«Cívica semeja
una aldea tibetana o el decorado de una ópera de Wagner. El viajero no estuvo
nunca en el Tíbet pero se imagina que sus aldeas deben ser así, solemnes,
miserables, casi vacías, llenas de escaleras y balaustradas, colgadas de las
rocas y también horadadas en la roca. Cívica fue del Císter de Villaviciosa y
tuvo fábrica de papel, pero se quedó a ramal y media cuenta y hoy no le resta
nada de cuanto tuvo, nada de nada ni de nadie, bueno le restan tres o cuatro
habitantes, una cascada que canta al caer sobre el verde musgo, unas colmenas
en la ladera y una paz reconfortadora y antigua meciéndole en su agonía».( C.J.C. “Nuevo viaje a la Alcarria”.)
Yo no hubiese escrito “ramal y media cuenta” como lo escribió
don Camilo, sino “ramal y media manta” como creo que sella el viejo dicho , y
como siempre oí decir en toda la longitud y anchura –que ancha es- la tierra de
Castilla. Es lo de menos, lo de más es que todo un Premio Nobel dejase escrito
en uno de sus libros ese manojo de líneas dedicado a este concreto sitio de la
Alcarria al que acabo de llegar en este preciso momento.
Cívica
no es un lugar, ni un pueblo, ni una aldea. Cívica es un sitio, un misterio
paisajístico colocado en este lugar preciso a la vera del río Tajuña, donde la
mano del hombre entró piqueta en mano, con el noble fin de acrecentar el
embrujo con que le había regalado la Naturaleza. A Cívica no se va, se pasa al
pie de sus llamativas formas, se mira, se piensa en su porqué si ha lugar, y se
sigue adelante camino de Masegoso o de Brihuega, según el viaje que se lleve,
en contra o a favor de la corriente del río.
He
pasado por Cívica infinidad de veces. En algunas de ellas me detuve a mirar
desde la carretera sus escondrijos, o a tirar una foto en la solana si llevaba
preparativos, y otras veces, las más, pasé de largo dando vueltas a un asunto
que todavía no he conseguido comprender: que el mundo está lleno de pequeñas
maravillas dentro de lo ordinario, maravillas que no somos capaces de descubrir
porque se necesita una mínima dosis de sensibilidad y de empeño para entrar en
ellas, a lo que el hombre de hoy no parece estar dispuesto…, y eso que se
pierde. Aun con todas las deficiencias, y dentro del lamentable abandono en que
se encuentra, Cívica, junto al camino y en el mismo corazón de la Alcarria, es
una de esas pequeñas maravillas, que están ahí para que la gente se detenga.
La
de hoy es una mañana apetecible, de las pocas que el incipiente verano
acostumbra regalar una vez dejada atrás la seca y nada generosa primavera. La
gente lo ha entendido así. En Brihuega, por ejemplo, encontramos algún grupo de
visitantes que pasan la mañana del sábado mirando sus calles, sus jardines y
sus monumentos. En el pequeño ensanchamiento que hay en Cívica junto a la
carretera, se pueden contar aparcados en batería tres o cuatro coches. Los
dueños de los coches me imagino que serán pescadores que prueban suerte abajo,
en las aguas del Tajuña; las señoras pasean por el arcén con un gorro de
periódico cubriéndose la cabeza; los niños de los pescadores suben y bajan por
las escaleras de Cívica, se sientan en las balaustradas de cemento, se orinan
en las cuevas, pese a que un letrero al que nadie hace caso, tiene escrito:
“Propiedad particular, prohibida la entrada”. Una pareja de recién casados, con
acento levantino, se retratan delante de las piedras.
-
Somos de la provincia de Castellón, y venimos con el libro de Cela haciendo
nuestro viaje a la
Alcarria. Pero no habla de esto –dice sorprendida la mujer.
-
En el primero de los viajes no habla de esto -le aclaro; pero en el segundo sí
que pasó por aquí y le dedicó algún párrafo.
-
Usted quiere decir del viaje que hizo con una choferesa negra ¿Verdad?
-
Sí, claro, a ese me refiero. Al viaje que hizo con una choferesa negra y con
mucha gente más.
-
Claro, es que ese no lo hemos leído. Lo tendremos que leer.
Tengo
entendido que la obra con la que tomó todo su misterio el sitio de Cívica, la
mandó realizar un cura de Valderrebollo que se llamaba don Aurelio. Es lo poco
que, sin que haya entrado en demasiadas averiguaciones, se consigue saber
cuando por aquellos pueblos se pregunta al primero que pasa. Lo que no deja de
ser lamentable es que sus dueños, o las instituciones, o a quien competa, no se
gasten allí un puñado de euros y lo limpien, y lo adecenten, y lo protejan,
porque pensando en el turismo interior, como sabido es que últimamente parece
que anda levantando el vuelo, el sitio sería algo digno de ver, por fuera y por
dentro; y puestos a hilar fino, para crear al amparo de lo que hay hecho, algún
puesto de trabajo. El sitio, con la explanada que tiene en el nivel inferior al
lado del río, sería un importante reclamo en ciertas temporadas tanto para los
que somos de aquí como para los que vienen de lejos, aparte de apuntar un
motivo más de interés en la larga lista que ya poseen en cualquiera de sus
comarcas las tierras de Guadalajara.
Como
antiguo poblado que fue por encima de las peñas, se sabe que mucho antes de los
arreglos del cura don Aurelio, Cívica fue vendido en el siglo XV por sus
dueños, Antón Díez y sus hijos don Ruy Gómez y doña Constanza, vecinos de
Cifuentes, a los monjes Jerónimos del monasterio de San Blas de Villaviciosa
por 14.000 maravedíes. Parece ser que los frailes instalaron allí una fábrica
de papel que duró muy poco.
No he sabido hasta hoy que
existía un pequeño bar en Cívica. Puede ser que cuando fui de paso no me diera
cuenta, y las veces que paré lo hiciese con intención de ver tan sólo el juego
de formas y el deseo de descubrir algo nuevo. El bar queda abajo, en la
explanada que hay junto al río. Ocupa un edificio sencillo, construido con ese
fin. Un mostrador de ladrillo, un pequeño estante con botellas, una cafetera,
un fogón de leña para asar, dos o tres mesas con sus sillas correspondientes,
una pintura sobre tema de pescadores, y una especie de tablón de anuncios donde
hay papeles colgados con chinchetas, es lo que recuerdo haber visto allí. En
esta ocasión, ni siquiera he bajado. Hace algunos años, la última vez que pasé
por allí, sí que visité el simpático establecimiento de junto al río, donde,
por cierto, recuerdo que se estaba muy bien. Atendía el pequeño negocio Juan
Antonio Carrasco Letón, vecino de Barriopedro.
Para quien esto escribe,
Barriopedro le trae el recuerdo de una vieja y buena amistad. De Barriopedro es
el primer amigo que tuve en Guadalajara. Se llama Álvaro Mayoral. Por aquellos
años -ya hace muchos-, siendo ya un hombre hecho y derecho, Álvaro comenzó los
estudios de Magisterio yendo a clase hasta Guadalajara en bicicleta. Lo conocí
en una pensión de la calle Museo, y después lo he visto muy de tarde en tarde.
Me consta que está bien y que tiene una buena casa en el pueblo. Juan Antonio
me dijo que lo conocía, que tenía una buena amistad con él, y que por aquellos
años se dedicaba a la fabricación de lavanda, un perfume muy fuerte que sacan
del espliego. Sobre el anaquel, tras el mostrador, Juan Antonio tenía una
botella llena de un líquido verde. Era lavanda, que le proporcionó mi antiguo
amigo Álvaro mayoral.
Y así, con todo lo visto y
dicho dejo Cívica. Las señoras de los supuestos pescadores siguen paseando con
sus gorros de papel de periódico en la cabeza, y los niños gritan como
condenados y se disparan tiros con una vara escondidos en los agujeros de las
cuevas. El sonido ambiente, el eterno sonido de Cívica, lo pone la chorrera que
vierte por delante de una cueva al caer, y desagua en la cuneta.
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