La villa de La Yunta dista de Campillo cuatro o
cinco kilómetros a lo sumo. Pueblos linderos y como tales, como mandan los
cánones de la buena vecindad, también pueblos rivales. Muy parecidos los dos
por cuanto a población y a medios de vida se refiere, pero con notorias
particularidades cada uno.
Aseguran
que el nombre de La Yunta (la junta), le viene impuesto por haber sido allí el
lugar de encuentro, allá por el siglo XIII, entre el rey Sabio de Castilla,
Alfonso X, y el aragonés Jaime I. En su formación como pueblo jugó un
importante papel la Orden de San Juan, a la cual perteneció en calidad de
señorío durante mucho tiempo. La Cruz de Malta, en el pueblo tantas veces
vista, y sobre todo el torreón fortaleza del siglo XIV que todavía se conserva
en un lateral de la plaza, son testimonio permanente de la influencia que
tuvieron en la villa los caballeros de San Juan. Tal vez, en esa curiosa circunstancia histórica, se
encuentre la raíz de las apreciables diferencias que existen entre el pueblo de
La Yunta y otros muchos de su misma comarca.
La
iglesia es un monumento severo, con espadaña de dos vanos orientada hacia la
Plaza Mayor. Por su estructura puede ser obra de finales del siglo XVI. En el
interior tiene una sola nave. El retablo está presidido por una extraordinaria
talla barroca de la Virgen de la Mayor. Tiene el retablo una ornamentación
cargadísima, muy de acuerdo con las apetencias del siglo XVIII. Consta que lo
doró el artesano Francisco de Orea en el año 1770. En la iglesia se venera la
sagrada piedra a la que los vecinos conocen por el Cristo del Guijarro. Existe
toda una piadosa tradición que cuenta cómo apareció milagrosamente la escena
del Calvario, marcada en el corte transversal de un guijarro que, al romperse
contra el suelo en los encinares de la Hombrihuela, desprendió un fortísimo
resplandor en una noche oscura de tormenta. La piedra había sido arrojada por
un pastor de la villa, de nombre Pedro García, sobre una oveja que pretendió
alejarse del aprisco. Otro signo más ‑verdad o leyenda‑ que durante cuatro
siglos viene contando con el fervor sin condiciones de los hijos del pueblo.
Imágenes alusivas a esta tradición o alegorías a la misma, suelen encontrarse
marcadas sobre los dinteles de varias viviendas de La Yunta; en otras, en
cambio, es la estrella de David la que se ve grabada, razón bastante que da pie
al vecindario para asegurar ‑no sin fundamento‑ que por allí habitaron familias
judías.
Si se
desea ir desde La Yunta hasta el pueblo de Embid por carretera, habremos de
salir por un momento de la provincia y entrar en Aragón. Es mínimo el trozo de
tierras zaragozanas por las que debemos andar, pues de inmediato nos sale al
paso la carretera de Embid. Antes de llegar al pueblo conviene detenerse en la
ermita de Santo Domingo, por cuyas inmediaciones pasa, agostado y seco por lo
general, el cauce del río Piedra, el mismo que se despeñará más adelante, no
lejos de allí, en aparatosas cascadas cuando llegue al célebre Monasterio que
lleva su nombre. En la ermita de Santo Domingo de Silos tuvieron lugar
populosas romerías, a las que solían acudir por costumbre gentes de toda la
comarca en varias leguas a la redonda. Resulta curioso pararse a leer los
nombres de personas, los vítores y frases piadosas, y las fechas que aparecen
grabadas, con mucho trabajo y con mucha paciencia, sobre el dovelaje las jambas
de la portada, pues las hay que datan del año 1679.
El
pueblo de Embid se recuesta sobre la solana con los restos de su castillo como
observatorio. Es un lugar tranquilo, poco poblado; un lugar con sonada historia
y silencioso presente; un lugar de los que, hundidos sin remisión en los
postreros coletazos del segundo milenio de nuestra era, viene a ser sede sin
igual para la paz del alma, y para el debido orden del cuerpo y del espíritu.
Encima de un alcor, al que se accede sin demasiadas dificultades, queda a la
entrada del pueblo, mirando hacia las casas, lo que todavía subsiste de su
viejo castillo: tres torreones demolidos, varias saeteras, unos cuantos
paredones y una aguja enhiesta y desgranada. Como adorno póstumo, se yerguen
sobre las piedras destartaladas del castillo algunas antenas de televisión. El
pueblo se deja ver adormilado frente por frente.
Es
posible que sea Embid uno de los pueblos que con más ímpetu han sufrido en sus
carnes y en sus piedras los reveses de la Historia. Primero hasta su
despoblación en el siglo IV, como consecuencia de las luchas fronterizas entre
castellanos y aragoneses, volviéndose a repoblar años más tarde por
autorización expresa de Alfonso XI, fechada en 1331, a don Diego Ordóñez
de Villaquizán, que fue quien levantó el castillo. En el siglo XV lo rehizo don
Juan Ruiz de los Quemadales, personaje mítico en las tierras del Señorío,
conocido en las crónicas de su tiempo por el sobrenombre de "Caballero
Viejo". En 1698, el último rey de los Austrias, Carlos II, le otorgó
marquesado propio que vendría a recaer en la persona de su noveno señor, don
Diego de Molina.
ESCUDOS HERALDICOS Y CAMPOS DE MIES
Estas
llanuras molinesas, anchas, señoriales,
son toda una provocación para el caminante que viene hasta ellas libre de
prejuicios, con el honesto deseo de conocer, con las manos y con el corazón
limpios. Tortuera es pueblo de hidalgos. En Tortuera, los palacetes y los
escudos de piedra sobre las fachadas son algo esencial en la vida del pueblo.
Recorrer una por una todas las casonas solar que tiene Tortuera, será un
interesante quehacer del que el caminante no se arrepentirá nunca. Ahí tienes,
amigo lector, para satisfacer tus deseos de pasado, el ejemplar palacete de los
Morenos, y el de los Torres en la Plaza Mayor, los dos con solera de siglos; el de los Romero en las
orillas; el de los López Hidalgo de la Vera,
donde quiero pensar que, si en el silencio de la noche se escuchara con
atención, tal vez se sienta contra las
baldosas del XVII el espolón de los egregios caballeros de la familia. Ahí
debió nacer el que fue obispo de Badajoz don Diego López de la Vega, y su
hermano don Andrés, general del ejército de Extremadura a finales del siglo
XVII.
El
viejo pairón de las Animas, de estructura mural sobre piedra tosca en las
afueras del pueblo, es uno de los más interesantes de toda la comarca. De la
iglesia parroquial, renacentista del XVI, merecen referencia especial la
portada en trazado rectiforme al gusto herreriano y la capilla de la Trinidad.
Por la
misma carretera de Daroca vamos a seguir un poco más en dirección a Molina. El
pueblecito de Cillas queda como cogido entre pinzas, extendido al sol en el
empalme con la carretera que viene de Calatayud. En un instante estamos en
Rueda de la Sierra.
A 1140 metros de altura
sobre el nivel del mar, en Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de
arenisca del Castillo con los huertos, el agua de la fuente con la soledad.
Apenas si quedan de continuo, como botón de muestra de lo que antes fue, una
docena de familias en el pueblo. En Rueda de la Sierra llaman la atención tres
cosas sobre todas las demás: el pairón barroco de junto a la carretera, la
fuente abrevadero de 1898, y la portada románica de la iglesia. Como detalle
muy particular, destaca sobre todos sus méritos el haber sido cuna del primer
obispo de Madrid‑Alcalá, don Narciso Martínez Vallejo, asesinado a tiro de
revolver en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 18 de abril de 1886, por
un cura anarquista llamado Galeote. Sus paisanos recuerdan al prelado ilustre
con una placa conmemorativa en la casa donde nació, y con un monolito, colocado
en su memoria, delante mismo de la puerta de la iglesia.
Rueda de la Sierra es cruce de caminos.
Tomaremos ahora el que parte hacia el Valle del Mesa pasando por Torrubia,
Tartanedo, Hinojosa y Labros. Bella
estampa de pueblo señor este de Torrubia. La torre de su iglesia es una de las
más elegantes de la provincia. El
interior es todo un juego de
contorsiones barrocas, de movimiento manierista funcional del mejor estilo. La
fuente pública, de primeros de siglo, da carácter a la plazuela en que fue
instalada y contribuye a la buena imagen del pueblo.
En
Tartanedo habrá que detenerse, no por cortesía, que tal merecen cada uno de los
lugares de esta paramera, sino por necesidad. Sus numerosos monumentos,
callados y solitarios, en esta quietud
tan significativa de los pueblos que estuvieron a punto de quedarse sin gente,
son un reclamo al que resulta imposible poderse resistir. A Tartanedo se entra
dejando atrás una ermita y una cruz de hierro sobre romántico pedestal de
piedra vieja en un claro de la arboleda. El pueblo en sí es un continuo
memorial a los más preclaros hijos e hijas que nacieron allí, y cuyo recuerdo
permanece vivo en un sinfín de datos y de detalles. Entre estos hijos ilustres
de la villa hay que contar al arzobispo de Zaragoza don Manuel Vicente Martínez
Ximénez; al obispo de Cádiz don Francisco Javier Utrera; al preclaro sacerdote
don Emilio de Miguel, autor de excelentes trabajos sobre Apicultura, fallecido
recientemente, y, desde luego, a la Beata María de Jesús López Ribas, "La
Santa", como gusta llamarla a sus paisanos, nacida en la casa solar de los
Montesoro y a la que Santa Teresa de Jesús apodaba cariñosamente "Mi
Letradillo". La iglesia de Tartanedo, con portada románica y escalera
helicoidal de acceso al campanario, se debe visitar necesariamente. El
magnífico retablo mayor de la iglesia de San Bartolomé, fue un obsequio a su
pueblo natal de parte de otro hijo ilustre, don Bartolomé Munguía, en su tiempo
cirujano de la Casa Real. Durante los últimos años se han restaurado las pinturas del retablo de los Ángeles, en la impresionante y lumnosa capilla de la iglesia de Tartanedo,
De las
muchas casonas y palacetes de hidalga raíz, es muy de destacar la del Obispo Utrera, con escudo familiar y
excelente rejería de la época. Ya a la salida, muy cerca de la iglesia, queda
la fuente pública de estructura mural, en cuya superficie se informa, con
perfectos caracteres latinos, como fue mandada construir por el arzobispo don
Manuel Vicente Martínez Ximénez, en testimonio de cariño y de gratitud a su
pueblo.
El
cerro Cabeza del Cid resguarda la villa de Hinojosa por el poniente. Dicen que
sobre aquel altiplano acampó el Cid con su manojo de incondicionales cuando el
destierro. A las tres de la tarde comienzan a hacerse notar los calores de
Hinojosa. La ermita de los Dolores queda a mano al entrar. En sitio preferente
de la portada se ve el escudo de los García Herreros, de cuya familia, un
colegial y canónigo de Valladolid, de nombre José, la mandó levantar a sus
expensas según las reglas más estrictas del arte barroco al uso. En el interior
está la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, talla simpar en cuyo rostro se
conjugan a un tiempo la dulzura, el dolor y el patetismo que acarrea el
sufrimiento llevado al extremo. Una espada le atraviesa el pecho. Se desconoce
al autor de la talla, pero bien pudo ser cualquiera de los notables imagineros
castellanos del siglo XVIII. Por la fiesta de La Soldadesca (primer domingo de junio) los moros y los cristianos
de Hinojosa se disputan, en singular batalla junto al olmo de la plaza, la
imagen de la Virgen.
Las
calles de Hinojosa se adornan con rollo jurisdiccional de robusta caña, pero,
mejor todavía, con los palacetes y casonas
molinesas que atestiguan, a dos o tres siglos vista, su pretérita
grandeza; así están el de los Malo, los Ramírez, los Moreno, Los Iturbe y los
García Herreros. Media docena de escudos nobiliarios van sellando, por los
diferentes rincones del pueblo, todas estas casonas relicario del pasado.
(Las fotografías nos muestran: Detalle de la Plaza e iglesia de La Yunta; Casona molinesa de Tortuera, y Retablo de Los Ángles en su capilla de la iglesia de Tartanedo)
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