sábado, 30 de abril de 2011

HUERTAPELAYO, UN AVE FENIX EN EL ALTO TAJO



Huertapelayo, a la vera del Tajo y a casi mil metros de altura sobre el nivel del mar -pese a encontrarse todo él en el fondo de una hoya soberbia, de un barranco profundo por el que corre un arroyo-, es uno más de esa media docena de pue­blecitos serranos, de escondidos paraísos lejanos a todo medio de comunicación, que oculta la provincia de Guadalajara y que tan sólo se dejan ver cuando alguien los busca.
Hace años que estuve en Huertapelayo por primera vez. Salí entonces de allí con la impresión de haber dejado atrás un pueblo abandonado, una reliquia de la Castilla rural conde­nada a escombros. Aunque antes, y hoy, es la Naturaleza quien comanda sobre aquellos parajes, ahora lo parece menos, la presencia del hombre se ha hecho notar en el corto espacio de una década. Huertapelayo, a la sazón anejo al ayuntamiento de Zaorejas, gracias al empeño de unos y de otros, ha vuelto a renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, ha tomado cuerpo el rescoldo que lo mantuvo en estado de catalepsia desde los años del éxodo, hasta el punto de haberse convertido en un lugar deseado, en un pueblecito hermoso y tranquilo, hermético y feliz, que invita a quedarse allí para siempre.
Desde el empalme de carretera, entre Villanueva de Alco­rón y Zaorejas, el camino baja retorciéndose por entre los pinos, las sabinas y los encinares, hasta el Arco del Salva­dor. Es una tira de asfalto estrecha, tranquila, pintoresca, saludable, enrevesada a tramos. Los peñascos grises que sos­tiene la vertiente, amenazan con bajar rodando hasta la carre­tera y hasta las huertas al paso del viajero. Por el Arco del Salvador cuelga la chorrera. A partir de allí, y aun dentro del pueblo, el rumor del arroyo es incesante. Huertapelayo, con Trillo en la Alcarria y Algar en el valle del Mesa, es pueblo que se adormece a esas del anochecer con el agua canta­rina del arroyo.
La mañana es gris y apunta desapacible cuando entro en Huertapelayo. Algunas de las viviendas son nuevas, en otras se advierte que han sufrido a fondo los efectos de la mano amiga del restaurador. Por el puente del arroyo, bajo la fronda espesa de la chopera, cruza un hombre con un haz de hierba sobre el hombro. En el centro de la plaza mana una fuente por tres cañuelos de agua fresca entre las piedras toscas. Desde el centro de la plaza, uno se da cuenta de que las gentes y las casas de Huertapelayo quedan al amparo de dos cerros tremendos, de dos cerros enriscados, uno al norte y otro al sur de los edificios, de las sonoras corrientes del riachuelo, del ramaje tupido de las choperas: son el pico de la Hila y el de la Cadena. De éste último, dicen que la peña se sostiene atada a un tomillo.
- Oiga: ¿A usted le parece natural eso que cuentan?
- Pues, no; qué quiere que le diga. No me parece natural; me parece imposible. Los antiguos tenían una imaginación demasiado florida.
Junto a la plaza se advierte sobre un lateral de la fachada la placa en mármol de "Villa Embid". Es la casa de don Salvador Embid Villaverde, con la leyenda que recuerda al caminante el lugar y la fecha en que se nombró al conocido periodista como hijo predilecto del pueblo. A él y a su ges­tión ante los poderosos cuando le fue posible, a don Salva­dor Embid, se debe la apertura del túnel a través de la peña que permite llegar al pueblo a pie llano, sin hacer cabriolas ni mayores esfuerzos para librar el serio obstáculo saltando la vertiente.
Y en dirección opuesta, pero siempre al alcance de la mano, la otra plazuela, la de los escalones infinitos que suben al ayuntamiento dejando a un lado el frontón de pelota, justo al pie de la Peña de la Cadena. El frontón de pelota, pintado de un verde riguroso, es el mismo muro exterior de la iglesia parroquial.
La puerta de la iglesia está abierta. En su interior manda el orden, el silencio y la limpieza. Tiene al fondo un retablo bellísimo de recargadas formas barrocas, que preside en la hornacina central una imagen de la Inmaculada. Al pie del presbiterio, colocada sobre su pequeña anda procesional, la imagen galana de Santa María Magdalena, la venerada patrona del lugar, con fiesta mayor a mitad de verano, imagen y advo­cación capaz de atraer en aquellos días señalados a un porcen­taje elevadísimo de hijos de Huertapelayo regados por el mundo.
A don Hilario, vecino de la plazuela de la Fuente, debo agradecer el gesto amable de encender la luz en el cuadro de la sacristía, para que pudiese ver, y fotografiar a mi gusto, el retablo mayor de la iglesia. Sobre el suelo, a uno y otro lado del altar, arden en silencio las lamparillas que fueron encendiendo los devotos.
Por toda la comarca se tuvo a los hijos de Huertapelayo, "los Pelayos", por gente excepcional; por gente capaz y vivi­dora, abierta al mundo (tal vez debido a su permanencia entre aquellos cerros durante demasiado tiempo); por gente unida entre sí de modo inseparable por los férreos lazos del paisa­naje. Una virtud ciudadana, de vieja y profunda raíz, que acabará por desaparecer al cabo del tiempo a impulso de las nuevas modas, más cuando el vecindario se reduce a dos o a tres familias durante todo el año. De esto, y de pocas cosas más, hablé con Pedro Portillo, que en aquel momento cruzaba el puente estrecho que lleva al Callejón del Gato.
- Pues sí; en verano, y en los fines de semana durante el buen tiempo, el pueblo se llena de gente, y de coches aparca­dos por las calles. En los días crudos del invierno, quedamos de continuo cuatro de ellos. Yo, por ejemplo, me marcho a Bilbao a pasar unos días, pero el resto del año lo paso aquí.
- Un poco frío e incómodo en invierno, ¿no le parece?
- No lo crea. El pueblo se libra bastante del frío con los cerros, incluso en invierno. Otra cosa es el estado de la carretera con los hielos para entrar y salir; pero eso son cuatro días, si nieva o las temperaturas son muy bajas.
Por el Callejón del Gato, al otro lado del arroyo, y por tantos rincones más que tienen en común mirar al barranco, quedan aún casas antañonas, con leyenda bien visible sobre la fachada que recuerda el nombre de su dueño y el año ya lejano de su construcción. Esquinas emparradas, portezuelas maltre­chas y cargadas de años, poyos de piedra donde sentarse a trasnochar o a gozar de las apacibles horas del atardecer, cuando el corazón del pueblo latía en vitalidad y andaban al uso las modas y costumbres ancestrales. Uno, que siente espe­cial veneración por estos rincones pueblerinos que apenas interesan a pintores y a poetas, gusta forjar idilios trasno­chados en aquellos escenarios, noches de ronda, escenas de amor y de dolor detrás de cada puerta, y horas incesantes de brega por el noble ejercicio de sobrevivir. La esencia al fin de nuestro pasado al que, cuando menos, debiéramos volver la mirada de vez en cuando con gratitud, como origen nada lejano de lo que ahora somos. El recuerdo de Huertapelayo, amigo lector, podría servir de santuario a nuestra imaginación, donde poner en práctica tan recomendable virtud.

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