lunes, 26 de marzo de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO HENARES (I I I)


TIERRAS Y PUEBLOS DE SIGÜENZA

     Una breve escapada, por dos motivos bien concretos, se nos puede ocurrir una vez concluida la visita a Sigüenza. Se trata de acercarnos, si el tiempo del que se dispone y el medio de locomo­ción lo permiten, a los pueblecitos de Guijosa y de Cubillas, valle arriba, a mano derecha del Henares todavía infante y de la línea del ferrocarril; los dos vienen seguidos, muy próximos, uno a continuación del otro.


     Guijosa y Cubillas sufrieron en sus carnes muy seriamente los efectos de la despoblación. Los dos fueron incorporados en su día como lugares anejos al ayuntamiento de Sigüenza. Guijosa perteneció, según la Historia, al infante don Juan Manuel, y más tarde a los señores duques de Medinaceli. Tiene a la entrada poco más que el esqueleto de su viejo castillo que en el siglo XIV mandó levantar allí don Iñigo López Orozco. Quedan de él un fuerte torreón central, los muros almenados que cercan el recin­to, algún cubo sólido con garitones guardando las esquinas, y muy poco más. Varias casas y corralones del pueblo se pegan a los paredones malheridos del castillo.

     Cubillas, lugar perdido sobre una remota ladera que mira al valle, rinde al viajero que llega su testimonio de gratitud mostrándole la perla románica de su pequeña iglesia parroquial, con espadaña al poniente, y dos arquillos con parteluz por los que se cuela la claridad del día al sombrío pórtico por el que se accede al interior del templo. Es la gracia inesperada del pasa­do; el sedimento de los años y de los siglos cuyo final, si Dios no lo remedia, a quien esto dice se le antoja próximo.

     Pero volvamos a Sigüenza. Con la ciudad teñida de un indefi­nible color tierra detrás de nosotros, nos disponemos a estirar, ahora con dirección norte, la ruta viajera que nos proporciona el día.

     Siguiendo la carretera de Atienza nos sale al encuentro, muy pronto y a nuestra mano izquierda, el estrecho ramal que nos llevará de inmediato al amurallado lugar de Palazuelos, la Ávila Seguntina, recostado como fondo de una planicie de árboles, de huertos y de tierras de labor. Palazuelos, tanto para quienes ya lo conocen como para quienes no, es siempre un apetecible descu­brimiento. Palazuelos. No hay duda de que el nombre que ostenta le pudo venir de las pequeñas mansiones señoriales que tuvo en  sus horas álgidas.  Sin haber entrado aún en Palazuelos, todo nos hace pensar en un coso antiquísimo en el que habría mucho que proteger; sede de anónimos hidalgos castellanos, parejo tal vez en sus venturas y desventuras a la vecina Sigüenza. Se entra al caserío por tres puertas abiertas a distintas alturas de la muralla. La puerta por la que se accede a la plaza del pueblo se encuentra encajada entre dos torreones haciendo ángulo. El casti­llo ‑lo que todavía queda de él‑ es principio y remate del impo­nente cerco de piedras y de argamasa que faja al pueblo. Lo comenzó a construir en el siglo XV el Marqués de Santillana, el poeta, y concluyó las obras su propio hijo don Pedro Hurtado de Mendoza.

     Hoy viene a ser Palazuelos una nota amable y evocadora, pincelada bajomedieval perdida entre los huertos y los ásperos oterillos de breña que casi nadie conoce. Por las afueras, el pueblo gusta enseñar al caminante que sube hacia Carabias  la filigrana mínima de su ermita de la Soledad, perfecta, venerable, muda, solitaria...; para mí, la más representativa en su trazado de todas las ermitas pueblerinas de Guadalajara.


     Arriba, medio escondido en la misma ladera fragosa, está Carabias. Es preciso subir hasta Carabias. Aunque despoblado casi, en Carabias hay que admirar, sobre todo, el atrio porticado de su vieja iglesia. Una cenefa de arcadas, casi a ras de tierra, que puede muy bien rayar con las cotas más altas del arte románi­co popular, tan magníficamente representado en la comarca.

AHORA, POR CAMPOS DE SAL

     Puestos en camino, de nuevo en la misma carretera que había­mos dejado atrás para entrar en Palazuelos, marchamos sin pausa por estos frescos parajes norteños de la provincia, a fin de acceder de inmediato a las tierras de la sal. El milagro de la sal es por estos contornos tan antiguo como el mundo; si bien, su explotación sistemática y ordenada, es de origen claramente me­dieval: Santamera, La Olmeda, Imón, son los nombres más indicados a estas alturas para hablar de salinas. A Santamera le agracia, además, la maravilla de sus impresionantes risqueras sobre las que, ojo avizor, otea el buitre. Las salinas de La Olmeda y las de Imón, sorprenden al caminante en cada viaje  con la estampa pastosa del cloruro sódico a medio cuajar, en el fondo acris­talado de las albercas, donde a menudo faenan los expertos luga­reños, hasta tener a punto los blancos montones de sal gorda que, desde muy antiguo, les dieron carácter y fama. El arroyo común, el que acarrea envuelto entre sus aguas el, en otro tiempo tan codiciado producto, se llama Salado; el porqué no deja lugar a dudas.

     Queda la villa de Atienza no muy lejos de aquí. Con la silueta erguida de su castillo encima de la histórica peña, lo dejaremos en esta ocasión fuera de ruta; entre otras razones porque volveremos ahí, a la vieja Tithia, para tomarla en su día como estrella de otra correría viajera. Por la carretera de Soria vamos atravesando, algunos a cierta distancia, pueblecitos evoca­dores del pasado. En Cincovillas queda junto a nosotros al pasar una vetusta casona que fuera hace cien años importante mesón de arrieros trashumantes. Luego, surgirá a nuestra derecha, muy cerca del camino, un torreón en ruinas; se trata de la torre medieval que tuvo la iglesia del desaparecido lugar de Morenglos; el resto del templo, se llevó, piedra a piedra, en el siglo XVI, hasta la Plaza del Trigo de Atienza, aplicándose para la recons­trucción de la iglesia de San Juan. Sí que hay, a los pies del torreón de Morenglos, unas cuantas tumbas en diferente tamaño cavadas en la roca; algunas de ellas se adivina que sirvieron de enterramiento a niños de corta edad; cuando las visité la última vez, aún se veían en su interior huesos humanos.


     El pueblo de Alcolea de las Peñas está situado a mano dere­cha de la carretera. Desde Morenglos se llega en un instante. Alcolea es un pueblo sorprendente. La iglesia parroquial se ajusta al estilo gotico‑renacentista del siglo XV, con espadaña románica de época anterior y un garitón que recuerda la arquitec­tura civil de su tiempo. Pero lo más interesante es aquí, sin duda, lo que en el pueblo llaman "La Cárcel". Se trata de una legendaria prisión abierta en el interior de las peñas, con dos plantas, celdas de presos y pasillos sin otra salida que la del abismo. Uno sigue sin comprender el abandono a que se ve sometida y, desde luego, la falta de información que acerca de su existen­cia suelen tener las gentes que viven lejos de aquí. En el pue­blo, aseguran que fue ahuecada por los moros.

     La verdad es que, por estos andurriales de la Castilla en olvido nos hemos ido demasiado lejos. Estamos en Paredes de Sigüenza. A cuatro pasos el páramo soriano y los Altos de Baraho­na algo más allá del límite de provincia. Es un hermoso pueblo éste de Paredes. Sentenciado a muerte por la emigración, pero bonito. Muy cerca de las primeras casas persisten aún, después de veinte siglos, las piedras desgastadas de una importante vía romana, que después se ha utilizado como vereda de ganados. En Paredes hay viviendas antañonas con un visible toque señorial de hará un par de siglos; en muchas de ellas no vive nadie. A un kilómetro del pueblo, junto a la carretera de regreso, que no será la misma por la que llegamos a Paredes, sino la que sale de allí hacia Sigüenza por La Riba, existe un enorme balsón de agua estancada, muy profundo y de considerable extensión, casi como una plaza de toros. En Paredes lo conocen por "La Sima". Se trata en realidad de una torca, es decir, del hundimiento del terreno como consecuencia de las corrientes subterráneas de agua que pasan por aquel sitio. El día 7 de agosto de 1979, las gentes del pueblo vieron con estupor cómo las fauces de la tierra se iban tragando aquel trozo de rastrojo,  hasta desaparecer para nunca ser visto, en el fondo de las aguas; de unas aguas que jamás existieron.    


     Vamos a concluir la larga aventura por tierras del Alto Henares junto al castillo de La Riba de Santiuste. No sé cuando verás, amigo lector, o si lo harás alguna vez siquiera, este indescriptible espectáculo natural que a las últimas del día tengo delante de los ojos. Una llanura inmensa que las luces del ocaso han pintado de hirientes, de inmaculados ocres, con firla­chos sobre las laderas orientadas al sol de amarillo real, y campos rojizos enmarcados en singular desorden por lomas pardas, redondeadas, silenciosas, viejas, de la vecina sierra. Detrás, el cielo arrebolado sacude las últimas luces del día, arrastrando  por la llanura la sombra del castillo que se encresta encima de las peñas.

     Santiuste quiere decir San Justo, y fue a San Justo a quien se dedicó la tal fortaleza en la antigüedad. En el siglo XII fue donado por los reyes castellanos al obispado de Sigüenza. Luego, con el correr de los años y de los siglos, se convirtió durante largas temporadas en el toma y daca entre la corona real y la mitra seguntina. Pasó definitivamente a ser posesión de los obispos, quienes hubieron de verlo arrasado en 1811, bajo el pie demoledor de las tropas francesas. Algo parece que le asistió la mano del restaurador durante los últimos años, a expensas, claro está, de su último dueño. Su recortada estampa a contraluz, en el frío atardecer de la sierra, es una visión paradisíaca de las que difícilmente se olvidan. La sombra de Santiuste acaba al fin por apoderarse de los campos, de los tesos, de la carretera... En las esquinas de La Riba han comenzado a alumbrar las bombillas. Cerró la noche.

(Las fotos corresponden a los lugares de Palazuelos, Carabias, Imón y Riba de Santiuste)

sábado, 17 de marzo de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO HENARES ( I I )



ANDAR POR SIGÜENZA
     Es bonito andar por Sigüenza. Deben ser pocas las impresio­nes que queden grabadas con más fuerza en el ánimo de quienes la conocen, que la que les produjo el encontrarse en ella por prime­ra vez. Como a todas las ciudades y villas castellanas, colgadas a perpetuidad en el perchero de los siglos, a Sigüenza le sobran motivos para gustar. Cuando el visitante camina por la estrechez antañona de alguna de sus callejuelas, se da cuenta de que el soplo de la Historia tiene en ella su verdadero asiento, que el pasado se hace presente en desacuerdo con los impulsos de la modernidad, ganando siempre aquel la última batalla.
     La Catedral, a la que más adelante dedicaremos cumplido espacio, es desde cualquier posición el eje inamovible sobre el que gira la ciudad. Nobilísimo emporio de sillería multicentena­ria, de torres piadosas, de murallones decrépitos y de arquillos medievales, que introducen al caminante en lo más profundo de su ser como ciudad vieja, en el corazón siempre palpitante de la señorial Sigüenza.    
     La ciudad medieval de los obispos don Bernardo y don Cere­bruno, ocupa el cogollo histórico de la moderna estructura segun­tina, la barriada románica que comienza en la Catedral y sigue hacia el barrio alto de las Travesañas, en donde aún se guarda como fiel recuerdo de su tiempo las iglesias de Santiago y de San Vicente Mártir, con bella portada en bocina las dos, rebosantes de filigranas en sus respectivas series de archivoltas; la Casa del Doncel, o de los Arce, en la que es creencia que llegó a vivir con su familia el joven don Martín; el viejo Hospital de San Mateo, el Palacio de la Inquisición, la Plazuela de la Cár­cel, portonas y murallones que encrestan, poco más arriba, con el Castillo de los obispos, restaurado no ha mucho, y convertido por imperativos de este tiempo nuestro en Parador Nacional de Turis­mo.

    Hay en Sigüenza una bellísima Plaza Mayor soportalada, con dos hileras de columnas dóricas bajo arcos a distinto nivel, fielmente representativas de la arquitectura castellana del Rena­cimiento. Ordenó que se iniciaran las obras el Cardenal Mendoza, allá por el año 1496, quedando emplazada entre el ala sur de la Catedral y el palacio del Ayuntamiento. Otras muestras interesan­tes del arte renacentista seguntino, en cuya construcción tanto tuvo que ver el obispo Santos de Risoba, son el antiguo Seminario Conciliar de San Bartolomé, la nueva Universidad Seguntina y el convento de Jerónimos, hoy Palacio Episcopal y Seminario Mayor de la diócesis. La nueva Universidad, reconstruida sobre la primiti­va que fundara en 1489 don Juan López de Medina, hace ya tiempo que dejó de funcionar como tal.
     El obispo Díaz de la Guerra, personaje activo y eficiente, de poca estampa física y delicado porte (1177‑1800), se encargó de la construcción y vigiló personalmente las obras del Barrio de San Roque, naturalmente que acorde y muy al gusto de la época neoclásica en la que se hizo. La barriada ocupa aproximadamente un tercio del casco de la ciudad. Las casonas que la integran, acertada muestra de la arquitectura civil española del siglo XVIII, así como las plazas y rincones que la engalanan o los monumentos religiosos que dentro de su entorno se levantan, son pieza capital en la estructura urbanística de Sigüenza. Como respiradero espacioso, aunque jamás en Sigüenza podrá hablarse con fundamento de problemas de contaminación, está el parque de La Alameda, y a su alrededor ‑piedra labrada, artísticos herrajes y estudiadas formas‑ el Palacio de Infantes, la romántica plazue­la de Las Cruces, el Parador de San Mateo y la iglesia conventual de las RR.MM. Ursulinas.
     Sigüenza, por lo demás, es ciudad que en sus maneras de vivir no ha perdido en absoluto el tren de los tiempos modernos. Las calles del Humilladero, del Cardenal Mendoza y otras adyacen­tes, próximas todas ellas a la Plaza Mayor, son centros comercia­les que nada tienen que envidiar a las más populosas y dinámicas de cualquier otra ciudad de su estilo. Todos los sábados, en plena Plaza Mayor y en los aledaños de la Catedral, se celebra el famoso "mercadillo" al que acuden por costumbre, unas veces a comprar y otras a mirar o a estar allí simplemente, muchas gentes de los pueblos vecinos.
 
LA CATEDRAL
     ¡Cuántas razones para no resignarse a tocar sólo veladamente la Catedral y, sin embargo, así habrá que hacer­lo!
     Nos encontramos delante de los dos soberbios torreones alme­nados que flanquean la fachada principal, la del poniente, de lo que a primera vista pudiera parecer una regia fortaleza medieval o algo por el estilo, y sin embargo no lo es. Se trata, sin duda, del primer monumento religioso que posee la provincia de Guadalajara, y sede de su mitra episcopal desde la primera mitad del siglo XII.
     Como todas las catedrales castellanas ‑ésta por más antigua, más severa tal vez‑, la de Sigüenza es un juego perfecto de los diferentes estilos arquitectónicos que han conducido el arte occidental desde el medievo hasta nuestros días. Don Bernardo de Agén dio principio a las obras una vez concluida la reconquista de la ciudad en el año 1124. Con la importante aportación de los obispos que le sucedieron, la Catedral quedó concluida, por cuanto a su arquitectura, a principios del siglo XVI.

     Predomina en su estructura el estilo gótico cisterciense. La planta tiene forma de cruz latina, con tres naves y girola como lo más significativo de su distribución interior. En la fachada principal puede apreciarse la triple arcada de acceso, de puras formas románicas que completan algunos ventanales y un magnífico rosetón central del mismo estilo. Se trata de la parte más anti­gua, aportación y memoria del propio don Bernardo de Agén y del obispo don Cerebruno; si bien las torres, primero la de nuestra derecha y la de nuestra izquierda después, se irían construyendo durante los siglos XIV y XVI respectivamente. Varias arcadas góticas por añadidura sobre el rosetón y los ventanales, así como la pétrea balaustrada que la corona, dejan ya en la fachada el anuncio de la diversidad de estilos que después comprobaremos dentro. La fachada sur, escaparate de buena sillería, en el que siguen predominando los arcos de medio punto con alguna que otra ojiva que delata tiempos más recientes, luce, con su mínimo tejadillo y saeteras acribilladas a balazos, la espigada torre que llaman del Santísimo, y un excelente rosetón del siglo XIII con calados difícil de emparejar con ningún otro de su tiempo. El resto de ésta fachada sur  son arreglos ornamentales del obispo Díaz de la Guerra, añadidos durante el siglo XVIII, cuyo escudo  figura en el interior del triángulo barroco que cubre la portada.
     Por anotar únicamente los detalles más considerables que la Catedral lleva por dentro, habremos de referirnos sobre todo a tres: el Claustro, el altar de Santa Librada y la famosa Capilla de los Arce; dejando un poco al margen, que no en el olvido, la Capilla Mayor, el Coro, el Museo Catedralicio con su valiosa "Anunciación" del Greco, e incluso la Sacristía Mayor, o "de las cabezas", en cuyo diseño intervino Alonso de Covarrubias y en su ejecución el maestro entallador seguntino Martín de Vandoma.
     El claustro corresponde al estilo gótico de finales del siglo XV. Tiene forma cuadrada con siete arcadas ojivales en cada una de sus caras. En el centro existe todavía el lujoso brocal renacentista de un pozo del que se sirvieron los clérigos de la catedral y no pocos vecinos de los aledaños. En los corredores, el visitante se suele sorprender ante las portadas de "Jaspes" y la plateresca de la capilla de Santiago, sellada ésta última en su tímpano con el escudo del obispo don Fadrique.
     El altar de Santa Librada pone en el interior de la Catedral la nota exquisita del arte plateresco de la mejor factura. En el centro del segundo cuerpo queda, tras artística reja, la urna en plata repujada donde se guardan los restos y reliquias de la santa. El retablo lo adornan pinturas manieristas al gusto ita­liano de Juan de Pereda; tallas de santos y de santas entre las que se encuentran las ocho hermanas de la titular, y parejas de ángeles tenantes sujetando el escudo de don Fadrique de Portugal, cuyo mausoleo, del mismo estilo y ejecución, completa en ángulo con este altar, los inicios del plateresco español, aportación de Alonso de Covarrubias, que aquí se ofrece en toda su elegancia, a la altura del crucero de la catedral seguntina.
     ¿Y qué decir, llegado el momento, de la capilla de los Arce? O mejor: ¿Qué decir de la estatua recostada y silente de don Martín, el Doncel, la pieza más universal de toda Sigüenza? El joven santiaguista que dejó su vida peleando contra los moros en la Acequia Gorda de Granada en octubre de 1486, duerme y piensa con sueños de eternidad sobre su propio sepulcro, teniendo por armadura y por carne la piedra alabastrina mejor trabajada del mundo. Obra de ángeles y no de hombres pudiera ser la estatua de don Martín Vázquez de Arce, con la mirada y el pensamiento sus­pendidos sobre las páginas del libro que sostiene entre sus manos, sin que en el gesto sereno de su rostro de adolescente parezca contar el tiempo, ni la vida, ni siquiera la muerte. se desconoce quién pudo ser el autor de la obra, lo que no deja de acrecentar su encanto. Hay quienes apuestan por Juan Guas "maes­tro mayor de las obras de mis señores los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, muerto en 1495", apreciación poco proba­ble. Otros le asignan como artífice al maestro Sebastián de Toledo, sin que tampoco para ello se cuente con argumentos defi­nitivos. Como todo lo sublime, el Doncel tiene entre sus insupe­rable méritos el de ser modelo único y culmen del arte gótico sepulcral, además del ya referido de su anonimato. Piedra espiri­tualizada en sobresaliente exposición de lo imposible; arte huma­no fraguado a lo divino y capaz de ennoblecer por sí sólo el joyero de la Catedral, cuando no a toda Sigüenza.
     Yacen en la misma capilla los restos mortales de los padres del Doncel, don Fernando de Arce y doña Catalina de sosa, dados por las estatuas yacentes de ambos que, juntas las dos, ocupan el centro de la capilla. Su hermano, el que fuera obispo de Canarias don Fernando Vázquez de Arce, espera el momento de la resurrec­ción en su tumba plateresca, con  imagen yacente revestida de pontifical, bajo un arco de triunfo abierto en el muro. El silen­cio de la piedra, el frío de la muerte, se dan con increíble sensación de paz en la capilla de los Arce.
     A la salida de la Catedral, conviene detenerse en el Museo Diocesano de Arte Religioso. Una feliz iniciativa del obispo Castán Lacoma, que recoge en unas cuantas salas lo más interesan­te de la pintura, la imaginería, así como los ornamentos y vasos sagrados que se consiguieron traer de las muchas parroquias semiabandonadas que existen en la diócesis.

domingo, 11 de marzo de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO HENARES ( I )


     A pesar de su nombradía como río destacado de la Meseta, el Henares nace pobre; sale a la luz humildemente, a borbotones y sin hacer el menor ruido, al pie de unas nogueras que hay en las proximidades del pueblecito de Horna, allá por Sierra Ministra. Alumbra sus aguas el Henares a través de un sinfín de fuenteci­llas que brotan de manera simultanea, todas a la vez del santo suelo, uniendo el débil chorrillo que aporta cada una en un regato sin pretensiones que descenderá  abriendo zanja hacia la ciudad de Sigüenza, como nervio central de un pintoresco valle por el que silba el tren, y se agazapan los silenciosos caseríos que la gente casi dejó olvidados. Luego se alargará, poco a poco, allegando por ambas márgenes el agua de los manaderos que van asomando a su paso, para tomar forma definitiva cuando ya es adulto, en su curso medio, en plena Campiña que lleva su nombre, ya próximo a la capital de provincia. A partir de su paseo por los aledaños de Guadalajara, el Henares discurre dejando sobre ambas márgenes una comarca superpoblada y fabril, hasta que se entrega, sucio y maltrecho al fin, a otro hermano gemelo, el Jarama, en tierras de Madrid por Mejorada del Campo, para fundirse más adelante con el padre común: el Tajo.
     Aquí vamos a ocuparnos del río Henares en su infancia y en su juventud. Digamos, más bien, que nos vendrá a servir de compa­ñero de viaje, si no como pretexto, a fin de entretener la jorna­da por las tierras más próximas al sitio de su nacimiento, con las consiguientes escapadas, eso sí, que durante la marcha se nos vayan ocurriendo, o de cara al lector vayamos considerando más oportunas. Así pues, vamos a entrar en el Alto Henares tomando como referencia, o como punto de partida, la carretera que desde la Nacional II sale hacia Sigüenza, a la altura aproximada del kilómetro 105; un lugar por todos conocido; la cosa, por tanto, es fácil.

CON EL RIO DULCE CONTRA CORRIENTE
     Cuando, apenas iniciado el viaje, uno se asoma a los Altos de Mirabueno, el espectáculo ante los ojos se torna sensacional. El valle del río Dulce nos muestra, colocados convenientemente sobre su fondo, una serie de pueblecitos antiquísimos por su origen y de señalado interés en tiempos pasados. A al caída, aquí junto a nosotros, extendido a la vera del arroyo, está Mandayona, el mayor y el más importante de todos ellos; y como tal, cuenta con ciertos privilegios que los demás no tienen, a saber: una fábrica de harinas y derivados, otra de papel a pequeña escala, y un centro comarcal de Educación Primaria creado en su día como de experimentación pedagógica, donde se forman, en régimen de aula abierta, los niños de la propia Mandayona y de otros doce pueblos de la comarca.

     Aragosa viene después. Está a muy poca distancia de la carretera por la que vamos, pero no se ve, queda escondido en un recodo de peñascales abruptos, detrás de una alameda, sobre el  mismo paso del río. Aragosa ‑pienso que nadie lo pondrá en duda‑ es uno de los pueblecitos más pintorescos que tienen las vegas del Alto Henares y la provincia entera. El mínimo caserío, en el que habitualmente viven un par de docenas de personas, está encajado al pie de enormes cortes rocosos en donde anidan las rapaces; testigo perpetuo de los rumores del río que escapa de allí juguetón y limpio, deshaciéndose a veces en pequeños saltos de agua entre la alameda. Se dice, y será cierto, que en este escondido lugar se fabricó, hará dos siglos, el primer papel moneda que empleó para su uso el Banco de España, lo que no deja de ser un dato de interés para la Historia. De los antiguos molinos de papel  en el río Dulce no queda nada.


     La Cabrera reclama nuestra atención con sus casucas disemi­nadas en la hoya por junto al río. Merece la pena en cualquier momento tomarse la molestia de bajar hasta La Cabrera. Seguro que el viajero encontrará allí, en cualquiera de los rincones de la solana, un anciano pensativo descansando al abrigo de los malos vientos; ágiles truchas de criadero surcando el arroyo a su paso por medio del pueblo; o una mulilla quizás, blanca seguramente, mordisqueando el tierno yerbazal de la pradera. Este recogido rincón seguntino es el remedio ideal para los males del siglo, para los males del cuerpo y para los del espíritu, entiéndase; se luce como una flor intacta, asentado en la hondonada como una vieja estampa de calendario.

     Para llegarse hasta Pelegrina ‑y, desde luego, que es muy recomendable hacerlo‑ nos debemos apartar por la desviación que sale a nuestra derecha, antes de dar vistas a Sigüenza. Pelegri­na, el pueblo, aguarda por costumbre al visitante antojadizo alzando, sobre el duro mojón de un cerro vecino, lo que todavía prevalece del viejo castillo de los obispos: unos lienzos de muro y de torreón, a los que rodea el solemne espectáculo natural de sus dos vegas. Qué pocos lugares de la Península Ibérica, por agrestes que sean, podrán compararse a los despeñaderos, a las cárcavas, a los crestones pedregosos, que entornan por ambas márgenes la chorrera del río Dulce. Aquí fue, sí señor, donde el malogrado doctor Rodríguez de la Fuente vio convertidos en reali­dad sus sueños de naturalista imaginativo en perfecta colabora­ción con el paisaje; aquí fue donde se rodaron los más célebres reportajes para la televisión que él realizó en su vida; aquí es, sobre lo más alto del precipicio, al lado mismo de la carretera por la que hemos venido, donde se alza el sencillo y emotivo monumento a su memoria, dominando el paraje violento sobre el que inmortalizó el vuelo majestuoso de las águilas y de los alcotanes que nacen, crecen y se reproducen, en las covachas de las peñas con el sol encendiéndoles los ojos.


     Pero volvamos otra vez sobre nuestras rodadas, a fin de tomar de nuevo la carretera que dejamos atrás y caer con buen pie en la ciudad de Sigüenza. Pocos, como lo hiciera en su momento Ortega y Gasset, han conseguido pintar con palabras exactas la impresión que se siente al acercarse por primera vez a Sigüenza: "la vieja ciudad episcopal ‑copio de "El Espectador"‑, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del  cerro se incorpora la catedral del siglo XII."

SIGÜENZA
     Mucho se ha escrito acerca de Sigüenza. Nunca demasiado, pero mucho. El arte seguntino, la cultura, el ambiente marcada­mente eclesial como cabecera de diócesis, el costumbrismo, han convertido a la Ciudad Mitrada en el blanco más oportuno para arrojar sobre él ‑siempre con fundamento‑ verdaderos torrentes de tinta. De ahí, que uno acostumbre  introducirse en la vida segun­tina con cierto pudor, con un justificado respeto.
     Dicen que la primitiva Segontia existía ya quinientos años antes de Cristo como ciudadela celtibérica, si bien no en el mismo lugar sobre el que ahora está, sino algo más arriba de la ciudad vieja. Durante los años de la Dominación Romana, y así hasta el siglo XII, Sigüenza apenas si contaba en el concierto general de las tierras de la Meseta. Sería su resurgir en el año de 1124, cuando el obispo guerrero don Bernardo de Agén ‑francés de Aquitania‑ se encargó de reconquistarla con el beneplácito del monarca castellano Alfonso VII, pasando a ser, también en lo temporal, señor de la ciudad conquistada por concesión real; era el año 1138. Los obispos seguntinos ostentaron durante varios siglos el título de Señores de Sigüenza, hasta el 31 de julio de 1796, fecha en la que uno de ellos, don Juan Díaz de la Guerra, renunció formalmente a tal privilegio.
     La influencia de los obispos en la vida y en la formación de la nueva Sigüenza ha sido definitiva. A ellos debe la ciudad sus pasadas glorias, y a ellos la atrayente imagen que ofrece en la actualidad. Para su completo conocimiento, conviene dividir a Sigüenza, tal y como hoy la vemos, en tres partes bien diferen­ciadas, según otros tantos períodos de su formación que vienen a coincidir con importantes innovaciones en la civilización occi­dental y, por supuesto, con los nombres de sus obispos más acti­vos que, desde el siglo XII hasta el XIX, la regentaron: románi­ca, renacentista y barroca.
     Además de ser una ciudad discreta, hermosa y evocadora, Sigüenza es hoy un foco importante dentro de la vida cultural en la provincia de Guadalajara, con repercusión a otras tierras debido a los habituales cursos de verano que en sus instalaciones suele llevar a cabo cada año la Universidad de Alcalá. Varios centros escolares de Educación Primaria y de Enseñanzas Medias, una escuela para la Formación del Profesorado, y el Seminario Mayor de la diócesis, dan idea en este sentido de la actividad seguntina a lo largo del año, lo que duplica su población de derecho, que aumentará todavía más durante la temporada de estío, debido a la afluencia de veraneantes que acuden al reclamo de su clima, y de su oferta artística, histórica o artesanal. 

(Las fotografías están tomadas en La Cabrera, Aragosa y Pelegrina)   

sábado, 3 de marzo de 2012

Rutas turísticas: LA ALCARRIA BAJA (y III)



ZORITA DE LOS CANES Y OTRAS VILLAS DE SU ALFOZ

     Muy poco es, por no decir casi nada, lo que la Vieja Zorita posee para ofrecer al visitante fuera de su larga lección de Historia, tan ajustada a los acontecimientos más trascendentales de la Castilla bajomedieval, como cabecera que fue, nada menos, que de la Orden de Calatrava. Un leve caserío al amparo del cerro roqueño que sostiene las ruinas de su castillo, es aquí lo poco que se puede ver con los ojos; ya que lo demás, el significado y la razón de ser de cada piedra, así como lo que la dilatada vega por la que el Tajo desciende manso, describiendo meandros entre campos de hortalizas, de viñedos, de trigo y de girasol, son impresiones que atañen más directamente al mundo interior de cada uno, al mundo de los sentimientos, de la imaginación y del espí­ritu.

     Conviene subir hasta las ruinas de su castillo cuando se va a Zorita. Y ha de hacerse por una doble razón: para identificarse mejor con su pasado, y para gozar junto a las piedras ocho veces centenarias, del grandioso espectáculo de las riberas del Tajo desde aquel ideal mirador. El castillo de Zorita es uno de los más ruinosos, de los peor conservados que tiene la Alcarria, y, tal vez, el más interesante de todos ellos. Se trata, por cuanto a su origen, de una fortaleza antiquísima, pues su nombre aparece ya con motivo de las guerras internas entre musulmanes por los años del Califato de Córdoba; siendo opinión muy común, en la que coinciden la tradición por una parte y el testimonio de los hallazgos por otra, que se edificó con bloques de piedra acarrea­dos desde la ciudad visigoda de Recópolis, aquella que reconstru­yó el rey Leovigildo en honor de su hijo Recaredo, y cuyas ruinas fueron descubiertas en el llamado Cerro de la Oliva, próximo a Zorita. Los arcos ojivales y los de herradura que se intercalan entre sus ruinas, los torreones que difícilmente subsisten al soplo de los siglos, y la capilla románica restaurada en parte, hablan de otros tantos pueblos y vicisitudes que hubieron de atravesar la firme peña amurallada, la cual sirve ahora de corona a la modesta aldea ribereña heredera de su nombre.

     Pero sigamos a campo abierto por estas dilatadas vegas del Tajo. Almonacid de Zorita aparece a renglón seguido,  muy cerca, andando con dirección sur por la carretera que antes dejamos atrás y que baja desde Pastrana hacia Tarancón. Almonacid fue pueblo amurallado con cuatro puertas de acceso, de las que toda­vía pervive una de ellas, la llamada Puerta de Zorita. Su histo­ria como lugar calatravo corre paralela a la de su cabecera de alfoz, es decir, de Zorita, por cuyo fuero se rigió y en ella dejó la Orden una especie de palacete con torreón. A partir del último tercio del siglo XVI se convirtió en asiento de comendado­res, que se trasladaron aquí desde la propia Zorita.


     Con la acertada reconstrucción de su ayuntamiento, la Plaza Mayor de Almonacid acrecienta en valores la bella imagen tradi­cional de coso soportalado al gusto castellano que tuvo siempre. Hacia un ángulo de la plaza viene a caer el viejo torreón del Reloj; avisador de horas y de nuevas al vecindario, que se le­vantó en 1590, siendo gobernador del partido de Zorita el caba­llero don Juan de Céspedes.

     No deja de ser interesante en ciertos detalles la fábrica inconclusa de la parroquia; con portada en estilo gótico isabeli­no de finales del XV, y rica ornamentación, bastante deteriorada por el mal de la piedra, por el tiempo o por todo junto. Tras abandonar el primitivo proyecto, del que tan sólo se llegó a construir parte del ábside al gusto ojival, la iglesia de Almona­cid destaca hoy por su extraordinaria capacidad; tres naves y alguna capilla más sin mayores intereses ni detalles artísticos dignos de una especial reseña.

     La novedad del arte barroco pasó por Almonacid y dejó una valiosa señal en el Colegio y Convento de Jesuitas. La iglesia, de una sola nave, y sobre todo el crucero con cúpula en hemisfe­rio, son un ejemplo claro del modelo arquitectónico tan peculiar de la Compañía de Jesús. Sobre el suelo de la nave se conservan algunas lápidas mortuorias, que cubren los enterramientos de varios hidalgos y personajes notables de los siglos XVI y XVII. Anexo se levanta el edificio del colegio y convento, construido durante el siglo  XVIII, y en el que deben tenerse en cuenta sus escalinatas y galerías interiores, con artísticos balaustres, ventanales y rejas de buena forja.

     Del palacio de los Condes de San Rafael, ya en extra­muros, son dignos de admirar en su parte externa la portada y los escudos heráldicos. El convento de monjas Concepcionistas que hay cerca de él está deshabitado. Dentro, se recorre en toda su extensión la única bóveda por un vistoso entrelazado de nerva­duras góticas. Tuvo este convento de Concepcionistas un excelente retablo plateresco, un retablo que fue durante cuatro siglos la estrella de todo su arte; tallado por Juan Correa de Vivar y Juan Bautista Vázquez en el siglo XVI, pero enajenado recientemente, en 1952, por la comunidad religiosa en beneficio de un particu­lar; hoy se luce en la iglesia del convento toledano de las ma­dres Oblatas de Oropesa, lejos de estas entrañables y apacibles vegas de la Alcarria que se quedaron sin él para siempre. Muy característico en las afueras de Almonacid, solemne preámbulo a los campos, es el templete del Humilladero, bella estampa román­tica con cuatro arcadas en ojiva, lugar común para la meditación, la merienda familiar o la simple contemplación de aquellas sinuo­sidades que observan  de cerca el curso del Tajo.

     En Almonacid de Zorita ‑saciando su alma lírica en medio de estas buenas gentes y preparando específicos‑ pasó una temporada  larga como boticario el poeta León Felipe. De su es­tancia en la villa, dejó al morir un manojo de sentidos versos. El sombrío recodo de la Farmacia, la ventana enrejada que viene a caer a la callejuela estrecha por la que se va a la plaza, son, después de muchos años, recuerdo vivo del insigne autor.

Albalate de Zorita saldrá, poco más adelante, a nuestro encuentro en la misma carretera.  Muy cerca, a mano izquierda y entre las dos villas, queda la urbanización "Nueva Sierra de Madrid", al amparo de una suave serrezuela que alcanza a caer en la otra vertiente sobre las aguas embalsadas de Bolarque.

     Lo mismo que Zorita, que Almonacid y que Pastrana, También Albalate fue vendida en su tiempo  por Alfonso VIII de Castilla a la Orden de Calatrava. De los detalles artísticos a tener en cuenta dentro de la villa, destacan tres de manera especialísima: la iglesia parroquial dedicada a San Andrés Apóstol, la fuente pública de junto a la carretera, y el cementerio a doscientos metros escasamente de la población.

     En Albalate tienen como patrona a la Cruz del Perro, bella pieza de orfebrería románica del siglo XIII en bronce dorado; descubierta milagrosamente por un perro en 1514 a orillas del río Tajo. Tal llegó a ser su popularidad y su buen nombre, que el emperador Carlos I y el rey de las Españas Felipe III, se despla­zaron desde la Corte ex profeso para rendirle culto.

     La iglesia de Albalate es de estilo renacentista; bellísima, bien cuidada; tiene dos portadas de enorme interés, siendo la principal de ellas muy semejante a la que dejamos atrás en Almo­nacid; los relieves góticos que la adornan, son de lo más exqui­sito y fino que cabe imaginar. El interior es de  tres naves, con impresionantes bóvedas de crucería recorridas por nervaduras. Consta que fue construida por el arquitecto del siglo XVI Miguel Sánchez de Yrola. En la capilla dedicada a baptisterio, existe una artística pila bautismal plateresca, tallada sobre alabastro, posiblemente en el taller de Esteban Jamete.

     A la caída de la carretera, dentro del pueblo, queda la fuente renacentista más interesante de toda la provincia de Guadalajara. Su trazado es mural, con ocho, doce o catorce caños, según se cuente; pero que alimenta su abundoso manar por enreve­sados sistemas de canalización subterránea, posiblemente árabe. Sobre el muro principal de la fuente pública se ve impreso en relieve sobre la piedra el escudo de la villa, con la Cruz del Perro como motivo único.


     El cementerio viene a caer ligeramente en las afueras. Se llega hasta él por un camino estrecho pero bien cuidado. Ocupa en su interior las ruinas de la primitiva ermita de la Virgen del Cubo, o de Cubillas. En el muro sur, que es a su vez el de acceso al cementerio, se encuentra una hermosa portada románica, de múltiples archivoltas apuntadas sobre capiteles foliados. Varios canecillos muecosos sostienen, sobre sus cabezas de piedra des­gastada de hace setecientos años, la cornisa que recorre en toda su longitud el muro frontal. Pudo ser ésta, por qué no, la primi­tiva iglesia de Albalate, y en cualquier caso, tal y como refie­ren las gentes del pueblo, reliquia quizá de un viejo convento de los Templarios.

     Cada día 3 del mes de febrero celebran en Albalate de Zorita la fiesta tradicional del obispo San Blas, abogado de la gargan­ta, con botargas extrañamente ataviados y danzantes que bailan durante la procesión al paso de la imagen del santo.

     Desde este mismo lugar, desde las piedras tardorrománicas del cementerio de Albalate, estamos casi dispuestos a concluir la ruta por el pico sur de la provincia de Guadalajara. No obstante, es razón de justicia andar algunos kilómetros y llegarse hasta Illana, el pueblo más meridional de la provincia allá por las vegas del Tajo, lindero a los parajes conquenses de Leganiel y de Saceda. Es pueblo antiquísimo, con origen presumiblemente romano. Resulta interesante un paseo a pie por las calles de Illana. Un vistazo siquiera a las portadas palaciegas de algunas de sus casonas del siglo XVIII, sobre todo a la de los Goyeneche, resul­tará siempre interesante; su recuerdo, quizá por inesperado, es de los que difícilmente se van de la memoria con el pasar del tiempo. La Plaza Mayor, que tiene curiosa entrada por el arco que dicen "el Puntío"; su estimable conjunto de viviendas populares al gusto casi manchego (a las que en otro tiempo había que añadir las del llamado "barrio de las Cuevas", como dato muy peculiar de la estructura urbanística de Illana), se completa con la visita a la iglesia parroquial del siglo XVI, en la que se premia la curiosidad con la sola presencia del retablo mayor, impresionan­   te, de veinte metros de altura aproximada; un juego armónico de contorsiones churriguerescas en madera vista  que uno no está acostumbrado a ver frecuentemente, y como aquí, También sorpren­dentemente. La fiesta mayor de Illana, en honor de Nuestra Señora del Socorro, se celebra en el pueblo con gran pompa y nutrido programa de actos el día 8 de septiembre de cada año.