Dicen que hay alguna posibilidad de que Arbeteta haya existido desde el remoto tiempo de los Iberos, pero no hay, creo, ninguna prueba documental que lo evidencie. Arbeteta es uno de esos pueblos alejados de la Capital que, desde la primera vez que anduve por él, me atrajo especialmente. Hace sólo unos días me levanté decidido a volver por aquellos lejanos paraísos que avecinan al Alto Tajo. El viaje hasta Arbeteta es siempre un viaje de placer. Hay que pasar por el corazón mismo de la Alcarria, con sus campos ásperos y sus pueblos extendidos en la solana. Son muchas las sorpresas que esperan en aquel pueblo para quienes no lo conocen, y para quienes lo van a visitar muy de tarde en tarde. Por su variedad y sus contrastes, por sus monumentos únicos, por la tranquilidad en la que allí se vive durante un día cualquiera, de estos en los que el campo de la Alcarria se abre a los soles de marzo, Arbeteta es como un rincón privilegiado puesto para disfrutar.
Las grandes atracciones de Arbeteta, aun teniendo en cuenta su escasa entidad, son el castillo roquero que se alza sobre el barranco, y la legendaria veleta del Mambrú; pero además ofrece rincones magníficos, dentro y fuera del lugar, rincones originales, de antigüedad manifiesta, conservados como a propio intento para gentes soñadoras, para pintores y poetas. En la Plaza Mayor, que es una de las más completas y bellas de la Provincia, concurren lo viejo y lo nuevo sin romper la armonía del conjunto, siempre alrededor de una superficie comedida en la que tal vez desentone un poco dentro del conjunto general la fuente que tiene en medio, creo que fuera de todo gusto, pero que enaltecen los muchos detalles, viejos y nuevos, en viviendas de acertado remate, entre las que sobresale la Casa Consistorial y el original tejaroz en ángulo, que cubre una antigua ventana y un balcón, (toda una reliquia), y que marca la diferencia entre lo lejano y lo actual, entre el pasado y el presente, y que para mi uso considero un detalle importantísimo a conservar por lo mucho que tiene como testimonio vivo de otros tiempos, de aquel Arbeteta de pastores y campesinos que los más jóvenes desconocen y los más viejos añoran.
Por encima de la plaza, bien visible y girando de un lado para otro al menor soplo del viento, la nueva veleta sobre el chapitel metálico que cubre el campanario de la iglesia parroquial de San Nicolás de Bari.
Como en algunos pueblos más de aquella comarca, en Arbeteta son frecuentes la viviendas centenarias que tienen la entrada montada sobre piedras labradas en arco; se pueden encontrar en cualquier calle y en cualquier rincón. Portadas que delatan la alta condición social de sus antiguos moradores. A ese detalle bastante común se une la presencia de algunos escudo nobiliarios sobre las fachadas, como en la que fue vivienda del cartero o en la antigua casa-cuartel de la Guardia Civil. Pero nadie duda que el más impresionante espectáculo visual que el visitante puede descubrir en Arbeteta, es el que se advierte desde la que allí dicen la Cuesta de la Arena. Por debajo queda el barranco profundo del Arroyo, con sus huertecillos tapiados, siguiendo por ambas márgenes el curso del hocino, en el que la erosión ha ido dando forma a tremendos cabezos voladizos de piedra, sobre cuyo remate se levantan los muros del Castillo.
Otra visión de las que quedan marcadas en la memoria es la que se ofrece desde las eras. Se trata de un corte espectacular que en el pueblo conocen por Peña de la Puerta, donde la gente asegura que están labrados en la roca los pesebres en los que los Reyes Magos echan de comer a sus camellos y dromedarios en la media noche del cinco de enero, antes de ponerse a repartir juguetes por los pueblos de la Alcarria, por Guadalajara y por Madrid.
Los pocos vecinos que ahora son en el pueblo nos dirían que Arbeteta tiene historia, y las piedras de su castillo y los escudos que todavía van quedando nos lo dicen también. Su vivir en el pasado debió de seguir parejo durante varios siglos a los aconteceres históricos de la ciudad y de las tierras de Cuenca, a cuyo fuero otorgado por el rey Alfonso VIII de Castilla se debió acoger como parte integradora de su Común. Más tarde serían los Reyes Católicos quienes le concedieran por real privilegio la categoría de villa, título del que nada ni nadie le podrá desposeer.
Pero es el Castillo, no obstante, la verdadera enseña de identidad del pueblo al hablar de su pasado. Los muros aún en pie de la pequeña fortaleza se levantan sobre el peñasco en perfecta verticalidad, como si se tratase de la continuación natural de la roca por encima del precipicio, como si el Castillo hubiese sido levantado a la medida justa de la plataforma que lo habría de sostener, y que así debió de ser, sin duda. Por la única parte accesible, tuvo un foso profundo que lo hacía inexpugnable.
Es muy poco, casi nada, lo que se sabe acerca de su origen, de sus primeros señores, del momento preciso en el que se levantó. Tan sólo parece haber constancia de que los Reyes Católicos, según el Dr.Layna, por cédula fechada en Madrid el 18 de marzo de 1477, otorgaron a don Luis de la Cerda, quinto conde de Medinaceli, el título de duque, con varios términos y lugares, entre los que se encontraba la villa de Arbeteta con su fortaleza, como premio a los servicios prestados en su lucha contra los ejércitos de La Beltraneja. Es posible que del Archivo Ducal de Medinaceli se pudieran sacar más datos y más luz sobre el asunto, pero quien esto escribe no los posee, y piensa excederían en el contexto de este trabajo.
Por cuanto al “Mambrú”, la otra seña de identidad que tiene la villa, menos pegada a su historia pero más popular, se trata como antes se dijo de una veleta monumental que hasta el año 1985 en que fue destruida por el rayo en un día sin fortuna, se alzaba sobre el campanario barroco de la iglesia, y que fue repuesta tres años más tarde, siguiendo en lo posible el modelo del anterior, en un trabajo estupendo del artista de Alcolea Antonio García Perdices.
El nombre le viene dado en memoria del general inglés Malborough, que luchó en España cuando la Guerra de Sucesión, y que los niños cantaron al corro durante siglos. Representa aun granadero ondeando un banderín con su mano derecha. Existe una hermosa leyenda que habla de los amores habidos entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla, y que, ¡cosas del destino entre enamorados!, otro rayo acabó con ella, y fue sustituida así mismo por una de metal que en nada se le asemeja. El Mambrú, con sus giros sobre la esbelta torre, es quien recibe y quien despide a golpe de banderín a los que llegan y a los que salen del pueblo. Un detalle amable que siempre se recuerda.
A pesar de todo lo dicho, y de lo mucho más que sobre Arbeteta se podría decir acerca de sus alrededores, el pueblo carece de gente. El censo viene a ser algo así como la octava parte de lo que fue cuarenta o cincuenta años atrás. Un pueblo que, como tantos otros, debería contar con esa publicidad que le falta para que la gente lo conozca; con la publicidad turística tan deseable, a escala regional primero, y estatal después como consecuencia, precisamente ahora, cuando los españoles parece que hemos comenzado a interesarnos por la riqueza inmensa en monumentos, cultura, costumbres y gastronomía, que tienen por preciada herencia los pueblos de Castilla. Todo el Alto Tajo, con pueblos tan interesantes y tan saludables como el que hoy nos ocupa, deberían estar en nuestro punto de mira de un modo preferente a la hora de salir de casa, y decidirse por conocerlos, por gozar de ellos. Guadalajara se poblará en un futuro próximo de gentes nuevas, y deben saber que esta tierra es algo más que los polígonos industriales, que los grandes almacenes, que los sitios de diversión. Valga lo uno, pero también lo otro. Pienso en una inmensa casa rural, en un hotel-restaurante para estos lugares de sosiego en permanente contacto con lo natural que tanto necesitamos, descubriendo algo nuevo a cada paso y en cada viaje.
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