DE LA RUTA DEL CAOLIN AL PUENTE DE SAN PEDRO
En
Villanueva de Alcorón, a 1275
metros de altura sobre
el nivel del mar, las casas más
antiguas lucen todavía un señorial
rusticismo con sus portadas en arco de piedra, unas en semicírculo, otras en ojiva. Dicen que los antiguos
montaron sus puertas de duro dovelaje,
porque no se fiaban de las vigas de madera para los dinteles. Sea cual fuere la
razón, son las portadas de piedra haciendo
arco uno de los detalles que más resaltan las excelencias de esta importante villa. Ya en
las afueras, es también una característica del pueblo, el tamo blanco que sobre los ejidos, igual que una nevada, arrojó la
fábrica del caolín.
Desde la propia Villanueva parte un ramal de carretera que sube
hacia Armallones. El pueblo
está a ocho kilómetros, más o menos.
En el término municipal de
Armallones se encuentra
el famoso Hundido, paraje de
extraordinario efecto visual al que se
puede acceder sin demasiadas
dificultades por camino de tierra. El
Hundido no es otra cosa sino el primitivo cauce del río, que, hace
cuatro o cinco siglos se hubo de desviar como consecuencia de una tremenda riada asoladora
de campos; y, como señal permanente de lo que antes fue, queda este bellísimo
rincón del Alto Tajo, compendio
impresionante de roca y de vegetación, de agua
y de viento, en conjunto incomparable que, por supuesto, aprovecho para recomendarles.
Situados de nuevo en Villanueva de Alcorón, todavía está lejos,
pero es aconsejable acercarse a
Peñalén, aunque después nos cueste regresar al punto de
partida como nos acaba de ocurrir con la escapada al lugar de Armallones. La carretera
a seguir nos vendrá a la derecha apenas hayamos iniciado la salida
por el camino de Zaorejas. Es la
carretera que emplean en sus idas y venidas
hacia las canteras de Peñalén y de Poveda los
camiones del caolín.
Cuando uno se asoma a Peñalén desde los altos que dicen del Portillo, y contempla por primera vez la estampa serena del pueblo en el fondo de la hoya, la visión permanece inamovible en la memoria durante mucho tiempo. Peñalén es uno de los lugares más fotogénicos y mejor situados de todos los pueblos de España (entiéndase que por cuanto a su función estética, en juego con la naturaleza que le rodea). Los cerros arropados de pinar y los cortes rocosos tan propios de esta serranía, son por los cuatro costados su principal atractivo. Aquí podríamos contar con el de La Machorra, de aterciopelada piel; el de Fuentecillas, que tuvo las entrañas repletas de caolín; los peñascales abruptos de La Muela del Conde, donde dicen que vivió doña Florinda, la hija del conde don Julián, aquella que arrojó las joyas en el fondo de la laguna de Taravilla para evitar que los moros se apoderasen de ellas; el cerro del Castillo que se encresta en la Peña del Aguila, y siente a sus pies, muy profundo, el despeñadero de Cagarratones. El río pasa cerca del pueblo, al otro lado de los cerros que tenemos frente a nosotros. Un bello paraje -qué decir- para deleitar la vista, los pulmones y el corazón, y un plácido refugio donde sacudirse durante una temporada, si ello fuera posible, de los devaneos y de las presiones de nuestro siglo.
Huertapelayo viene a caer muy próximo a
las corrientes del río; allá por donde
el Puente de la Tagüenza da nombre a otro
de los más bellos espectáculos naturales del Alto Tajo. La carretera de
Huertapelayo nos sale a mano izquierda,
tres o cuatro kilómetros antes de llegar a Zaorejas. El acceso es
estrecho, enrevesado y con subidas y bajadas harto pendientes. Ya casi a la
entrada de Huertapelayo se pasa bajo el hosco arco de triunfo que llaman "El Portillo del Salvador"; es a manera de
túnel que horada la peña
dejando paso libre; a su vera hay una estruendosa cascada que completa
con creces el encanto indescriptible
de aquellos rincones. El Portillo
del Salvador, se consiguió abrir taladrando
la roca que por siempre impidió la entrada al pueblo, a instancia y efectiva gestión ante las
autoridades competentes de don Salvador Embid Villaverde, hijo predilecto
de Huertapelayo; de ahí
el nombre por el que sus paisanos
lo reconocen. El pueblo cuenta
con una docena de habitantes inscritos en el censo, como anejo que es del Ayuntamiento de
Zaorejas. Hace unos años estaba
completamente vacío. Dos enormes crestones rocosos: el de La
Cadena y el de Las Covachas, se yerguen
por encima del caserío, uno a cada lado,
dejando en mitad el silencio y la soledad de las noches, para uno de los
lugares de la provincia en que, con mayor rigor, se vivieron las rurales
costumbres de antaño, al amparo de su singular escenario.
A las puertas de Zaorejas, el tendido de bosque
que nos vino acompañando durante
todo el viaje desaparece con brusquedad. Entramos en un
páramo más serio, no menos bello pero
falto de vegetación. Los cortes
aparatosos del terreno en la lejanía delatan
a distancia los muchos paraísos
que rodean a Zaorejas: el Puente de San Pedro -por ejemplo- que
visitaremos a continuación; el valle que
dicen de Los Cholmos, con su delicada fuente de
La Falaguera; el vallejo del Losar, que tiene como fondo el cerro de la
Canaleja, allá en tierras de Huertapelayo; el nuevo mirador sobre unos valles
fantásticos que dejan al descubierto los altos del extinto castillo de Alpetea,
y tantos rincones más de agresiva belleza perdidos en su término,
que los vecinos conocen, y que con no
mal criterio se sienten por ello
sencillamente honrados. Por los cielos de intenso azul en el campo
de Zaorejas, merodea el buitre y planea el quebrantahuesos a la que salga, a la busca de algo que llevarse al
nido.
Zaorejas conserva en sus viejos edificios el porte y la elegancia de los pueblos que fueron algo importante en el pasado. Tiene dos plazas: la Vieja y la Nueva. Varias casonas muestran triple planta en su estructura, y se adornan con fina balconada de forja. La portada de la parroquia, bajo saliente tejadillo protector, se ve con cierto deterioro por efecto, tal vez, de la climatología. Los detalles ornamentales del arco son de ejecución tardorrenacentista.
Fueron nota característica del
costumbrismo zaorejano los
"Cantos de la Pasión", con
sentido verso popular en cadencia de
romance, donde se recoge la Pasión completa de
Nuestro Señor Jesucristo, y se
solía cantar en los actos solemnes de la
Semana Santa. Visto cuanto
es aconsejable ver en Zaorejas, contando siempre con el tiempo del que cada
cual disponga, salimos junto a la Casa‑Cuartel carretera
adelante hacia el mítico Puente
de San Pedro. Una escala
obligada; un paraje ideal donde perderse.
EL
PUENTE DE SAN PEDRO
Deben ser cuatro o cinco
kilómetros de carretera los que separan a Zaorejas del Puente de San
Pedro. Como consecuencia de las
excelencias del paisaje antes de llegar al curso del río, en este breve trayecto se hará preciso
detenerse en más de una ocasión para admirar la altivez espectacular de unos
crestones rocosos; la asombrosa
profundidad de una barranquera; el remover
de las aguas en las albercas de un criadero de truchas;
las mil covachas con estalactitas -destrozadas casi todas
ellas- en la superficie
vertical de las peñas; el ambiente, en fin, a que da lugar
y en el que se desenvuelve este espectacular rincón de la provincia, para el que toda palabra de
elogio resultará en cualquier caso desajustada e insuficiente. Ya cerca del
Puente de San Pedro propiamente dicho,
se alza a nuestra izquierda un enorme cabezo
rocoso de piedra oscura, que tiene la
particularidad de simular por su forma todo un grupo apretado de
setas colosales. Por encima
de esta extraña formación rocosa
crecen los pinos silvestres, como suele ser natural en
los abruptos peñascales de todas las
sierras de la Meseta.
El
actual Puente de San Pedro sobre el río Tajo es de reciente construcción. El anterior, el que
conocimos siempre, queda a solo unos metros aguas abajo. Por un paraje de
adusta vegetación y de apuntados
farallones de piedra, que se recortan en dirección saliente con el azul de los
cielos serranos, baja solemne y apretado, de pared a pared, el padre Tajo. Ya
en el mismo puente se escalona en una
chorrera de extremada pulcritud. A pocos metros
recibe las aguas subsidiarias del Gallo,
el histórico Gallo molinés,
cuchillo milenario facedor de profundos cortes que dieron lugar a su famosa
Hoz. Todo un espectáculo. Por debajo del puente, los vehículos de los pescadores esperan a
la sombra el regreso de sus dueños, que andan Gallo
arriba estirando el sedal por entre las
mimbreras, las espadañas y los sargatillos en ambas márgenes.
Con el murmullo incesante de las
aguas en los oídos, uno piensa
en los rincones perdidos que deberán quedar al otro lado de las peñas, en los pasadizos
inaccesibles que sólo las águilas
tienen el singular
privilegio de ver y de gozar. La
fortuna querrá que, poco después,
sea posible desde otro punto de esta serranía, contemplar
algo de lo mucho que la mente adivina viendo correr las aguas del Tajo,
limpias todavía, momentáneamente
tranquilas, en tarde estival dada a la contemplación, aquí, donde la Naturaleza lo domina
todo.
Es
posible viajar en cuestión de minutos desde el Puente de San Pedro hasta el Monasterio de Buenafuente,
detalle histórico‑artístico más
considerable de esta ruta. El viaje hacia el antiguo cenobio
incluye, como ahora veremos,
otra nueva sorpresa paisajística.
Si continuamos carretera
adelante, sólo a medio kilómetro
del Puente de San Pedro, parte a nuestra
izquierda una pista de tierra que es
la que debemos seguir. Salvo en caso de
lluvia reciente, el firme de la
pista resulta consistente y cómodo. El
sendero nos acercará en seguida hasta Villar de Cobeta, ya en los aledaños de
Buenafuente del Sistal. Pues bien, ahí, en ese
breve recorrido sobre pista de tierra, surgen al volver de cada curva, los
más aparatosos espectáculos visuales de toda la jornada. En principio
serán abruptos precipicios de roquedal por cuyo fondo discurren serpenteando
las aguas del río; luego,
cortes de vértigo, aterciopelados de bosque incipiente, los que reclamen
nuestra admiración; después, el soberbio
meandro del Tajo, describiendo una curva colosal en las profundidades del
barranco, como si pretendiera abrazar, con la tremenda faja de su cauce, el
corazón mismo del paisaje sobre el que sobrevuelan las aves rapaces que anidan en las altísimas covachas de junto
al río,
allá donde la planta del hombre no tiene posibilidad de acceso. Lástima
que la tarde no dé para más. El sol de caída anima a marcharse de allí, dejando
la cinta plateada del río brillando abajo
entre las sombras. La luz tibia
de la atardecida descompone en ricos
dorados las tierras del Villar.
(En
las fotos: Panorámica desde el mirador de
Zaorejas; Detalle del pueblo de Peñalén; y el río Tajo por el Puente de San Pedro)
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