El arroyo
Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y después de casi roer los muros de
las viviendas del pueblo, por Pozancos y Ures, se une al Salado cerca de El
Atance (el pueblo que tomaron por suyo las aguas del pantano), para emprender
juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de
Palazuelos hacia estos pueblos de la solana seguntina, lo hace en dirección
contraria a las aguas del arroyo.
He pasado
repetidas veces por estos solitarios lugares del norte de la provincia. Me
gustan estos pueblecitos en los que es difícil encontrarte con persona alguna
en las mañanas de invierno. Con la entrada de la primavera todo comienza a ser
distinto. La mañana es hermosa, limpia como el celofán. El sol cae sobre los
campos de un intenso verde esmeralda, la brisa de la media mañana dibuja ondas
en los sembrados de la veguilla. En los abrigos a pie de carretera pica sobre la piel el sol de las
doce y media.
Ures se adormece
entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente
de Ures invita a adormecerse pensando en viejas historias que debieron ocurrir
por estos campos. Ures en vasco significa agua. Cuentan que el nombre se lo
pusieron al pueblo no sé muy bien si los pastores o unos frailes vascongados
que anduvieron por allí hace casi mil años. Todavía queda su recuerdo en la
ornamentación de la chiquita iglesia románica, que encuentro cerrada. No me
importa. Tuve la suerte de encontrarla abierta en otra ocasión, hace mucho
tiempo. Un joven sacerdote hijo del pueblo, Juan Martín, celebraba misa en
solitario. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de
san Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con sus ornamentos
episcopales, y no como es lo habitual montado a caballo y repartiendo su capa
con un mendigo. Solamente ocho bancos para la feligresía ocupaban la pequeña
nave. Desde el interior de la iglesia se sentía el zurar de las palomas por
encima de la cubierta. Desde fuera, los detalles arquitectónicos del siglo XII
se aprecian desgastado por la lima del tiempo
No veo
una sola persona por la pequeña placita. Ha habido temporadas en las que el
pueblo se ha quedado completamente solo. Algunos fines de semana suele pasar
durante algunas horas, cuando los pocos que son se bajan al mercado de
Sigüenza. Los cerros del Picozo y de la Cruz protegen al pueblo de los vientos
fríos que a menudo soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos
plomizos el cerro del Mediodía, el que durante siglos la sombra de las peñas sirvió de reloj a los lugareños
para orientarse sobre la hora del medio día.
Supe por
el joven sacerdote, don Martín, del convento de monjas que Ures tuvo extramuros
y de la importancia de la vaquería que en su tiempo debió de poseer. Anoto el
encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de aguas
fresquísima con sabor a agua, de correr rumoroso y abundante. En unos azulejos
junto al chorro reza la siguiente inscripción: “Agua del valle Bayo”. Se
refiere al lugar de su procedencia en los altos, recordando a Bayo, el apellido
de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para servicio del
pueblo. En el apartado de rivalidades entre los pueblos, consta el dato del
perpetuo mal entendimiento con los vecinos de Pozancos, precisamente por el
lugar de origen de esta agua, que los vecinos de Ures necesitaban para poder
subsistir.
Hasta
Pozancos se llega enseguida. Dos kilómetros a lo sumo es la distancia que
separa a uno y a otro pueblo. Aunque su población también es exigua, no más de
treinta habitantes durante el invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al
lado de Ures. He llegado ya. Cruzo el pueblo en toda su longitud. Me sigue un
perrillo color canela. Hay estacionado a la entrada un todoterreno con las
ruedas llenas de barro. Las calles de Pozancos tienen sus nombres en las
esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La instalación del alfar del Monte
distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha y acaba en una luminosa plazuela
en la que concurren todos los elementos de mayor interés que hay en Pozanco: la
fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública a la
sombra de un castaño corpulento; la
iglesia de la Natividad con su arcada románica, apoyada sobre capiteles y
columnillas alineadas, desgastadas también como las de la iglesia de Ures.
Iglesia en la que se conserva una capilla gótica con el enterramiento del
capellán Martín Fernández, señor de Pozancos, y de la que procede la pintura
“El Entierro de Cristo”, del siglo XV, y las estatuas de Adán y Eva,
actualmente en el Museo Diocesano de Sigúenza. La fuente vierte por los dos
caños de un monolito central sobre el largo pilón de piedra labrada; a cada
lado tiene otros pilotes similares, de tamaño menor. Consta que esta fuente se
construyó en el año 1923.
Recuerdo
cómo en uno de mis primeros viajes las mujeres que faenaban en el lavadero me
explicaron que en la casona palacete de los señores por aquellos días vivía
gente, que la habían restaurado. Los aleros son de una solidez y de una
elegancia comparable para mi uso a los que se lucen en la plaza de Atienza.
En las
inmediaciones de la iglesia, del palacete de los señores, del lavadero y de la
fuente de la plaza, están los huertos. Una pareja de buitres planea en vuelo
majestuoso girando sobre el limpio cielo de Pozancos. Los buitres otean el
paisaje y levantan vuelo en las peñas de los cerros que rodean al pueblo, cerca
del repetidor de televisión.
Tanto uno
como el otro, Pozancos y Ures son pueblos de los que la gente dice “con
historia”. Como otros muchos de la comarca están integrados en el consistorio
seguntino, la ciudad madre desde tiempos antiguos. La historia de Sigüenza está
directamente ligada con la pequeña historia de estos pueblos, y los nombres de
algunos personajes que figuran en las páginas de la historia de la Ciudad
Mitrada, tienen en estos olvidados lugares de la provincia de Guadalajara documentadas ramificaciones, cuya memoria
quedó inscrita en libros y legajos desde hace muchos siglos; valga como
muestra el hecho -del que su autor dejó constancia escrita al final de la obra-
de que fuera precisamente aquí donde el infante don Juan Manuel concluyó uno de
sus trabajos principales, el Libro de los
estados, el día 22 de mayo del año 1330. Sirva el dato.
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