En su conjunto, los Pueblos Negros de Guadalajara,
han experimentado una profunda transformación durante los últimos diez años,
orientada hacia el turismo; pero se echa en falta la presencia humana
permanente en toda la comarca.
La más
reciente de mis salidas ‑y a fe que acabo de hacerla por enésima vez‑ ha sido
a los Pueblos Negros. Les he dedicado un
día y parte de otro. Del periplo por las sierras del
Norte, acabo prácticamente de llegar.
En aquellos mínimos lugarejos de color ceniza
que acampan por entre la breña y el
quejigo, más lejos o más cerca de las
faldas del Ocejón, uno se encuentra inmerso en su innata vocación viajera, más
a sus anchas, se siente francamente a gusto embutido en el
traje talar de aquellas serranías, sintiendo de
cerca el aliento de los hombres de bien, castellanos viejos
y gentes de buena raza a los que desde
siempre preferí por amigos. El carácter serrano de las tierras del Ocejón es
un carácter singular, qué duda cabe,
áspero y hosco como su campo, sufrido y fiel
como el alma de sus antepasados, dulce a veces como la silvestre miel de
la jara, y desconfiado por esencia, muy desconfiado porque la vida y las
circunstancias de la vida le obligaron a serlo.
En el
desvío de la carretera que hay poco antes de llegar a la ermita de los Enebrales, pasada Tamajón, uno
debe decidir si continúa adelante hasta la estación términi que sería Majaelrayo,
o girar hacia Valverde, perdiéndose lo demás, pero con la
posibilidad de alargar el viaje hasta
Valdepinillos, La Huerce, El Ordial, La Nava, y toda la extensa nómina de pintorescas
aldehuelas a las que, con un poco de buena voluntad y no demasiadas dificultades, se puede llegar a
poco que uno se lo proponga. Lo mejor será concluir una ruta e iniciar después
la siguiente. Lo que nos vamos a encontrar allí tiene mucho en común, pero también
mucho de diferente. Luego, si el
tiempo lo permite, o quitando en caso contrario un buen pellizco
al día siguiente, porque el motivo lo
merece, no sería peor darse una
vuelta por los cinco lugarejos
guadalajareños de allende las sierras,
cuyas lomeras plomizas contrastan durante varios meses del año con las cumbres nevadas de Somosierra: El
Cardoso, Bocígano, Peñalba, Colmenar y Corralejo, son todos ellos, a los que en
este trabajo acogeremos con cariño grande ‑faltaría más‑, como el tercero
y último brazo de nuestro viaje.
PRIMERA
SALIDA
A partir
del alto de la sierra en donde queda solitaria
la ermita de la Patrona de Tamajón, la carretera desciende salvando como
Dios le da a entender los mil vericuetos que le ofrece
el terreno en su trazado. El panorama, por cuanto a paisaje se refiere, comienza desde ese mismo lugar a
tornarse indescriptible. La palabra se
queda corta, por mucho que uno se las ingenie, para decir con verdad lo que son
por aquellas latitudes las cumbres enriscadas de las montañas, lo
agreste y escarpado de las laderas, lo insólito de los riachuelos de agua
dulce por donde cruzan como saetas los
alevines de la trucha, lo impoluto del aire que se respira con olor a bosque,
el azul acristalado de los cielos,
el vuelo
majestuoso y limpio de los
alcotanes..., y, como pretexto
vegetal para tan magno escenario, las jaras, los marojos, el cantueso de delicada flor, los
enebros y los ternascos de pinar, entre otras mil clases de hierbas y de
matorrales que uno a primera vista desconoce. Todo un espectáculo donde el hombre apenas si cuenta, quizás porque
tampoco haga falta.
Campillejo se extiende como un roído
mantón de piedra oscurecida al final de unos prados inmensos, preparados
a su
gusto por los veraneantes para disfrutar. A partir de Campillejo ‑y así
hasta Majaelrayo‑ se encuentran los
robles más voluminosos de todo el macizo. Campillejo se ha ido
modernizando durante los últimos años con premura y con sentido
común, es decir, sin romper para nada aquel que fuera su primitivo aspecto;
lo que
no está reñido, ni tiene por qué estarlo, con las reglas del confort
y de la comodidad para que la gente se
sienta a gusto. Por los paredones pizarrosos de algunas casas de Campillejo,
siempre me llamaron la atención las
incrustaciones en piedra caliza
con forma de cruz,
que los antiguos colocaron
con gusto y sus
descendientes conservan con decoro.
El Espinar asoma más adelante, alzando
a mano izquierda de la carretera su
crestón negro. Junto al destartalado lavadero
de el Espinar, chorrea una fuente
clarísima de agua fría en la que nadie bebe.
El pueblo queda como apartado,
expectante y silencioso, como viéndolas venir que siempre es un quehacer
no falto de sentido común. Cuando llega
el buen tiempo, los que un día se
marcharon de El Espinar regresan en desbandada y ocupan todas las casas. En
pleno mes de agosto, el pueblo acoge por lo
menos un centenar de almas.
Roblelacasa
y Robleluengo, uno antes y otro
después de Campillo de Ranas, se apartan de la carretera en dirección opuesta
al Pico Ocejón, que ya se empieza a elevar a nuestra derecha. A Roblelacasa hay que ir exprofeso,
el pueblo ni queda al paso ni se ve
siquiera. El camino de ida, y el porte muy
personal del caserío sobre su
plataforma de peñas negras, hacen en cualquier caso recomendable la visita
hasta él. Desde Roblelacasa la gente
se acerca con facilidad hasta Corralejo
y hasta Colmenar de la Sierra, cruzando
a pie o en caballerías por rudimentario pasadizo el cauce del Jarama, lo que resultaría imposible
conseguir con cualquier otro medio de
transporte, si no se accede por la provincia
de Madrid dando un enorme rodeo.
El pueblo
que contó desde antiguo con la categoría de cabecera de Concejo es Campillo de Ranas; lo sigue siendo aún, pero contando
con la rivalidad manifiesta de Majaelrayo, tal vez más conocido de Sierra hacia afuera,
seguramente por conservar hasta el día
de hoy su grupo de danzantes y su botarga, si bien, Campillo tiene como pueblo
mucho que enseñar al caminante, sobre
todo en tipismo, en rincones de marcado bucolismo que le vienen
de siglos tal como ahora están, y en la estampa
general de su conjunto. La iglesia parroquial de Campillo de Ranas
eleva sobre el resto de los edificios
una torre con exquisita personalidad; los
rurales artífices del Siglo del Barroco que por
aquí anduvieron ‑pienso que influidos un poco por el sentido ornamental
de los vecinos‑ tuvieron a bien incrustar en la pizarra, base del cuerpo de la torre, hileras de piedra caliza
que cargan al robusto campanario de una fuerte dosis de
originalidad y de encanto. No lejos de
la iglesia hay, sobre el triste frontal de una casona en
ruinas, un reloj de sol que utiliza como
esfera una enorme losa de piedra.
En Campillo de Ranas la gente vive en paz, un
poco a la antigua usanza pero en sana y envidiable paz.
Las gallinas de Campillo escarban y picotean en los yerbazales, y las
caballerías abrevan en el redondo pilón
de la plaza retocado de losetas. Por las
praderas y por los cercados extramuros se oye, de vez en cuando, el mugido
maternal de una vaca de cría.
Robleluengo anda en la actualidad
prácticamente despoblado. Fuera, junto al
tronco malherido del olmo concejil, quedan los palitroques del
viejo juego de bolos cortando un rectángulo perfecto. en la Calle Mayor
se alinean hermosos edificios, cargados de detalles interesantísimos, propios
de la arquitectura negra común a toda la comarca. A todo esto se le ha puesto
solución durante los últimos años, arreglando la carretera, restaurando la
iglesia, y acondicionado el pueblo, aunque la presencia humana de manera continua es
francamente exigua.
En Majaelrayo se acaba el camino por esta
primera ruta, es decir, se acaban los
pueblos de la provincia, que los caminos no, puesto que a partir de ahí, una pista de mal firme
sigue sierra arriba hasta los hayedos de
Cantalojas por Sonsaz, y otra en algo mejor
estado, se retuerce hacia Riofrío y Riaza atravesando
el Puerto de la Quesera, con
cotas en algunas cumbres cercanas que se
aproximan a los 2.000
metros de altura sobre el nivel del mar.
A Majaelrayo le cambiaron el nombre en el
siglo XVII, y pienso
que el sitio de su emplazamiento también. Antes se llamó Majadasviejas, y quedaba cerca de donde
ahora está, pero
más retirado hacia las montañas.
Aparte del Pico Ocejón, padre como
sabido es de todas aquellas sierras, las buenas gentes de Majaelrayo hablan
con tanta o más familiaridad
del Campachuelo, de Hoyosduros, y
también de La Pinilla, éste último en tierras de Segovia, donde viene a parar
la estación de esquí que lleva su mismo nombre. Las casas de Majaelrayo, la
Plaza de la Iglesia, sus calles, han sufrido durante las últimas década un profundo
cambio, tanto que a uno se le ocurre que a punto
estuvo todo ello de operar en
detrimento de su más que valioso tipismo, de su encanto de siglos como pueblo
que fue de pastores trashumantes; al final
no ha ocurrido así, mejor que mejor. Son dignas de vivirse en Majaelrayo sus
fiestas tradicionales, animadas en cada ocasión por el botarga y por su
correspondiente grupo de danzantes,
que bailan, trenzan las cintas y
palotean a placer en la fiesta
mayor del Santo Niño, a celebrar
el domingo primero de septiembre de cada año.
(En las fotografúias aparecen: Panorámica de los Pueblos Negros con Campillo de Ranas y el Pico Ocejón al fondo; un detalle de vivienda serrana de El Espinar, y Plaza de la Iglesia de Majaelrayo)
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