jueves, 18 de octubre de 2012

Rutas turísticas: ALTO SEÑORÍO MOLINÉS ( II )

La villa de La Yunta dista de Campillo cuatro o cinco kilómetros a lo sumo. Pueblos linderos y como tales, como mandan los cánones de la buena vecindad, también pueblos rivales. Muy parecidos los dos por cuanto a población y a medios de vida se refiere, pero con notorias particularidades cada uno.
         Aseguran que el nombre de La Yunta (la junta), le viene impuesto por haber sido allí el lugar de encuentro, allá por el siglo XIII, entre el rey Sabio de Castilla, Alfonso X, y el aragonés Jaime I. En su formación como pueblo jugó un importante papel la Orden de San Juan, a la cual perteneció en calidad de señorío durante mucho tiempo. La Cruz de Malta, en el pueblo tantas veces vista, y sobre todo el torreón fortaleza del siglo XIV que todavía se conserva en un lateral de la plaza, son testi­monio permanente de la influencia que tuvieron en la villa los caballeros de San Juan. Tal vez,  en esa curiosa circunstancia histórica, se encuentre la raíz de las apreciables diferencias que existen entre el pueblo de La Yunta y otros muchos de su misma comarca.
         La iglesia es un monumento severo, con espadaña de dos vanos orientada hacia la Plaza Mayor. Por su estructura puede ser obra de finales del siglo XVI. En el interior tiene una sola nave. El retablo está presidido por una extraordinaria talla barroca de la Virgen de la Mayor. Tiene el retablo una ornamenta­ción cargadísima, muy de acuerdo con las apetencias del siglo XVIII. Consta que lo doró el artesano Francisco de Orea en el año 1770. En la iglesia se venera la sagrada piedra a la que los vecinos conocen por el Cristo del Guijarro. Existe toda una piadosa tradición que cuenta cómo apareció milagrosamente la escena del Calvario, marcada en el corte transversal de un guijarro que, al romperse contra el suelo en los encinares de la Hombrihuela, desprendió un fortísimo resplandor en una noche oscura de tormenta. La piedra había sido arrojada por un pastor de la villa, de nombre Pedro García, sobre una oveja que preten­dió alejarse del aprisco. Otro signo más ‑verdad o leyenda‑ que durante cuatro siglos viene contando con el fervor sin condicio­nes de los hijos del pueblo. Imágenes alusivas a esta tradición o alegorías a la misma, suelen encontrarse marcadas sobre los dinteles de varias viviendas de La Yunta; en otras, en cambio, es la estrella de David la que se ve grabada, razón bastante que da pie al vecindario para asegurar ‑no sin fundamento‑ que por allí habitaron familias judías.
         Si se desea ir desde La Yunta hasta el pueblo de Embid por carretera, habremos de salir por un momento de la provincia y entrar en Aragón. Es mínimo el trozo de tierras zaragozanas por las que debemos andar, pues de inmediato nos sale al paso la carretera de Embid. Antes de llegar al pueblo conviene detenerse en la ermita de Santo Domingo, por cuyas inmediaciones pasa, agostado y seco por lo general, el cauce del río Piedra, el mismo que se despeñará más adelante, no lejos de allí, en aparatosas cascadas cuando llegue al célebre Monasterio que lleva su nombre. En la ermita de Santo Domingo de Silos tuvieron lugar populosas romerías, a las que solían acudir por costumbre gentes de toda la comarca en varias leguas a la redonda. Resulta curioso pararse a leer los nombres de personas, los vítores y frases piadosas, y las fechas que aparecen grabadas, con mucho trabajo y con mucha paciencia, sobre el dovelaje las jambas de la portada, pues las hay que datan del año 1679.
         El pueblo de Embid se recuesta sobre la solana con los restos de su castillo como observatorio. Es un lugar tranquilo, poco poblado; un lugar con sonada historia y silencioso presente; un lugar de los que, hundidos sin remisión en los postreros coletazos del segundo milenio de nuestra era, viene a ser sede sin igual para la paz del alma, y para el debido orden del cuerpo y del espíritu. Encima de un alcor, al que se accede sin demasia­das dificultades, queda a la entrada del pueblo, mirando hacia las casas, lo que todavía subsiste de su viejo castillo: tres torreones demolidos, varias saeteras, unos cuantos paredones y una aguja enhiesta y desgranada. Como adorno póstumo, se yerguen sobre las piedras destartaladas del castillo algunas antenas de televisión. El pueblo se deja ver adormilado frente por frente.
         Es posible que sea Embid uno de los pueblos que con más ímpetu han sufrido en sus carnes y en sus piedras los reveses de la Historia. Primero hasta su despoblación en el siglo IV, como consecuencia de las luchas fronterizas entre castellanos y arago­neses, volviéndose a repoblar años más tarde por autorización expresa de Alfonso XI, fechada en 1331, a don Diego Ordóñez de Villaquizán, que fue quien levantó el castillo. En el siglo XV lo rehizo don Juan Ruiz de los Quemadales, personaje mítico en las tierras del Señorío, conocido en las crónicas de su tiempo por el sobrenombre de "Caballero Viejo". En 1698, el último rey de los Austrias, Carlos II, le otorgó marquesado propio que vendría a recaer en la persona de su noveno señor, don Diego de Molina.
           
          ESCUDOS HERALDICOS Y CAMPOS DE MIES
 
  
         Estas llanuras molinesas,  anchas, señoriales, son toda una provocación para el caminante que viene hasta ellas libre de prejuicios, con el honesto deseo de conocer, con las manos y con el corazón limpios. Tortuera es pueblo de hidalgos. En Tortuera, los palacetes y los escudos de piedra sobre las fachadas son algo esencial en la vida del pueblo. Recorrer una por una todas las casonas solar que tiene Tortuera, será un interesante quehacer del que el caminante no se arrepentirá nunca. Ahí tienes, amigo lector, para satisfacer tus deseos de pasado, el ejemplar palacete de los Morenos, y el de los Torres en la Plaza Mayor, los dos con  solera de siglos; el de los Romero en las orillas; el de los López Hidalgo de la Vera,  donde quiero pensar que, si en el silencio de la noche se escuchara con atención, tal vez  se sienta contra las baldosas del XVII el espolón de los egregios caballeros de la familia. Ahí debió nacer el que fue obispo de Badajoz don Diego López de la Vega, y su hermano don Andrés, general del ejército de Extremadura a finales del siglo XVII.
         El viejo pairón de las Animas, de estructura mural sobre piedra tosca en las afueras del pueblo, es uno de los más intere­santes de toda la comarca. De la iglesia parroquial, renacentis­ta del XVI, merecen referencia especial la portada en trazado rectiforme al gusto herreriano y la capilla de la Trinidad.
         Por la misma carretera de Daroca vamos a seguir un poco más en dirección a Molina. El pueblecito de Cillas queda como cogido entre pinzas, extendido al sol en el empalme con la carretera que viene de Calatayud. En un instante estamos en Rueda de la Sierra.
         A 1140 metros de altura sobre el nivel del mar, en Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de arenisca del Castillo con los huertos, el agua de la fuente con la soledad. Apenas si quedan de continuo, como botón de muestra de lo que antes fue, una docena de familias en el pueblo. En Rueda de la Sierra llaman la atención tres cosas sobre todas las demás: el pairón barroco de junto a la carretera, la fuente abrevadero de 1898, y la portada románica de la iglesia. Como detalle muy particular, destaca sobre todos sus méritos el haber sido cuna del primer obispo de Madrid‑Alcalá, don Narciso Martínez Vallejo, asesinado a tiro de revolver en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 18 de abril de 1886, por un cura anarquista llamado Galeote. Sus paisanos recuerdan al prelado ilustre con una placa conmemorativa en la casa donde nació, y con un monolito, colocado en su memo­ria, delante mismo de la puerta de la iglesia.
 
          Rueda de la Sierra es cruce de caminos. Tomaremos ahora el que parte hacia el Valle del Mesa pasando por Torrubia, Tartanedo, Hinojosa  y Labros. Bella estampa de pueblo señor este de Torrubia. La torre de su iglesia es una de las más elegantes  de la provin­cia. El interior es todo un  juego de contorsiones barrocas, de movimiento manierista funcional del mejor estilo. La fuente pública, de primeros de siglo, da carácter a la plazuela en que fue instalada y contribuye a la buena imagen del pueblo.
         En Tartanedo habrá que detenerse, no por cortesía, que tal merecen cada uno de los lugares de esta paramera, sino por nece­sidad. Sus numerosos monumentos, callados y  solitarios, en esta quietud tan significativa de los pueblos que estuvieron a punto de quedarse sin gente, son un reclamo al que resulta imposible poderse resistir. A Tartanedo se entra dejando atrás una ermita y una cruz de hierro sobre romántico pedestal de piedra vieja en un claro de la arboleda. El pueblo en sí es un continuo memorial a los más preclaros hijos e hijas que nacieron allí, y cuyo recuer­do permanece vivo en un sinfín de datos y de detalles. Entre estos hijos ilustres de la villa hay que contar al arzobispo de Zaragoza don Manuel Vicente Martínez Ximénez; al obispo de Cádiz don Francisco Javier Utrera; al preclaro sacerdote don Emilio de Miguel, autor de excelentes trabajos sobre Apicultura, fallecido recientemente, y, desde luego, a la Beata María de Jesús López Ribas, "La Santa", como gusta llamarla a sus paisanos, nacida en la casa solar de los Montesoro y a la que Santa Teresa de Jesús apodaba cariñosamente "Mi Letradillo". La iglesia de Tartanedo, con portada románica y escalera helicoidal de acceso al campana­rio, se debe visitar necesariamente. El magnífico retablo mayor de la iglesia de San Bartolomé, fue un obsequio a su pueblo natal de parte de otro hijo ilustre, don Bartolomé Munguía, en su tiempo cirujano de la Casa Real. Durante los últimos años se han restaurado las pinturas del retablo de los Ángeles, en la impresionante y lumnosa capilla de la iglesia de Tartanedo, 
         De las muchas casonas y palacetes de hidalga raíz, es muy de destacar la  del Obispo Utrera, con escudo familiar y excelen­te rejería de la época. Ya a la salida, muy cerca de la iglesia, queda la fuente pública de estructura mural, en cuya superficie se informa, con perfectos caracteres latinos, como fue mandada construir por el arzobispo don Manuel Vicente Martínez Ximénez, en testimonio de cariño y de gratitud a su pueblo.
         El cerro Cabeza del Cid resguarda la villa de Hinojosa por el poniente. Dicen que sobre aquel altiplano acampó el Cid con su manojo de incondicionales cuando el destierro. A las tres de la tarde comienzan a hacerse notar los calores de Hinojosa. La ermita de los Dolores queda a mano al entrar. En sitio preferente de la portada se ve el escudo de los García Herreros, de cuya familia, un colegial y canónigo de Valladolid, de nombre José, la mandó levantar a sus expensas según las reglas más estrictas del arte barroco al uso. En el interior está la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, talla simpar en cuyo rostro se conjugan a un tiempo la dulzura, el dolor y el patetismo que acarrea el sufrimiento llevado al extremo. Una espada le atraviesa el pecho. Se desconoce al autor de la talla, pero bien pudo ser cualquiera de los notables imagineros castellanos del siglo XVIII. Por la fiesta de La Soldadesca (primer domingo de junio) los moros y los cristianos de Hinojosa se disputan, en singular batalla junto al olmo de la plaza, la imagen de la Virgen.
         Las calles de Hinojosa se adornan con rollo jurisdiccional de robusta caña, pero, mejor todavía, con los palacetes y casonas    molinesas que atestiguan, a dos o tres siglos vista, su pretérita grandeza; así están el de los Malo, los Ramírez, los Moreno, Los Iturbe y los García Herreros. Media docena de escudos nobiliarios van sellando, por los diferentes rincones del pueblo, todas estas casonas relicario del pasado.
 
(Las fotografías nos muestran: Detalle de la Plaza e iglesia de La Yunta; Casona molinesa de Tortuera, y Retablo de Los Ángles en su capilla de la iglesia de Tartanedo)
 

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