Volvamos
atrás y partamos de nuevo del empalme de
caminos que hay junto a la ermita de Los Enebrales en las
afueras de Tamajón. Ahora
reanudamos la marcha en dirección Norte,
buscando los pies del Ocejón por la cara del saliente: Almiruete,
Palancares y Valverde de los Arroyos, son los tres primeros pueblos con
los que nos habremos de encontrar. El
paisaje en nada desmerece del que nos
fue siguiendo a lo largo de la primera ruta. En esta ocasión, tal vez andemos
más cerca de las cimas de las montañas; también nos sobrecogen todavía más las
laderas violentas y los fondos perdidos de los barrancos.
Almiruete
aparece escalonado en la solana, un poco a trasmano. El pueblo es pequeño como
todos los de la comarca, frecuentado
por cazadores y por veraneantes,
también como todos los demás. Quienes
conocen los usos y costumbres de los pueblos
de Guadalajara, saben muy bien que en Almiruete salen "los botargas
y las mascaritas" a la calle el martes de Carnaval, ataviados con extraña
vestimenta blanca y sonando con estrépito los
cencerros que rodean su cintura.
Un curioso espectáculo, de profunda raíz
en el tiempo y digno de verse.
Palancares se empieza a divisar a distancia, allá lejos, como
una mancha clara al otro lado del soberbio barranco que ha de
bordear la carretera por la que andamos. El pueblo de Palancares está casi vacío. La espadaña de su pequeña
iglesia habla de un tiempo no lejano en el que hubo vida. El tronco muerto
de la olma en el centro de la plaza nos cuenta sabidas historias de abandono y
de desolación, un amargo espectáculo al
que, queramos o no, hemos de acostumbrarnos cuantos vivimos por estas
tierras. La fuente pública de la carretera, ajena a los éxodos y a los devaneos demográficos o de tipo social que
imponen los nuevos tiempos, sigue
chorreando abundante y fresca desde 1924 en que la construyeron.
Vamos a entrar en Valverde de los Arroyos. Lo
hacemos conscientes de que llegamos a un pueblo sonoro y de
notorios atractivos, aparte, claro está, del paisaje, que una vez allí
se hace más sublime con la cumbre del
Ocejón como vecina. Antes de llegar, las
aguas de los arroyos saludan al que viaja dibujando pequeñas torronteras espumosas por ambos lados del
camino. Unas cabras carean en la pradera
sonando sus esquilas al tiempo que comen.
En la solana, se retuestan al sol paciente de la sierra las colmenas
pobladas. Valverde lo tenemos aquí, ocre
y plomo, alineando unas
junto a otras las viviendas que adornan
por su entorno las
ramas del frutal. En Valverde
la fruta autóctona tiene un sabor distinto. Cuando los
valverdeños de fuera se dispusieron a poner
en orden las viviendas que heredaron de sus antepasados, tuvieron muy en
cuenta la circunstancia singular del pueblo, y se metieron en obras procurando
no romper para nada el estilo obligado
al que atenerse y que les viene marcando la propia serranía. Aquí la Plaza Mayor, junto a la que
se yergue el fornido campanario de la parroquia; más
arriba "la Era", donde el vecindario en pleno trillaba sus cosechas,
y hoy tienen lugar los actos
multitudinarios en los que
participa el pueblo; aún más lejos la
imponente e impetuosa chorrera de Despeñalagua, un paseo obligado y nunca
perdido, en donde se goza del estruendo y de
la gratificante visión de un arroyo que se suicida, descomponiéndose
en finísima niebla
al estrellarse contra
las peñas. Les recomiendo, sin pasión pero con interés,
un viaje a Valverde en la festividad de la Octava del Corpus si quieren gozar
del colorido y de la luz de su folklore, o en cualquier otra ocasión si lo que prefieren es vivir la agreste paz
de sus alrededores y su ambiente peculiar de paraíso serrano. Piérdanse
alguna vez por Valverde, merece la pena.
Desde Valverde tenemos paso directo y
fácil hasta Umbralejo, con un bello paisaje al caminar, por cierto. Umbralejo es el pueblo
que compró el Estado hace más de una década, y que ahora se emplea para
acoger muchachos de acampada o de convivencia. Sin salirse del material al uso, es decir, de la piedra
de pizarra, el pueblo ha sido restaurado
de pies a cabeza, quitándole una gran parte de su antiguo encanto rural.
Ahora, por carretera en deficiente estado
se llega hasta La Huerce, cabecera de municipio, un histórico de los pequeños
lugares de aquella serranía. Ya no vive casi nadie en La Huerce. Uno piensa ‑y las razones a la vista están‑, que
a la Huerce le han arañado el regusto de
aquella bucólica aldehuela que conoció
hace dos docenas de años. Desde la
carretera, el pueblo mezcla las casas de pizarra color grafito con
otras que no lo son, dando como resultado un pastiche que anda muy lejos
de corresponderse con los cánones de la estética peculiar de la
sierra. Se habrá ganado en comodidad, ciertamente, pero
se ha perdido en otro tipo de intereses,
también estimables, que impone la costumbre y el entorno. Siguen gozando, no
obstante, de todo el parabién de quienes
por allí van, los regatos cantarines que corren junto a las trochas y que la gente emplea para
regar los huertos.
En Valdepinillos, anejo a La Huerce y tan
despoblado como él, las contadas
viviendas que se recuestan en la ladera
mirando al sol, tienen, por lo
menos, la gran virtud de lo
genuino. Si alguien desea
estudiar con meticulosidad los pormenores del hábitat en los Pueblos Negros,
yo le recomiendo que acuda a Valdepinillos. Aún son frecuentes allí los
balcones voladizos de palitroques en algunas de sus fachadas; las
coberturas de pesadas planchas de pizarra que ni las
lluvias torrenciales ni los vientos
huracanados son capaces de mover; los hornos de cocer adosados a las
viviendas, dibujando como un curioso tambor de panza angular o redonda; los
regatillos que descienden, pueblo abajo, siguiendo a trechos la dirección de
las calles; los balidos lastimeros del
chivo lechal que llama desde la oscuridad
de la taina a su madre errante;
la palabra amable, en fin, de la viejita
encorvada que llega hasta ti con
timidez y, como mucho, te pregunta si vienes de la capital o si
compras corderos. Sobre el pueblo y sobre la gente del pueblo la espadaña de
la iglesia levantada con lajas
negras y con cal blanca; dentro de la iglesia aguardan, montadas
en su humilde andaje, las
imágenes de San Antonio y de Santa Bárbara, esperando que
suene de nuevo el campanillo el día de la Función; sobre el pueblo, sobre
la espadaña de la iglesia, sobre las
humildes imágenes de los santos protectores de Valdepinillos, alerta siempre
hacia los lugarejos de la sierra ‑una sierra, ¡Vaya por Dios!, en la que no
hay niños ni gañanes
que retocen por el campo‑ la mirada
escrutadora del Ocejón desde sus 2.058 metros de
altura.
Otra
posible escapada desde Umbralejo,
sin salirse para nada
de la comarca, sería llegarse
hasta la cima del Alto Rey pasando por
La Nava, Arroyo de Fraguas, El Ordial y Aldeanueva de Atienza. Un paseo más para gozar en la paz de los
montes de los mil y un encantos que, al menos en los meses de estío
y por aquellos lugares, proporciona la
altura. Verdaderamente, por aquí no se puede buscar otra cosa que la caricia de
la Naturaleza. Los pueblos, ya se sabe, heridos de muerte desde que vino la
emigración, y algunos de ellos acusando la penuria
del deterioro. Pienso que el día,
más o menos lejano, en que estos
pueblecitos de la Sierra del Ocejón vayan desapareciendo del mapa, a
Guadalajara le faltará algo vital, precioso e irreparable. A fe que nada desearía
más que equivocarme, pero, también en estos
menesteres, y muy a pesar nuestro, el tiempo será testigo.
El
Santo Alto Rey de la Majestad es la montaña sagrada. Las gentes de todos estos pueblos en varias leguas a la redonda la nombran con respeto, casi con veneración.
Sobre su cima, a más de 1850
metros de altura y en pedestal de roca, se conserva
la pequeña ermita en la que se da
culto, por lo menos una vez al año, al
Santo Alto Rey y a Santa María Reina de los Angeles, presentes allí con sendas imágenes de cemento gris en la oscuridad
del modesto santuario.
El
Alto Rey es uno de los miradores más privilegiados que hay en esta provincia de vistas
incomparables. El espejo del día
refleja desde allí con absoluta nitidez
por el poniente los cerros pardales de Cantalojas, de Galve, las crestas oscuras
de Somosierra todavía más lejos, y entre una finta de pinar y de
blancales calinos el campo de los
Condemios y de Campisábalos, con otro
mito de la orografía serrana como fondo:
el Pico de Grado.
Al norte y al saliente todo el rosario
de pueblecitos menudos que
conforman, cada cual en su lugar preciso, la Serranía de Atienza: Albendiego,
en su vallejo de álamos; Somolinos, allá
en la
limpia vaguada en la que nace el
Bornova, amparado por cerros
de buena talla; Ujados, la aldehuela de Ujados más allá; Miedes la señorial, disuelta como una
mancha ocre al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; Atienza
todavía más lejos, con su
castillo roquero de eterno bogar por
salvaguarda, como muestra de la
propia eternidad de Castilla. Y al mediodía el gozo indefinible de los
pueblecitos que asientan a pie de montaña: Bustares, el de las tiernas praderas de robledillo
suelto y
un poco de tierra de labor; Las Navas, El Ordial,
Gascueña, los reflejos lejanos del Pantano de Pálmaces, y más aún hasta
perderse de vista, los campos de media Guadalajara dibujando un inmenso tapiz
de tonalidades pardas y frías. Por un instante, a uno se le ocurre pensar en aquellos caballeros Templarios
que por
estas peñas cimeras debieron
pasear hace ocho siglos, y en los cantos
de maitines, a esas del alba, de los Canónigos Regulares de San Agustín,
guerreros también, que
a temporadas y
cuando la climatología serrana lo
aconsejaba, solían alzarse por
aquí desde Santa Coloma buscando
el sosiego y la paz de las alturas. Todo
en apariencia sigue lo mismo, acaso hayan sido los hombres por
estos lares los únicos que han cambiado desde el corazón de la Edad Media.
(En las fotos aparecen: Panorámica de Valverde de los Arroyos y el Pico Ocejón; Desfile de botargas en Almiruete; Un aspecto de la cima del Alto Rey)
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