Sobre estas fechas publiqué el año
pasado una nota a vuelapluma con el título de “Villacadima, un corazón que
late”. En ella daba cuenta de la enorme satisfacción que me produjo el haber
asistido a misa en su bellísima iglesia, una tarde de vacaciones después de su
restauración. Se hicieron presentes en la ceremonia una veintena de fieles,
casi todos los habitantes del pueblo en aquel momento. Una experiencia que a
menudo, siempre en verano, se repite alguna vez. Villacadima, amigo lector, es
un pueblo pequeño, situado al noroeste de Guadalajara, en los rayanos con las
provincias de Soria y de Segovia. En lo administrativo está incorporado al
ayuntamiento de Cantalojas. Hace treinta años, o quizá más, Villacadema se
quedó vacío. La joya arquitectónica de su iglesia del siglo XII, convierte a
Villacadima en estampa obligada de cualquier tratado sobre el arte Románico
Español que se precie de serlo.
Como en todos estos pequeños
municipios del entorno de Cantalojas, donde suelo pasar algunas semanas cada
verano, Villacadima cuenta desde muy antiguo como uno de mis lugares
predilectos. Todos los años, por una u otra razón, y aun sin haberla, suelo
darme una vuelta por Villacadima. En la presente temporada no podía ser menos,
después de haber tenido el gusto de conocer a uno de sus hijos, nativo de
condición, Leoncio Martín Hergueta, que tuvo que abandonar el pueblo cuando vio
que se quedaba solo, y ahora, después de haber vivido en Getafe durante cerca
de cuarenta años, tras el fallecimiento todavía reciente de su esposa, ha
decidido pasar el resto de sus días en la Residencia para la Tercera Edad de
Cantalojas, donde sospecho que se encontrará a gusto, a cuatro pasos del lugar
de toda su vida, al que prometí llevar conmigo un día hasta su pueblo, para que
me sirviese de guía. Compromiso que se cumple hoy, coincidiendo con una de las
jornadas más calurosas de este mes de julio tan irregular, pero que por estas
latitudes serranas, a más de 1.340 metros de altura sobre el nivel del mar,
resulta de una placidez inusitada.
Hemos dejado atrás el castillo de
los Estúñigas sobre el cerro de Galve. Un águila culebrera se balancea sobre la
rama de un arbusto a nuestro paso. Centenares de vacas pastan en la pradera.
Minutos después aparecerá Villacadima, como extendido al volver de una curva.
El pueblo aparece escoltado, desde la colina que lo resguarda de los aires del
norte, por una cadena de generadores de energía eléctrica que giran lentamente,
acompasadamente, a impulsos de la brisa que baja desde el Pico de Grado.
Sólo unos minutos ha durado el
viaje. Estamos en Villacadima. Dejado el coche en la plaza, el señor Leoncio,
que para algo fue el último alcalde del lugar, me invita a sentir una vez más
el deleite de la portada de la iglesia, enseña de la villa y dignísimo punto
final de la conocida Ruta del Románico Rural, que se inicia con las iglesias de
Atienza y concluye precisamente aquí, ante esta bella portada, frente a la reja
que asegura el acceso, y que mi guía está intentando abrir para que la veamos
por dentro. Después de la restauración a la que fue sometida a fondo hace dos o
tres décadas, esta iglesia, al menos para mí que la conozco desde hace algo más
de medio siglo, supone, siempre que la veo, un verdadero gozo tanto para los ojos
como para el corazón.
Hemos subido después a ver la doble
fuente de la que el pueblo se sirvió durante casi dos siglos antes del
despoblamiento. Aparecen seguidas la una de la otra, formando un solo conjunto.
En la piedra se dice que la de arriba se construyó en el año 1847, y la de
abajo en el año 1916. El agua que durante ese largo periodo de tiempo cubrió
las necesidades del vecindario, procede de dos manantiales distintos. Al lado
de las fuentes está lo que todavía queda del antiguo lavadero. Justo es decir
que durante los últimos años, estas fuentes han ido perdiendo parte de aquel
vigor y de aquella prestancia que tuvieron antes.
Pese a encontrarse a seis o siete
kilómetros de distancia nada más de sus vecinos Galve y Cantalojas, Villacadima
fue un pueblo de agricultores y quizás también de buenos hortelanos, mientras
que en los otros predominó siempre la ganadería como medio principal de trabajo
y de subsistencia. Aquí se labraron los campos, como en casi todos los pueblos
de Castilla, con yuntas de mulas como animales de tiro, en tanto que en
Cantalojas y Galve fueron las vacas las que emplearon para tan duro servicio.
En Villacadima se producían, hasta con cierta abundancia y calidad, toda clase de cereales; de ahí que me
recuerde Leoncio aquellos viajes clandestinos, cuando él era muchacho, a vender
carros y camionetas de trigo hasta la no lejana Atienza.
-El trigo de aquí –me dice-, lo
pagaban a mejor precio que el de otros sitios.
Máximo Monje y su familia son
algunos de los pobladores de temporada en Villacadima. De su desaparición
total, hace no mucho, a hoy, son nueve las casas abiertas en el pueblo durante
el verano. Máximo se ha construido una casa nueva, perfecta, con un cercado de
césped anejo que es una delicia. Máximo nos ha invitado a tomar un refresco en
el patio de su casa y, aunque en el rato de conversación no ha surgido como
tema, sabemos que durante su vida activa ha sido oficial del Ejército y que se
ha jubilado con el grado de comandante. Nos hemos despedido de él con la promesa
de volvernos a ver, tal vez dentro de este mismo verano.
Seguimos después recorriendo el
pueblo, visitando en sus casas respectivas a
Feli y a Elena, cuñada y sobrina de Leoncio. Un corto paseo por el que
me doy cuenta que Villacadima tiene arregladas algunas de sus calles, además de
luz eléctrica y agua corriente en las viviendas; de que las casas de nueva
construcción, las antiguas y unas cuantas en estado de ruina, comparten espacio
codo con codo en las calles del pueblo, predominando lo nuevo. De un año a otro
se ve cómo el pueblo va tomando nueva vida, renaciendo de sus cenizas como el
mitológico Ave Fénix, valioso detalle que hay que agradecer a los que se
fueron, y a los hijos de los que se fueron, comprometidos en que su lugar de
origen no desaparezca; un empeño que están acabando por conseguir.
Hemos bajado hasta la pequeña ermita
anexa al cementerio. Está cerrada. En el cementerio destacan unas cuantas
cruces y algunas lápidas mortuorias, posiblemente de los últimos enterrados
allí. Los campos más cercanos al pueblo están sin cultivar. La gente se
pregunta si se iniciara y se llevase a término la Concentración Parcelaria, tal
vez el pueblo volvería a recobrar sus viejos brios. No sé; pero sospecho que
los pros, favorables a ese deseo, serían escasos, y abundantes los contras. Han
cambiado las formas de vivir. En realidad, lo que nunca podrán fallar, en
lugares como éste de la vieja Castilla, son las delicias de sus veranos, las
claras mañanas de celofán y los atardeceres deliciosos y transparentes, al
amparo del puro aire de la sierra, y la paz, la mucha paz que es su mejor
oferta-
Dejamos Villacadima cuando una
bandada de rapaces se queda dibujando círculos en el azul del cielo, sobre
estos campos y sobre estos pueblos, donde se dan las mayores alturas de todo la
provincia.
Me encanta su artículo.
ResponderEliminarEstoy arreglando una casa en villacadima, porque después de pasar un día por el pueblo de manera casual, no enamoramos y compramos una casa vieja.
Pronto la podremos disfrutar, así que si vuelve por el lugar, estaremos encantados de que nos visite y nos cuente más cosas de este precioso pueblo.
Hola, soy vicky de la Patagonia Argentina, hace 31 años, estuve unos meses viviendo en Madrid, enamorada de Juan Sanchez Artez, hijo de una abuela de plaza de Mayo exiliados por alli.
ResponderEliminarProyectamos acogernos a un programa de recuperacion de pueblos abandonados, y fuimos entonce donde Juan tenia un m amigo, el Jose , alucinamos !!! luego la vida nos llevó por otros caminos y yo me enamoré de otra persona y no volvi hasta muchos años despues .