La ciudad de Guadalajara; la capital de la Alcarria por definición, y por añadidura de las demás comarcas que integran la provincia, no desdice en interés del resto de los lugares, tierras, villas y municipios que hemos venido conociendo, y de los cuales asume la responsabilidad de ser cabecera por razones históricas, o lo que es lo mismo, por motivos irrenunciables que el tiempo se encargó de irle colocando sobre la espalda.
Cuesta trabajo, ciertamente,
conseguir que aquellos que la desconocen entren de una vez por todas en la
realidad presente y pretérita de esta singular ciudad castellana. Lo que
significó en el concierto de la Historia de España en general y de la de Castilla
en particular; el legado artístico y costumbrista que todavía poseemos; la
manifiesta preferencia por parte de artistas y de hombres doctos que la
eligieron para sus horas de expansión, cuando no para asiento permanente, son
buena prueba de que esta capital de provincia en donde todavía se puede vivir y
sacar partido del tiempo que se vive, posee ciertos encantos ocultos o no
demasiado conocidos, cuyo descubrimiento ante los ojos de quienes la ignoran es
misión que nos proponemos a partir de aquí, con la ilusión de quien aborda una
tarea complaciente y por la que piensa que bien merece la pena tirarse al
monte. Otra cosa es que esta ilusión de principio se vea cumplidamente
correspondida. Como epílogo, pues, a toda esta serie de trabajos en torno a la
provincia, vaya la presente referencia, ignoro si acertada o no, en favor y a
honra de la ciudad que nos acoge.
GUADALAJARA
Se cree que Guadalajara tiene su
origen en un viejo poblado carpetano que asentó sobre un vado del Henares, a
poca distancia de donde ahora se encuentra, pero no exactamente en el mismo
lugar. Se llamó Arriaca, que quiere
decir "piedra", y con ese mismo nombre continuó durante la dominación
romana y durante algunos siglos después. Dicen que, poco a poco, se iba
extendiendo hacia esta otra parte del río en donde ahora se asienta, es decir,
hacia la ladera y alto de una de las muchas sinuosidades que el Valle del
Henares va dejando al pasar, en este caso a su margen izquierda. El nombre de Wad‑al‑hayara (río de las piedras) del
que derivará su nominación definitiva, le fue impuesto por los árabes. Debió
ser, tal y como lo deja entender la Historia, centro de extraordinaria
importancia durante los primeros siglos de la dominación musulmana.
Nos cuenta la leyenda que la vieja
Wad‑al‑hayara fue reconquistada a los moros por Alvar Fáñez de Minaya,
pariente del Cid, la noche de San Juan del año 1085; noche de luna para más
señas como así nos explica el escudo de la ciudad. El conquistador y sus
huestes entraron ‑parece ser‑ por la "Puerta de la Feria", ahora
"Torreón de Alvar Fáñez", sin que los moros ofrecieran apenas
resistencia para evitarlo. Es leyenda, naturalmente. La realidad histórica,
que nada sabe de romances fronterizos ni de noches de luna, deforma un tanto
los hechos, aunque los nombres de sus protagonistas sigan siendo los mismos. A
pesar de todo es una visión bonita, muy en la conciencia de los arriacenses de
hoy que para el caso no conocen otra, por lo que es preferible perderse en la
penumbra de la vida medieval y dejarlo así.
La hora de Guadalajara a lo largo y
a lo ancho de su vida como núcleo de población determinado, fue la hora del
Renacimiento. En 1460 le concedía el rey Enrique IV el título de ciudad,
tiempo justo en que comenzó a brillar, con una intensidad tal que trascendió a
los diferentes reinos de España, la estrella recién encendida de los Mendoza,
familia que desde entonces marcaría el devenir de la ciudad, convirtiéndola en
un foco importantísimo de la vida renacentista española.
De entonces a hoy las cosas han
cambiado bastante. Guadalajara, a impulso de los tiempos y de las
circunstancias, se ha convertido en una ciudad apacible, variopinta durante las
últimas décadas en las que la población de hecho se llegó a triplicar,
absorbiendo para sí a una buena parte de los habitantes de la provincia, y a
muchos más de otras regiones de España al reclamo de sus fábricas; dependiente
un poco de Madrid por aquello de la proximidad, y, desde luego, plagada de
monumentos hermosos y de un pasado histórico tan brillante que en ocasiones la
llega a desbordar.
Las costumbres más sobresalientes,
un poco de su historia, y una referencia sucinta a lo más significativo del
legado artístico de Guadalajara, es lo que pretendemos traer a colación como
óbolo de la capital al conjunto de las tierras de la provincia. Para ello, nada
mejor que entrar en materia haciendo alto en primer lugar en el edificio civil
que más caracteriza artísticamente a Guadalajara; en el cenit del Renacimiento
mendocino que contó entre sus moradores y huéspedes con personajes clave de la
vida y de la cultura nacional, teniendo lugar en sus salones hechos que no son
otra cosa sino páginas escogidas de la Historia, y cuya presencia en los
tiempos modernos, como representación de una época, es muestra incomparable
del arte español. Ni qué decir que nos estamos refiriendo al Palacio de los
duques del Infantado.
EL PALACIO DE LOS DUQUES DEL
INFANTADO
Seguro que ningún otro monumento de
Guadalajara recibe a lo largo del año tantas miradas y tantas visitas como el
Palacio de los duques del Infantado. La fachada sobre todo, y el patio interior
que dicen de "los Leones", atraen a diario el interés del visitante y
el de las cámaras fotográficas que acuden hasta él con el lógico deseo de
llevarse, por lo menos la imagen como recuerdo, de esta maravilla única de la
arquitectura civil de finales del siglo XV.
El edificio ocupa el mismo solar en
el que antes estuvieron unas casas principales propiedad de don Pedro González
de Mendoza, el Gran Cardenal de España. Lo mandó construir el segundo duque
del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, en un tiempo récord de diecisiete
años, quedando, salvo algunos cambios y añadiduras posteriores, tal y como
ahora se ve.
De 1480 a 1483 se fue
levantando la fachada, a continuación el patio columnado, y en poco más de otra
década se acabó con el palacio entero. Años más tarde, hacia el 1570, el quinto
duque, también Iñigo López de Mendoza como su antecesor, modificó la fachada con algunos detalles renacentistas,
al tiempo que ordenaba decorar los techos de varios de los salones nobles con
frescos realizados por pintores italianos, de los que a la sazón andaban por
España con motivo de la pintura de El Escorial. De aquella época son de
destacar los frescos de Rómulo Cincinato que todavía se conservan.
Fue autor del trazado y director de
las obras del palacio el arquitecto Juan Guas, a quien se le deben monumentos
tan importantes como el castillo de Manzanares el Real o el monasterio
toledano de San Juan de los Reyes. Intervinieron así mismo muchos artesanos
mudéjares especializados en decoración: rejerías, frisos, azulejería,
artesonados, etc.
Describir con palabras lo que
aquellos maestros renacentistas fueron capaces de conseguir con la piedra, es
de alguna manera pretender emparejarse con ellos, ponerse a su nivel, cosa que
sencillamente resulta imposible. A pesar de todo, y contando con el apoyo de
las fotografías que acompañan a este trabajo, el lector que todavía no lo conoce, podrá sacar
una idea bastante aproximada. Se puede apuntar cómo la puerta principal no
ocupa el centro geométrico de la fachada, sino que queda bastante desviada
hacia la mano izquierda de quien la mira. Hileras de pirámides iguales
clavetean toda la superficie de esta fachada, dejando apenas los vanos en los
que se sitúan media docena de ventanales renacentistas. La portada queda en
medio de dos columnas que contienen entre ambas artísticos relieves góticos,
con objetos y alegorías a la enseña familiar de la familia Mendoza. Por encima
aparece la figura en altorrelieve de dos salvajes sosteniendo un artístico
florón, en cuyo interior se destaca el escudo mendocino con una celada, un
grifo, dos tolvas de molino y otros enseres relativos al árbol genealógico de
la nobleza alcarreña. El remate de la fachada principal es obra grandiosa y
delicada, más de orfebres que de canteros. Se trata de una serie corrida de
ventanales y juegos de ajimez, colocados alternativamente entre garitones
simétricos con idénticos motivos como decoración, muy acordes con el gusto gótico‑mudéjar de
todo el conjunto.
El patio interior ─sonoro
espectáculo de piedra aparentemente moldeable─ tiene forma rectangular. Las
columnas que sostienen la arquería baja son lisas con capitel dórico; portan
sobre los respectivos arcos a los que dan lugar un conjunto recargado de motivos
mendocinos: leones tenantes, tolvas, celadas, coronas ducales, y los escudos
correspondientes de las armas Mendoza y Luna, alternándose por encima de cada
capitel. La galería superior recarga todavía más la ornamentación del primer
cuerpo del patio. Las columnas aquí se muestran retorciendo en torno a su fuste
con elaboradas estrías la forma de la piedra, los leones son grifos alados, en
tanto que va sumando a su extraordinaria decoración de relieves la gracia de un
barandal o pasamanos con calados, que sigue por sus cuatro caras todo el
corredor de la galería.
Algunos de los salones del Palacio
sirven de albergue en la planta baja al Museo Provincial de Bellas Artes, donde
pueden contemplarse, entre otras piezas de interés, la estatua yacente de doña
Aldonza de Mendoza, bellísimo trabajo gótico de la primera mitad del siglo XV;
una "Virgen de la Leche" sobre lienzo de Alonso Cano; un "San
Francisco recibiendo las reglas de su Orden" de José de Ribera, y un "San
Bernardo" de Carreño. En otro salón se guarda el famoso retablo de
mediados del siglo XV, con pinturas de Jorge Inglés, que el Marqués de
Santillana mandó montar con destino al hospital de Buitrago, en el que puede
verse su propio retrato y el de su mujer en posición orante.
La restauración del Palacio del
Infantado, después de los tremendos desperfectos que sufrió durante la Guerra
Civil, ha sido encomiable. Se ha devuelto al patrimonio artístico un valioso
edificio, orgullo de Guadalajara y regalo para la posteridad de la más insigne
de las familias que por ella pasaron.
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