TERCERA SALIDA
Ahora vamos a emprender viaje por la
comarca más desconocida de las que forman el conjunto total de los
Pueblos Negros. La verdad es que hemos de entrar en ella un poco
por la
puerta falsa, pisando
necesariamente tierras de Madrid para colarnos
a través del quicio de Montejo de la Sierra. Por Campillo de Ranas y
Roblelacasa la distancia es
corta, pero solo existe, por el momento, senda para caminar a pie o como
mucho en caballería. Los pueblos guadalajareños que quedan al otro lado del
río Jaramilla ‑nombre por el que se
conoce al Jarama a poco de nacer‑, son: El Cardoso, Bocígano, Peñalba, Cabida, Corralejo y
Colmenar de la Sierra. Apostaría por que entre todos
juntos no suman de hecho un centenar de almas. Por este rincón de junto a la
Cebollera están las alturas más sobresalientes de la provincia
de Guadalajara, superiores en algunos
puntos a los 2.270
metros , como es el
caso del Pico del Lobo, cerca
de la estación invernal de La Pinilla,
en los
límites casi con tierras de Segovia por Santo Tomé
del Puerto.
El Cardoso
de la Sierra es un poco la
capital de todos estos
pueblos. A El Cardoso se llega fácilmente a través de una carretera
animada por el paisaje. El pueblo aparece en el fondo de un amplio vallejuelo al que rodean
cerrucos grises. Las piedras de
pizarra llevan allí
en su composición
partículas argentíferas que centellean cuando brilla el sol. Resulta
curiosa la estructura particular de las viviendas, con
el clásico entramado que pone al descubierto el tosco maderamen
por debajo de los tejados. Los balcones y galerías de
madera tallada a la vieja usanza, son también una
característica del hábitat rural de El
Cardoso. Al hablar con cualquiera
de los veinte o treinta
vecinos que todavía quedan por allí ‑personas de edad casi todas ellas‑, enseguida sale a colación el
tema de sus fiestas mayores de la Asunción y de San Roque; o la vieja
calaverada de "dar el San Pedro",
que consiste, por tan determinada fecha, en mantear o dejar en
cueros vivos, al primer incauto que se les ponga
por delante. Fue un gran pueblo El Cardoso hace algo más
de cien años; antes de que diera
las últimas el siglo XIX, contaba con un censo de población muy próximo a los
400 habitantes, mientras que en su cabaña ganadera había que vérselas con cerca
de 10.000 cabezas, entre cabras y
ovejas trashumantes. El cerro Santuy, de
1.930 metros en la cumbre, pilla a tres
o cuatro kilómetros del caserío; algo
más lejos, pero no mucho, El Cerrón, La Buitrera, y el Pico
del Lobo, todos ellos por encima de
los 2.200 metros sobre el nivel del mar, que no deja de
ser una buena marca.
Sierra
adentro desde El Cardoso, algunos kilómetros después, el camino se bifurca, salen dos
ramales, muy juntos el uno del otro.
El primero parte a nuestra
izquierda, en dirección norte hacia Bocígano; el segundo, a
nuestra derecha, sigue hasta Colmenar de
la Sierra.
A
Bocígano le avecina el río Berbellido, aquel del
que antiguamente se llevaban el
agua para beber. En la plaza de Bocígano ha existido desde siempre un olmo
voluminoso, testigo fiel de las horas festivas y de las dolorosas también
en la vida del pueblo. Junto
a la plaza está la pequeña iglesia de
la Virgen Blanca. De las valiosas
tradiciones de toda la sierra, destaca en interés la fiesta de La Machada en
Bocígano, todo un espectáculo de antiquísima raíz que la gente debiera presenciar
alguna vez. Se celebra este curioso
acontecimiento el penúltimo fin de semana del
mes del mes de agosto, trasladado
por conveniencia de los hijos
del pueblo que viven fuera desde
el día de San
Miguel, fecha de finales de septiembre en que se celebró antes. Sus protagonistas en la actualidad ya no son
pastores serranos, ni hijos de pastores
tampoco, nietos quizá sí, por lo que no se le
puede exigir a la fiesta la
pureza ni la autenticidad que debió
tener en tiempos pasados.
El
mayoral conduce a los machos hasta la plaza del pueblo en
el anochecer del sábado. Los machos son mozos revestidos
al uso de los viejos pastores de
la sierra, que portan chaleco de piel
y un cencerro colgado en
bandolera. Van agarrados unos a otros por la correa de cuero que llevan a
la espalda, formando un látigo humano. De vez en cuando comienzan a correr y hacen
un quiebro o un requiebro,
llevándose con un ramalazo a quienes se
les ponen por delante. Cuando los machos se caen rendidos, se les reanima con un trago de vino de la bota. Luego, se
enciende una gran hoguera en plena noche, que hace tiempo
solían saltar los más atrevidos. Al día siguiente, se
reparten en mitad de la plaza puñados de migas de pastor a todos los asistentes, que
éstos, siguiendo la costumbre,
deberán recoger y comer con las manos. Para que el público no se apelotone
alrededor de los calderos de migas, cosa que suele ser bastante frecuente,
los machos hacen algún
quiebro, dejando así la plaza despejada y restablecido el orden.
Es
muy posible que hace dos siglos
fuera Colmenar de la
Sierra el más importante de los
pueblos de la comarca. Tuvo por entonces
ocho barrios anejos, y la categoría de villa incluida en el señorío del marqués
de Montesclaros. Contó con seis telares, y su censo, por aquel entonces,
sobrepasaba en mucho las quinientas almas.
Hoy está prácticamente
despoblado, como los demás. Los oriundos de Colmenar, hijos en buena
parte de aquellos otros que se marcharon
cuando el éxodo de los años sesenta,
vuelven con bastante regularidad
y se preocupan por rehacer mucho de lo perdido, entre
otras cosas su iglesia parroquial de
Santa María, que, dicho sea de paso, contó con bellísimo altar
renacentista del siglo XVI.
Gusta
perderse por estos
pueblecitos tan apartados
del resto de la provincia y tan
desconocidos para muchos. La visión de
sus montañas punteras, cotas todas ellas destacadas de Somosierra; la impresión de vértigo que
producen al pasar los barrancos por los
que danza invisible el arroyo truchero, y
el color noche de los pueblos que adornan el paisaje en los lugares más oportunos, son vivencias que costará
trabajo olvidar. Allí queda aún, sentado
en cualquier rincón, el viejo pastor de la
trashumancia ‑reliquia al cabo de otra manera de vivir, casi convertida
en mito‑, o la abuelita de negra y roída
vestimenta que amaña calcetín bajo
el tejadillo elemental de la puerta de
su casa: ojos penetrantes, mano firme y corazón en paz, atisbando
desde lejos ‑seguro que más de cuanto fuera de desear‑ el paso imparable
de los tiempos, tan dispares con aquellos otros de su juventud más al
hilo con las apetencias ordinarias del vivir
de la sierra.
Peñalba y
Corralejo tampoco
defraudarán, pueden estar seguros; son muchas las particularidades de cada uno
comunes a los demás pueblos. Quien esto dice los ha
recorrido todos, como cabe suponer, ha
conversado con sus buenas gentes, conectó durante horas y horas con el ritmo
del corazón de los vecinos, sin que haya notado mayores diferencias en favor o
en demérito de unos o de otros. Lejos
del mundo, tal vez; pero muy próximos al Paraíso, seguramente; pues un paraíso y no otra cosa es
aquella serranía de inimaginables volúmenes, en donde la vista es
limpia como el cristal y la Naturaleza brinda, a quienes lo saben
apreciar, el olor tierno y el sabor a
creación reciente.
(En
las fotografías: Cruce de Caminos, Mirador de El Bocígano y Paisaje de Colmenar
de la Sierra)
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