Sí, el tercer paraíso. El primero podría ser aquel del que nos habla la Escritura y con el cuál, forjado en cada mente a su manera, todos hemos soñado alguna vez. El segundo sería para mí aquel que cada uno guarda en su imaginación, lejano en el tiempo y en la distancia, irreal posiblemente, en donde se rodaron, quiero pensar, las más bellas escenas del film de nuestra vida. El tercero, ya queda dicho: aquel pueblecito serrano de Peralejos de las Truchas, tan distante de esta quietud capitalina en la que ahora escribo, en callada noche de abril, dejada al vuelo la imaginación que gira y gira por el cielo impoluto y azul de aquellos parajes, campos para soñar que tienen por vecinos muchos de los pueblecitos del Alto Tajo, y de los que Peralejos resulta ser uno de los más afortunados.
Hace varias semanas tuve la dicha de andar por allí. Perderse por aquellos caminos junto a los riscos y las profundas barranqueras pinariegas, es siempre un acontecimiento digno de celebrar. A un lado y al otro del camino la vegetación agreste de las sierras donde nunca falta el boj y los marojos, la corregüela y las moñas de carrasquillo, el puente sobre el río de aguas clarísimas, y de vez en cuando la tierna praderilla en donde pastan a su antojo las reses del vacuno a cuatro pasos de ti, al otro lado de la débil alambrada que un hombre y una mujer que salen de dentro acaban de cerrar.
- Son bravos, ¿verdad?
- Sí; de la ganadería de Gracia Sorando, de Baños de la Encina en la provincia de Jaén. Aquí pasan la primavera y el verano, más o menos, y en el invierno los volvemos a bajar a Andalucía.
- Menos los que mueran en las plazas, naturalmente ¿No les da miedo andar entre ellos como si fueran mansos corderos gigantes?
- No; en el campo estos animales son inofensivos. Puede entrar si lo desea y hacerles alguna foto.
Al otro lado del río Cabrillas los soberbios farallones que por encima de los pinos alzan su testa de piedra, recuerdan aquellos otros de la vecina Serranía de Cuenca, alineados como obra de titanes en las márgenes de los ríos, y el pueblo, que aparecerá de un momento a otro, guarda cierta similitud en su estilo y emplazamiento con la villa conquense de Tragacete, la más pintoresca y acogedora de aquellas sierras, y la mejor dispuesta para acoger al turismo también, una realidad hace tiempo insospechada, sobre la que hoy basa una buena parte de su economía.
Peralejos, con sus casas retocadas, amarillas y blancas bajo techumbres rojizas casi todas ellas, surge por fin a la salida de una curva. El pueblo está situado en medio de una caldera inmensa, rodeada de montañas grises en cuyas cumbres destaca el abrupto roquedal. En la calle primera, en la calle larga que tienen por oficial el nombre de Arroyo de Arriba, se pueden ver todavía algunas casonas de vieja concepción, en las que cuenta como reliquia del antiguo Peralejos con galerías de tosco barandal de palitroques, y rincones -pocos, esa es la verdad- que aún pueden aportar a quienes los observan con detenimiento imágenes retrospectivas del pueblo de pastores y ganaderos que antes fue, del pueblo de hacheros, gancheros y maderistas, cuya vida y costumbres marcan muchos años después una época de leyenda en la que, una vez allí, al viajero gusta que se engolfe su imaginación.
Un grupo de chiquillos salían aquella mañana a la calle del Arroyo enarbolando una pancarta en son de apoteósico recibimiento. Eran diez o doce a lo sumo los chiquillos que integraban la manifestación. Esperaban a otros grupos de muchachos que desde Guadalajara y Checa llegaron poco después en dos autocares. Unos y otros, tenían previsto pasar en Peralejos un día de convivencia al cuidado de los respectivos párrocos. La iglesia de San Mateo, la Plaza Mayor, las casonas solar de aquellas familias de renombre, las huertas, los montes, el pinar, los hoteles y las aguas verdes del Tajo tan joven aún, todo viene a estar a mano en Peralejos.
La iglesia parroquial eleva su espadaña sobre la plaza de la Fuente mirando al río de lejos. Dos arcos dan paso al pórtico de la iglesia. Resulta impresionante la cargadísima filigrana de su retablo mayor, obra de José Lanzuela, maestro de taller vecino de Molina allá por los primeros años del siglo XVIII según me explicaron, y que es la pieza artística tras la cuál -quizá por su grandiosidad y riqueza de formas en el más fluido barroco- se van los ojos de quienes entran al templo por primera vez. En una de las capillas laterales queda en sencilla hornacina la talla neogótica de Nuestra Señora de Ribagorda, patrona del pueblo, más agraciada en devociones y leyendas que en belleza como imagen, si la comparamos con otras, incluso de su misma época. No obstante, su fama de milagrosa data de tiempos antiquísimos, pues se dice que ante la aparatosa sequía sufrida en tierras de Molina el año 1664, con grave amenaza a vidas y haciendas por falta de agua para los campos y aun para el sostenimiento de animales y personas, toda la comarca se movilizó con fervorosas rogativas en torno a aquella imagen, hasta conseguir en poco tiempo abundancia de agua salvadora. Interesante en el coro el órgano parroquial, y sobre los muros de la nave la colección de lienzos representando figuras de apóstoles de la época tenebrista, es cuanto en una visión ocasional y demasiado rápida, puede apreciarse dentro de la iglesia como más destacable.
En Peralejos de las Truchas hay tres plazas: la Plaza Mayor, la de la Taberna, y la Plaza de la Fuente. A distintas alturas al andar por sus calles, se enfrenta el caminante con casonas de renombrada raíz, casas que dieron al pueblo una interesante nómina de hijos distinguidos, como la de los Arauz, la de los Sanz o la de los Jiménez, ésta última en la calle de la Cañada.
El tiempo corre en Peralejos vertiginosamente; se agota en un solo mirar y mirar. Los altos que llaman de la Muela de Utiel, y los cortes rocosos de Zaballos y de la Vieja, anuncian muy próximo el verdadero paraíso serrano: los cauces del río, un relax para el corazón, un antídoto eficiente y muy recomendable para los males de la vida moderna.
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