Continuamos sierra adelante con dirección poniente por la carretera de Ayllón y Aranda de Duero. Notamos que la temperatura ha descendido por estas latitudes. Estamos a 1200 metros de altura sobre el nivel del mar.
Albendiego, planchado por su rojizo caparazón de tejados al otro lado de una arboleda espesa, surge a la
margen derecha del tierno cauce
del Bornova. Además de su indudable
interés como pueblo serrano,
Albendiego merece una visita
exclusiva para contemplar en el
lugar donde se encuentra la iglesia
de Santa Coloma ‑Colomba, dicen
otros‑, a quinientos metros del pueblo río abajo y muy
cerca de la carretera que sube hacia
la serranía. Antes de llegar a
Santa Coloma hay un curioso Calvario de
piedra tallada, posiblemente del
siglo XIII, solitario y perdido en el
campo. La iglesia de Santa Coloma es el máximo
exponente del gusto románico en
arte ornamental de todas las tierras de Guadalajara. Se
nota que ha sido restaurada en
varias ocasiones. Viejas crónicas fijan el momento de su construcción
en los años finales del siglo XII, por
los monjes de la Orden de San Agustín
que vivieron en los valles de junto al
río por aquel entonces. Aunque una parte de la iglesia se
retocó y se amplió en el siglo XVI,
queda en buen estado su primitivo ábside, en donde se lucen, perfectamente conservados, los ventanales en bocina y arcos
de medio punto que cubren las celosías caladas en las que se reproducen
formas mudéjares en piedra de incalculable valor. Sin duda, en el ábside
románico de la iglesia de Santa Coloma, los canteros de la época dejaron para la posteridad la
muestra más depurada del arte medieval.
Muy cerca de Albendiego está
Somolinos, el pueblo rival, asentado al pie
de enormes cerros calizos en la
carretera que hemos dejado
atrás y a la que habremos de
regresar de nuevo. Somolinos es lugar de escasa población,
adornado por huertecillos y pequeñas heredades
en donde se cosecha, difícilmente, algo
de verdura y un poco de fruta
cuando las heladas no se empeñan en arrasar
lo uno y lo otro. A la salida, sorprende al viajero
su famosa laguna, con las
primeras aguas remansadas del Bornova
que nace unos metros más arriba. Se trata de un
estanque natural inmenso, de forma ovalada, con aguas clarísimas
que rodean los carrizales y los chopos que salieron a su antojo en los
mismos bordes. La laguna ‑dice la Geología que de origen glacial‑
se ve vigilada de lejos por los
farallones calizos que bordean al norte la
carretera; llamativo aquelarre de fantasmas petrificados, en cuyos
escondrijos se alojó El Empecinado cuando las guerrillas, seguro y a salvo del invasor.
Una cuesta difícil nos sitúa al fin en las altas parameras por
donde se juntan las tres provincias, en los ejidos de Campisábalos; un pueblo que se diluye en su propio encanto,
que se adormece allá en las alturas entre la leyenda, la
realidad y el mito. Campisábalos,
con una buena porción de
sus viviendas deshabitadas, nos
saluda a la vera del camino en mitad del llano. Lugar azotado temerariamente por la emigración que amenazó
con asolar la comarca allá por la
década de los sesenta. El pueblo tiene para ofrecer a quienes a él
acuden el tesoro arquitectónico de
su iglesia parroquial, en la
que es
justo destacar, además de sus dos portadas gemelas de exquisito
sabor medieval, la llamada Capilla de Sangalindo, así como el mensuario
mural de la fachada sur, único en su
forma.
Dentro de la referida capilla ‑en obras de restauración que jamás concluyen‑ yacen enterrados los restos de un
hidalgo apellidado Sangalindo,
quien dejó en vida una gran parte
de su hacienda en favor de los
enfermos y de los necesitados. Resultan
de especial interés
los capiteles que rematan las
columnas interiores de la
capilla, adornados con artísticos
relieves mitológicos y motivos
vegetales. En el exterior, entre la capilla de Sangalindo y el atrio de la
iglesia, recorre todo el muro una insólita
cenefa o procesión de altorrelieves, a
manera de zócalo, esculpidos
sobre los bloques de sillería. Se trata de
un mensario, en donde se ven representadas las faenas ordinarias de
un campesino medieval a lo largo del
año, según los quehaceres propios de cada temporada y en un relativo
orden; concluye con una curiosa escena cinegética: la cacería
del jabalí con perros, y otra final en
la que dos caballeros justan sus lanzas desde
la grupa de sus respectivas cabalgaduras. El conjunto en sí, si bien
algo maltrecho por los efectos de la
climatología durante ocho siglos
dañando la piedra, merece la atención de los visitantes, de los estudiosos de la Historia y de los amigos
del Arte.
Dejamos atrás las ásperas llanuras de Campisábalos.
Muy pronto llegamos a la vieja villa del Cadí, Villacadima.
Desde 1980, más o menos, el
pueblo se encuentra despoblado. A un
paso de Villacadima se extiende la paramera soriana por la que cabalgó
el Cid cuando el amargo trago de su destierro, así como el límite geográfico de
las tres provincias ‑Segovia, Guadalajara y
Soria‑ en una especie de tierra improductiva y fría, que debió
gozar de cierto protagonismo allá por la
decimosegunda centuria de nuestra era.
En el fondo del obligado silencio
de Villacadima, de sus casonas
en ruina por aquello de que la dejación acaba con todo, destaca
la fastuosa portada románica de su iglesia, remozada en fechas
recientes. Los cánones del arte medieval se muestran
en este rincón de la sierra como un libro abierto, para
que los hombres de todos los
tiempos podamos tomar la debida nota
acerca del buen hacer de nuestros
abuelos los artesanos del siglo XII.
Se compone de cuatro archivoltas en
degradación, similar a las que
dejamos atrás en la iglesia de Campisábalos, adornadas
con entrelazado vegetal y motivos geométricos, para concluir en nueve
dovelillas con dentellones que aseguran al conjunto un
remoto sabor mudéjar.
El
pueblo de Villacadima es un canto de dolor a los estragos ocasionados por el abandono. Como fondo al
silencio de sus ruinas, suena en el pueblo durante la
noche el rumor constante de sus dos
fuentes allá por las afueras. Las viviendas
restauradas de Villacadima se ven
selladas con artilugios de
seguridad, en previsión de los
muchos saqueos de que fueron víctimas. Sobre
el caserío, y sobre
los escombros de Villacadima,
se yergue el severo corpachón del campanario, puesto en
condiciones de aguantar como burlador del tiempo con los últimos arreglos.
Cantalojas dista de Villacadima
ocho kilómetros. Hay que seguir para llegar a él la carretera que
va con dirección a Galve de Sorbe, hasta el primer empalme que sale a la
derecha y que concluye
en las puertas de Cantalojas. Desde el
empalme, se recorta al
saliente la silueta inconfundible
del castillo de Galve
encima del otero que le sirve de peana. Perteneció a los
Estúñiga, de cuya familia, don Diego López de Estúñiga, lo mando edificar en el siglo XV, sobre otro
anterior que había pertenecido al
infante don Juan Manuel. Fue posesión
posteriormente de los duques de
Alba, y en la actualidad pertenece a un particular, quien inició las obras de
restauración hace algunos años, sin que hasta el momento se hayan visto
concluidas.
Cantalojas, el pueblo, queda
extendido en el fondo de una
inmensa hoya de praderas acuarteladas por paredones de
piedra oscura. En su término
municipal, en plena sierra, siguiendo
por pistas forestales con dirección a los montes que aparecen por el poniente, se encuentra el bosque de hayas
más meridional que hay en Europa. Hasta hoy, los hayedos de
Cantalojas fueron parajes agrestes y vírgenes, de bravos
declives tapizados de matorral, de ribazos
salpicados de brezo y de marojo a cuyos pies discurren, frías y transparentes, las aguas
del Lillas y del río de la Hoz, por cauces encajados de verdín y de planchas
de pizarra. Aguas que bajan a beber desde los bosques de
pinar silvestre los corzos fugaces, los dañinos jabalíes, y pueblan las truchas
pintarrajeadas que dejaron los furtivos. Luego
Puertoinfante, testigo en otro
tiempo de la liberación del rey niño Alfonso VIII por
los arrieros de Atienza en huida hacia Segovia, para terminar con los
impresionantes hayedos de la Pradera del
Ramo, del Barranco de las Carretas y de Tejeranegra, de sagrada paz,
donde se han ido desarrollando a favor
de las bajas temperaturas y de la permanente
humedad de la sierra, los gruesos
troncos de las hayas que trepan monte arriba o se precipitan por
la vaguada hasta el fondo de las barranqueras casi inaccesibles, en magistral sinfonía de tonalidades verdes y anacaradas, de silencio y de luz,
escrita por la Naturaleza sobre
el extensísimo pentagrama de estas cumbres
que delimitan las tierras parejas de las dos Castillas.
(Las fotografías presentan un detalle del ábisde de la iglesia románica de Santa Coloma de Albendiego, la iglesia románica de Campisábalos, y háyas jóvenes del hayedo de Tejera Negra (Cantalojas)
(Las fotografías presentan un detalle del ábisde de la iglesia románica de Santa Coloma de Albendiego, la iglesia románica de Campisábalos, y háyas jóvenes del hayedo de Tejera Negra (Cantalojas)
Buenas tardes:
ResponderEliminarbuscando fotos antiguas de Loranca de Tajuña he descubierto el Blog " Guadalajara Plaza Mayor" que me a gustado mucho y me ha llevado a este.
Me gusta y lo seguiré,porque me parece muy interesante.
Los lugares que describes en esta ruta los conozco, pues es una zona que visitamos todos los años.Un saludo.Carmen.