremos referencia a dos de ellas y de manera muy breve: las hogueras de San Pedro y los Soldados de Cristo. Para la fiesta de su patrón se canta el “sampedro” y se queman los cueros de vino en las hogueras públicas durante la noche. Los antiguos cueros de vino se sustituyen hoy por ruedas de caucho. El “sampedro” consiste en coplillas que la gente conoce, todas con algún mensaje según el sitio y las circunstancias:

Virgen santa del Peral,
cuándo llegará tu día,
para ver pasar los toros
por debajo la Tobilla.

Entre coplilla y coplilla la gente responde: ¡Sarna, Sarna, que pica que rabia! El Sarna es un personaje maléfico que anda haciendo de las suyas en torno a las hogueras, y recibe de palos.
La reaparición de los soldados de cristo es relativamente reciente, si bien su origen en el costumbrismo local es muy antiguo. Los Soldados de Cristo son doce hombres del pueblo, más uno que actúa de capitán, y que en la tarde del Jueves Santo se colocan en dos filas a la puerta de la iglesia armados con lanzas. Durante la misa están en el presbiterio, siempre de pie, y en el momento de la consagración rinden sus armas e hincan una rodilla en el suelo. Después de la procesión de la tarde se quedan custodiando el Monumento. La indumentaria que antiguamente vestían los Soldados de Cristo debió tener cierta similitud con el traje festivo del siglo XVI, con un parche y una cintas como distintivo en el hombro derecho. Actualmente visten con traje ordinario de color oscuro, sombrero negro, y una banda roja con enseña terciada al hombro.
Budia hoy es un pueblo vivo, distinto a lo que fue en décadas anteriores cuando los medios eran pocos y las aspiraciones escasas. Sabemos de la transformación habida en él y del buen hacer de sus últimos ediles, de Rafael Taravillo, siempre en nuestro recuerdo, cuyo testigo ha tomado después Ana María Sánchez, la actual alcaldesa, con demostrado acierto en su gestión, a la que pregunto si de verdad Budia debe tener un sitio en el escaparate provincial con vistas al turismo.
– Claro que debe tenerlo; desde luego que sí. Quien viene alguna vez por aquí, es seguro que repite. Los amigos del arte tienen en nuestra iglesia cosas muy buenas que ver. Y el tipismo de nuestras calles es de lo poco que va quedando como auténtico en toda la Alcarria.
– ¿Qué es lo que el ayuntamiento tiene como proyecto más inmediato?
– Queremos convertir en hecho real lo antes posible una Casa Tutelada para Mayores. Levantar y poner en funcionamiento una residencia es algo inalcanzable para nuestras posibilidades. Entre otros proyectos, que son varios tanto para Budia como para los anejos, tenemos muy a la vista la construcción de ocho o diez viviendas de protección oficial.
– En pocas palabras ¿Qué diría a nuestros lectores para terminar?
– Les diría que no se lo piensen, que vengan a conocer Budia, nuestro arte, nuestro tipismo tan antiguo y tan bien conservado, nuestras fiestas... En fin, que se pasen por aquí, con la seguridad de que se marcharán contentos.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

UNA IMPROVISADA RUTA POR LOS CEMENTERIOS


Estamos en el mes de los cementerios. A manera de contraste con lo que suele suceder en el siglo presente respecto a la morada temporal en el mundo de los vivos, quitasueño de unos y delirio de confort para otros muchos, surgen los severos camposantos en donde la opulencia y la vanidad no cuentan, y el mero representar apenas si en ellos tiene cabida. Existen sonadas excepciones de panteones que son verdaderos derroches de suntuosidad, en los que parece se ha intentado prolongar por encima del tiempo la presencia terrena de quienes allí encontraron lugar para su descanso hasta el fin de los tiempos. La muerte, suprema manifestación de justicia y de equidad para todos los hombres, acaba con la función de cada cual en este mundo igualándolos sin distinción posible. Cervantes lo explica perfectamente en el capítulo doce de la segunda parte de su obra maestra, poniendo la reflexión en boca de Sancho, que compara la vida del hombre con las fichas de ajedrez, “que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabando el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.”
De siempre he sentido un gran respeto por estos dormitorios de muertos donde los vicios se acallan por tiempo sin término, donde el silencio y la paz emergen de la tierra endurecida, de los mármoles y de los epitafios. Ante la palpable realidad de los cementerios, el alma, viajera sin billete de regreso en este correr caduco del tren de los años, se siente estremecida e insignificante.
Dudo si será de tu agrado, amigo lector, que en tu compañía vaya pasando revista a la huella que me dejaron marcada en la memoria -éste por una razón, aquél por otra bien distinta- algunos de los cementerios guadalajareños que hasta el momento he tenido ocasión de conocer. Los hubo que produjeron en mi ánimo una profunda tristeza debido a su estado de abandono, pero que después han sido restaurados y dignificados, como corresponde a su sagrada misión.
Como lugar vistoso y ordenado te invitaría a visitar, si tienes ocasión para ello, los pasillos que quedan entre las hileras de tumbas en el cementerio de la Capital; bosque de cruces enarboladas, de imágenes piadosas sobre el perpetuo lecho de los difuntos, de ángeles con rostros de dolor sobre cuyos ropajes de granito se apoyan las coronas de flores adornadas con cintas lilas o moradas, en las que unas cuantas letras de papel de oro intentan perpetuar el recuerdo de los vivos. El cementerio de Guadalajara conserva aún el sabor inefable de lo íntimo.
En las villas de Atienza, de Brihuega, de Albalate y de Uceda, impresiona el lugar elegido para su emplazamiento. En todos ellos se aprovechan retazos de muro que en otro tiempo fueron almenares o murallas, cuando no el interior mismo de templos medievales, de los que la piedra gris sigue siendo fiel testimonio.
Resulta digno de mención el cementerio de Atienza, recortado entre la antigua muralla que asoma al precipicio y la portada románica de Santa María del Rey, al pie del castillo roquero. Desde su silencio se domina una panorámica extensa de campos que limitan a no poca distancia las cumbres del Santo Alto Rey, del Ocejón y de Somosierra. Cada vez que paso por allí, salgo con la sensación de que nunca encontró la muerte mejor aposento que aquellas ruinas venerables del castillo de Atienza, donde todo parece dormir en eterno sueño bajo el regazo maternal de la Historia.
Los muertos descansan en Brihuega en un escenario bastante similar, encajados entre los viejos paredones del castillo de la Peña Bermeja, junto a la patronal de Nuestra Señora de la Peña, dando vista a la ancha vega de hortalizas que durante la noche adormecen las corrientes mansas del Tajuña.
Albalate de Zorita guarda los despojos de sus hijos en el interior de la que fuera en otro tiempo su ermita de Cubillas, al que se accede por una bella portada tardorrománica con origen cierto en el siglo XIII. Para reforzar todavía más el misterio de lo que aquello pudo ser, cuentan en el pueblo que se trata de un viejo convento de Templarios.
Una de las fotografías que acompañan a este trabajo la tomé en el cementerio de Uceda. Se trata de las naves, hoy al descubierto, y del triple ábside de la primitiva iglesia románica de la Virgen de la Varga. Sin desmerecer en nada la filigrana medieval de su arco apuntado que sirve de entrada, deseo resaltar el impresionante espectáculo de la sillería del XIII distribuida en arcos, bajo cuyas sombras conventuales destaca el gris granítico de las cruces de mármol, el reflejo tibio del sol poniente sobre la superficie de las losas, y el color desvaído de los manojos de flores artificiales o la natural languidez de los lirios. A la caída, mirando hacia las sierras, se alcanza a ver al fondo de un hundido el fértil valle del Jarama.
Pero continuemos sin distraer el vuelo por los pequeños lugarejos cuyas necrópolis -corral de muertos, les llamó Unamuno- nos impresionaron en su día y hoy son razón de recuerdo que nombrar aquí.
En Aragosa, a la vera del río Dulce, y bajo el solemne planear de los buitres por encima de los peñascos que rodean al pueblo, hay un cementerio chiquito y romántico del que fijé en mi memoria el simple detalle de una losa pegada al muro de la barbacana, discreta y olvidada. Aparece en recuerdo de Domingo Leoncio, fallecido a los 18 años, 5 meses y 22 días, allá por el año de 1858, tal vez de tisis, la enfermedad de moda; justo cuando Bécquer, tan joven como él, se sintió tocado del mismo mal y publicaba una de sus más célebres leyendas, la de El caudillo de las manos rojas.
Los difuntos de Huertahernando esperan la hora de la resurrección al amparo de la fe, de la esperanza y de la caridad, muy juntos a la sillería de la iglesia. Desde las tumbas sólo hay que ponerse en pie para vislumbrar en la distancia la adusta piel de la Alcarria en generosa panorámica, y las primeras sinuosidades y barrancos del Alto Tajo.
Tortuero es pueblo serrano y campiñés, tan bello como olvidado, perdido al fondo de uno de los valles que humedece el río Jarama. A la caída de un hondo terraplén junto a la carretera, queda su pequeño camposanto. Cuatro tapias de argamasa y piedra oscura enmarcan el filo de tres cipreses y de otras cuantas crucecillas de madera pobre. Por entre las yerbas asoman su pálida tonalidad malva las flores de lis.
Y ya en las sierras, Cañamares y La Cabrera son pueblecitos entrañables que llevan parejo a su pequeñez el don del silencio y el de la paz perdurable en donde descansan sus muertos. Para no interrumpir tan suprema quietud, ni siquiera el viento rompe apenas la calma, quizá en las noches de invierno lo sean, pero muy levemente, los rumores del arroyo cercano invitando a la oración y al sueño sin final. El cementerio de La Cabrera se asegura con artística verja de hierro, forjada por el artista local Adrián Escudero en 1928.
Y seguiríamos más, por lo menos hasta perdernos en el alto del castillo de Motos, tan lejos de aquí, para acabar esta improvisada ruta por una docena de cementerios guadalajareños, con la boca cerrada y con los ojos de la cara y los del corazón bien abiertos, allí lo sería para admirar la magnífica forja que da paso al humilde camposanto pueblerino, junto a la ermita patronal de los santos Fabián y Sebastián que se asoma al pueblo y al campo.
Después de todo lo dicho, y de lo que uno sospecha que le falta por decir si hurgase un poco más entre los pliegues de la memoria, el final del viaje viene a ser cuando menos halagador, al pensar que Guadalajara es tierra en la que hasta la muerte puede resultar hermosa si se sabe morir, capítulo aparte del libro de las ciencias humanas que no todo el mundo conoce.

(En la fotografía, un detalle del cementerio de la villa de Uceda, bajo el triple ábside de la antigua iglesia románica de la Virgen de la Varga)

domingo, 21 de noviembre de 2010

EN LAS SOLEDADES DEL ALTO BORNOVA


Es tiempo de salir de la ciudad en la primera ocasión que se nos ponga por delante. En Guadalajara, como lo es en general por toda Castilla, estaremos faltos de otras muchas cosas en nuestro medio rural, como de gente, por ejemplo, que ya es dolorosa deficiencia; pero tenemos unos pueblos y una naturaleza alrededor de ellos que ya quisieran para sí en tantas ciudades y en tantas regiones, más ricas quizá en comodidades, en medios y en servicios, pero donde la saludable mano bienhechora de la madre naturaleza apenas se deja ver, y si lo hace es envuelta en contaminaciones, en medio de masas humanas, en olores y en ruidos a veces insoportables.
Unos parajes y unos pueblos para gozar en estas fechas en que se avisa el verano, podríamos encontrarlos con mérito bastante similar en cualquiera de nuestras cuatro comarcas características; pero es en esa franja de tierras guadalajareñas en las que, para disfrute de los sentidos y del corazón en un día cualquiera, concurren más y mayores motivos de interés como para dedicarles una jornada. La bonanza del clima, la extrema galanura del paisaje, los monumentos perdidos a veces en el campo, la caricia del agua y del viento, el silencio más absoluto, en fin, dentro de una naturaleza viva, con no sé cuantos datos más a su favor que anotar en el haber de estos lugares, son los que me llevaron de viaje una vez más por aquellos pueblecitos que avecinan al nacimiento del río Bornova, y que forman parte a su vez de la llamada Ruta del Románico Rural, una de las más aconsejables pensando en el ocio y la cultura dentro de esta provincia.
Acabamos de dejar atrás, escondida entre el verde de las choperas, la iglesia románica de Santa Coloma junto al cementerio de Albendiego. Merecía ser pecado grave no conocer el ábside afiligranado, judaizante, de esta iglesia escondida en la paz de los campos. Es una herencia ésta de los monumentos artísticos, perdidos en medio de los huertos y de las arboledas de nuestros pueblos, que no nos merecemos, o por lo menos que hacemos muy poco por merecerlos; pero la verdad es que ahí están desde hace siglos, para ser vistos y para gozar de ellos, aunque sean muy pocos los que los vean y los disfruten.
Valle arriba, situado en plena vertiente al pie de un cerro enorme de caliza mirando a la solana, luce sus casas blancas y sus tejados ocre Somolinos, echado por encima de las huertas de verdura y de frutal a un lado y al otro del arroyo que baja desde la laguna. En Somolinos quedan muy pocos habitantes en invierno, debido al empuje de la emigración durante los años sesenta y a las temperaturas desapacibles de sus inviernos crudos, a pesar de su buena situación al resguardo del cerro de la Cocinilla.
En Somolinos la parada se hace obligatoria, más por el interés de sus alrededores que por el propio pueblo al que corta la carretera por mitad. Ante el impresionante abrigo rocoso a mano derecha sobre el que vuela el ave rapaz, y ante las tranquilas aguas de la laguna, cuya superficie brilla como un espejo a las del alba y las puestas del sol, uno se sorprende en cada viaje como si se tratase de una impresión nueva. Los entendidos dicen que la laguna de Somolinos es de origen glacial. No hay duda de que todas aquellas tierras de calizo color debieron de estar cubiertas por un mar inmenso mucho antes de que el hombre existiera. La gran cantidad, y variedad, de fósiles marinos que aparecen por los blancales de toda la comarca lo acreditan. Magnífico refugio debieron de ser aquellos escondrijos serranos por los que nace el Bornova para los guerrilleros del Empecinado, lugar de paso en sus correrías desde la Alcarria al corazón de Castilla en aquel continuo ir y venir al amparo de la naturaleza cuando la francesada.
Y más arriba, alcanzadas las tierras llanas por las que la carretera sigue con dirección a Aranda, la sorpresa es doble. A lo largo de la leve colina que va de este a oeste en la Sierra de Pela, límite por aquellas latitudes entre las dos Castillas, las aspas de decenas de aparatos altísimos de metal destinados a producir energía movidas por el viento, giran lentas al mismo compás punzando el horizonte. Al otro lado de la carretera, ya casi al alcance de la mano, el pueblo de Campisábalos, conocido por su situación en medio del páramo, a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar, y, sobre todo, por ser depositario de una de las muestras del arte medieval única, tanto en el friso exterior de su iglesia, como en el interior de la llamada capilla de Sangalindo, que son a la vez que valiosas piezas de arte un libro abierto acerca de la vida y costumbres de los campesinos castellanos del siglo XII, y de los guerreros, clase social muy a tener en cuenta en una España continuamente en guerra.
Ha llamado la atención poderosamente a historiadores y a estudiosos del arte medieval el friso-mensario de la iglesia de San Bartolomé de Campisábalos por dos razones principalmente; en primer lugar por tratarse del único dentro del arte románico español que aparece esculpido de manera longitudinal, a todo lo largo del muro en perfecta línea recta; también porque las escenas relativas a los meses del año van apareciendo inscritas en orden inverso al de la escritura, es decir, de derecha a izquierda, seguramente por influencia mudéjar, detalle que así mismo se advierte en las portadas gemelas de la capilla y de la iglesia, ésta última bajo techado que sostienen cuatro columnas.
Después de una escena bélica en primer término, siempre de derecha a izquierda, en la que dos guerreros cruzan sus armas montados a caballo, y de otra la mar de curiosa referente a la caza del jabalí con perros, comienza el mensuario propiamente dicho. Allí van saliendo, en meritoria procesión de piedra antigua, las distintas actividades del campesino castellano a lo largo de los distintos meses del año. Algunas escenas en mejor estado de conservación que otras. Guardan cierta viveza expresiva, después de nueve siglos, los relieves tallados en la piedra de la cava de las viñas en el mes de marzo, la escarda en junio, la siega de las mieses en el mes de julio, aventando la paja de la era en septiembre, la matanza del cerdo en noviembre y el trasiego del vino al final del año.
Es preciso aprovechar las épocas del año más propicias para conocer tantos motivos de interés como tenemos tan cerca. Por fortuna contamos con medios cómodos y rápidos para ver cumplida esta necesidad impuesta por el buen sentido. No es lo mismo observar las imágenes en un libro bien editado o en la pantalla de un televisor aun tratándose de un estupendo documental, que tener la realidad palpable delante de los ojos con todo el ambiente cercano que tuvo siempre. En Guadalajara hay mucho que conocer. La gente se va interesando lentamente, muy lentamente, por lo que tiene cerca. Hemos llegado a un tiempo en el que la expectación debiera ser mayor, por lo menos en el número de personas interesadas por todo lo nuestro. Por un lado a los nativos y a los residentes de toda la vida; por otro a tantas caras nuevas que se van incorporando a nuestro vivir diario. Sería un hecho muy de lamentar que fueran éstos últimos quienes descubran Guadalajara antes que los primeros. En nuestros lugares turísticos de marcado interés, son muchos más los foráneos que los naturales del país los que acuden a lo largo del año a conocer, a admirar y aprender, de lo mucho que por toda la Provincia tenemos repartido. Hoy ofrecemos a nuestros lectores una muestra más, un proyecto factible para salir de casa.

(En la fotografía: Iglesia románica de Campisábalos)

viernes, 19 de noviembre de 2010

DURÓN, EN LA ALCARRIA DEL TAJO


El pueblo de Durón en la Alcarria del Tajo, situado sobre una ladera junto a la encrucijada de caminos que le llegan desde Budia, desde Cifuentes y Sacedón, en tres direcciones, es uno de los lugares de nuestra provincia en donde las piernas, los ojos y la imaginación, no dejan de funcionar de manera constante. Las piernas, porque hay calles en cuesta para dar y tomar; los ojos, porque son infinitos los detalles en los que la vista se ha de fijar a cada paso, al volver de cada esquina; la imaginación, porque se advierte en cada viejo edificio de otros siglos un halo de misterio.
No sé si es ésta la tercera o la cuarta vez que viajo hasta Durón, siempre por diferentes motivos, y en cada viaje he ido descubriendo cosas nuevas. El más completo y el más ilustrativo de todos ha sido el último, gracias a que un buen amigo del lugar, Julián Larroja, hombre atento y servicial donde los haya, tuvo la gentileza de acompañarme y de ir delante de mí abriendo puertas donde creí necesario. Hoy, como en anteriores y posteriores semanas alternas, recorriendo los monumentos religiosos de los nueve pueblos de la mancomunidad de municipios ribereños, por encargo de la central nuclear de Trillo, como atención al patrimonio de cada uno de ellos.
La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Cuesta está situada en lo más alto del pueblo. Para llegar hasta ella desde el barrio de abajo es necesario salvar el pino obstáculo de los muchos escalones de la Cuesta del Horno, que al final nos deja en la Plaza Mayor, una placita cómoda, adaptada para las grandes manifestaciones festivas del pueblo, incluida la capea de vaquillas en la fiesta de agosto, y con una fuente sobre el lateral que mana abundante en un leve piloncito redondo. Unos cuantos escalones más y llegamos a la explanada de la iglesia donde espera Julián. Son las doce de la mañana. Desde el atrio de la iglesia se domina todo el pueblo, todo el valle, y al otro lado el reconstruido santuario de la Virgen de la Esperanza, la Patrona de Durón, adonde subiremos más tarde.
La portada de la iglesia se nos ofrece a primera vista grandiosa y elegante, de corte clásico, como corresponde a la época en la que se debió construir, el siglo XVII, sellando la fecha de su final en 1693, según figura grabado sobre la piedra en un pequeño ventanal en forma de aspillera, que se abre en el primer cuerpo de la torre.
-Por dentro está muy mal, ya lo verá usted. Arreglarla un poco para que vaya tirando cuesta más millones de los que tenemos. El piso se va levantando por muchos sitios y las paredes están llenas de grietas. La humedad acabará con ella en cuatro días, si no se le da antes alguna solución.
No es pesimismo infundado, sino realidad en el más estricto significado de la palabra lo que dice Julián. Debió de ser un templo hermoso en siglos pasados esta iglesia de Durón. En su interior la forman tres naves, un coro con escalera, y el presbiterio bastante deteriorado por la humedad como el resto de las paredes. Junto a las baldosas levantadas del presbiterio han colocado un tiesto para que no tropiece la gente. En la sacristía conservan un cuadro -lámina en color de muy baja calidad- en el que está representada la figura de uno de los hijos más ilustres de la villa, el obispo don Antonio Carrasco Hernando, nacido en Durón el 13 de junio de 1783, y fallecido en la isla de Ibiza en 1852, como último obispo que fue de aquella extinta diócesis balear.
La ermita-santuario de Nuestra Señora de la Esperanza fue nuestro siguiente objetivo. Recogimos las llaves en casa de Julián, que vive en el barrio de abajo, y nos pusimos en marcha hacia el nuevo santuario de la Patrona, que se encuentra como a media hora de camino a pie, aunque subimos en coche por un ramal estrecho, algo abandonado, que al instante nos dejó en la explanada previa al santuario.
Resultan curiosas e interesantes de saber las vicisitudes que antes debieron de ocurrir hasta verlo aquí, en este mirador sobre el pantano, transportado piedra a piedra desde el primitivo que cubrieron las aguas, y reconstruirlo, tal cual, como lo era antes allá, en el emplazamiento anterior de la ribera, junto a las aguas del Tajo.
La devoción a la Virgen de la Esperanza tiene en el pueblo una antigüedad de siglos. Ocurrió -cuenta la tradición- que la Virgen se apareció sobre las ramas de una encina a un pintor natural de Palencia y de nombre Fernando de Villafañe, que vivía por aquellos contornos. El pintor, cumpliendo los deseos que le había manifestado la Virgen, y que no eran otros sino que se construyera una ermita en aquel mismo lugar, comunicó enseguida al pueblo y a las autoridades el mensaje; pero el pueblo hizo caso omiso de lo que le decía el vidente. Es el caso que, seguido a la negativa rotunda de los munícipes, se declaró una fuerte epidemia de peste entre el vecindario, hecho que obligó a replantearse en la opinión de la gente si convendría o no obedecer al mensaje que les venía del cielo. Así que, más por temor que por deseo, convinieron en que sí, en comenzar las obras de la ermita con toda celeridad, aunque no en el sitio exacto en que ocurrió el hecho milagroso de la aparición, sino en otro más o menos cercano, a orilla del río. La leyenda añade que lo que construían durante el día, aparecía desmoronado por la noche de forma misteriosa. La ermita se levantó, al fin, en el lugar exacto de la aparición, y allí permaneció, recibiendo el fervor de los hijos del pueblo hasta que, casi trescientos años después, fue sustituida por un santuario (año 1629), dirigido por Juan García Ochaíta, que duró poco, pues hacia el año 1700 fue precisa una nueva reconstrucción, ahora bajo la dirección del maestro Pedro de Villa y Monchalián -el mismo arquitecto que dirigió las obras de la iglesia de Jadraque- y que ha permanecido en aquel lugar de la ribera hasta que la construcción del pantano aconsejó quitarla de allí y ponerla a salvo en un lugar distinto, y aun distante, en la misma forma y el mismo tamaño, aprovechando las mismas piedras en lo que fue posible. Los gastos de construcción y transporte fueron sufragados por la Confederación Hidrográfica del Tajo.
Impresiona en su interior el tamaño de la nave única, grande, desnuda de toda ornamentación; de líneas severas, sin retablos, con una cúpula en media naranja cubriendo el presbiterio, algún cuadro piadoso pendiente de los muros, y la imagen venerable de la Patrona, la Virgen de la Esperanza, puesta sobre unas andas sencillas por dosel. Me habló Julián, y yo pude comprobar, de los desperfectos y grietas que se aprecian en el interior del edificio, debido, al parecer, a que el terreno ha cedido durante los cuarenta o cincuenta años que la ermita lleva construida.
- Es sitio es impresionante, Julián. En esos atardeceres del verano, donde parece que se está mal en todas partes, aquí, a la sombra de los árboles se debe de estar divinamente.
- Sí, todo esto es muy bonito, con el pantano ahí abajo, y esas vistas. En verano se está muy bien. En otro tiempo a lo mejor no tanto, sobre todo si hace frío y corre el aire. El día 15 de agosto, que se sube en romería, se llena de gente la explanada y los alrededores.
Y abajo, extramuros del pueblo y junto al cruce de carreteras, otra más de las ermitas de Durón: la de Santa Bárbara; restaurada, sólida, con una pequeña imagen de la santa mártir colocada en una hornacina frontal, y un altar en el que los días no festivos se suele celebrar algún acto de culto a lo largo del año.

viernes, 5 de noviembre de 2010

ALARILLA, A VUELO DE PÁJARO


Permitirse el placer de dar una vuelta por el Cerro de la Muela, es un ejercicio que se debería practicar con cierta frecuencia. La subida en coche, siempre que la pista no esté helada, resulta relativamente cómoda; sólo la fuerte inclinación del pavimento en alguno de los tramos presenta cierto inconveniente fácilmente superable. En las mañanas luminosas y en los serenos atardeceres de la Alcarria, nada hay mejor que contemplar el mundo desde aquella escogida plataforma natural desde donde todo es distinto. Para no pocos barceloneses es verdad de fe que la última de las tentaciones de Cristo de las que nos habla la Biblia (Mat. 4.9) tuvo lugar en el Tibidabo, “te daré”, donde el demonio propuso a Jesús que se postrara de hinojos delante de él y le adorase, y como compensación a tan sublime acto de obediencia le daría todo lo que se alcanza a ver desde allí, con la ciudad al pie y el mar al otro lado. Estoy seguro de que quienes defienden la tal teoría, fruto de la imaginación de algún iluminado, jamás han contemplado el mundo en plácidas tardes de otoño, desde el Cerro de la Muela.
Tan escondido está el pueblo entre los cerros del Colmillo y de la Muela, que no se deja ver hasta que no se está en él. Desde Humanes hay que atravesar el llano del mediodía, cruzar el Henares que pasa por mitad y en cuyas aguas tranquilas se reflejan como en un espejo las tierras y los árboles, y después, dar casi completa la vuelta al cerro de la Muela hasta que nos salga al paso la moderna ermita de la Soledad, como primer anuncio junto al campo antes de subir a la plaza que alcanzaremos enseguida. La distancia desde la capital se cubre, viajando en coche, en no más veinte o de veinticinco minutos, bien dirigiéndose a Humanes por Fontanar y Yunquera, o por Cañizar y Torre del Burgo desde Torija. Desde Guadalajara resulta más cómoda y recomendable la primera ruta.

El pueblo
Alarilla es un pueblo hermoso, que al paso de los tiempos ha ido cambiando en su favor durante los últimos treinta años. Uno piensa que los pocos habitantes que han ido quedando deben de sentirse a gusto allí: lugar tranquilo y de abiertos horizontes, bellísimos alrededores, y resguardado de los perniciosos vientos de poniente por La Muela, su eterno vigía y protector, que allá por la media tarde lo cubre de sombras.
- Y que lo diga usted. Aquí, si queremos que por la tarde nos dé el sol, nos tenemos que ir hasta eso de detrás del juego de pelota. Por las mañanas y al medio día nos salimos a tomar el sol a la plaza, o adonde quiera cada uno.
La plaza de Alarilla tiene en mitad una fuente redonda, con farola sostenida por el rollo concejil que durante muchos años ha servido de asiento a la gente mayor. Junto al rollo se levanta, fino él y burlando las alturas, el típico mayo, como prueba material de que en los pueblos todavía se suelen seguir los viejos mandatos de la costumbre.
Tras el rollo y en la misma plaza queda el edificio del ayuntamiento, con sus órdenes y avisos escritos junto a la puerta, y en frente el angosto callejón de Abrazamozas, ahora me ha parecido más estrecho todavía que otras veces.
Hay mucha gente joven, con equipaje de excursionista junto al juego de bolos, a cuatro pasos de la plaza. Se ve que no son de allí y que han venido al pueblo en grupo numeroso. Desde que hace bastantes años se puso a funcionar la primera pista de lanzamiento en lo alto del cerro, la afluencia de gente joven en Alarilla, sobre todo en los fines de semana, es importante. Una manera al fin de que la vida en el pueblo no vaya desapareciendo paulatinamente, después de la huída de población tan generalizada, que comenzó a mitad del pasado siglo en el medio rural y que ha dejado en nuestra provincia pueblos y comarcas prácticamente vacíos.
Cuentan los más viejos del lugar que el primitivo poblado de Alarilla estuvo en el sitio que dicen El Campanillo, pero que las hormigas lo acabaron destruyendo; que hay unas cuevas por allí en las que nadie ha llegado a su final, y de las que se han sacado piedra, lápidas y enseres, como si fueran restos de alguna extraña civilización desaparecida. Detalles inexplicables de este tipo son muy corrientes no sólo en Alarilla, sino en otros pueblos más de la provincia en todas sus comarcas. Es la voz del misterio, de la leyenda, desaparecida en parte porque nunca nos hemos propuesto llegarla a controlar, pero que no por eso deja de ser una de las piedras claves de nuestra cultura autóctona.
A quienes visitan Alarilla por primera vez les aconsejo que suban hasta el pórtico de la iglesia. Casi con toda seguridad la encontrarán cerrada, pero se trata de un ejemplar curioso de la arquitectura de compromiso que se llevó a cabo en España durante los años de posguerra; en este caso guardando algunos de los elementos que se pudieron conservar de la anterior iglesia destruida, y supliendo otros con formas románicas verdaderamente chocantes. En su interior hay un mural de gran tamaño pintado sobre el ábside, que representa “La Asunción de la Virgen”, obra de un pintor mejicano que cayó por el pueblo hace más de medio siglo.

El parapentódromo
Pero la novedad en Alarilla -aunque después de tanto tiempo en uso, ya no lo sea tanto- es para quienes no lo conocen el acontecer deportivo que, casi todos los días del año en los que el tiempo lo permite, tiene lugar en la explanada que corona el Cerro de la Muela y en el espacio libre más próximo. No sé si la palabra correcta sería “parapentódromo” para referirse al sitio desde donde se lanzan al espacio los aficionados al deporte del parapente; en el diccionario de la R.A.E. no figura como tal, aunque pienso que alguna vez debería tenerse en cuenta, a la vista del importante incremento que esta actividad deportiva ha llegado a tomar entre los jóvenes amigos del riesgo, e incluso entre la gente mayor. Lo cierto es que en una tarde cualquiera de fin de semana, el Cerro de la Muela se puebla de coches y de practicantes de este deporte, acompañados por lo general de sus familias, que cuando menos pueden disfrutar, como así es, del saludable ambiente de la altura, a lo que hay que añadir la panorámica completa que se divisa desde allí en todas las direcciones: el bello espectáculo de la Alcarria Alta al caer la tarde, con su diversidad de ocres y de sienas, punteado con el verdioscuro gris de los olivos, y abriendo el horizonte en completa claridad hasta los altos de Trijueque, con el cerro de Hita en mitad como principal referencia; y al norte y noreste las montañas serranas que en la lejanía comanda el Ocejón, con el cerro del Colmillo a nuestro lado, y los pueblos, como blancos caseríos aquí y allá, siendo el más cercano a nosotros el propio Alarilla, ahí a nuestros pies por debajo de las peñas, a estas horas de la tarde tomado por las sombras.
Y aquí, bajo las rocas que sostienen la cruz de piedra, cuentan los que lo conocieron que había un refugio en tiempo de guerra, con habitaciones encaladas de un blanco riguroso, donde poderse librar de los bombardeos y servir de observatorio sobre un espacio amplísimo; pero que terminada la guerra se tuvo que tapar, se terraplenó la puerta para evitar ser ocupado por gentes ambulantes.
Hoy, todo aquello es un lugar para el disfrute, adonde los más arriesgados acuden en infinidad de ocasiones a lo largo del año, y que si en sus inicios llamó la atención a las gentes de la comarca, ahora no es otra cosa que un elemento añadido, pero imprescindible, en el paisaje general de esta comarca, tan singular y tan diversa, testigo de la unión en plena vega de dos de nuestros ríos más importantes: el Henares, que viene de tierras de Sigüenza, y el Sorbe, portador de las ricas aguas que bajan de la sierra.
En tardes en las que el tiempo acompaña, el altiplano de la Muela toma cierto aspecto festivo. Entre los deportistas, que con el aire que allí se recoge a los cuatro vientos intentan elevar su voluminoso paraguas de colorines; sus familias, con niños incluidos que juegan a placer; y los curiosos, que a veces suben a pie desde el pueblo, y otras en vehículos para evitar la escalada, aquello toma un ambiente la mar de atrayente y familiar, que como no podía ser menos, aprovecho para recomendar a nuestros lectores. No olvidando que en la noche del cinco de enero, Sus Majestades los Magos de Oriente se permiten bajar hasta la vega colgados en parapente con todo su séquito, rodeados de bengalas encendidas y de luz en medio de la oscuridad de la noche, dando lugar a un espectáculo emotivo y único que nadie debería perderse.