Hace pocas fechas, en los
últimos días de agosto, la villa de Sacedón celebró una de las efemérides que
con más fuerza se han marcado en la conciencia colectiva de sus moradores a lo
largo de los tres últimos siglos, y de la cual, del hecho que le sirvió de
motivo, ha venido convirtiendo con el paso del tiempo en una constante para la
devoción y para la vida de tantas generaciones de hijos de esta importante
villa alcarreña. Me refiero a la aparición en circunstancias extraordinarias de
la Cara de Dios, perdida para siempre en su santuario a impactos de balas
durante la última guerra civil.
Por aquellos tiempos, años finales del siglo XVII, era
Sacedón un pueblo ribereño de escaso vecindario, mayorazgo de la casa del
Infantado y diócesis de Cuenca por cuanto a lo religioso, que, ni remotamente,
podía pensar en la tragedia que unos cuantos años más tarde se volcaría sobre
él, cuando las tropas del Archiduque en la inminente Guerra de Sucesión
arrasaran con todo. A su condición de ribereño, el pueblo debió unir algunas
más que con el tiempo le servirían de
reclamo, incluso para la Familia Real: Sacedón de los Baños, villa tranquila y
romántica a la sombra de la soberbia vegetación con que en cada verano le
premiaba por sus orillas el padre Tajo. Pues bien, precisamente en el verano de
1689, cuando por razones ya apuntadas su número de habitantes debería rayar al
completo, acaeció un hecho con no pocos ribetes de sobrenatural que alteró por
unos días la calma de la villa y de sus alrededores, transcendiendo siglos
después, como podemos ver, a través del tiempo.
La leyenda, o la historia -cada cuál juzgue- de la Cara
de Dios, me la contó hace tiempo una mujer anciana que no era natural de la
villa, pero que había vivido durante muchos años en Sacedón y la había oído
contar miles de veces. La buena señora añadía a su peculiar manera de contar
las cosas, el ingrediente de la buena fe, de manera que la historia, real en el
fondo y quizás imaginaria en las formas, me ha servido de tema para pensar en
ella muchas veces. Lugar: el antiguo Hospitalillo de Nuestra Señora de Gracia
de Sacedón; tiempo: la media tarde bien pasada del 29 de agosto de 1689;
protagonista: un blasfemo de origen catalán, seductor de mujeres, llamado Juan
de Dios.
-¡Que no puede ser, miserables del demonio. Esa mujer
estaba entre vosotros hace un instante y no puede haberse escapado de aquí!
Aunque al irritado Juan de Dios se le escapaban al hablar
espumarajos de ira por la boca, impotente ante la súbita desaparición de la
muchacha, era cierto que Inés había huido del hospicio a refugiarse en la casa
de una familia de vecinos con los que le unía cierta amistad. Llevaba la
muchacha unos días atemorizada por el trato cruel al que la venía sometiendo a
diario su poseedor, sin ver otra luz que la de poder separarse de él para
siempre, aun a riesgo de su vida, en el primero momento que tuviera ocasión.
Estaba comenzando a oscurecer. Ante el rostro desencajado
y los bramidos del mancebo, que con insistencia amenazaba con el cuchillo a los
hospicianos después de haber perdido el dominio de sí, los mendigos temblaron
de miedo. No era aquel el benéfico lugar de la Alcarria donde tantas veces
habían recibido un bocado de pan y habían encontrado un refugio seguro donde
pasar la noche, el hogar común de la calma y de la caridad, como consecuencia
de la condición mezquina y de los celos de aquel desalmado.
-¡Os aseguro -gritaba- que si alguno de vosotros sabe
dónde está, o quién se la ha llevado, y no me lo dice, lo va a pagar muy caro!
Por su cabeza ruin de hombre vencido y de animal salvaje,
Juan de Dios hizo desfilar un tropel de posibilidades que pudieran llevarle al
porqué de la desaparición de la muchacha. Al final le turbarían los celos.
Pensó que otro refugiado, ausente del Hospitalillo desde primeras horas de la
mañana, se la hubiese podido arrebatar valiéndose de engaños. Su estado de
desesperación era cada vez más grande. En un momento de su desdicha alzó la
hoja del cuchillo y, al tiempo que vomitaba una horrible blasfemia, lo lanzó
con toda su fuerza sobre la pared, donde quedó clavado, balanceándose a merced
del duro temple del acero.
-¡Voto a la Cara de Dios que si los cogiese aquí los mataría!
El yeso que cubría la pared se descascarilló con la
fuerza del impacto. En seguida llegó la noche. Cuentan que a la mañana
siguiente, sabedores de lo ocurrido, algunos vecinos acudieron al salón del
Hospitalillo donde se produjo la escena, y donde aún permanecía la hoja del
cuchillo clavada en la pared. Al intentar arrancarlo, se desprendió un trozo
más de la placa de yeso que tapaba el muro, de manera tal que por debajo se
podían ver con sorpresa los rasgos de una cara pintada. Siguieron haciendo un
poco mayor el agujero hasta descubrir por completo la imagen y con ella la
identidad de aquel rostro fácilmente reconocible. Se trataba de la Cara de
Cristo, muy similar a la que quedó prendida sobre el paño de la Verónica en la
mañana del primer Viernes Santo, pero ésta con el corte producido por la
puñalada a la altura de la sien derecha.
La noticia cundió por la comarca como reguero de pólvora.
Muy pronto se inició en el obispado de Cuenca el trámite oportuno para poner en
marcha su correspondiente proceso canónico a nivel diocesano, con las
declaraciones y las firmas del señor alcalde de la villa, del cura párroco y de
algunos albañiles y vecinos dignos de todo crédito, que dieron fe de lo
acontecido. El resultado inmediato fue la autorización episcopal para dar culto
público a la imagen del Hospitalillo de Sacedón, así como una indulgencia
plenaria en el día de su festividad, otorgada por el Papa Clemente XI,
extensiva al día del ingreso en la correspondiente hermandad y al de la muerte
de los cofrades.
Tres capillas distintas acogieron la venerada imagen
desde su aparición en 1689 hasta su destrucción en 1936. La última fue la
actual ermita que llaman de la Cara de Dios en el centro del pueblo. Tiene esta
ermita un bonito campanario de sillería y portada de corte neoclásico. El
presbiterio y la cúpula se adornan al gusto rococó. A esta última y definitiva
estancia se trasladó el sagrado lienzo muy solemnemente el día 12 de noviembre
de 1748. Se dice que asistieron al acto -el más memorable seguramente de toda
la historia de Sacedón- once Hermandades y mil quinientas antorchas encendidas.
Al día siguiente se lidiaron ocho toros para celebrar la inauguración del nuevo
santuario, que, por fortuna para la villa, todavía existe, siendo uno de los
motivos de mayor interés que tienen entre sus monumentos.
Los habitantes de toda aquella comarca atribuyen
infinidad de hechos extraordinarios a la intervención de la Santa Faz. Por
nuestra parte, apenas nos resta levantar acta en la que se haga constar que,
más de tres siglos después de todo aquello, la aparición de la Cara de Dios en
el antiguo Hospitalillo de Sacedón es una más de las hermosas páginas que hay
que recoger, y así se hace, en la general historia de las tierras de
Guadalajara para general y perpetuo conocimiento.
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