viernes, 29 de octubre de 2010

EN ALCOLEA DE LAS PEÑAS



Las ruinas de una iglesia medieval, tumbas abiertas en la roca, y una cárcel natural horadada dentro de un peñasco inaccesible, es lo que aporta al conjunto de intereses habidos en la provincia aquel bello pueblo serrano situado en el Alto Salado.
Si de algo no carece Guadalajara, sino que muy por el contrario los posee abundantes y cargados de interés, es de lugares a los que dedicar algunas horas de nuestro tiempo. Pequeñas maravillas anónimas que atrapan la atención y luego el afecto de quienes las descubren; ello de una manera tal, que al cabo del tiempo uno se las vuelve a proponer como motivo de viaje para algún fin de semana.
La franja presoriana de Guadalajara, la cinta norte de la provincia desde las escarpas más orientales de Sierra Ministra hasta las más occidentales de la Sierra de Pela, sigue siendo el pequeño mundo sin explorar al que todo guadalajareño que se precie debiera pedir disculpas por haberlo echado al olvido. Debo reconocer que las mayores sorpresas a lo largo de mis muchos años de viaje por la Provincia, las encontré precisamente por aquellos apartados pueblecitos que, por no figurar, no figuran siquiera en los tratados que se escriben como puntos de interés en donde exista algo que valga la pena conocer de cerca.
Preferí en esta ocasión tomar desde Sigüenza la carretera de Paredes para llegar a Morenglos. Desde Atienza, siguiendo la carretera de Soria, el viaje será tanto o más fácil. Morenglos fue un poblado que desapareció hace siglos, cuyas ruinas quedan a cuatro pasos de Alcolea de las Peñas. Los murallones que cercan al simpar Palazuelos, las salinas de Imón con sus albercas comenzando a blanquear tímidamente, el castillo encrestado de La Riba, la sima de Paredes junto a la carretera, pueden ser en todo caso un motivo más que justificado para detenerse. Los fríos páramos sorianos andan por aquí cerca; tierras de promisión, sólo de promisión porque las bajas temperaturas les impiden que se conviertan en paraíso, por donde merodea el gavilán, corre el lebrato, y se riza al soplo de los vientos de Castilla el tierno verdín de la sementera. Morenglos, el mítico torreón de Morenglos destaca luego al contraluz en medio de las hazas y de las peñas. Vamos a acercarnos hasta él. Las piedras de sillería de su vieja iglesia ya no existen, las arrancaron de allí y se las llevaron hace más de cuatro siglos para reconstruir la de San Juan en la vecina Atienza. Tan sólo u paredón de la torre, el que mira hacia poniente, levanta sobre el campo su ruina como un milagro.
- Todo esto es medieval ¿No le parece a usted?
- Sí, también yo creo eso.
El ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos sacó su detector de metales y se puso a barrer en la explanada que hay por encima de las cuevas. Al ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos no le interesan las sepulturas, con osamenta aún, que hay excavadas en la peana de roca muy cerca del torreón, ni si los arquillos de la torre que cuelan la espadaña son románicos o no lo son, y mucho menos si por aquel cabo se podría tirar con algo de fundamento del hilo de la historia. La alarma del redondo escobón de buscar antiguallas comienza a sonar. El ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos arranca del suelo, a golpe de legoncilla, un trozo oxidado de herradura.
- Es lo que más abunda por estos sitios, le advierto.
- Eso que hace usted está prohibido.
- No sé por qué. Yo nunca saco nada. Alguna bala de cuando la guerra.

Subiendo hasta el pueblo hay un instante en el que se siente sonar junto a la carretera el agua del arroyo Alcolea, como si cayese en cascada. Por estos rincones del Alto Salado, los misterios están siempre a la orden del día. Un poco más arriba, en los Hijares, encontraron un castro de la Edad del Hierro de donde sacaron muchas cerámicas y otros enseres que ahora se encuentran en el Museo Arqueológico Nacional; y justo al pie, dicen que está la boca de una cueva que va a parar a Tordelrábano, en la que nadie se atreve a entrar, sólo un gallo que metieron en una ocasión y aseguran que salió sin novedad por la otra parte.
El pueblo de Alcolea de las Peñas se despierta al sol. Es la de hoy una mañana de invierno avanzado, pero a más de mil metros de altura el frío de marzo se deja sentir. En las umbrías aún aguantan, seguro que desde hace meses, las placas de hielo. Alcolea de las Peñas es un pueblo construido con piedra rodena y se sostiene sobre una sólida peana también de roca. Por debajo del pueblo son todo panoramas con bellas vistas. Los sillares de su iglesia de San Martín, y los dinteles y jambas de las puertas en las típicas casas del pueblo, se muestran en un tono cárdeno con el sol de las doce. Tres ancianos, dos mujeres y un hombre, me miran desde el abrigo de la iglesia con gesto de desconfianza.
- ¿Podrían decirme por dónde se va a la cárcel?
- Por ahí, todo seguido.
- ¿Se puede entrar?
- Sí.
Hace años que pasé la primera vez por estas interioridades de la peña, y me impresionó mucho. Una amble chiquilla del pueblo -Esperanza, quiero recordar que se llamaba- me contó que, cuando aquello era cárcel, un preso se saltó al precipicio para escapar, pero salió con vida porque los harapos se le enredaron en las ramas de un árbol y se quedó colgado.
Ahora entro solo. La puerta de la cueva me va metiendo en las oscuras celdas, que luego se dispersan por ramales en los que es preciso andar agachándose para no darse en el techo. Dos ventanucos, uno con barrotes de hiero y el otro no, se asoman al profundo barranco que por detrás de la cueva corta en vertical violentamente. Como desde fuera no hay espacio material para conseguirlo, intento sacar desde entro de la cárcel una fotografía a contraluz de las puertas y pasadizos. La leyenda por un lado, y la imaginación por otro, sostienen esta recóndita curiosidad de la que debe de quedar poca noticia escrita, y que ahora es posible contemplar maltrecha y olvidada.
Allá por el año 1848 escribía don Pascual Madoz, refiriéndose a estas cuevas, lo siguiente: «Pero ninguna cosa más digna de atención que la cárcel, situada en la extremidad ESTE del pueblo; es un formidable peñasco que tradicionalmente se llama la Peña del Castillo, en el cual están abiertas a pico dos estancias de forma irregular; una inferior llamada el Calabozo, al que se baja con gran dificultad, y la otra con el solo nombre de Cárcel; ambos locales presentan el aspecto de una horrible mazmorra. Son muy comunes en las inmediaciones del pueblo estas excavaciones en las peñas, hallándose algunas en forma de cisterna, y otras en manera de embovedados.»
Pienso que merece la pena conservarla, cuidarla, y, desde luego pasarse por allí, acercarse a verla. Se trata, como ya se dijo, de una de esas pequeñas maravillas anónimas que mantienen malamente en pie el interés por todo lo nuestro; pero, como siempre ocurre, ¡qué pena!, suelen ser los que llegan de fuera quines las descubren, los que suelen gozar de ellas.

(En la imagen, un aspecto de la entrada de la Cárcel)

miércoles, 27 de octubre de 2010

HACIA LAS CASAS PINTADAS DE ESCARICHE



El arroyo que pasa cerca de los dos pueblos fue en otro tiempo famoso por la cantidad y por la calidad de los estupendos cangrejos que se cogían en sus aguas. Los pueblos son Escopete y Escariche. El arroyo, según he leído en algunos mapas, se llama Torrejón. Las tierras pertenecen a la Alcarria Baja, y como tal son campos de cultivo en los que no suelen faltar las solanas baldías y pedregosas, las encinas y el matorral en las laderas, mientras que en los valles predomina la sombra y la vegetación. Ese es el paisaje que saliendo desde Pastrana nos acompaña hasta llegar a Escopete.
Hay una urbanización a cierta distancia de la carretera antes de llegar a Escopete que se llama Monteumbría, una de esas sorpresas que la adusta Alcarria pone a menudo delante de los ojos para que nos demos cuenta de que eso de adusta es sólo un decir. De hecho, las fuentes de más generoso manar en toda la provincia están en la Alcarria: Cifuentes, Brihuega, Albalate, Villaviciosa, y tal vez algunas más que ahora no recuerdo, sean buena muestra de ello.
Escopete aparece como encendido de luz en la media mañana. De los encantos y desencantos que a uno le gusta recordar de cada pueblo, en Escopete es la portada tardorrománica de su iglesia la que tengo anotada entre los primeros. En tantas ocasiones como he pasado por allí, tantas veces he bajado a verla. En éste último viaje encontré la iglesia sometida a un serio proceso de restauración, ya casi acabada. Nadie pone en duda que la iglesia de Escopete necesitaba ese retoque, pero tengo en contra del resultado final que se le ha quitado una gran parte de su estampa auténtica. El ábside ha salido perjudicado en la operación con esa serie de aditamentos que no le van, y no digamos del alisado de los muros. Se ha tenido más en cuenta lo práctico que lo estético según su estilo original; no obstante se han respetado, creo que escrupulosamente, la espadaña y la portada, es decir, las partes de mayor interés con respecto al gusto de la época. A favor cuenta el hecho de que la iglesia, tal y como está quedando, puede aguantar muchos años prestando su servicio a la feligresía que, a fin de cuentas, es para lo que fue hecha. El pueblo ha experimentado un cambio urbanístico importante en beneficio de un más cómodo vivir de sus pobladores.
Escariche viene a continuación anunciado por el verde de los árboles. Habría mucho que saber de Escariche si nos detenemos en su pasado, pero no es ese el fin con el que llegamos al pueblo en esta ocasión; se trata de algo menos relevante, pero que ha marcado al pueblo durante los últimos años cuando menos de forma curiosa.
Han pasado casi veinte años desde que un grupo de pintores Hispanoamericanos se presentaron en Escariche, vieron el pueblo y les gustó para poner en marcha su proyecto, que no era otro que el de emplear las paredes de las casas y de los almacenes como soporte en donde dejar impresa para la posteridad la huella de su arte. Pidieron permiso a los dueños de las viviendas y se pusieron de inmediato manos a la obra, hasta dejar la fachada de quince o veinte casas como una calcomanía.
Bien sabían ellos que la permanencia de su trabajo en tales condiciones sería efímera, si se tienen en cuenta los años y los siglos que suelen durar, siempre con un mínimo de cuidados para evitar que desaparezcan, las obras de arte que se pintaron con destino a colecciones particulares, a retablos de iglesias y a museos. Los muros que dan a la calle al alcance de todo, en un pueblo de agricultores y siempre a la intemperie, no son el mejor destino para plasmar impresiones artísticas a las que se van a dedicar muchas horas de trabajo hasta verlas concluidas, teniendo una vida tan limitada y sin que se pueda llegar siquiera a una porción mínima del gran público al que pudiera interesarle y sepa valorarlo en su medida justa. Los artistas, y sólo los artistas en cualquier época, son capaces de comportarse de esa manera. Por algo son artistas y saben deambular entre el resto de sus contemporáneos como aves de paso, dejando tras de sí una estela más o menos duradera que es su propia obra.
Todo esto lo digo porque desde la primera vez que fui a Escariche, con el único fin de saber qué era aquello de las casas pintadas, todo desde entonces ha cambiado bastante. Las casas siguen allí, y la ermita de las Angustias adosada al cementerio, y la casona solar a manera de palacio de los Pardo Cortés que fue también convento de Madres Concepcionistas, y las huertas en la vega del arroyo que hemos venido siguiendo desde Escopete…; eso continúa todo igual, como si el tiempo no hubiese pasado sobre ello. Son las pinturas de las casas las que han cambiado desde entonces, algunas de aquellas primeras que vi creo que ya no existen, o por lo menos no las he podido ver en mi viaje de hace sólo unos días. Otras, las que todavía perduran, se han ido deteriorando al ritmo del tiempo y de los rigores de la climatología, sin que nadie se haya podido preocupar por evitarlo. Los artistas se marcharon un día y las pinturas se quedaron como huérfanas, al amparo de nadie. Han ido perdiendo sensiblemente la viveza de su primer colorido maltratadas por el sol y por las lluvias, lo que nos hace pensar que por una razón o por otra tienen, si no los días, sí los años contados. Un capítulo interesante para la historia particular de un pueblo que de su pasado existen bastantes páginas escritas y un válido recuerdo en piedra, como así nos lleva a sospechar el caserón ya dicho de junto a la iglesia de San Miguel, y la propia iglesia parroquial en donde se luce uno de los más bellos retablos de toda la Provincia, con interesantes pinturas de la segunda mitad del siglo XVI.
En un leve rincón junto a la puerta de la iglesia se conserva, en más que preocupantes condiciones, la mejor de todas las pinturas que hay en las calles de Escariche. Un jinete sobre ágil corcel salta, asido con una mano a las crines de su cabalgadura, sobre la vieja portona de un zaguán. El jinete parece arrancado de la mitología clásica. Pudiera representar a un hijo de Centauro o de algún dios griego o germano de la antigüedad. El suelo sobre el que se sostiene semeja un campo de olivos de la Alcarria. La fotografía que presento de dicho personaje no ha sido tomada en fechas recientes, sino años atrás cuando todavía se encontraba en perfectas condiciones.
En otros casos fueron las puertas y ventanas de las viviendas las que entraron a jugar en la imaginación del artista tomando parte vital de la escena. Y así nos encontramos con un titán que empuja sobre la jamba de una puerta como queriendo cambiarla de sitio, mientras que unos gatos juegan en los azulejos fingidos de un salón o sobre el pasamanos de un balcón corrido que no ha existido nunca. Esta pintura no la he vuelto a ver en mi última visita.
El ventanuco de otra casa vieja servía de vientre y de corazón a una paloma de la paz que alumbraba desde lejos el padre sol.
Con los correspondientes desperfectos, sobre todo la pérdida del color en las figuras a consecuencia de la excesiva luz en tantos años, todavía se conserva a lo largo del muro de un almacén lo que el autor llamó “La batalla de Escariche”. Entre escena y escena las ventanas respiradero de la nave sirven como punto de apoyo a los capiteles jónicos de otras tantas columnas al gusto de la Grecia clásica. La persona en donde los personajes son frailes, forzudos y extraterrestres, es obra de M.Campoamor y fue realizada en el año 1990. Otras van firmadas por Paraguay Lucyegros, por Fuchs, por Ibérico, por Diego, y están fechadas casi todas ellas en la década de los ochenta del pasado siglo.
Al referirnos a las pinturas de Escariche no hablamos de grafitis, y mucho menos de esa serie de grabados y signos tercermundistas que tan difícil parece que puedan desterrarse de nuestras calles. Se trata de un nuevo experimento que a la vez pudiera servir como medio para darse a conocer el artista. Desconozco el final de los autores y si la experiencia les sirvió de algo en ese empeño lógico por darse a conocer. En todo caso las pinturas sobre las fachadas de Escariche están allí. Todavía es tiempo de pasar a verlas antes que desaparezcan. Los efectos de la climatología por una parte, y las obras de reconstrucción o mejora por otra, son una seria amenaza por cuanto a su futuro.

martes, 19 de octubre de 2010

CHECA


Son varios los pueblos de aquella comarca del Bajo Señorío Molinés que se discuten -no tanto el privilegio como la fatalidad- de encontrarse más apartados de la capital de provincia: Alustante, Orea, Motos, son los verdaderos candidatos, si bien, y salvo mejor opinión que la del cuentakilómetros de mi coche, es el último de los citados, Motos, el más lejano. Doscientos seis kilómetros de distancia creo que llegué a contar en uno de los primeros viajes que hice en el pasado. Pues bien, Chequilla y Checa, dos nombres con sonada resonancia ya en algunas guías de turismo, no están incluidos en esa estrecha lista de tres, pero sí que lo estarían si la ampliásemos un poco más, pues nos separan del primero de ellos ciento ochenta y cinco kilómetros, y del segundo cuatro kilómetros más, lo que no está nada mal, habida cuenta de que la capital se encuentra situada en el extremo occidental del mapa de la provincia, mientras que estos pueblos quedan en el oriental, es decir, en el extremo contrario.
Quiere todo ello decir que el viaje a comarca tan lejana, y tan entrañable también, hay que prepararlo con cierta premeditación, pensando en el estado de la climatología y en las horas del día que disponemos para realizarlo. Por estas fechas, con el verano de caída, podría ser uno de los momentos más aconsejables para poner el coche en marcha y lanzarse al camino, con viandas o sin ellas, porque en aquellos pueblos -en Checa sobre todo- disponen buenos restaurantes donde cubrir tan primaria necesidad, más para los que gusten de los ricos guisos y de las carnes a la brasa viéndolas asar en el horno de leña: objetivo las fuentes del río Cabrillas, a 1370 metros de altura sobre el nivel del mar y las carreteras en aceptable estado.
Antes de llegar a Checa hay que recorrer muchos pueblos y andar por muchos paisajes. La provincia de Guadalajara es así de diversa. Hay que atravesar la Alcarria a paso de autovía y casi todo el tramo occidental del Señorío hasta llegar a Molina. Campos de cultivo y pequeños retazos de paramera, atravesar las tierras frías de Maranchón, colarse al pie del Giraldo e irse abriendo camino al lado de pequeños pueblecitos asentados al sol, albercas de salina, algo de pinar, y, al volver de una curva la sorpresa de Chequilla allí a lo lejos, con sus casas blancas bajo los tremendos volúmenes cárdenos de los riscos, monstruos descomunales de piedra arenisca, que comando junto a otros más que adoptan diversas formas la peña del Trascastillo, refugio y parapeto que fue de combatientes cuando las Guerras Carlistas, y que durante las noches en calma a la luz de los focos se convierte en figura fantasmal de un mundo desconocido. Chequilla, tan personal y tan escondido, es una reserva virgen inimaginable y uno de los pueblos más bonitos de España. La Creación, en su empeño de volcarse sobre Chequilla, le dejó como regalo hasta la única plaza de toros natural que existe en España, es decir, en el mundo, donde los palcos son las mismas peñas durante la capea de fiesta del Cristo.
Y cerca, sólo unos minutos después, Checa. Durante largo rato se podría hablar y escribir sobre Checa. El pueblo conserva aún su medio millar de habitantes, algo nada usual si se tiene en cuenta el fortísimo impacto de la emigración durante las tres o cuatro últimas décadas del pasado siglo y de lo apartada que queda la comarca de cualquier ciudad importante o nudo industrial donde se prevea algo de vida y porvenir. Son gente mayor muchos de sus habitantes, y pocos más los que atienden los servicios como funcionarios, empleados, o trabajadores de cualquier pequeña industria, entre las que yo destacaría alguna derivada de la madera, o de la hostelería orientada hacia el turismo interior en el que todos aquellos pueblos -y Checa de manera muy especial- podrían tener cierto porvenir en tiempos no demasiado lejanos. La cría de ganado ha sido durante años y siglos una importante fuente de trabajo y de ingresos para el pueblo, actividad que todavía sigue teniendo su importancia.
Desde la ermita de la Soledad y el puente sobre el Cabrillas que viene desde Orea, la calle Mayor sube paralela a un arroyo que desciende desde lo más alto del pueblo. Es un pintoresco paseo, con patos que se refrescan bajo los pequeños puentes que sirven de pasadizo y van surgiendo a medida que el caminante se acerca hacia la zona noble. Checa, ya desde su entorno, es como un pequeño paraíso que muy pocos -y pienso también los propios checanos- han sabido valorar con justicia hasta el momento. El misterio oculto de sus rincones escalonados, la prestancia de sus viejas casonas adornadas con bella rejería que culmina con el palacio de los señores Marqueses del Clavijo, la admirable limpieza de sus tramos en cuesta, nos suben como en volandas a la Plaza Mayor, en donde, con el permanente rumor de una cascada, el visitante corre el riesgo de adormecerse ante algunos de los monumentos que la conforman: la fachada del ayuntamiento y la casa blasonada de los López Pelegrín, aquella familia cuyos hijos ilustres no se pueden contar con los dedos de la mano porque faltan dedos.
Me encuentro en el sitio que aquí llaman el Tiro de la Barra, una especie de mirador sobre los muchos encantos que tiene Checa: las montañas, los cabezos de piedra del Barranco, los pinos de la Peña de los Claveles, el agua saltadora de las cataratas… Visto así -pues no es posible poderlo ver de otra manera- Checa es un sedante, un refrigerio para el cuerpo y para el espíritu. A la sombra de las fachadas en cualquiera de sus calles, donde las flores y la luz se disputan la primacía, rompiendo a cada paso la monotonía del andar y ver con la filigrana de un nuevo rincón, el murmullo de las aguas arroyo abajo es de una sutileza tal que cala hasta los pliegues del alma. Checa, amigo lector, como estrella perdida en este rincón de la serranía, contempla altiva su noble ascendencia medieval, sus lejanas ferrerías, y con mal disimulado orgullo recuerda también a sus hijos que más se dejaron notar por los caminos del mundo, cuyos nombres quedaron escritos en páginas de la Historia: Francisco López Pelegrín, diputado en las Corte de Cádiz, o el venerable Fray Pedro de Checa, de la Orden Franciscana, o un ministro de Gracia y Justicia, presidente del Consejo de Ministros, don Lorenzo Arrazola García, homenajeado en placa de mármol sobre la fachada del ayuntamiento para perpetua memoria de sus paisanos.
Después de algunas horas de andar por casi todas las calles y pasadizos, decido acabar la visita con un paseo de relax por los alrededores. El descenso por la escalinata de los Barrusios nos pone delante de los ojos una réplica bastante fiel de las hoces de la ciudad de Cuenca. Se ven algunas casitas escondidas por debajo de las peñas, y figuras desgastadas de viejos gigantes que se yerguen como centinelas mudos, vigilando desde su sitio en las alturas la plácida serenidad del barranco, del Bosque y de la Peña Rubia, parajes pintorescos que van bordeando el terreno por el poniente de una extensa concha plantada de hortalizas, conde los campesinos de Checa -más por entretenimiento que por necesidad- trabajan en silencio durante el verano cada mañana y cada tarde. Y para quienes deseen gozar todavía más de las bellezas naturales en el campo de Checa, una última recomendación, que se acerquen a la Fuente de los Vaqueros en la dehesa que en el pueblo conocen por La Espinada, estupendo remate para un viaje difícil de olvidar.

sábado, 16 de octubre de 2010

UN VIAJE AL VALLE DEL MESA


El milagro de una primavera avanzada a lo que habría que unir el horario de verano, permiten a quienes desean viajar lo que un par de meses atrás les sería imposible: llegar hasta los rayanos molineses siguiendo el valle del Mesa y dedicar un poco de tiempo a recorrer sus pueblos bajo la luz del sol. Es un viaje que, con menor presura a como yo lo he hecho, recomiendo a nuestros lectores como ración completa para un día cualquiera del fin de semana. Anduve por allí en varias ocasiones, dejando por medio el espacio prudencial que imponen las distancias, y debo reconocer que pasado ese tiempo en el ánimo brotan de nuevo las ganas de volver.
Muy pocos rincones de nuestra variada geografía provincial se muestran tan propicios, pensando en unas cuantas horas de expansión, como aquellas apartadas vegas donde por riguroso orden, siguiendo en estrecho contacto las corrientes del río, se alinean tres pueblos, tres, que, con la valiosa complicidad del paisaje, reúnen todos los requisitos de un imaginario paraíso. Uno, que tuvo a bien durante los últimos veinte años peregrinar por todas las villas, aldeas y lugares de la provincia de Guadalajara, añora de vez en cuando la calma y la grandiosidad, el sosiego y la magnificencia de los campos de Mochales, de Villel, y de Algar de Mesa. Hace sólo unos días que pasé por aquellos pueblos la última vez; era tarde abierta; los álamos de las huertas de Mochales parecía que estrenaban sombra.
El pueblo queda acurrucado en la solana de un cerro voluminoso que le sirve de parapeto contra los vientos del norte. Mochales, aparte de su primaveral estampa y de sus casonas antiguas y señoriales, cuenta para quien esto escribe con tres nombres significativos, con tres nombres acerca de los cuales las gentes hablan y hablarán mientras que el pueblo exista. Cada uno por diferente razón, Mochales conserva como páginas de oro en los anales de su pasado el nombre de su alcalde Antonio Alba; el de la mártir carmelita Teresa del Niño Jesús, y el del médico Tararí que fue todo un misterio.
De la Plaza Mayor desapareció hace años su pomposo olmo concejil. En su lugar ha tomado vida un arbolillo joven que lo sustituye. En la Plaza de Mochales, que lleva su nombre, uno se siente estremecer recordando la gesta heroica de su alcalde Antonio Alba, aquel que murió ahorcado por los franceses en mitad de una calle de su propio pueblo, acusado de acudir en auxilio de las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina en lo más enconado de la Guerra de la Independencia.
La hermana Teresa del Niño Jesús fue una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara. Nació en Mochales en marzo de 1909 y murió en la capital de provincia el 24 de julio de 1936, víctima del amor a Dios y del odio de los Hombres. Ahora es venerada en su pueblo natal, donde fue niña, después de su beatificación canónica en 1987.
A don Eugenio Díaz Torreblanca seguro que ni los más viejos del lugar lo reconocerían por su propio nombre, sino por el de Tararí. Una vida oscura, relacionada con la Alemania de Hitler en la que vivió, y que vino a dar con sus huesos a este apacible lugar del Valle del Mesa ejerciendo su profesión de médico rural. Vivió en lo alto del cerro, donde dicen que lo protegía una enorme serpiente. Cuentan que cuando tenía algún aviso se comunicaba con el alguacil a toque de trompeta. Vino a morir, anciano y solo, al pueblo alcarreño de Argecilla, donde descansan sus restos. Una historia real que debiera tener su espacio en la novela.
Aguas abajo el camino sigue hacia Villel. Las fértiles vegas de junto al río se ven sembradas de cereal con algún que otro huerto. Entre los sembrados dan sombra los árboles frutales, las choperas y los sauces llorones que miran a la corriente. Las nogueras clavan su raíz en los ribazos, bajo los riscos entre los que se encaja el valle. El pueblo de Villel se distingue enseguida por las ruinas enhiestas de su castillo roquero de los Fúnez, aquel que destrozó el rayo junto a la plaza del pueblo en plenas fiestas de San Bartolomé. Villel de Mesa es un pueblo historiado, de bellísima y antigua imagen; un pueblo de viejas hidalguías presentes aún en las piedras de sus palacios dieciochescos, como el de los Semper Ribas, o el de los señores Marqueses de Villel al pie del tremendo peñón sobre el que se sostienen las ruinas del castillo.
Confortable y magnífica en extremo es la plaza jardín de esta villa. Junto a la fuente se alza el busto en mármol del profesor don Pedro Gómez Fernández, que el vecindario le dedicó en su día como testimonio de gratitud. Más arriba, como término a unas cuantas calles estrechas que suben, se distingue la airosa espadaña de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, a la que adornan dos o tres ventanales gótico-renacentistas del siglo XVI y un reloj mural de esfera blanca que señala una hora equivocada. La subida hasta los barrios altos del pueblo se puede hacer por cuatro calles distintas: Empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos con escalinatas en sombra, rincones pintorescos que alcanzan su más alta expresión de tipismo en el pórtico solitario y romántico de la iglesia parroquial y en las callejuelas que tiene alrededor. Villel de Mesa, amigos, es un pueblo para ver y para disfrutar de él.
Desde la Plaza Mayor de Villel el camino se hace más vivo siguiendo de cerca las aguas del Mesa corriente abajo con dirección al vecino Algar, el último pueblo de la provincia antes de entrar en tierras aragonesas. El terreno va cambiando de aspecto lentamente. En los aledaños de Algar mandan los tremendos roquedales, calados por oquedades profundas que la naturaleza ha ido excavando en la cara de las peñas. El nombre de Algar, en su acepción árabe significa cueva.
Varios campesinos se dejan ver trabajando los pequeños tablares de las huertas, donde ya verdean el forraje y el árbol frutal. Un aguilucho se sostiene en vuelo plano sobre el azul que separa los dos reinos. En Algar suena de continuo el rumor de la chorrera que salta repetidas veces por los bajos del pueblo. Cuando les es permitido y cuentan con tiempo para ello, los ancianos de Algar bajan hasta la chorrera a pescar truchas.
Algar de Mesa es un pueblo en cuesta, de extraño asentamiento sobre la margen izquierda del río; un pueblo escalonado al que las autoridades y los vecinos han ido convirtiendo en un auténtico vergel, siempre en inteligente consonancia con el paisaje.
El Valle del río Mesa coge a trasmano desde todas partes. Es preciso llegarse hasta él ex profeso para conocer sus pueblos y tratar con quienes viven allí, gentes amables y acogedoras con un marcado acento aragonés en sus conversaciones. Aquel solitario valle aporta al conjunto de las tierras de Guadalajara todo el encanto de su variedad y de sus bruscos contrastes. A la extrema placidez de las vegas se oponen los violentos volúmenes de las rocas; el aislamiento natural entre dos reinos, el de Castilla y el de Aragón, se ve compensado sobradamente con la gracia de su paisaje, árido y al mismo tiempo provocador.

(Nueva Alcarria, 2004) . En la fotografía, un aspecto de la plaza de Villel de Mesa

miércoles, 13 de octubre de 2010

EN EL TALLER ARTESANO DE HORCHE


En la primavera de 1979 mantuve en su casa de Horche una grata conversación con Juan Francisco Martínez, uno de esos artistas naturales que muy de tarde en tarde aparecen de manera insospechada por cualquier parte y que, al cabo del tiempo, resultan ser cabeza de una dinastía de artistas, de una estirpe de hombres y mujeres de valía que tuvo un principio, pero que su final está por ver a lo largo de varias generaciones. Quiero recordar a Juan Francisco, en homenaje a él y a su huella perdurable, con sus propias palabras sacadas de aquella conversación perdida en la distancia de un cuarto de siglo. “Mis principios fueron una cosa imprevista. Después de la guerra faltaron muchos altares en las iglesias de por aquí. Yo era por entonces albañil; pero un albañil hasta cierto punto diferente, porque en el trabajo me gustaba recrearme un poco en los detalles. Me gustaban las cosas terminadas con gusto artístico, algo no muy corriente entonces en un albañil de pueblo. Al sacerdote de Horche, que había encargado un altar para la iglesia, le estafaron y no se lo vinieron a hacer; entonces me lo encargó a mí, que nunca había hecho nada semejante. Lo empecé con yeso, ladrillo, y una ornamentación un tanto elemental. Debió gustar bastante, porque muy pronto me empezaron a caer nuevos encargos.”
Así de sencillos, y de concretos, fueron los orígenes de una industria familiar admirable nacida allá por los primeros años de posguerra. Luego vendría la escayola para un retablo de Chiloeches, después la madera con la ayuda de un carpintero, hasta que los límites comarcales y provinciales resultaron pequeños, de tal modo que el propio Juan Francisco, ya al cabo de su vida laboral y con la ayuda de su hijo José Antonio, pudo ver los trabajos de su taller expuestos en establecimientos de arte tan distantes y tan dispares como las ciudades de Alicante y Santiago de Compostela, por nombrar sólo dos en regiones distintas. Juan Francisco murió a los ochenta años, con Premio Nacional de Artesano Ejemplar, con un taller bien montado, con dedicación exclusiva a la talla de madera, y con la satisfacción de ver incorporados al oficio no sólo a su hijo José Antonio, sino también a sus dos nietos, Álvaro y David, herederos directos -además de la sangre- del gusto por el trabajo y con la esperanza puesta en que la dinastía de artistas no termine en ellos.
Hacía varios años que no había pasado por el taller, en la última ocasión aún vivía el abuelo. He vuelto en fechas recientes y debo confesar que salí de allí impresionado. Ya no son uno, ni tres, las personas que sacan adelante con su trabajo todo aquello. Son cerca de cuarenta, y cerca de cuarenta también las piezas que se acaban cada día en jornadas normales de producción. Las tallas de imaginería, columnas y estrados, junto a los retablos para iglesias que son de alguna manera la especialidad de la casa, ocupan el horario laboral en aquel taller tan meritorio, y tan desconocido para tantos guadalajareños que, siempre bajo mi personal criterio, tal vez sea ésta la industria con más alcance universal de las que tenemos en la Provincia, pues ya no es solamente España en todas sus regiones, sino Francia, Noruega y los Países Nórdicos, Canadá, Estados Unidos, toda la América del Sur, Rusia y los Países Árabes, entre otros muchos lugares dispares de la Tierra, los que disfrutan de los magníficos trabajos de talla elaborados en aquel rincón de la Alcarria. Gran parte de la imaginería adquirida por la Casa Real Española durante los últimos años ha salido de allí, y hasta quinientos retablos están en estos momentos repartidos por toda España. La Hermandad de la Semana Santa Marinera de la ciudad de Valencia los ha nombrado cofrades de honor, como reconocimiento a su aportación artística a la Semana Mayor de aquella ciudad levantina. Honores, méritos, reconocimientos, títulos, avalan en buen número la no demasiado larga historia de “Artemartínez”, y que, dicho sea de paso, honra no solo a ellos, dueños y trabajadores del taller, sino también, y por extensión, a todo un pueblo y a una provincia que no se distingue precisamente por ser amante y propagandista de sus propios valores. El carácter castellano, al que nos apuntamos todos cuantos lo somos, tiene, junto a otras muchas virtudes reconocidas, esa sonora deficiencia ¡Qué le vamos a hacer!
Ignoro si el personal de la casa estaría dispuesto a que el público acuda a los talleres de trabajo y salas de exposición que hay dentro del edificio en cualquier momento, dentro, claro está del horario laboral; pero pienso que sí, a la vista de la amabilidad con la que Álvaro me enseñó y me fue explicando todos los departamentos: talleres de pintura, de talla, de copia, almacenes de trabajos sin concluir, donde el visitante, además de poder admirar los varios cientos de obras acabadas, recibe de paso una lección magistral sobre cómo es y cómo se elaboran los retablos e imágenes que en tantas ocasiones nos han impresionado en catedrales, conventos e iglesias pueblerinas, que el vandalismo de los tiempos ha querido respetar. Nuestra provincia es toda ella un muestrario de ese tipo de piezas de arte, y el taller que hoy nos ocupa una escuela que nada tiene que envidiar a aquellas otras de los siglos del XIII al XVIII, aunque eso sí, teniendo a su favor los medios modernos, si bien, tanto antes como ahora, y así seguirá siendo por años y siglos, el arte en general, y muy en especial éste de la talla, requiere grandes dosis de atención, de paciencia, de oficio y de talento, ingredientes que a lo largo de la Historia sirvieron de base y de sostén a la personalidad del artista.
De las obras grandiosas con las que el hombre de a pie puede encontrarse al andar por los caminos del mundo, salidas todas ellas de este taller de la Alcarria, podríamos destacar dentro de nuestro país los retablos mayores de las iglesias de Priego y de San Clemente en Cuenca; de Mondéjar, con pinturas de Pedrós, en Guadalajara; de Vicálvaro y de la Virgen del Puerto en Madrid; de Abengible en Albacete; del santuario de la Virgen de Salobrar en Jaraiz de la Vera (Cáceres), y así hasta varios centenares de ellos, entre los que se contará dentro de poco otro grandioso que se está preparando para la iglesia alcarreña de Albares. Tal vez, y esto dentro de la imaginería, en la Semana Santa de la ciudad de Palencia tendrán ocasión de sacar a la calle un Cristo magnífico, made in Horche; lo he visto prácticamente acabado y así, esperando el momento de los últimos retoques, los ofrezco a los lectores en una de las fotografías que ilustran este trabajo.
Y todo empezó por el empeño y por el saber decir que sí a la oportunidad que ofreció la vida a un hombre inspirado, cuando allá por 1942 Juan Francisco Martínez se atrevió a poner manos a la obra en un altar, sin que hasta entonces hubiera hecho nada semejante. Con ejemplos como éste, aparte de otros más que la vida nos ha llevado a conocer, uno llega a pensar que las grandes obras que en el mundo merecen contar con la admiración del hombre, nunca han sido fruto de la casualidad y en muy pocas ocasiones de la buena fortuna, sino que siempre anda por medio el talento, la osadía y el amor al trabajo en las debidas proporciones. En el caso de esta admirable industria familiar aparecen los tres ingredientes, y tal vez alguno más, como la amabilidad en el trato de la gente que por allí encontré.

(En la fotografía, un aspecto de la exposición de obras de imaginería en "Artemartínez".

sábado, 9 de octubre de 2010

DE VIAJE POR LOS TECHOS DE LA PROVINCIA



Fue su situación entre montañas y la deficiente comunicación para llegar a ellos hasta época muy reciente, la causa por la que los pueblos de al otro lado del río Jaramilla se considerasen durante años y siglos como desvinculados del resto de la Provincia. Una reserva natural que marca la diferencia en las tierras de Guadalajara.

Recuerdo cómo en mis primeros viajes a estos pueblos tuve que atravesar un buen tramo de la provincia de Madrid hasta llegar a ellos: Torrelaguna, Verzosa de Lozoya, Montejo de la Sierra, y al final, extendido en un llano, a 1.275 metros de altura sobre el nivel del mar, el pueblo de El Cardoso ya en nuestra provincia.
He vuelto en varias ocasiones después a cada uno de los seis pueblos de Guadalajara situados en aquel aparte de nuestra sierra norte, pero aprovechando el paso por el puente de piedra que, entre Campillo de Ranas y Corralejo, construyeron y pusieron a funcionar hacia los primeros años de la década de los noventa, y que permite llegar hasta todos ellos sin necesidad de salir de nuestro entorno provincial atravesando en coche el puerto del río Jaramilla, que hasta entonces sólo se podía cruzar a pie o como mucho a lomos de caballería. La pendiente resulta pronunciadísima en algunos tramos. La carretera baja y sube serpenteando, condicionada por la tremenda pendiente de la ladera. Y abajo el puente magnífico, perfecto, construido con lajas de pizarra arrancadas del paisaje allí mismo, y por debajo del puente las corrientes claras del río Jaramilla dibujando meandros y saltando entre las piedras. Hablamos de uno de los parajes más espectaculares y emotivos de toda la Provincia, que, naturalmente, invito a nuestros lectores que conozcan, evitando, eso sí, viajar en época de hielos.
Corralejo es el primero de los pueblos que nos encontramos al subir el puerto. Los pocos habitantes que son en Corralejo viven de la jubilación y alguno más joven de la ganadería. La plaza chiquita del lugar, con su fuente en mitad y la pequeña iglesia al otro lado, es una de las estampas serranas que se fijan en los pliegues de la memoria y difícilmente desaparecen. A partir de allí –montañas grises en todas direcciones, corpudos robles en las tierras frías y alguna res vacuna mordisqueando entre la breña– uno siente la sensación de viajar en solitario por los techos del mundo.
Poco más adelante el cruce de caminos. A partir de allí los indicadores de carretera nos mandan a todas partes, es decir, a todos los pueblos en los que vive gente y que no pasan de tres o cuatro docenas de habitantes entre todos juntos: El Bocígano, Cabida, El Cardoso, Colmenar de la Sierra, Corralejo y Peñalba de la Sierra. El Cardoso ejerce en lo administrativo como cabecera municipal. Entre pueblo y pueblo valles profundos, y montañas de renombre que alcanzan en algunas de sus cimas las mayores alturas de nuestra provincia y de toda nuestra región: el Pico del Lobo con 2.272 metros, o el Cerrón con 2.200, y riachuelos de agua limpia como el arroyo Veguillas, el Berbellido, o el Jaramilla ya dicho.
La mañana no da para recorrer uno a uno todos estos pueblos; aparecen diseminados en parajes distintos y cada uno de ellos tiene su propia carretera. Son carreteras estrechas, en no demasiado buenas condiciones y bien surtidas en curvas y vericuetos como cabe suponer. Compensa detenerse de vez en cuando a lo largo del camino por el simple placer de contemplar el paisaje: las reses que pastan en la pradera, el regato que se cuela furtivo por el fondo de un barranco, los restos de nieve al contraluz sobre la cumbre de la montaña. Durante los fines de semana son frecuentes las visitas –sobre todo de gentes de Madrid– que andan perdidos por aquellos caminos, sin saber hacia adonde orientar la dirección de su coche.
– Por favor, ¿podría indicarnos por dónde se va a esos pueblos que dicen de la Arquitectura Negra?
– Sí, claro; siga por esta carretera, y una vez cruzado el puerto los empezará a ver. Seguro que les gustarán. Vale la pena perderse por allí.
Estos pueblos, El Bocígano y El Cardoso, que son los que hoy me he propuesto visitar, no tienen sus casas negras ni los tejados negros como los que hemos dejado atrás; son de teja terrera de un color ocre rojizo, y los chalés que tienen alrededor tampoco han cuidado mucho el estilo original de la comarca.

El Bocígano es pueblo situado muy en el alto, por lo menos esa es la impresión que saca el visitante después de subir salvando curvas y más curvas. La Plaza Mayor es amplia. Años atrás cubría de sombras la plaza un olmo gigantesco que la grafiosis se llevó por delante. Sustituye al viejo olmo un arbolillo joven situado al lado de la fuente donde antes estuvo el olmo centenario, de cuyo tronco un corte transversal sirve de recuerdo y de fondo a los dos caños que vierten sobre un piloncillo. La novedad permanente en El Bocígano son las altas cumbres de las montañas que el pueblo tiene por emblema y protección a más o menos distancia: la Buitrera, la Pinilla y el Pico del Lobo, son las que destacan sobre otras más.
– Y en el mes de agosto tenemos La Machada, ¿sabe usted?
– Sí, claro que lo sé, aunque no la he visto nunca.
– Los mozos salen por el pueblo con chalecos de piel de carnero, y son los machos. Otros dos casados hacen de mayorales. La fiesta acaba al día siguiente, comiéndonos aquí en la plaza unas buenas migas de pastor.
– Que hay que comer con la mano, creo.
– Sí señor; hay que comerlas con las manos. Es la costumbre.

Al bajar por la carretera hacia El Cardoso tengo que detener el coche y arrear a unas cuantas vacas que se han aposentado, tranquilas y felices, en medio de la carretera. Pienso que a varios de los turistas que pasan por aquí, y que no sienten familiaridad alguna con estos animales de lucida cornamenta, puede suponer una contrariedad nada fácil de superar, porque los bichos hacen caso omiso al sonido del claxon.
El Cardoso es en lo administrativo la cabecera de todos estos pueblos. El edificio del ayuntamiento común a todos ellos preside la plaza. Si echamos una mirada atrás en el tiempo, este pueblo, lo mismo que Colmenar, El Bocígano, Peñalba, y algunos otros de todavía menor entidad, o acaso inexistentes, escondidos en los ribazos de esta sierra, pertenecieron en lejanos tiempos al común de Sepúlveda, después pasaron a la familia de los Mendoza, en cuyo poder se mantuvieron hasta la tercera década del siglo XIX en que desaparecieron los mayorazgos y señoríos.
El Cardoso es un pueblo tranquilo, rodeado de cerros con nombres familiares para los pastores y campesinos del lugar, de los que va quedando muy escasa muestra. El cerro de la Francisquilla en tierras de Madrid, el Pico de la Calahorra y la Cabeza del Gurrial en término de El Cardoso, son los vigías que libran de los malos vientos a vidas y haciendas. Muy cerca de allí, en la Cebollera, a 2.129 metros de altura sobre la cumbre, se juntan en un mismo punto las provincias de Madrid, Segovia y Guadalajara.
Los amantes de la arquitectura rural serrana, que algo, aunque no mucho, tiene que ver con la Arquitectura Negra, conserva en El Cardoso un interesante muestrario en los contados edificios de adobe y entramado que todavía han ido quedando, ya que el resto de viviendas restauradas y los abundantes chalés construidos en las afueras nada tienen que ver con el tipismo del lugar, referente, claro está, a tiempos ya idos.

miércoles, 6 de octubre de 2010

HUERTAHERNANDO, PORTAL DEL ALTO TAJO


Al cabo de atravesar siete tipos de paisajes diferentes, Alcarria y sierra al fin, se accede a estos abruptos descampados donde ahora estoy. Tierras magníficas para recordar como escenario de viejos poemas épicos por donde -creo que la Historia lo dice- pasaron moros y cristianos en aquel juego sin fin de razas y de guerras que fue la Edad Media.
Con los profundos valles del Ablanquejo a su vera criando pastizal donde la Naturaleza es madre, ásperos crestones de matorral cortados en ángulo por húmedas vaguadas en las que se da el olmo moribundo, el huertecillo ruin y el sauce silvestre, Huertahernando, a caballo de uno de aquellos altos sabineros de aspecto lunar, nos mira estirado por encima del corte rocoso como un viejo monstruo inamovible, mientras escalamos con lentitud las cuestas del camino que sube hasta darle alcance.
En la moña de una sabina por la ladera se siente el graznido del cuervo. Luego, el corpudo animal de plumaje negro como la mora, se tira al espacio para ocultarse en la oscura oquedad de unas peñas en la parte opuesta del barranco. El pueblo desde su atalaya lo domina todo, mirando avizor por los airosos vanos del campanario.
El gavilán acaba de errar el golpe; el gavilán se dejó caer de uñas sobre la bandada de palomas zuritas del rastrojo y no agarró presa porque Dios no quiso. Los animales han volado despavoridos hasta el palomar mientras que la rapaz se quedó in albis con las aluchas abiertas y las garras apretando un terrón del surco. La escena, rápida como el rayo, ha sido escalofriante.
Ya en las puertas del pueblo, tal que si fuera el solitario torreón de algún castillo de leyenda, queda, realidad y recuerdo, la antigua ermita de San Roque. Por los campos cercanos aparece el boj entre las sabinas.
La calle mayor de Huertahernando es amplia, limpia, bien pavimentada; se llama Calle de la Plaza, y en ella, efectivamen­te, queda a mitad la Plaza Mayor del pueblo, con su monolito de variadísima estructura ocupando el centro, como fuente y pairón molinés a la vez, sosteniendo una farola en todo lo alto. "Se hizo esta obra en 1978, siendo ayuntamiento: alcalde Bernardo Guerrero Martínez..." En la lista figuran con su nombre y apellidos cuatro ediles más, que con el alcalde antedicho formaban por aquellos años el consistorio. Huertahernando es pueblo que gusta recordar con placas de metal o de piedra los nombres de quienes nacieron allí y fueron en vida algo importan­te, o sencillamen­te los de aquellos ciudadanos de a pie que se preocuparon en beneficio del vecindario.
No hay nadie en este momento por la calle de la Plaza. Del balcón corrido del ayuntamiento cuelgan de sus mástiles las banderas de España y de la comunidad autónoma. Más adelante hace esquina con la calle principal la de Francisco Gutiérrez Vigil, ilustre personaje de la localidad que allá por el siglo XVIII se dejó notar como prelado de una importante diócesis leonesa; nombre que recientemente mereció, por parte del vecindario, la atención de dedicarle una calle y de colocar sobre la esquina que mira a la iglesia del pueblo -supongo que en tiempos estará allí la casa familiar del distinguido prelado- una placa grande en mármol blanco, donde se puede leer escrito en letras doradas: «Aquí nació el Excelentísimo Señor Don Francisco Isidro Gutiérrez Vigil, obispo de Astorga. Nació el 8-5-1730. Huertahernando, 26-7-1997.»
Hay rincones expresivos, con casas a la vieja usanza en las que no vive nadie, que delatan la antigüedad del pueblo por las callejuelas cercanas a la iglesia. La entrada al templo bajo el arco de piedra que da paso al pretil, tiene aires de añosa fortaleza. Por dentro, la iglesia de Huertahernando -así la recuerdo de viajes anteriores- es de una sola nave; tiene como fondo al presbiterio un retablo pobre con una imagen de la Asunción de la Virgen que lo preside.
El cementerio queda anejo al edificio parroquial. Es un cementerio sencillo, pero extraordinariamente impresionante. Si no el más lujoso, que no lo es, sí que el cementerio de Huer­tahernando es por situación el más privilegiado que conozco. Por una parte, como se acaba de decir, la muerte espera en este lugar el momento de la resurrección al amparo de la fe, de la esperanza y de la caridad, pegada a los muros de la iglesia; por otra, tiene como sede el más sugestivo mirador natural que pueda imaginarse, abierto en generosa panorámica a todas las tierras de la Provincia en las que la Alcarria, con sus sinuosidades continuas, deja de llamarse así para convertirse en Sierra del Alto Tajo, pero sin llegar a serlo. Es un gozo indecible lo que se experimenta al contemplar aquel apoteosis de campos desde el humilde muro que separa las tumbas y los lirios del barranco.
Se cree que por estas tierras difíciles de Huertahernando murió peleando en el campo de batalla el obispo-guerrero don Bernardo de Agén, reconquistador de Sigüenza en Tiempos del rey Alfonso VI, iniciador de las obras de la catedral en el siglo XII y, de alguna manera, creador de la nueva ciudad de Sigüenza, así como el primero de sus obispos tras la larga pausa de la dominación árabe en territorio español.
Es hoy un día cualquiera, de una semana cualquiera en el último año del siglo XX; la hora también es intempestiva, debo reconocerlo, las tres de la tarde, cuando los pocos que ahora son en el pueblo estarán recogidos en sus hogares de sobremesa o viendo la televisión. La temperatura del día, pese a la altura, es alta incluso en este paraíso de Huertahernando. Un anciano echa una cabezadilla sentado sobre un banco que hay a la salida. Más al poniente, por los cielos, muy azules por cierto de Ribarredonda y de Saelices, merodea ojo avizor sobre el campo una bandada de buitres.

sábado, 2 de octubre de 2010

ZARZUELA TAMBIÉN EXISTE



Son más de quince años los que han transcurrido desde mi primer viaje -y único hasta hoy- al entrañable pueblecito de Zarzuela, allá por las suaves solanas de frutal y de robles que dejan al fondo los enormes volúmenes montañosos de la sierra del Ocejón. Recuerdo que fue éste el pueblo con el que cerré en 1988 la larga lista de visitas por los diferentes lugares de la Provincia, hasta 434 pueblos habitados, con los que se pudo concluir aquel largo empeño periodístico que dimos en llamar “Plaza Mayor” y que tantos de nuestros lectores todavía recuerdan.
Zarzuela de Galve es un pueblo chiquito, anejo al ayuntamiento de Valverde de los Arroyos, situado a tres kilómetros de distancia de su cabecera municipal, al pie del llamado alto de las Piquerinas, que es el segundo en importancia de los montes de aquella serranía, después del Ocejón, naturalmente, cuya cresta de peñas grises destaca sobre el resto de las elevaciones existentes en el mapa de Guadalajara en todo su conjunto.
Fue una de esas mañanas apacibles de sol con las que a menudo nos regala el mes de noviembre cuando anduve por allí; una de esas mañanas claras en las que el bosque de robledal que cubre las laderas de la comarca se había teñido de un color amarillo fortísimo y el cielo más parecía un inmenso cristal azul. Los campos y los pueblos tienen su momento preciso para dejarse ver, y los de esta serranía norteña del mapa de Guadalajara parece que se transfiguran durante la quincena que llaman del veranillo de San Martín, siendo ese el momento, mejor que ningún otro, para que cualquier mañana se aproveche para viajar hasta el corazón mismo de lo natural en su estado más puro. Mi otra visita a Zarzuela de Galve fue en el mes de mayo, ésta lo ha sido en los antípodas de la climatología, en aquella ocasión apuntaba el verano, en ésta han sido los primeros avisos del invierno en la montaña los que ya se dejaban sentir. El campo en esos lugares es más auténtico ahora, más espectacular, más acaparador por estas fechas; y las buenas gentes, las pocas buenas gentes que han ido quedando por allí después del boom de los veraneantes, también se muestran ante el desconocido más naturales y más receptivas.
Zarzuela de Galve -Zarzuelilla para los habitantes de la comarca- fue siempre un pueblo pequeño, a manera de aldea perteneciente siglos atrás al Señorío de Galve como bien indica su nombre. En este momento son tan sólo tres los habitantes que están allí de manera continua durante todo el año, tres hermanos varones que viven juntos: Jesús Mesón Moreno y sus hermanos Juan y Francisco. Ellos me hablaron de que hace cuarenta años en el pueblo pudieron vivir hasta cincuenta personas, si bien, habían oído contar a su padre que bastantes años antes hubo en el pueblo hasta veintiocho casas abiertas, lo que equivale a un centenar de almas o quizá más. Allí se vive del campo, del producto de los huertos y de los árboles frutales, además de, como en casi todos los pueblos de Castilla, de la paga que los vecinos reciben por jubilación o por invalidez, y que por estos lares de nuestras sierras suele ser la principal fuente de ingresos.
Andando de aquí para allá, de un lado para otro por los rincones y callejuelas del pueblo, siempre con el rumor como fondo del agua de la fuente, me encontré con dos de los tres hombres que hoy viven en el pueblo: Jesús y Juan. Venían del campo y traían cada uno un cubo de judías con su vaina, que enseguida pusieron a secar en el suelo sobre una especie de lona que extendieron en la solanilla de la iglesia.
- Son unas judías chiquitas, pero de una calidad superior.
El hecho de estar el pueblo resguardado de montañas por el norte, hace posible que la temperatura sea algo más alta que en otros lugares de aquella comarca, de ahí que los árboles frutales no sólo se desarrollen con normalidad, sino que den unos frutos excelentes. Las peras, las manzanas, las cerezas, las nueces y las castañas, son principalmente los frutos que premian al campesino cada año como mejor cosecha, si bien los años suelen ser bastante diferentes por cuanto a producción de cada especie; en este último año me contó Jesús que les habían fallado las manzanas, pero que de nueces y castañas la cosecha había sido excepcional.
Quienes viven allí, como perdidos en tan grandioso escenario y con aquella soledad tan absoluta, se lamentan de no tener otras personas alrededor con las que poder hablar, pues en el caso de Jesús, de Juan y de Francisco, ellos, y nada más que ellos, son los únicos interlocutores durante casi todo el año; pues ocurre que, aunque tienen en el pueblo hasta media docena de casas nuevas, grandes por fuera y cómodas por dentro, sus dueños no acostumbran a ir los fines de semana como ocurre en otros pueblos vecinos, por lo que la soledad les resulta todavía menos llevadera. La radio, la televisión y el teléfono, son durante los días cortos y las noches largas del invierno, la única ventana al mundo que, supongo deberán aprovechar en sus muchos ratos libres.
Me invitó Jesús a ver la iglesia por dentro. La iglesia es pequeña como corresponde a un pueblo de tan escasa entidad. Pendiente del vano de la espadaña se airea orientada al poniente la única campana. El yugo de la campana es obra de Jesús, trabajo meticuloso más de artista que de aficionado, detalle que él me explica con una velada complacencia. No es fácil encontrar por cualquiera de nuestros pueblos una iglesia tan pequeña, tan acogedora y tan bien cuidada. Una alfombra recorre de principio a final el corto pasillo que queda entre los bancos. Los bancos destinados a que los fieles sigan las ceremonias religiosas son diez, nuevos y cómodos los diez. Uno piensa que durante casi todo el año sobran nueve de ellos, y según apunta mi acompañante siempre que se ocupan todos es por algún motivo no deseable.
- Cuando se llena la iglesia es porque han traído a enterrar alguno de fuera, o para hacerle un funeral.
En el centro del sencillo retablo que ocupa el presbiterio, tras el altar, preside la nave la imagen patronal de Nuestra Señora del Buen Suceso, cuya fiesta celebran el tercer domingo de septiembre. Llama la atención entre otras, todas ellas posteriores a la Guerra Civil, la imagen morena y en posición sedente de la Virgen de Montserrat, la patrona de Cataluña, que, salvo el color del rostro, muy poco tiene que ver con aquella. Está colocada en un lateral sobre su pequeño trono. Pensé que sería obsequio a la parroquia de algún benefactor catalán.
- No; esta Virgen la trajeron equivocada cuando encargaron la de nuestra Patrona. Se conoce que les pareció mal devolverla, y el cura que había entonces dijo que nos la quedásemos. A la gente le pareció bien, y aquí está.
El sol de la media mañana nos llega en oblicuo desde lo alto del Ocejón. Ladra un perro. Un avión divide el cielo en dos con una lista de blanca. Algo más allá del alto de las Piquerinas otean girando desde la altura unos cuantos buitres, que enseguida desaparecen. Los hermanos Mesón Moreno y yo celebramos el encuentro tomando un trago del porrón a la puerta de su casa. Se tarda una hora larga en volver a la capital, si uno cae en la tentación de parar de vez en cuando a contemplar las maravillas de aquella sierra, el viaje resulta más largo. La fuente de la plaza, sigue con su continuo rumor adormecedor contando las horas del pueblo.