viernes, 24 de junio de 2011

B U D I A



Villa de la Alcarria, cabecera de una comarca cuya existencia como entidad es de remoto origen. Tiene una población de 322 habitantes de derecho; dista de Guadalajara 50 kilómetros y está situada a 890 metros de altura sobre el nivel del mar. La superficie total del término de Budia, incluyendo la de sus lugares anejos, es de 65,9 km².
Varias de las calles de esta villa son cuestudas; formadas por casonas que son ejemplo valioso de la arquitectura popular alcarreña. En la Plaza Mayor se encuentra el ayuntamiento, con fachada sobre columnas y arcos del siglo XVI pero restaurada recientemente, así como la fuente pública situada en un lateral de la misma plaza. Entre las casas antañonas más importantes de Budia merecen ser citadas la de los Condes de Romanones, la Casa del Duende, y la de los López Hidalgo, todas ellas luciendo sus correspondientes escudos de armas. El pueblo es patria chica de una larga nómina de personajes ilustres, de hombres de la cultura, de las artes y de la religión. Nueve obispos durante los tres últimos siglos se pueden contar entre sus hijos más preclaros.
La iglesia es obra del Renacimiento, con portada plateresca, tres naves y coro alto. Parte de su retablo mayor en plata repujada desapareció durante la Guerra Civil; artísticos enterramientos con estatuas yacentes en una de sus capillas, y dos bellísimas tallas en busto de La Dolorosa y del Ecce-Homo, obras ambas de Pedro de Mena se pueden admirar en su interior.
La ermita de la Virgen del Peral, patrona de la villa, se halla emplazada sobre un altiplano a escasa distancia del pueblo. Es de grandes proporciones, con enorme cúpula en hemisferio. La talla actual de la Virgen del Peral es relativamente moderna, sustituye a otra anterior, románica, destruida durante la guerra en 1936. Su fiesta y romería se celebra el día 8 de septiembre, fecha en la que suelen darse cita todo el pueblo de Budia y gran número de devotos alcarreños.
Entre sus tradiciones más conocidas cuenta la villa con la Sampedrada, en la tarde y noche del día de San Pedro, 29 de junio. Se suelen quemar cueros, zapatos viejos, botillos inservibles y ruedas de caucho, en una hoguera que los mozos y mozas del pueblo rodean, disfrazados con el rostro cubierto por caretas. Alrededor de la hoguera se organiza un baile muy divertido, que amenizan de vez en cuando los tragos de vino hasta que el cuerpo aguante. Después de la hoguera sigue la ronda por las calles acompañada del popular "Sarna", personaje andrajoso que representa al diablo, y al cual la gente maltrata e insulta.
Son famosos dentro de la repostería alcarreña y provincial los "bizcochos crispines" que se hacen en Budia.

viernes, 3 de junio de 2011

VALFERMOSO DE TAJUÑA

Sería injusto no hacer alguna distinción sobre los demás de la provincia al hablar de este pueblo. Por su situación sobre la cúspide misma de una meseta de la Alcarria, y por su condición especialísima de mirador sobre la ancha vega y sobre las formidables vertientes que tiene alrededor, no me importaría incluir a éste -aun con ciertas ventajas a su favor- entre esa docena de pueblos de Guadalajara que más impresionan al llegar a él, hasta llegar a él sobre todo, y que más se disfruta al andar por sus calles y por sus alrededores. Valfermoso de Tajuña, amigo lector, no lo olvides; muy cerca de la capital, a treinta kilómetros de distancia, o quizá menos, debe figura de manera preferente en tu agenda de salidas para esta primavera, y al ser posible que el viaje lo hagas a esa hora del caer la tarde, como yo lo hice en mi reciente visita.
Valfermoso a aparece coronando lo más alto de uno de los montículos que bajan bordeando por su margen izquierda la vega del Tajuña. Se sube hasta él por una carretera espectacular, por una auténtica madeja de asfalto, que se va elevando lentamente entre los nogales y la espesa breña de las laderas a lo largo de un centenar de curvas encadenadas, que se van sucediendo marcando en su ascensión las formas caprichosas del terreno en una longitud total de cuatro kilómetros y doscientos metros de distancia, los que hay entre la carretera de la vega que corre paralela al río y las primeras casas del pueblo. Curvas y más curvas, curvas para dar y tomar en todas direcciones. El pueblo arriba. Una fuente abrevadero a mano derecha. Unas cuantas curvas más. Valfermoso nos recibe en una placita junto a la que se alza la torre de la iglesia, se aburre el frontón de pelota, se recorta en rectángulo perfecto el juego de bolos, y se sostiene desgranado el alto muro -única señal- de lo que fue su castillo. Dos ancianos y una mujer mayor pasan la tarde sentados en el escalón, al lado del Centro Social.
La situación del pueblo sobre aquel alto condiciona la distribución de las calles y de las plazas. La principal de todas, la Calle Mayor, atraviesa al pueblo de parte a parte, desde la Plaza Mayor en donde empieza, hasta el mirador hacia la vega en el extremo opuesto. En la mitad de la Calle Mayor destaca en una de las aceras la serie de arcos que cubren los soportales del Ayuntamiento, y a un lado y a otro varias calles más cortas que llegan hasta los bordes de la vega, con no pocas viviendas de recia elegancia y antigüedad: Calle del Correo, de Cantarranas, de Salsipuedes, Calle del Sol, Calle de la Tertulia, Puerta de la Villa; y plazas, la de la Constitución haciendo esquina con la Calle Mayor junto al Ayuntamiento, y la del Cirujano, allá por los confines del pueblo.
En un alarde de originalidad y muy conscientes de que el mayor atractivo de Valfermoso son las vistas sobre la Vega del Tajuña, tiempo atrás se les ocurrió a las autoridades levantar un mirador voladizo sobre el barranco, sostenido por columnas, desde el que se domina una visión total. Produce un poco de vértigo acercarse hasta la barandilla metálica del mirador, pero la visión desde allí resulta gratificante. A los pies la hoya que dicen de Cantalgallo, y al otro lado la Quebrada; más abajo la Fuente de las Palomas, y toda la cañada que viene desde la Fuente Quiñoria es el Barranco de la Muela. Al fondo, en pleno valle junto a la carretera, la ermita de la Virgen de la Vega que es la Patrona del lugar, mientras que en las laderas, en las fragosas laderas que bajan desde los altos, los pequeños cuartelillos de olivar, con sus cientos y miles de ejemplares chiquitos que siempre dieron, cuando se les cuidó debidamente, una clase de aceituna muy especial. La Vega del Tajuña, con sus respectivas cañadas y demás vallejuelos adyacentes, fue durante años y siglos la verdadera despensa de todos estos pueblos: Tomellosa, Archilla, Romanones, y Valdeavellano, cuyas casas se dejan ver perdidas en la distancia sobre la cumbre en la orilla opuesta.


He encontrado abiertas casualmente las puertas de la iglesia. Hay que aprovechar el momento para verla por dentro. Me llaman la atención las seis voluminosas columnas que la sostienen y las bellas nervaduras de la techumbre. El pequeño adorno de plata repujada que hay tras el altar mayor es lo único que queda del retablo que antes hubo, destruido durante la Guerra Civil, y que había sido regalado a la parroquia en el siglo XVII por un valfermoseño pudiente y generoso, el caballero don Juan de Dios Pérez Merino.. La imagen de San Furcito está en uno de los altares laterales. Es el patrón de Valfermoso y tiene su fiesta el último domingo del mes de agosto, fechas aquellas en las que las señoras se aplican en la repostería local, preparando las famosas “cagarrias de San Furcito”, de exquisito sabor en contraposición de lo que pudiera sugerir su nombre. De todo esto y de algunas cosas más, hable con doña Milagros, una amable mujer que me acompañó por los alrededores de la plaza.
- Antiguamente teníamos la fiesta el primer fin de semana de septiembre, pero se tuvo que adelantar para que pudieran estar en ella los de las vacaciones.
- Que me imagino serán la mayoría.
- Sí, de aquí se marchó casi todo el mundo. Guadalajara, por ejemplo, está llena de gente de Valfermoso. No sé si quedamos dieciocho en el pueblo de continuo.
- Ah, pues tienen sus buena pistas de deportes, su juego de bolos, y un buen parque infantil aquí detrás de las dos piedras de molino. Supongo que por lo menos en verano se aprovecharán de todo esto.
- Sí, claro. En el verano vienen todos. Y ahora, para la romería de la Virgen de la Vega vienen también.
- Que es enseguida.
- Enseguida. El último domingo del mes de mayo. Ya la subimos al pueblo. Pasará aquí cosa de un mes, y el último domingo la bajamos en romería. Antiguamente se bajaba a hombros de los muchachos. Ahora la bajan con algún tractor. El día de la romería se pasa muy bien por allí por donde la ermita.
- ¿Qué es esa cueva que se ve por debajo del muro del castillo?
- Eso es el aljibe. Lo arreglaron hace poco. Por dentro tiene como unas columnas y está muy bien. Ahora no se puede ver porque está cerrado. Dicen que es donde guardaban el agua los que vivían en el castillo.
El castillo de Valfermoso de Tajuña se debió de construir hacia la cuarta o la quinta década del siglo XV, por don Pedro Laso de Mendoza. Dicen que su planta y su estructura eran en todo similares a las del castillo de Torija. El aljibe del que me habló la señora Milagros salía desde el patio de armas. Sólo queda de aquella esbelta fortaleza uno de los muros de la torre mayor. Sus piedras, como en tantos lugares y épocas ha venido ocurriendo, se aprovecharon para la construcción de muchas de las casas del pueblo.
La salida de Valfermoso, hasta situarse de nuevo en la carretera de la vega que corre paralela al río, el camino vuelve a ser el mismo festín de curvas; ciento una son las que hay que salvar según es de fe para los vecinos del pueblo que hartas ocasiones habrán tenido de contarlas. Abajo la blanca ermita de Nuestra Señora de la vega, blanca y solitaria, costosa para visitar a diario por sus muchos devotos por razones que ya se suponen, pero en la que se concentran años de piedad de muchas generaciones, junto al continuo rumor de las aguas del Tajuña que suena bajo el puente.

miércoles, 1 de junio de 2011

P O Z A N C O S

Ignoro cuál puede ser el número de habitantes de hecho que tiene hoy el pueblo de Pozancos. Muy pocos, de eso estoy seguro. En lo administrativo este pueblo figura como incorporado al ayuntamiento de Sigüenza. De lo que no hay duda es de que su escasa entidad como núcleo de población no está en nada de acuerdo con su importancia en un pasado más bien lejano, como así lo demuestran todavía hoy algunos de sus más viejos edificios: la iglesia de la Natividad, con una interesante portada románica; el palacio de los Lagúnez, casi echado al olvido que preside la plaza; y su particular historia, sobre todo su historia, como nos demuestra el hecho de que fuera aquí, en estas apartadas soledades del campo de Sigüenza, donde el infante don Juan Manuel, el de las buenas letras, tuviese por costumbre retirarse cuando sus horas bajas, y pusiera fin a la primera parte de uno de sus libros más famosos, “El libro de los estados”, toda una joya de nuestra literatura medieval, que concluye con este párrafo que transcribo literalmente: «Et por su consejo et por su ruego, acabó don Johan esta primera parte deste libro en Pozancos, lugar del obispo de Çigüença, martes veinte e dos días de mayo, era de mil et trescientos et sesenta et ocho. Et en este mes de mayo, cinco días andados del, conplio don Johan cuarenta et ocho años.»
Hacia el año 1850 eran alrededor de ciento veinte los habitantes que tenía Pozancos. Por entonces ya hacía tempo que había empezado su decadencia; pero ahora son menos, muchos menos.
El pueblo de Pozancos es uno de esos pocos, próximos a Sigüenza, y separados por escasa distancia uno de otro, que no sólo vale la pena conocer, sino que resulta conveniente visitar con cierta frecuencia a quienes sean de verdad amantes de lo auténtico. Palazuelos, Carabias, Riosalido, Ures, son los que completan ese pequeño grupo en donde siempre se descubre algo importante que admirar: unas murallas, una arcada románica, una escultura funeraria, una ermita. Pozancos lo abarca todo; no tiene murallas, las suple la cadena de cerros y risqueras que lo rodean, y en cuyo fondo queda el pueblo al final de una cuesta.

Hacía varios años que no había vuelto a ir a Pozancos. El pueblo queda resguardado en la solana al cabo del camino, con sus huertos dejados de la mano de Dios porque no hay manos de hombre que las trabajen; con sus casonas, viejas o restauradas; con sus fuentes generosas y con su silencio. Pozancos es, en un día cualquiera, un pueblo marcado por el signo del silencio.
Alrededor del pueblo hay cuatro cerros importantes a considerar: el de la Umbría, la Peña del Gato, la Cuesta de los Milagros, y la Peña Rubia; tres calles: la Calle Real, la del Monte y la Calle del Río; dos monumentos: la iglesia y el palacio, y una sola nota común que se cierne por el pueblo y por sus alrededores: la tranquilidad en su estado más puro, que, tal como andan las cosas por el mundo, no es mala dádiva.
En la plazuela de palacio, junto a la fuente, sorprendo sentado sobre un banco a un anciano con cierto aire de capital. El anciano se llama don Francisco Gonzalo Hidalgo, y lleva la cabeza tocada con una boina de tamaño cumplido. Don Francisco sabe muchas cosas de su pueblo, y lo adivino con bastantes ganas de hablar. No es nada extraño para un hombre mayor que pasa en soledad tantas horas del día.
- Nací aquí -me dice-, y soy de aquí aunque viva fuera. Vivo en Madrid, pero ahí tango mi casa la entrada del pueblo.
- Da un poco de pena ver un pueblo como éste, que rezuma señorío por todas partes y que se encuentra tan solo.
- Pues sí que es verdad. Si conociera usted la historia del pueblo todavía le sorprendería más.
- Sí, claro. Conozco algunas cosas del pasado de Pozancos, y por eso pienso que tanto los pueblos como las personas somos un poco juguete de los tiempos.
- Mire, sólo un detalle; ahí en la iglesia está enterrado el Arcipreste de Hita.
- ¡No me diga! Ese dato sí que me sorprende.
- No me acuerdo ahora de su nombre, pero ahí está escrito en su enterramiento. Dice que fue arcipreste de Hita, capellán de Sigüenza, cura de las Inviernas y señor de Pozancos.
No es Juan Ruiz, el famoso Arcipreste de Hita, el que está enterrado en la iglesia de Pozancos (ya me extrañaba a mí), sino otro arcipreste de Hita con todos los cargos, honores y títulos que me explicó don Francisco Gonzalo. Quien hay enterrado allí, es de nombre don Martín Fernández, a cuyo enterramiento pertenecen esas piezas tan interesantes que se guardan en el museo de Sigüenza, una pareja de esculturas de Adán y Eva, y una pintura magnífica del “Entierro de Cristo” ahora restaurada, obra al parecer del maestro de Pozancos. El mausoleo con estatua yacente y la tumba del tal don Martín, fueron profanados durante la guerra civil, si bien las piezas antes dichas se pudieron salvar y cuentan hoy como señeras del mejor arte provincial del siglo XV, por cuanto se refiere a pintura y escultura.
Por debajo del campanario comienza la leve costanilla de la Calle del Monte. A un lado los cerros y las peñas, y las aves rapaces que merodean en la altura deslizándose suavemente en el azul limpísimo de la mañana. Ahora una fuente más en la Calle del Monte, y al lado de la fuente la alfarería que regentan y en la que trabajan Carlos Alonso y María, su mujer; la “Alfarería del Monte”, donde los dos llevan trabajando desde hace más de veinte años, y donde con competencia profesional y grandes dosis de paciencia, han conseguido dar forma y decorar, como muy pocos lo han podido hacer, a miles de piezas de diversos tipos y motivos en el oficio más antiguo del mundo. Experimentos con nuevos materiales y tratamientos; barros catalanes traídos desde La Bisbal, que son los que mejor resultan para estos menesteres, y un sentido claro de lo que es el arte en el tratamiento del barro, siempre al lado de la tradición castellana en este tipo de quehaceres, son el secreto en la obra de esta pareja de artistas que un buen día aparecieron por allí siendo muy jóvenes, aquello les gustó, y allí se quedaron. Al principio dándose a conocer en ferias y mercados, después de una manera más sedentaria. Hoy, el taller de Carlos y María es para mí el principal atractivo que tiene el pueblo, y por tanto la causa primera por la que la gente pasa por allí, auque la exposición y venta la tengan en Sigüenza. Si al cabo de los años se llegase a escribir la historia de Pozancos, no dudo que el Alfar del Monte ocuparía la página más brillante de los tiempos modernos.
Y dejamos la paz y el silencio de Pozancos para comprobar que no lejos de allí, a poco más de un tiro de piedra, existe una paz y un silencio todavía mayor: el vecino pueblo de Ures. No sé si cuando pasé por allí, sin apenas detenerme más que un instante junto a la fuente de la plazuela, habría en Ures algún habitante. Es posible que sí, pero según me dijeron en otro de mis viajes por estos pueblos, hay temporadas cortas en pleno invierno en las que, por unas cosas o por otras, el pueblo se queda solo.
Ures es un nombre de origen vasco y significa agua. Hay quien dice que el nombre se lo pusieron unos frailes, y hay quien dice que fueron unos pastores, vascos en todo caso, que se instalaron en aquel valle cuando la repoblación de Castilla, muy probablemente a mediados del siglo XII. Todavía quedan recuerdos de aquella época en algunos de los detalles ornamentales de su pequeña iglesia de San Martín que es el patrón del pueblo. Los más viejos del lugar me contaron en alguna ocasión que en Ures hubo convento de monjas y una vaquería propiedad del convento. El cerro Picozo y el cerro de la Cruz libran al pueblo de los intensos fríos que vienen de arriba mientras que la fuente, junto a la carretera, no deja de manar un chorro generoso de un agua de altura que nadie aprovecha. Junto al caño de la fuente hay un azulejo con inscripción en el que se lee: “Agua del valle Bayo”. Se refiere al lugar de origen de las aguas, allá en los altos, con el recuerdo de Bayo, la persona que donó el manantial para servicio del pueblo, que supuso la reconciliación definitiva con sus vecinos de Pozancos, siempre en li