sábado, 30 de abril de 2011

HUERTAPELAYO, UN AVE FENIX EN EL ALTO TAJO



Huertapelayo, a la vera del Tajo y a casi mil metros de altura sobre el nivel del mar -pese a encontrarse todo él en el fondo de una hoya soberbia, de un barranco profundo por el que corre un arroyo-, es uno más de esa media docena de pue­blecitos serranos, de escondidos paraísos lejanos a todo medio de comunicación, que oculta la provincia de Guadalajara y que tan sólo se dejan ver cuando alguien los busca.
Hace años que estuve en Huertapelayo por primera vez. Salí entonces de allí con la impresión de haber dejado atrás un pueblo abandonado, una reliquia de la Castilla rural conde­nada a escombros. Aunque antes, y hoy, es la Naturaleza quien comanda sobre aquellos parajes, ahora lo parece menos, la presencia del hombre se ha hecho notar en el corto espacio de una década. Huertapelayo, a la sazón anejo al ayuntamiento de Zaorejas, gracias al empeño de unos y de otros, ha vuelto a renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, ha tomado cuerpo el rescoldo que lo mantuvo en estado de catalepsia desde los años del éxodo, hasta el punto de haberse convertido en un lugar deseado, en un pueblecito hermoso y tranquilo, hermético y feliz, que invita a quedarse allí para siempre.
Desde el empalme de carretera, entre Villanueva de Alco­rón y Zaorejas, el camino baja retorciéndose por entre los pinos, las sabinas y los encinares, hasta el Arco del Salva­dor. Es una tira de asfalto estrecha, tranquila, pintoresca, saludable, enrevesada a tramos. Los peñascos grises que sos­tiene la vertiente, amenazan con bajar rodando hasta la carre­tera y hasta las huertas al paso del viajero. Por el Arco del Salvador cuelga la chorrera. A partir de allí, y aun dentro del pueblo, el rumor del arroyo es incesante. Huertapelayo, con Trillo en la Alcarria y Algar en el valle del Mesa, es pueblo que se adormece a esas del anochecer con el agua canta­rina del arroyo.
La mañana es gris y apunta desapacible cuando entro en Huertapelayo. Algunas de las viviendas son nuevas, en otras se advierte que han sufrido a fondo los efectos de la mano amiga del restaurador. Por el puente del arroyo, bajo la fronda espesa de la chopera, cruza un hombre con un haz de hierba sobre el hombro. En el centro de la plaza mana una fuente por tres cañuelos de agua fresca entre las piedras toscas. Desde el centro de la plaza, uno se da cuenta de que las gentes y las casas de Huertapelayo quedan al amparo de dos cerros tremendos, de dos cerros enriscados, uno al norte y otro al sur de los edificios, de las sonoras corrientes del riachuelo, del ramaje tupido de las choperas: son el pico de la Hila y el de la Cadena. De éste último, dicen que la peña se sostiene atada a un tomillo.
- Oiga: ¿A usted le parece natural eso que cuentan?
- Pues, no; qué quiere que le diga. No me parece natural; me parece imposible. Los antiguos tenían una imaginación demasiado florida.
Junto a la plaza se advierte sobre un lateral de la fachada la placa en mármol de "Villa Embid". Es la casa de don Salvador Embid Villaverde, con la leyenda que recuerda al caminante el lugar y la fecha en que se nombró al conocido periodista como hijo predilecto del pueblo. A él y a su ges­tión ante los poderosos cuando le fue posible, a don Salva­dor Embid, se debe la apertura del túnel a través de la peña que permite llegar al pueblo a pie llano, sin hacer cabriolas ni mayores esfuerzos para librar el serio obstáculo saltando la vertiente.
Y en dirección opuesta, pero siempre al alcance de la mano, la otra plazuela, la de los escalones infinitos que suben al ayuntamiento dejando a un lado el frontón de pelota, justo al pie de la Peña de la Cadena. El frontón de pelota, pintado de un verde riguroso, es el mismo muro exterior de la iglesia parroquial.
La puerta de la iglesia está abierta. En su interior manda el orden, el silencio y la limpieza. Tiene al fondo un retablo bellísimo de recargadas formas barrocas, que preside en la hornacina central una imagen de la Inmaculada. Al pie del presbiterio, colocada sobre su pequeña anda procesional, la imagen galana de Santa María Magdalena, la venerada patrona del lugar, con fiesta mayor a mitad de verano, imagen y advo­cación capaz de atraer en aquellos días señalados a un porcen­taje elevadísimo de hijos de Huertapelayo regados por el mundo.
A don Hilario, vecino de la plazuela de la Fuente, debo agradecer el gesto amable de encender la luz en el cuadro de la sacristía, para que pudiese ver, y fotografiar a mi gusto, el retablo mayor de la iglesia. Sobre el suelo, a uno y otro lado del altar, arden en silencio las lamparillas que fueron encendiendo los devotos.
Por toda la comarca se tuvo a los hijos de Huertapelayo, "los Pelayos", por gente excepcional; por gente capaz y vivi­dora, abierta al mundo (tal vez debido a su permanencia entre aquellos cerros durante demasiado tiempo); por gente unida entre sí de modo inseparable por los férreos lazos del paisa­naje. Una virtud ciudadana, de vieja y profunda raíz, que acabará por desaparecer al cabo del tiempo a impulso de las nuevas modas, más cuando el vecindario se reduce a dos o a tres familias durante todo el año. De esto, y de pocas cosas más, hablé con Pedro Portillo, que en aquel momento cruzaba el puente estrecho que lleva al Callejón del Gato.
- Pues sí; en verano, y en los fines de semana durante el buen tiempo, el pueblo se llena de gente, y de coches aparca­dos por las calles. En los días crudos del invierno, quedamos de continuo cuatro de ellos. Yo, por ejemplo, me marcho a Bilbao a pasar unos días, pero el resto del año lo paso aquí.
- Un poco frío e incómodo en invierno, ¿no le parece?
- No lo crea. El pueblo se libra bastante del frío con los cerros, incluso en invierno. Otra cosa es el estado de la carretera con los hielos para entrar y salir; pero eso son cuatro días, si nieva o las temperaturas son muy bajas.
Por el Callejón del Gato, al otro lado del arroyo, y por tantos rincones más que tienen en común mirar al barranco, quedan aún casas antañonas, con leyenda bien visible sobre la fachada que recuerda el nombre de su dueño y el año ya lejano de su construcción. Esquinas emparradas, portezuelas maltre­chas y cargadas de años, poyos de piedra donde sentarse a trasnochar o a gozar de las apacibles horas del atardecer, cuando el corazón del pueblo latía en vitalidad y andaban al uso las modas y costumbres ancestrales. Uno, que siente espe­cial veneración por estos rincones pueblerinos que apenas interesan a pintores y a poetas, gusta forjar idilios trasno­chados en aquellos escenarios, noches de ronda, escenas de amor y de dolor detrás de cada puerta, y horas incesantes de brega por el noble ejercicio de sobrevivir. La esencia al fin de nuestro pasado al que, cuando menos, debiéramos volver la mirada de vez en cuando con gratitud, como origen nada lejano de lo que ahora somos. El recuerdo de Huertapelayo, amigo lector, podría servir de santuario a nuestra imaginación, donde poner en práctica tan recomendable virtud.

lunes, 25 de abril de 2011

EL TAPÓN DE ENCANTAMIENTO

Una bonita fotografía de la moderna plaza de Ocentejo, con el ayuntamiento al fondo y la peña del castillo detrás -castillo liliputiense para don Francisco Layna- me animan a escribir, recordando, acerca de una historia o leyenda posmedieval que en su día me contó a la sombra de un cerezo un erudito ocentejano, don Ruperto S. Fraile, para mí de feliz recuerdo.
Hay sucesos a centenares y acontecimientos en la vida de los pueblos, que la tradición oral conserva por encima de los siglos, ya que ni las viejas crónicas de su tiempo ni la Historia se han querido responsabilizar de su presumible o dudosa veracidad. Son las leyendas; relatos pintorescos muy extendidos por tierra de Castilla, casi todos de origen medieval, en donde la penumbra de la España mora las envuelve por sistema en un valle inaccesible de misterios, que en último caso siempre supone un verdadero gozo el hecho simple de pretender entrar en él. Guadalajara toda está plagada de hermosos relatos a punto de desaparecer para siempre, como éste que de una manera sucinta procuraré contar.
El rey Alfonso VIII de Castilla, veinteañero a la sazón por aquellas fechas, había hecho una gira por las sierras sureste de la Provincia reclamando personal para la conquista de Cuenca, que llevaría a efecto con rotundo éxito el día de San Mateo del año 1177. Como pago a la lealtad y al buen servicio de sus gentes, el rey solía otorgar a los pueblos amigos algún beneficio, consistente por lo general en ordenanzas o fueros, títulos o territorios en propiedad, cuando no la construcción a sus expensas de alguna fortaleza, iglesia o monasterio románicos, que era como bien sabemos el estilo al uso. Toda Castilla aparece salpicada de pruebas de gratitud de ese tipo, tantas de ellas desaparecidas, cuando no maltrechas y en estado ruinoso. Ese fue el caso de la fortaleza de Ocentejo, alzada sobre una arisca prominencia que hay junto al pueblo y a la que los vecinos aún reconocen por EL Castillo, y de la iglesia anexionada, ambos volados por los franceses cuando las guerras contra Napoleón, fatalidad a la que se habría de unir la quema inminente de pergaminos y de archivos del ayuntamiento cuando las guerras carlistas.
Parece ser que los Carrillo de Albornoz ocuparon durante más de un siglo el castillo de Ocentejo, y entronizaron en la primitiva iglesia una imagen de Nuestra Señora del Rosario, que muy pronto gozaría del fervor popular en toda la comarca.
Los Carrillo de Albornoz, nobilísima familia conquense con rama en Beteta, villa serrana de la que fueron señores, eran de un natural violento, hasta el punto de registrar en su brillante historia algún lamentable caso de fratricidio, como bien hacen constar los anales del pueblo cuando hablan de la muerte de don Pedro a manos de su hermano don Alvaro, cuyos restos recibieron sepultura en la propia capilla de la fortaleza familiar. Pese a todo, el pueblo de Ocentejo y las aldehuelas de su contorno, solían beneficiarse de la generosa condición de las señoras de los de Albornoz, a quienes acudían en cualquier aprieto con la seguridad de ser atendidas con prontitud y con largueza.


Sucedió que cuando las Guerras de Granada, los señores del castillo fueron requeridos con sus pequeñas mesnadas a tomar parte en la última batalla de la Reconquista, que traería como consecuencia la expulsión de los moros y a renglón seguido la unidad nacional. A la hora de partir, los señores desearon poner a salvo a sus familias abandonando el castillo, por miedo al ataque imprevisto de ciertos grupos de insurrectos musulmanes escondidos, según se sabía, por aquellas sierras. Decidieron pues trasladar a sus mujeres e hijos al castillo de Torralba, más seguro y mejor protegido que la peña de Ocentejo, mientras que ellos acudían a la urgente llamada de los Reyes Católicos, dispuestos a librar la última batalla.
No todo salió como los señores tenían previsto. Una adoles­cente de nombre Beatriz, lindo pimpollo de la familia de los Albornoz, nacida en aquellas sierras y enamorada desde niña de su paz y del incomparable paisaje que había sido testigo de sus juegos de infancia, se negó obstinadamente a abandonar el solar de sus mayores acompañada de su aya, Aldonza, a la que amaba tanto o más que a su propia madre. Señora y aya quedaron pues como únicas residentes de la noble mansión en apariencia inexpug­nable, como en abierto desafío a cualquier peligro en el que, en principio, no cabía pensar.
Más sucedió que una tarde de otoño, calmosa y fría por aquellas sierras, las gentes de Ocentejo sintieron en las inmediaciones de sus huertas el relincho de los caballos y el cruzar vertiginoso de los hombres de la media luna, por entre el tupido juego de troncos y de maleza en el bosquedal que rodeaba al pueblo. Alguien se apresuró a subir entre dos luces y llevar a las únicas habitantes del castillo la alarmante nueva. Beatriz, y su aya la fiel Aldonza, bajaron enseguida la escalinata de piedra que separaba al castillo de la iglesia del Rosario. Rezaron brevemente. Se encomendaron a la Virgen y salieron, a punto de cerrar la noche, con intención de esconderse en cualquier recoveco de los peñascos más próximos al lugar a fin de salvar sus vidas. No pudo ser. La astucia musulmana y las referencias que algunos insurrectos poseían acerca de la belleza de Beatriz, les habían motivado a tomar el castillo lo antes posible sin ningún tipo de impedimento. Cuando las dos mujeres salían de la ermita, los moros habían alcanzado ya las almenas del castillo y algunos bajaban apresuradamente hacia donde ellas estaban, dejando brillar a la luz de la luna naciente las hojas afiladas de sus alfanjes. Beatriz, indefensa, tierna y delicada como flor silvestre de las vegas del Alto Tajo, se volvió de manera instintiva hacia la Señora y Patrona del Castillo, cuya imagen podía distinguir a través de la puerta entreabierta de la ermita, a la luz temblorosa de un pobre velón de cera.
- ¡Madre! -gritó asustada la infeliz-. Concédenos la dicha de que la tierra nos haga desaparecer; de que las peñas nos traguen antes de que nuestros cuerpos se vean profanados por los cobardes enemigos de nuestra fe.
Dicen que se abrió la peña, y que encerró en su seno a la adolescente Beatriz y a la fiel Aldonza, de las que jamás nadie supo nada. Las buenas gentes del lugar, aseguran que en determi­nadas noches de otoño, cuando el viento de la vega sube a chocar contra las esquinas rocosas que sirvieron de peana a su castillo, se sienten los lamentos de las dos desdichadas que todavía penan allí, nadie sabe con qué suerte de tormentos ni por cuánto tiempo, en el lugar preciso en donde ocurrieron los hechos y que en Ocentejo la gente conoce aún, cinco siglos después, por "El Tapón de Encantamien­to".

martes, 19 de abril de 2011

DE REGRESO A TERZAGA



Es posible que sea la primavera uno de los momentos más recomendables para perderse en viaje de solaz por estos pueblecitos del Bajo Señorío Molinés que, cruzando aguas cuando las hay del Gallo, del Bullones y el Cabrillas, dan con nosotros en aquellos escondidos paraísos del Alto Tajo.
Fue un día de primavera, lo mismo que el de hoy, cuando hace más de veinte años vine a Terzaga por primera vez. He vuelto después en diferentes ocasiones, sin detenerme, siempre en viaje de paso hacia otros pueblos de más allá por la misma ruta. Ahora, tal y como han trazado las nuevas carretera, ni siquiera es preciso entrar en sus calles a no ser que se vaya al pueblo ex profeso, como ahora voy.
Desde Molina son campos de labor los que nos han seguido durante el viaje, veguillas fecundas rodeadas de cerros viejos salpicados de sabinas, de chaparros, de rebollo, de aliagas y de maleza. Poco más adelante aparecerán los pinos y el boj, prelu­dian­do la sexma que dicen de la Sierra.
Ha cambiado Terzaga en su favor durante los últimos años, como poco al ritmo de los restantes pueblos del contorno, o quizá todavía más, pues, bien lo saben sus vecinos, que sobre otros muchos y sin afán de desmerecer a nadie, el suyo es un pueblo distinguido. Lástima que, también al ritmo que lo han hecho los demás, el pueblo se haya ido vaciando hasta niveles preocupantes. Nunca ha sido Terzaga un pueblo grande, esa es la verdad, pero está escrito que en 1850 contaba con 190 almas, un siglo después había crecido en casi cien más, y en este momento, de manera fija y permanente como a ellos gusta decir, no llegan al medio centenar de habitantes aun tirando de largo.
Fue Terzaga un pueblo apto para la agricultura. En los llanos, siempre protegidos por las hoscas colinas de su contor­no, se dio el trigo, la cebada, el centeno, la avena, las legumbres, las hortalizas y buenos pastos para el ganado; suficientes para sacar adelante a las familias que entonces llenaban todas sus viviendas, las más rancias y señoriales con escudo de piedra sobre sus fachadas, y las de más modesta condición, hoy restaura­das y cómodas casi todas ellas, para ser ocupadas por sus dueños ausentes en los dos meses clave del verano, y durante muchos de los fines de semana siempre que el tiempo lo aconseje.
Los campos que el pueblo tiene por vecinos se llaman la Portera, el Guijarral y la Veguilla; y los cerros la Carrasqui­lla, el cerro de la Canal y Villomar. La ermita de la Cabeza, paraje de devociones y romerías, está situado sobre uno de ellos.
Debido a su situación al lado del río Bullones, y con varios de sus vallejuelos en cuencas de arroyos salinosos, Terzaga fue y sigue siendo pueblo de salinas, viejas fuentes de riqueza que en ciertas estaciones, como ésta de Terzaga por ejemplo, se ha preferido cesar en su explotación, cuando hace siglos fueron más estimadas que los bosques, que los terrenos de cultivo y que los propios pueblos. Repetidos ejemplos de explotación salinera, tal vez con una antigüedad muy próxima a los ochocientos años, existen todavía en la provincia, y de las cuales, siempre por el viejo sistema de la evaporación del agua por la acción del sol, la mayor parte de ellas se siguen explotando con resultados irregulares, pues todo depende de la climatología.
La mañana en Terzaga es luminosa. En la sombra es posible que haga demasiado frío, mientras que la fuerza del sol resulta molesta a medida que el tiempo pasa. En la plaza se oye el murmullo de los chorros de la fuente. Un anciano dormitea apoyado en el pomo de su garrote, solitario sobre un banco. A todo correr salta un gato a la carretera, perseguido por un perrucho con el lomo erizado que baja desde la calle de la Rambla. La calle de la Rambla es la que sube hacia el cementerio. En la calle de la Rambla está la fachada y la entrada principal a la suntuosa iglesia del pueblo; y poco más arriba la casa solar de los Ruiz Malo, repartida hoy entre varios dueños. Destaca en la antigua mansión de don Juan Ruiz Malo la artística rejería en ventanas y balcones y el desgastado escudo familiar que la sella. En el primero de los balcones un hombre toma el sol del medio día. El balcón está cubierto con el típico tejadillo en dos vertientes formando ángulo. Se llama Basilio el hombre del balcón, y Marcelina la mujer que aparecerá en seguida. Basilio y Marcelina son hermanos. Cruzamos unas palabras entre la calle y el balcón, y en seguida bajan. Me enseñan dos hermosas fotografías en color y la portada de una revista. Son imágenes de la iglesia del pueblo las tres; dos exteriores y una interior del día de la inauguración después de las obras. La iglesia de Terzaga, por su monumentalidad, rompe el equilibrio de lo que ahora el pueblo es, y de lo que fue en el año 1778 en que debieron concluirla. Sabemos que fue costeada sin reparar en gastos por dos hijos ilustres del pueblo, contemporáneos y obispos los dos: don Victoriano López Gonzalo, obispo de Tortosa, y don Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Puebla de los Ángeles en Méjico, y de Valencia después. Cuentan que al final de las obras se les acabó el dinero, y que uno de ellos, ciego en su vejez, tocó las paredes con los dedos para asegurarse que eran de piedra y no de oro, por lo que había costado. Una obra magnífica, de sillar y sillarejo en el campanario, en los contrafuertes y en el pórtico de dos arcadas; chapitel de metal y, desde luego, un monumento demasiado capaz para lo que es el pueblo, y costoso de mantener dadas las precarias economías.
-Sí. Hace dos años se restauró por dentro y ha quedado muy bien; pero ahora necesita un retoque en el campanario, porque tiene allá arriba unas cuantas piedras, que cualquier invierno de lluvias como el pasado, se nos vienen abajo.
-Con los pocos habitantes que son no se les llenará nunca.
-Pocas veces; para las fiestas de la Asunción, en el mes de agosto, sí que se llena; pero en el resto del año, nunca.
En tanto, la oronda torre del campanario, muy similar en su estructura a la del Giraldo del convento molinés de San Francis­co, sigue reclamando la atención del visitante, que aún dedica el resto de la mañana a recorrer las calles del pueblo antes de emprender el viaje de vuelta.

viernes, 15 de abril de 2011

EN EL MUSEO DE SIGÜENZA


Debió de costar mucho trabajo, y de hecho quiero recordar que así fue, el dejar salir de sus iglesias importantes piezas de valor, sentimental cuando menos, para formar parte de un museo de arte sacro en la ciudad cabecera de la diócesis. Y es que, cuando el hombre se rige más por los impulsos del corazón -motivo razonable y hasta cierto punto honroso- que por el recto juicio de su cerebro, da lugar a hechos así, a situaciones desagrada­bles, cuando no violentas, al advertir que algo que considera suyo se lo llevan a otro lugar para su lucimiento, sin considerar los pros que lo harían aconsejable frente a los contras que él no se ha detenido a considerar: el despoblamiento de tantos pequeños pueblos y, sobre todo, la avalancha de robos sacrílegos en iglesias y ermitas pueblerinas que con años de antelación ya se preveían.

Estas consideraciones entre algunas más llevaron al obispo Castán Lacoma, recientemente fallecido, a crear en el año 1968 el museo de la diócesis, aprovechando las distintas piezas de valor que, al cabo de tantas vicisitudes históricas, todavía se conservaban en algunas de las iglesias de nuestros pueblos, muchas de ellas destinadas a desaparecer como consecuencia de la fuerte emigración sufrida en el medio rural por aquellos años. La idea del obispo fundador aportaría al arte sacro provincial un doble interés en lo sucesivo: quedaría a salvo de robos y saqueos, a la vez que podría ser visto y admirado por multitud de personas que, de no ser así, apenas servirían como piezas anónimas de valor sentimental en su lugar de origen o como objetos abocados al abandono en el rincón sombrío de cualquier iglesia.

Aún queda en algunos pueblos de la diócesis cierto poso de resentimiento a consecuencia de aquellos traslados; resentimiento que en buena parte se aminora al contemplar hoy aquella imagen o aquel cuadro, debidamente restaurados, en las mejores condicio­nes ambientales y de luminosidad, recibiendo a diario las correspondientes muestras de admiración por parte de quienes van a verlas al Museo Diocesano llamados por su reconocido interés.

Las distintas salas del museo ocupan la planta baja de la antigua casa de los Barrenas, un edificio neoclásico situado frente a una de las puertas de hierro que dan paso al pórtico de la Catedral. Atiende al visitante un sacerdote joven, don Ignacio Ruiz, que ejerce las funciones de director; un muchacho de elegante porte y de trato extraordinariamente correcto.

En compañía del Director del Museo entre el silencio y la tranquilidad más absoluta. La pieza que en principio me atrae aparece iluminada al fundo de una de las salas, de la sala dos, que a efectos de organización tiene como tema común de lo allí expuesto el de "Camino de salvación". La pieza a la que me refiero no es otra que el cuadro de "La Inmaculada niña", de Francisco de Zurbarán, procedente de la iglesia de Jadraque. A un lado y a otro vamos viendo tallas y pinturas, casi todas en óleo sobre tabla, procedentes de iglesias tan dispares en la distancia como las de Renera y Anchuela del Pedregal, pasando por Berninches y por Molina sólo a título de ejemplo, que, natural­men­te allí tienen su representación.

Antes, y en la sala número uno titulada "Origen y principio de vida", nos detenemos frente a una laboriosa figura de marfil. Se presenta como un trabajo luso-indú, de autor anónimo del siglo XVI, y procedente de la parroquia de Mochales. Se trata de un juego extraordinario de figurillas diminutas, que se corona con la imagen del Buen Pastor según los cánones del arte oriental, y que, según me explicó el Director, algunos de los hombres de más edad que todavía viven en Mochales, recuerdan cómo sirvió de entretenimiento para monaguillos y chavalotes del lugar que al pasar por la parroquia lo tocaban y jugaban con él. Relieves, yeserías con arabescos, fósiles con más de ciento cincuenta millones de años procedentes de Madagascar, ocupan su sitio en aquella misma sala junto a las famosas figurillas de Adán y Eva, en alabastro gótico del siglo XVI, procedente de la iglesia de Pozancos.

En la tercera de las salas, "Luz en mi sendero", son documentos antiguos y algunos utensilios los que se exponen: un arcón, un trozo de puerta con herrajes, un tratado de Arquitectu­ra del siglo XVII encuadernado en piel, un escudo en cerámica de la familia Mendoza, una bula en pergamino del siglo XV manuscrita y firmada por Johanes Alvarez de Tendilla, una campana de bronce, y algunos objetos más de los que no tomé cuenta y ahora no recuerdo. Libros de los siglos XVI al XIX, los hay abundantes en la sala cuatro, titulada "Pan que sustenta y fortalece"; algunos óleos más y una talla representando a San Jerónimo completan el contenido de esta sala, con lo que pasamos a la contigua que, según el arden lógico, debe de ser la número cinco, y, en efecto, lo es. Una suave musiquilla de órgano nos acompaña ahora por todas partes. La sala cinco, que se nombra con la frase del Evangelio de San Juan "La verdad os hará libres", es quizá una de las más interesantes en su conjunto. Ocupa lugar preferente en ella el "Entierro de Cristo", pintura sobre tabla al gusto flamenco, obra del Maestro de Pozancos, que después de su restauración se ofrece a los ojos del visitante en todo su esplendor. El San Elías de Salzillo, procedente de la iglesia de Renera y restaurado también, réplica del que se guarda en el museo de Pastrana, ocupa su lugar en esta quinta sala junto a varias imágenes en alabastro o marfil, y algún ejemplar de las Actas de los Mártires con excelentes ilustraciones.

La última de las salas del museo, la seis, titulada "Siembra de eternidad", será tal vez la más variada por cuanto a su contenido, pues en su interior se acogen, entre algunos objetos más, un Cristo de marfil procedente de la iglesia de Pareja; una pila bautismal, románica, que durante siglos sirvió para cristianar en la iglesia de Canales del Ducado; un sagrario en madera policromada, un incensario barroco, una custodia de plata y unas crismeras del mismo metal, con cinco siglos de antigüedad, trabajadas por el orfebre Pedro de Frías.

Muestrario, y a la vez archivo, el Museo Diocesano de Sigüenza se me antoja un rincón memorable donde se siente palpitar el corazón de nuestro pasado; un escaparate del arte íntimo con el encanto de lo rural que ha llegado hasta nosotros sin saber cómo, y que en ocasiones, coincidiendo con festividades en las que su parroquia de origen lo necesita, se devuelve para cumplir con el rito litúrgico, y una vez acabado se entrega de nuevo al Museo hasta el año siguiente. Es el caso de algunas custodias que, llegada la celebración del Corpus, los fieles del lugar tienen ocasión de verla pasear por las calles del pueblo.


(La imagen representa "El entierro de Cristo", del Maestro de Pozancos)

miércoles, 13 de abril de 2011

SEMANA SANTA EN EL SOTILLO


Las fechas que se nos avecinan han ido perdiendo durante las últimas décadas una porción importante de su antiguo contenido, no sólo en el aspecto religioso, que por sí significa la desaparición de toda una serie de valores nobles difíciles de recuperar, sino también en el aspecto costumbrista, unido al anterior de modo inseparable como producto de los años y de los siglos emanado del ambiente rural. Las costumbres desaparecidas fueron el fruto caduco de generaciones pasadas, al que nosotros, los que ahora vivimos, no hemos sido capaces, o no hemos querido mantener por considerarlo intemporal, poco rentable, y ahora nos estamos quedando sin ello como pilar de nuestra cultura autóctona. Hago votos por que jamás nos tengamos que arrepentir, a la vez que invito a quienes les sea posible para que lleven al papel escrito lo que a este respecto su memoria no sea capaz de mantener por mucho tiempo, entre otras razones porque la vida es breve y otros vendrán después que podrían necesitarlo.

Y entrados en tema, pues creo que nunca lo hice, aprovecho la ocasión para felicitar y agradecer su trabajo, al que tituló “Cancionero tradicional de Guadalajara” a María Asunción Lizarazu de Mesa, autora de tres volúmenes que son un verdadero tesoro. Si los pueblos y sus costumbres desaparecen, como está ocurriendo y ocurrirá en lo sucesivo, bueno es que se queden en el papel impreso, o en cualquier otro sistema al que nos lleve la tecnología moderna, como única manera de perpetuarse y de llegar, al cabo de los años y de los siglos, a quienes alguna vez precisen de ello.

Después de este prólogo imprevisto a mi trabajo de hoy, les animo a viajar, como casi siempre por los pueblos de nuestra Provincia. Lo haremos hacia uno de los lugares más escondidos y más interesantes de los que yo conozco: El Sotillo, en la Alcarria de Cifuentes, camino de Las Inviernas, donde la gente, los pocos que ahora son y los que fueron antes, acostumbran beber el agua riquísima de una fuente de seis caños que allí conocen como de “La cabeza del perro”, debido al relieve de una cabeza esculpida sobre un lateral, que más parece de un ternerillo lechón que de un perro, como desde antiguo dicen allí.

Hoy no tomamos por nuestro el pueblo de El Sotillo por el agua de su fuente generosa, ni por los bellísimos parajes que tiene alrededor, sino por algo bien distinto, y que como antes dije, conviene dejar marcado en letra impresa, porque mucho me temo que ya, en estos años primeros del siglo y del milenio, se trate de algo que marchó sin billete de vuelta. Me lo contaron hace quince o veinte años algunas de las mujeres del pueblo, y tal cual a ello hago referencia. Doña María y doña Marciana Barbas fueron entre algunas más las que me contaron todas estas cosas dentro de la pequeña iglesia que, por cierto, aún tenían a la vista de todos colocada sobre sus andas a la Patrona del pueblo, la Virgen de Aranz. Unas y otras, todas las señoras del lugar que habían acudido como cada tarde del sábado a rezar a la iglesia, me intentaron explicar aquello de los mil Jesuses, de los treinta Credos, de los cantos penitenciales de la Sagrada Cena y del Reloj de Jesús; pero hablando todas al mismo tiempo. Luego de poner las cosas en su sitio y por el debido orden, fue lo primero que me enteré de la costumbre antiquísima que allí tenían de cantar en la noche del Jueves Santo el “Reloj de Jesús”, compuesto por veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la noche, y que comenzaba con ésta a manera de introducción:

Es la Pasión de Jesús

un reloj de gracia y vida,

reloj y despertador

que a gemir y a orar convida.

Una manera seria, acorde con las circunstancias y con el momento, que las buenas mujeres del lugar empleaban por tradición para entrar con las debidas disposiciones en el Viernes Santo. Sin que nadie del pueblo, ni aun los más ancianos, pueda dar noticia del cuándo y el porqué de su origen, fue costumbre en El Sotillo que el día de Viernes Santo, bien por la mañana o bien por la tarde se rezaran los treinta y tres credos que manda nuestra señora la Tradición sin volver la cabeza por nada del mundo, y en caso de hacerlo, por descuido o por cualquier otro motivo, había que empezar de nuevo. Jamás había oído hablar de nada semejante hasta el día que estuve allí por primera vez, y la verdad, me cogió de sorpresa. Procuraré llevarlo al conocimiento de nuestros lectores, aprovechando las mismas palabras con las que me lo contó doña Marciana Barbas aquella tarde del mes de octubre de 1985. Ella lo dijo así: «Pues es muy fácil de entender. Nos juntamos unas cuantas mujeres, nos vamos a un camino por el campo, y nos rezamos treinta y tres credos sin mirar atrás. Cuando éramos chicas, venían los mozos a seguirnos y nos tiraban piedras. Entonces, siempre había alguna que no aguantaba sin mirar y nos costaba empezar otra vez. Antes de cada credo se dice: Satanás, en mí no has tenido parte, ni tienes ni tendrás. Treinta y tres credos he rezado sin volver la cabeza atrás.»

Estas costumbres en la Semana Santa del pueblecito alcarreño de El Sotillo, deberían esperar para ser completas hasta el día de la Cruz de Mayo, cuando las mujeres volvían a reunirse de nuevo para rezar los mil Jesuses. La cuenta, para no perderse, la llevaban valiéndose de un rosario. Veinte vueltas a las cincuenta cuentas del rosario diciendo “Jesús” y la costumbre estaba cumplida: mil veces justas. Cada cincuenta Jesuses entonaban un canto piadoso y seguían adelante con otros cincuenta. Un canto como éste que transcribo, tomado de viva voz para la ocasión en el mismo pueblo:

¿De dónde vienes, mi buen Jesús

tan triste y desconsolado?

Vengo recién azotado

y de espinas coronado,

acuestas traigo la Cruz.

No hay duda de que la Semana Santa, como la Navidad y algunas fiestas locales con raigambre y tradición en muchos de nuestros pueblos, varias de ellas con un riquísimo fondo sobre el que investigar en busca de su origen y sentido, son piezas de un extraordinario valor cultural, y en ocasiones también literario si se tiene en cuenta el ambiente primitivo en el que debieron de nacer. Preferimos dejar a un lado tan hondos caminos para el estudio e insistir, en cambio, acerca de la urgencia por conservar lo que tenemos y aquello otro que nos sea posible recuperar. Se ha hecho mucho durante los últimos años en ese sentido, ciertamente. Etnólogos, costumbristas y escritores, se marcaron la tarea de extraer del fondo del arca con olor a alcanfor la letra y el espíritu de muchas de nuestras tradiciones ya olvidadas, y lo hicieron bien; pero no es suficiente. Confiamos en que las generaciones jóvenes, más desarraigadas del medio rural, pero mejor preparadas para hacerlo, retomen el testigo usando como base lo que ya hay, y empleen algunas de sus horas de ocio en indagar y en recuperar cuanto todavía quede escondido en el ambiente pueblerino de sus mayores y sea susceptible de ser sacado a la luz. Seguro que se llevarán muchas satisfacciones.


(En la fotografia: Retablo mayor de la iglesia de El Sotillo)

jueves, 7 de abril de 2011

PERALEJOS, EL TERCER PARAÍSO


Sí, el tercer paraíso. El primero podría ser aquel del que nos habla la Escritura y con el cuál, forjado en cada mente a su manera, todos hemos soñado alguna vez. El segundo sería para mí aquel que cada uno guarda en su imaginación, lejano en el tiempo y en la distancia, irreal posiblemente, en donde se rodaron, quiero pensar, las más bellas escenas del film de nuestra vida. El tercero, ya queda dicho: aquel pueblecito serrano de Perale­jos de las Truchas, tan distante de esta quietud capitalina en la que ahora escribo, en callada noche de abril, dejada al vuelo la imaginación que gira y gira por el cielo impoluto y azul de aquellos parajes, campos para soñar que tienen por vecinos muchos de los pueblecitos del Alto Tajo, y de los que Peralejos resulta ser uno de los más afortunados.

Hace varias semanas tuve la dicha de andar por allí. Perderse por aquellos caminos junto a los riscos y las profundas barranqueras pinariegas, es siempre un acontecimiento digno de celebrar. A un lado y al otro del camino la vegetación agreste de las sierras donde nunca falta el boj y los marojos, la corregüela y las moñas de carrasquillo, el puente sobre el río de aguas clarísimas, y de vez en cuando la tierna praderilla en donde pastan a su antojo las reses del vacuno a cuatro pasos de ti, al otro lado de la débil alambrada que un hombre y una mujer que salen de dentro acaban de cerrar.

- Son bravos, ¿verdad?

- Sí; de la ganadería de Gracia Sorando, de Baños de la Encina en la provincia de Jaén. Aquí pasan la primavera y el verano, más o menos, y en el invierno los volvemos a bajar a Andalucía.

- Menos los que mueran en las plazas, naturalmente ¿No les da miedo andar entre ellos como si fueran mansos corderos gigantes?

- No; en el campo estos animales son inofensivos. Puede entrar si lo desea y hacerles alguna foto.

Al otro lado del río Cabrillas los soberbios farallones que por encima de los pinos alzan su testa de piedra, recuerdan aquellos otros de la vecina Serranía de Cuenca, alineados como obra de titanes en las márgenes de los ríos, y el pueblo, que aparecerá de un momento a otro, guarda cierta similitud en su estilo y emplazamiento con la villa conquense de Tragacete, la más pintoresca y acogedora de aquellas sierras, y la mejor dispuesta para acoger al turismo también, una realidad hace tiempo insospechada, sobre la que hoy basa una buena parte de su economía.

Peralejos, con sus casas retocadas, amarillas y blancas bajo techumbres rojizas casi todas ellas, surge por fin a la salida de una curva. El pueblo está situado en medio de una caldera inmensa, rodeada de montañas grises en cuyas cumbres destaca el abrupto roquedal. En la calle primera, en la calle larga que tienen por oficial el nombre de Arroyo de Arriba, se pueden ver todavía algunas casonas de vieja concepción, en las que cuenta como reliquia del antiguo Peralejos con galerías de tosco barandal de palitroques, y rincones -pocos, esa es la verdad- que aún pueden aportar a quienes los observan con detenimiento imágenes retros­pectivas del pueblo de pastores y ganaderos que antes fue, del pueblo de hacheros, gancheros y maderistas, cuya vida y costum­bres marcan muchos años después una época de leyenda en la que, una vez allí, al viajero gusta que se engolfe su imaginación.

Un grupo de chiquillos salían aquella mañana a la calle del Arroyo enarbolando una pancarta en son de apoteósico recibimien­to. Eran diez o doce a lo sumo los chiquillos que integraban la manifestación. Esperaban a otros grupos de muchachos que desde Guadalajara y Checa llegaron poco después en dos autocares. Unos y otros, tenían previsto pasar en Peralejos un día de convivencia al cuidado de los respectivos párrocos. La iglesia de San Mateo, la Plaza Mayor, las casonas solar de aquellas familias de renombre, las huertas, los montes, el pinar, los hoteles y las aguas verdes del Tajo tan joven aún, todo viene a estar a mano en Peralejos.

La iglesia parroquial eleva su espadaña sobre la plaza de la Fuente mirando al río de lejos. Dos arcos dan paso al pórtico de la iglesia. Resulta impresionante la cargadísima filigrana de su retablo mayor, obra de José Lanzuela, maestro de taller vecino de Molina allá por los primeros años del siglo XVIII según me explicaron, y que es la pieza artística tras la cuál -quizá por su grandiosidad y riqueza de formas en el más fluido barroco- se van los ojos de quienes entran al templo por primera vez. En una de las capillas laterales queda en sencilla hornacina la talla neogótica de Nuestra Señora de Ribagorda, patrona del pueblo, más agraciada en devociones y leyendas que en belleza como imagen, si la comparamos con otras, incluso de su misma época. No obstante, su fama de milagrosa data de tiempos antiquísimos, pues se dice que ante la aparatosa sequía sufrida en tierras de Molina el año 1664, con grave amenaza a vidas y haciendas por falta de agua para los campos y aun para el sostenimiento de animales y personas, toda la comarca se movilizó con fervorosas rogativas en torno a aquella imagen, hasta conseguir en poco tiempo abundancia de agua salvadora. Interesante en el coro el órgano parroquial, y sobre los muros de la nave la colección de lienzos representando figuras de apóstoles de la época tenebrista, es cuanto en una visión ocasional y demasiado rápida, puede apreciarse dentro de la iglesia como más destacable.

En Peralejos de las Truchas hay tres plazas: la Plaza Mayor, la de la Taberna, y la Plaza de la Fuente. A distintas alturas al andar por sus calles, se enfrenta el caminante con casonas de renombrada raíz, casas que dieron al pueblo una interesante nómina de hijos distinguidos, como la de los Arauz, la de los Sanz o la de los Jiménez, ésta última en la calle de la Cañada.

El tiempo corre en Peralejos vertiginosamente; se agota en un solo mirar y mirar. Los altos que llaman de la Muela de Utiel, y los cortes rocosos de Zaballos y de la Vieja, anuncian muy próximo el verdadero paraíso serrano: los cauces del río, un relax para el corazón, un antídoto eficiente y muy recomendable para los males de la vida moderna.