Debió de costar mucho trabajo, y de hecho quiero recordar que así fue, el dejar salir de sus iglesias importantes piezas de valor, sentimental cuando menos, para formar parte de un museo de arte sacro en la ciudad cabecera de la diócesis. Y es que, cuando el hombre se rige más por los impulsos del corazón -motivo razonable y hasta cierto punto honroso- que por el recto juicio de su cerebro, da lugar a hechos así, a situaciones desagradables, cuando no violentas, al advertir que algo que considera suyo se lo llevan a otro lugar para su lucimiento, sin considerar los pros que lo harían aconsejable frente a los contras que él no se ha detenido a considerar: el despoblamiento de tantos pequeños pueblos y, sobre todo, la avalancha de robos sacrílegos en iglesias y ermitas pueblerinas que con años de antelación ya se preveían.
Estas consideraciones entre algunas más llevaron al obispo Castán Lacoma, recientemente fallecido, a crear en el año 1968 el museo de la diócesis, aprovechando las distintas piezas de valor que, al cabo de tantas vicisitudes históricas, todavía se conservaban en algunas de las iglesias de nuestros pueblos, muchas de ellas destinadas a desaparecer como consecuencia de la fuerte emigración sufrida en el medio rural por aquellos años. La idea del obispo fundador aportaría al arte sacro provincial un doble interés en lo sucesivo: quedaría a salvo de robos y saqueos, a la vez que podría ser visto y admirado por multitud de personas que, de no ser así, apenas servirían como piezas anónimas de valor sentimental en su lugar de origen o como objetos abocados al abandono en el rincón sombrío de cualquier iglesia.
Aún queda en algunos pueblos de la diócesis cierto poso de resentimiento a consecuencia de aquellos traslados; resentimiento que en buena parte se aminora al contemplar hoy aquella imagen o aquel cuadro, debidamente restaurados, en las mejores condiciones ambientales y de luminosidad, recibiendo a diario las correspondientes muestras de admiración por parte de quienes van a verlas al Museo Diocesano llamados por su reconocido interés.
Las distintas salas del museo ocupan la planta baja de la antigua casa de los Barrenas, un edificio neoclásico situado frente a una de las puertas de hierro que dan paso al pórtico de la Catedral. Atiende al visitante un sacerdote joven, don Ignacio Ruiz, que ejerce las funciones de director; un muchacho de elegante porte y de trato extraordinariamente correcto.
En compañía del Director del Museo entre el silencio y la tranquilidad más absoluta. La pieza que en principio me atrae aparece iluminada al fundo de una de las salas, de la sala dos, que a efectos de organización tiene como tema común de lo allí expuesto el de "Camino de salvación". La pieza a la que me refiero no es otra que el cuadro de "La Inmaculada niña", de Francisco de Zurbarán, procedente de la iglesia de Jadraque. A un lado y a otro vamos viendo tallas y pinturas, casi todas en óleo sobre tabla, procedentes de iglesias tan dispares en la distancia como las de Renera y Anchuela del Pedregal, pasando por Berninches y por Molina sólo a título de ejemplo, que, naturalmente allí tienen su representación.
Antes, y en la sala número uno titulada "Origen y principio de vida", nos detenemos frente a una laboriosa figura de marfil. Se presenta como un trabajo luso-indú, de autor anónimo del siglo XVI, y procedente de la parroquia de Mochales. Se trata de un juego extraordinario de figurillas diminutas, que se corona con la imagen del Buen Pastor según los cánones del arte oriental, y que, según me explicó el Director, algunos de los hombres de más edad que todavía viven en Mochales, recuerdan cómo sirvió de entretenimiento para monaguillos y chavalotes del lugar que al pasar por la parroquia lo tocaban y jugaban con él. Relieves, yeserías con arabescos, fósiles con más de ciento cincuenta millones de años procedentes de Madagascar, ocupan su sitio en aquella misma sala junto a las famosas figurillas de Adán y Eva, en alabastro gótico del siglo XVI, procedente de la iglesia de Pozancos.
En la tercera de las salas, "Luz en mi sendero", son documentos antiguos y algunos utensilios los que se exponen: un arcón, un trozo de puerta con herrajes, un tratado de Arquitectura del siglo XVII encuadernado en piel, un escudo en cerámica de la familia Mendoza, una bula en pergamino del siglo XV manuscrita y firmada por Johanes Alvarez de Tendilla, una campana de bronce, y algunos objetos más de los que no tomé cuenta y ahora no recuerdo. Libros de los siglos XVI al XIX, los hay abundantes en la sala cuatro, titulada "Pan que sustenta y fortalece"; algunos óleos más y una talla representando a San Jerónimo completan el contenido de esta sala, con lo que pasamos a la contigua que, según el arden lógico, debe de ser la número cinco, y, en efecto, lo es. Una suave musiquilla de órgano nos acompaña ahora por todas partes. La sala cinco, que se nombra con la frase del Evangelio de San Juan "La verdad os hará libres", es quizá una de las más interesantes en su conjunto. Ocupa lugar preferente en ella el "Entierro de Cristo", pintura sobre tabla al gusto flamenco, obra del Maestro de Pozancos, que después de su restauración se ofrece a los ojos del visitante en todo su esplendor. El San Elías de Salzillo, procedente de la iglesia de Renera y restaurado también, réplica del que se guarda en el museo de Pastrana, ocupa su lugar en esta quinta sala junto a varias imágenes en alabastro o marfil, y algún ejemplar de las Actas de los Mártires con excelentes ilustraciones.
La última de las salas del museo, la seis, titulada "Siembra de eternidad", será tal vez la más variada por cuanto a su contenido, pues en su interior se acogen, entre algunos objetos más, un Cristo de marfil procedente de la iglesia de Pareja; una pila bautismal, románica, que durante siglos sirvió para cristianar en la iglesia de Canales del Ducado; un sagrario en madera policromada, un incensario barroco, una custodia de plata y unas crismeras del mismo metal, con cinco siglos de antigüedad, trabajadas por el orfebre Pedro de Frías.
Muestrario, y a la vez archivo, el Museo Diocesano de Sigüenza se me antoja un rincón memorable donde se siente palpitar el corazón de nuestro pasado; un escaparate del arte íntimo con el encanto de lo rural que ha llegado hasta nosotros sin saber cómo, y que en ocasiones, coincidiendo con festividades en las que su parroquia de origen lo necesita, se devuelve para cumplir con el rito litúrgico, y una vez acabado se entrega de nuevo al Museo hasta el año siguiente. Es el caso de algunas custodias que, llegada la celebración del Corpus, los fieles del lugar tienen ocasión de verla pasear por las calles del pueblo.
(La imagen representa "El entierro de Cristo", del Maestro de Pozancos)
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