miércoles, 1 de junio de 2011

P O Z A N C O S

Ignoro cuál puede ser el número de habitantes de hecho que tiene hoy el pueblo de Pozancos. Muy pocos, de eso estoy seguro. En lo administrativo este pueblo figura como incorporado al ayuntamiento de Sigüenza. De lo que no hay duda es de que su escasa entidad como núcleo de población no está en nada de acuerdo con su importancia en un pasado más bien lejano, como así lo demuestran todavía hoy algunos de sus más viejos edificios: la iglesia de la Natividad, con una interesante portada románica; el palacio de los Lagúnez, casi echado al olvido que preside la plaza; y su particular historia, sobre todo su historia, como nos demuestra el hecho de que fuera aquí, en estas apartadas soledades del campo de Sigüenza, donde el infante don Juan Manuel, el de las buenas letras, tuviese por costumbre retirarse cuando sus horas bajas, y pusiera fin a la primera parte de uno de sus libros más famosos, “El libro de los estados”, toda una joya de nuestra literatura medieval, que concluye con este párrafo que transcribo literalmente: «Et por su consejo et por su ruego, acabó don Johan esta primera parte deste libro en Pozancos, lugar del obispo de Çigüença, martes veinte e dos días de mayo, era de mil et trescientos et sesenta et ocho. Et en este mes de mayo, cinco días andados del, conplio don Johan cuarenta et ocho años.»
Hacia el año 1850 eran alrededor de ciento veinte los habitantes que tenía Pozancos. Por entonces ya hacía tempo que había empezado su decadencia; pero ahora son menos, muchos menos.
El pueblo de Pozancos es uno de esos pocos, próximos a Sigüenza, y separados por escasa distancia uno de otro, que no sólo vale la pena conocer, sino que resulta conveniente visitar con cierta frecuencia a quienes sean de verdad amantes de lo auténtico. Palazuelos, Carabias, Riosalido, Ures, son los que completan ese pequeño grupo en donde siempre se descubre algo importante que admirar: unas murallas, una arcada románica, una escultura funeraria, una ermita. Pozancos lo abarca todo; no tiene murallas, las suple la cadena de cerros y risqueras que lo rodean, y en cuyo fondo queda el pueblo al final de una cuesta.

Hacía varios años que no había vuelto a ir a Pozancos. El pueblo queda resguardado en la solana al cabo del camino, con sus huertos dejados de la mano de Dios porque no hay manos de hombre que las trabajen; con sus casonas, viejas o restauradas; con sus fuentes generosas y con su silencio. Pozancos es, en un día cualquiera, un pueblo marcado por el signo del silencio.
Alrededor del pueblo hay cuatro cerros importantes a considerar: el de la Umbría, la Peña del Gato, la Cuesta de los Milagros, y la Peña Rubia; tres calles: la Calle Real, la del Monte y la Calle del Río; dos monumentos: la iglesia y el palacio, y una sola nota común que se cierne por el pueblo y por sus alrededores: la tranquilidad en su estado más puro, que, tal como andan las cosas por el mundo, no es mala dádiva.
En la plazuela de palacio, junto a la fuente, sorprendo sentado sobre un banco a un anciano con cierto aire de capital. El anciano se llama don Francisco Gonzalo Hidalgo, y lleva la cabeza tocada con una boina de tamaño cumplido. Don Francisco sabe muchas cosas de su pueblo, y lo adivino con bastantes ganas de hablar. No es nada extraño para un hombre mayor que pasa en soledad tantas horas del día.
- Nací aquí -me dice-, y soy de aquí aunque viva fuera. Vivo en Madrid, pero ahí tango mi casa la entrada del pueblo.
- Da un poco de pena ver un pueblo como éste, que rezuma señorío por todas partes y que se encuentra tan solo.
- Pues sí que es verdad. Si conociera usted la historia del pueblo todavía le sorprendería más.
- Sí, claro. Conozco algunas cosas del pasado de Pozancos, y por eso pienso que tanto los pueblos como las personas somos un poco juguete de los tiempos.
- Mire, sólo un detalle; ahí en la iglesia está enterrado el Arcipreste de Hita.
- ¡No me diga! Ese dato sí que me sorprende.
- No me acuerdo ahora de su nombre, pero ahí está escrito en su enterramiento. Dice que fue arcipreste de Hita, capellán de Sigüenza, cura de las Inviernas y señor de Pozancos.
No es Juan Ruiz, el famoso Arcipreste de Hita, el que está enterrado en la iglesia de Pozancos (ya me extrañaba a mí), sino otro arcipreste de Hita con todos los cargos, honores y títulos que me explicó don Francisco Gonzalo. Quien hay enterrado allí, es de nombre don Martín Fernández, a cuyo enterramiento pertenecen esas piezas tan interesantes que se guardan en el museo de Sigüenza, una pareja de esculturas de Adán y Eva, y una pintura magnífica del “Entierro de Cristo” ahora restaurada, obra al parecer del maestro de Pozancos. El mausoleo con estatua yacente y la tumba del tal don Martín, fueron profanados durante la guerra civil, si bien las piezas antes dichas se pudieron salvar y cuentan hoy como señeras del mejor arte provincial del siglo XV, por cuanto se refiere a pintura y escultura.
Por debajo del campanario comienza la leve costanilla de la Calle del Monte. A un lado los cerros y las peñas, y las aves rapaces que merodean en la altura deslizándose suavemente en el azul limpísimo de la mañana. Ahora una fuente más en la Calle del Monte, y al lado de la fuente la alfarería que regentan y en la que trabajan Carlos Alonso y María, su mujer; la “Alfarería del Monte”, donde los dos llevan trabajando desde hace más de veinte años, y donde con competencia profesional y grandes dosis de paciencia, han conseguido dar forma y decorar, como muy pocos lo han podido hacer, a miles de piezas de diversos tipos y motivos en el oficio más antiguo del mundo. Experimentos con nuevos materiales y tratamientos; barros catalanes traídos desde La Bisbal, que son los que mejor resultan para estos menesteres, y un sentido claro de lo que es el arte en el tratamiento del barro, siempre al lado de la tradición castellana en este tipo de quehaceres, son el secreto en la obra de esta pareja de artistas que un buen día aparecieron por allí siendo muy jóvenes, aquello les gustó, y allí se quedaron. Al principio dándose a conocer en ferias y mercados, después de una manera más sedentaria. Hoy, el taller de Carlos y María es para mí el principal atractivo que tiene el pueblo, y por tanto la causa primera por la que la gente pasa por allí, auque la exposición y venta la tengan en Sigüenza. Si al cabo de los años se llegase a escribir la historia de Pozancos, no dudo que el Alfar del Monte ocuparía la página más brillante de los tiempos modernos.
Y dejamos la paz y el silencio de Pozancos para comprobar que no lejos de allí, a poco más de un tiro de piedra, existe una paz y un silencio todavía mayor: el vecino pueblo de Ures. No sé si cuando pasé por allí, sin apenas detenerme más que un instante junto a la fuente de la plazuela, habría en Ures algún habitante. Es posible que sí, pero según me dijeron en otro de mis viajes por estos pueblos, hay temporadas cortas en pleno invierno en las que, por unas cosas o por otras, el pueblo se queda solo.
Ures es un nombre de origen vasco y significa agua. Hay quien dice que el nombre se lo pusieron unos frailes, y hay quien dice que fueron unos pastores, vascos en todo caso, que se instalaron en aquel valle cuando la repoblación de Castilla, muy probablemente a mediados del siglo XII. Todavía quedan recuerdos de aquella época en algunos de los detalles ornamentales de su pequeña iglesia de San Martín que es el patrón del pueblo. Los más viejos del lugar me contaron en alguna ocasión que en Ures hubo convento de monjas y una vaquería propiedad del convento. El cerro Picozo y el cerro de la Cruz libran al pueblo de los intensos fríos que vienen de arriba mientras que la fuente, junto a la carretera, no deja de manar un chorro generoso de un agua de altura que nadie aprovecha. Junto al caño de la fuente hay un azulejo con inscripción en el que se lee: “Agua del valle Bayo”. Se refiere al lugar de origen de las aguas, allá en los altos, con el recuerdo de Bayo, la persona que donó el manantial para servicio del pueblo, que supuso la reconciliación definitiva con sus vecinos de Pozancos, siempre en li

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